martes, 15 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 29

 


Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.


Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.


Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.


–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.


Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.


–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.


Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.


–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.


–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.


–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.


Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.


–¿Qué?


–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.


Ella parpadeó y entonces se sonrojó.


–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.


Ella levantó la barbilla, desafiante.


–No. No voy a hacer eso.


–¿Por qué no? Te gustará.


–No. No me gustará.


–¿Y cómo sabes que no?


–Lo sé.


–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.


–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.


Él arqueó las cejas.


–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.


–Yo sí.


–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.


–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.


Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.


Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…


–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.


Ella se encogió de hombros.


–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.


–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.


–Voy por una.


Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.


Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.


Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.


Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.


–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.


–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…


–Pescado y patatas.


–Muy bien.


Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.


–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.


Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.


Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.


–Oh… –exclamó ella con un suspiro.


–Darwin es famoso por sus puestas de sol.


–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.


–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?


Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.


–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.


Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.


Simplemente asintió con la cabeza.


–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.


Paula agarró con fuerza la copa.


–No siempre soy sincera.


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.


–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 28

 


TE HAS acostado con muchas mujeres? –le preguntó Paula.


Estaba tumbada con la cabeza apoyada en el vientre de Pedro y el rostro vuelto hacia él, jugueteando con el fino vello de su pecho. Pedro estaba estirado, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza y la vista fija en el techo. Acababan de volver a la cama después de una larga ducha.


–Me prometiste que no me ibas a hacer más preguntas.


–Yo no he prometido nada. Te dejé descansar. Eso es todo, así que te lo repito. ¿Te has acostado con muchas mujeres?


–Me he acostado con muchas mujeres.


–Eso pensaba.


–¿Te importa mucho?


–Supongo que no.


–No estarás celosa, ¿no?


–En absoluto. Solo siento curiosidad. ¿Pero cuándo tuviste tiempo para acostarte con tantas novias? Según lo que me contaste, te has pasado la mayor parte de tu vida adulta escalando montañas y haciendo expediciones por la jungla.


–No he dicho que haya tenido muchas novias. He dicho que me he acostado con muchas mujeres. Hay una diferencia.


–Oh. Oh, claro. Entiendo. Eres de aventuras de una noche.


–Normalmente sí. Tuve un par de novias formales en la universidad, pero no fue nada serio. No tengo tiempo para relaciones estables y largas últimamente. Ni tampoco tengo ganas.


–Pero estoy segura de que la noche de la fiesta en casa de tus padres me dijiste que acababas de romper con una mujer.


–Mentí.


Ella se incorporó abruptamente.


–¿Pero por qué?


–Porque no quería que me hicieras preguntas. Claro.


–Muy bien. Ya no haré más preguntas –dijo. No era buena idea insistir más, sobre todo porque él ya empezaba a mirarla con ojos afilados.


–Gracias. El silencio es oro para mí. ¿Sabes? Sobre todo cuando estás muy cansado.


Paula se rio y entonces volvió a apoyar la cabeza en su vientre. Esa vez, no obstante, se había acostado mirando hacia el otro lado. Contempló su miembro. No parecía cansado en absoluto, pero tampoco estaba erecto. En estado de flacidez, tampoco parecía tan intimidante. Ella sospechaba, no obstante, que solo tenía que rodearlo con la boca para devolverlo a la vida.


–¡Oye! –exclamó él, cuando ella le agarró el pene con mano firme–. ¿Pero qué haces?


–¿Qué crees que hago?


Él gimió cuando ella empezó a mover la mano arriba y abajo.


–Chica, no tienes compasión.


–Para ti no.


–Me vas a matar.


–Posiblemente. Pero será una forma maravillosa de irse de este mundo.


Él se rio y entonces contuvo el aliento.


–¡No te atrevas a hacer eso!


Ella no contestó. No podía.


Pedro apretó la mandíbula y aguantó la oleada de sensaciones que lo sacudía. Ella era buena, muy buena… Era difícil de creer que tuviera tan poca experiencia sexual. Sin embargo, sí que la creía. No era ninguna mentirosa. Él, en cambio, sí que mentía muy bien, sobre todo cuando era necesario mentir.


Sus protestas habían sido una especie de mentira. Estaba deseando que ella hiciera justamente eso, despertar su deseo sexual, de nuevo. Quería provocarle un orgasmo tras otro.


Porque ese era su plan, hacerla adicta al sexo con él. Y entonces, al lunes siguiente, dos días antes de que entrara en el periodo de máxima fertilidad, dejarían de hacerlo un tiempo. Así tendrían más probabilidades de conseguir el embarazo. Para el miércoles, ella estaría lista para quedarse embarazada, y ya no estaría tan obsesionada con los bebés, sino con el placer.


Era un plan perfecto. Pedro le acarició el cabello con ambas manos, intentando detenerla. Después de todo, no quería que se hiciera adicta a dar placer, sino a recibirlo. Sin embargo, lo que le estaba haciendo era delicioso.


Le clavó las yemas de los dedos en la cabeza y la sujetó en el sitio, sucumbiendo a la tentación.


Más tarde, cuando ella se acurrucó a su lado, él le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


–Eso ha sido increíble. Gracias.


–Un placer –le dijo ella y le dio un beso en el cuello con los labios todavía húmedos.


De repente Pedro sintió una extraña sensación; una emoción poderosa que lo embargaba.


«Yo soy el que se está haciendo adicto aquí».


La idea de que pudiera estar enamorándose de Paula era tan sorprendente, tan asombrosa, que Pedro no sabía qué hacer o pensar. Al principio parecía algo imposible. Lo del amor no era para él, pero poco a poco, una vez dejó a un lado esa perplejidad que lo atenazaba, se dio cuenta de que la idea no era una locura tan grande. De hecho, a lo mejor siempre había estado un poco enamorado de ella.


–Vas a pensar que soy una ingenua –dijo ella de repente, levantando la cabeza lo suficiente para poder mirarlo a los ojos–. Pero solía pensar que tendría que estar locamente enamorada de un hombre para poder disfrutar del sexo con él. Quiero decir, disfrutar de verdad, como he hecho contigo –bajó la cabeza y la apoyó sobre el pecho de él–. Creo que eso viene de haber sido una romántica empedernida durante muchos años. No me daba cuenta de que para disfrutar solo hace falta toparse con un hombre que sepa bien lo que hace.


El momento escogido para hacer un comentario como ese resultaba de lo más irónico. Sin embargo, sus palabras sinceras fueron un alivio para él.


Evidentemente no era amor lo que sentía por Paula. Era lujuria, lo mismo que siempre había sentido por ella. Tanto sexo le estaba afectando. Tenía que parar un poco.


–Gracias por el cumplido, Paula. Yo también he descubierto algo desde que me fui contigo a la cama.


Ella levantó la cabeza de nuevo.


–¿Qué?


–No aguanto más.


–Ni yo tampoco. De hecho, apenas puedo mantener los ojos abiertos –le dijo, volviendo a recostarse sobre su pecho.


–Me vendría bien dormir un poco –le dijo él. Por suerte ella no podía ver su rostro, tenso y contraído.


¿Cómo iba a dormirse teniéndola encima de esa manera?


No lo hizo. Se quedó allí tumbado, debajo de ella, intentando controlar la respiración, intentando dominar su propio cuerpo. Paula fue la primera en quedarse dormida. Y Pedro lo agradeció, porque así podría echarla a un lado.


Ella se acurrucó de inmediato y Pedro la cubrió con una sábana antes de apartarse.


Una vez puso algo de distancia entre ellos, empezó a relajarse. Pero aun así pasó un buen rato despierto, esperando a que el sueño lo sumiera en un merecido olvido.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 27

 


No esperó a que ella le contestara. Fue hacia el dormitorio principal y le dio con la puerta en las narices. Paula se quedó en mitad del salón, totalmente desconcertada, pero excitada. No había ningún género de dudas.


Haría todo lo que él quisiera, porque en el fondo, eso era lo que deseaba.


Hacerlo, no obstante, no era cosa fácil. Le daba un poco de miedo. No se miró en el espejo del cuarto de baño mientras se desvestía. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua se calentara un poco antes de entrar. Se lavó a conciencia, intentando no detenerse demasiado en esas zonas que le recordaban lo excitada que estaba. Cinco minutos más tarde, ya había salido de la ducha.


Tardó cinco minutos más en salir del baño. Se cepilló el pelo durante una eternidad, se pintó los labios y se puso un poco de perfume. Cuando ya no pudo retrasarlo más, respiró profundamente varias veces y abrió la puerta.


Salió desnuda y atravesó el apartamento. Aquello era lo más duro que había hecho jamás, incluso más duro que ir a la clínica de fertilidad por primera vez. Cuando llegó a la puerta del dormitorio principal, estaba hecha un manojo de nervios. Se armó de valor, pero no llamó. Abrió directamente y entró sin más.


Él estaba saliendo del aseo justo en ese instante, con una toalla alrededor de la cintura.


Ella se paró de golpe, con las manos apoyadas en las caderas.


–Yo también quiero que estés desnudo –le espetó.


–Todavía no –le contestó él. Sus ojos brillaron cuando la miró de pies a cabeza–. Eres todavía más hermosa de pie que tumbada. Ahora ven aquí. Quiero verte caminar. Quiero sujetarte fuertemente contra mí y besarte hasta que me supliques que lo haga, tal y como hiciste anoche. Pero no en la cama, con las piernas enroscadas alrededor de mi cintura, y los brazos alrededor de mi cuello.


Sus palabras evocaban imágenes eróticas que la bombardeaban una y otra vez. A Paula empezó a darle vueltas la cabeza. De alguna forma consiguió atravesar la habitación sin tropezarse con nada. Tenía las rodillas de gelatina.


Él la taladraba con una mirada aguda, sin decir ni una palabra más.


Cuando ella se le acercó, pudo oír su respiración, mezclada con la suya propia. Pudo sentir la tensión…


Se quitó la toalla, mostrándole su miembro erecto en todo su esplendor.


Paula sintió que se le secaba la boca, imaginando cómo le haría el amor. ¿Lo haría de pie, tal y como le había dicho? El corazón se le aceleró. Se le endurecieron los pezones.


De repente él la estrechó entre sus brazos y la apretó con fuerza contra su erección.


«Sí. Sí. Hazme el amor. Házmelo ahora. No me beses. No esperes. Simplemente levántame en el aire y hazme el amor…».


Pero él no hizo caso de esa súplica silenciosa. Primero empezó a besarla, con desesperación, con ardor. Paula necesitaba tenerle dentro… La urgencia era insoportable. De repente gimió.


–Dime lo que quieres, Paula –le dijo él en un susurro.


–Te quiero a ti. Oh, Dios, Pedro… Hazlo sin más. Hazlo tal y como dijiste.


Él la penetró bruscamente, le agarró el trasero y la levantó del suelo.


–Pon las piernas y los brazos a mi alrededor.


La apoyó contra la pared del dormitorio y empezó a empujar una y otra vez. Ella llegó al clímax rápidamente. El primer espasmo fue tan intenso y salvaje que tuvo que gritar. Él llegó unos segundos después, de una forma tan violenta como ella. Sus gemidos orgásmicos resonaron casi como gritos de dolor. Él le clavó las yemas de los dedos en la piel mientras ella se aferraba a su cuello. El clímax duró un rato para ambos. Sus cuerpos latían al unísono, y sus corazones también.


Al final, cuando todo terminó, les sobrevino una ola de cansancio.


Paula suspiró, y Pedro también. Levantó la cabeza. Ella se sentía completamente vacía, sin fuerzas. Las piernas casi se le caían. Apenas podía aferrarse ya a su cintura.


Él se dio cuenta. La llevó hasta la cama y la tumbó con cuidado.


–¿Ves lo que me has hecho? –le preguntó, poniéndose erguido y asintiendo con la cabeza.


–Pobre Pedro–murmuró ella en un tono adormilado–. A lo mejor deberías tumbarte a mi lado y descansar un poco.


–A lo mejor. Pero solo con la condición de que no me hagas más preguntas.