martes, 16 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO FINAL





Paula abrió la terraza para que saliera Murphy. Dejó a las niñas en el carrito y les calentó la comida en el microondas. 


Después de dársela, les cambió el pañal y les dio de mamar.


Estaba metiendo de nuevo a Ana en el carrito cuando oyó que se abría la puerta de la casa. Pedro se detuvo nada más verla.


—¿Qué diablos haces aquí?


—Lo siento.


—¿Por qué? —dijo él, dando un paso adelante.


—Por ser tan egoísta, tan irracional y tan exigente —contestó con lágrimas en los ojos—. ¿Por negarme al compromiso? ¿Por esperar que fueras tú quien hiciera todos los cambios? ¿Por no confiar en ti? ¿Por no darte la oportunidad de darme una explicación? No lo sé. Sólo sé que no puedo vivir sin ti, y que siento haberte hecho daño, y haberlo arruinado todo. Andrea dijo que no podía creer…


—¿Has hablado con Andrea?


—Me dio tu número de teléfono. Te llamé, pero estaba apagado.


—No tiene batería, y no llevaba el cargador en el coche.

¿Qué te dijo ella?


—Nada. Sólo que estaban asombrados por todo lo que habías hecho, pero yo no sabía a qué se refería. Tú no me lo has contado, y ella tampoco, así que sigo sin saberlo. ¿Qué diablos has hecho por mí que es tan importante? ¿Qué te he hecho hacer? Por favor, ¡cuéntamelo!


—Tú no me has hecho hacer nada. Yo elegí hacerlo. Se suponía que todo iba a ser maravilloso, pero parece que me equivoqué.


Se volvió y se dirigió a la terraza.


—¿Murphy? —dijo sorprendido al ver al perro.


—Oh, Pedro, por favor, cuéntame lo que has hecho —susurró ella.


Entonces, él entró de nuevo, se sentó y agarró al perro por el
collar para que se quedara quieto.


—Esto no va a funcionar. No hay sitio para que las niñas
duerman, y el perro destrozará la casa en un momento. Además, ya la he vendido. En cualquier caso, quiero sentarme para hablar contigo en serio, así que vamos a casa.


—¿A casa?


¿Había vendido el apartamento?


Él sonrió, cansado.


—Sí, Pau. A casa.


Acostaron a las niñas nada más llegar, encerraron al perro en la cocina y se dirigieron al salón. Hacía frío y Pedro encendió la chimenea. Se sentaron en el suelo, apoyados contra el sofá, y él rodeó a Paula con el brazo y la atrajo hacia sí.


—Bien. Imaginemos que es sábado por la tarde y que te he
preparado la cena, ¿de acuerdo?


—Oh, Pedro


—Shh. Ya estamos tomando el café, ha hecho un día precioso y las niñas están dormidas. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—Bien, pues voy a hacerte una propuesta, y quiero que la
pienses bien y que me des tu respuesta cuando hayas reflexionado y estés segura de que funcionará.


—De acuerdo. ¿Y cuál es la propuesta?


—Lo primero de todo, Joaquin vende la casa.


—Lo sé. Y…


—Shh. Escucha. Y pedí que hicieran una tasación.


—¿Cuándo?


—El martes. Mientras estábamos en la playa, y hoy, mientras
tomabas café con Juana. He hablado con Joaquin, le he dicho las cifras y hemos acordado un precio.


—Pero…


—Shh. Ahora te dejo hablar. Joaquin me contó que hacía tiempo había hablado con un arquitecto para reformar el establo. Al parecer, los urbanistas no pondrían ningún problema a la hora de convertir el establo en una oficina, así que podría trasladar la oficina de Londres aquí. Y le he vendido a Gerry mi parte de la oficina de Nueva York.


Ella lo miró confusa.


—¿Has vendido tu parte de la oficina de Nueva York?


—No puedo ir allí, está muy lejos —dijo él—. Y tampoco puedo ir a Londres todos los días, así que trasladaré mi oficina aquí. Todo el mundo está dispuesto a venir. Samuel y su familia, y Andrea, con su hija y su marido. También otros miembros de la empresa.


Paula lo miró perpleja.


—¿Has vendido las oficinas de Nueva York y Tokio?


Él sonrió.


—Bueno, Yashimoto y yo ya lo habíamos hablado. De algún
modo… —se calló, tragó saliva y le apretó el hombro—. De algún modo, y con todo el daño que nos ha causado, nunca terminó de gustarme.


—¿De veras ibas a venderla? Porque me he sentido culpable de que lo hicieras, después de todo el esfuerzo que habías invertido allí…


Pedro negó con la cabeza.


—Está bien. Estoy contento. Así que ya está. Andrea dice que vendrá para ayudarme a instalarme, pero que no puede trabajar a jornada completa porque su hija va a tener un bebé, así que esto sólo funcionará si tú compartes el trabajo con ella. La ventaja es que tendrás el control de mi agenda —añadió con una sonrisa—. ¿Qué te parece, señora Alfonso? ¿Quieres intentarlo? ¿O sigue siendo demasiado? Porque si de verdad quieres que lo deje todo, me jubile de forma anticipada y me dedique a hacer macramé… Estoy dispuesto a hacerlo con tal de estar contigo y con las niñas, porque hoy me he dado cuenta de que no podía marcharme de tu lado, porque te quiero demasiado.


Ella se percató de que hablaba muy en serio. Levantó la mano y le acarició el rostro.


—Oh, Pedro. Yo también te quiero. Y no tendrás que aprender a hacer macramé. Estaré encantada de volver a trabajar contigo. Lo echo de menos. Y compartir un trabajo me parece buena idea. Además, me gusta la idea de controlar tu agenda.


Él soltó una carcajada.


—Suponía que sería así —la estrechó contra su cuerpo y la besó despacio. Después, la miró con una sonrisa—. Hay otra cosa, pero no sé dónde está el paquete que me trajeron antes. Espero que todavía lo tengas.


—Está en el coche. Iré por él.


Paula se puso en pie y salió a buscar el paquete y los planos de la reforma.


—Toma —dijo, arrodillándose a su lado—. Y aquí están los
planos. El arquitecto me los dio el otro día. Vive en el pueblo y fui a hablar con él. Se suponía que Joaquin iba a llamarme para decirme el precio de la casa.


Él frunció el ceño.


—¿Cómo has conseguido todo eso? Le pedí a Joaquin que guardara el secreto.


—Y yo también. No me dijo ni una palabra sobre ti, sólo que creía que debíamos estar juntos, y que estaría encantado de vendernos la casa. Eso fue todo. Y yo pensé que, si te daba la opción de trasladar parte de tu oficina a este lugar, de forma que pudieras repartirte el tiempo entre Londres y aquí, y veía que te sentías acorralado, sería que no te parecía bien.


—No me siento acorralado —dijo él—. Ni mucho menos.
Me siento afortunado. Sé que ha sido un año duro, pero ya ha terminado. Volvemos a estar juntos, y no quiero que nos separemos jamás.


—Yo tampoco —murmuró ella—. Y siento no haberte dicho que estaba embarazada. Deseaba hacerlo, pero creía que no querrías saberlo. Si hubiese sabido lo que había sucedido con Debbie, no lo habría dudado.


—Lo sé. Y es culpa mía —la besó—. Igual que fue culpa mía que te disgustaras cuando me viste hablar con Joaquin por teléfono. Si te lo hubiera contado todo... Pero no, ya sabes cómo soy, quería darte una sorpresa. Así que… ni un secreto más. Nada de guardarnos los sentimientos. Y se acabaron las sospechas. Tenemos que confiar el uno en el otro, aunque no sepamos de qué se trate.


—Confío en ti —dijo ella—.Y quiero confiar en ti. Era sólo que conozco tu mirada y sé cuándo estás a punto de cerrar un trato. Llevas así toda la semana, así que sabía que iba a suceder algo importante.


—Estaba planeando nuestro futuro. No puedo pensar en nada más importante. Toma. Tengo algo para ti. 


Abrió el paquete y sacó una pequeña caja. Dentro había una bolsita de piel. Se colocó de rodillas, frente a Julia, y dijo:
—Dame la mano.


Ella la estiró pensando que iba a ponerle un anillo.
—Así no. Hacia arriba.


«No es un anillo», pensó ella, ocultando su decepción.


Volvió la mano y él volcó el contenido de la bolsa sobre ella.


—¿Pedro? —dijo ella, al sentir algo frío, compuesto de tres piezas.


—Nunca has tenido un anillo. Sólo el de la boda, pero nos
casamos tan deprisa que no tuvimos tiempo de… Bueno, se me ocurrió que te gustaría opinar sobre cómo lo quieres, así que compré esto. Son tres diamantes, uno por nosotros, y los otros dos por cada una de nuestras hijas. Y no sé qué quieres hacer con ellos, pero se me ocurre que quizá estaría bien un anillo y un par de pendientes, o un collar… No sé. Lo que tú quieras.


—Son preciosos —dijo ella, asombrada.


—Son brillantes blancos. Los cortaron en Antwerp de la misma piedra, y si quieres más, podemos comprarlos para hacer otro anillo, y otra cosa. Tienen otros más pequeños de la misma piedra. Pero pensé que podíamos llevarlos a engarzar y así podré dártelos en junio.


—¿En junio?


—Cuando hayan florecido las rosas —dijo él—. Sé que puedo parecer un sentimental, pero me encantaría renovar los votos de compromiso. He estado a punto de perderte, Pau, y entonces, me di cuenta de lo mucho que significas para mí. Quiero tener la oportunidad de demostrarles a nuestros amigos cuánto te quiero y lo afortunado que soy por tenerte a mi lado. Y quiero que sea en nuestro jardín, oliendo las rosas.


—Oh, Pedro —se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo te dije eso.


—Lo sé. Y tenías razón. Nunca nos paramos a oler las rosas, pero ahora tenemos tiempo. Podremos hacerlo cada verano durante el resto de nuestras vidas… Si quieres que me quede a tu lado.


—Oh, Pedro, por supuesto que quiero. Te amo.


Él sonrió.


—Yo también. Y siempre te amaré.


La agarró de las manos y la atrajo hacia sí. Inclinó la cabeza y la besó apasionadamente









PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 30




Pedro se había marchado.


Y con razón. Había sido muy injusta al pretender que lo dejara todo para no tener que hacerlo ella. Y se había quedado con todo, menos con él. Estaba destrozada.


Y como no sabía qué hacer, llamó a Andrea y se lo contó.


—¡Oh, Paula! ¡No! ¡No puedo creerlo! ¿No te ha contado lo que estaba planeando?


—¿Planeando?


—Oh, a lo mejor pensaba decírtelo el día de San Valentín. Ya sabes. Paula, tienes que darle una oportunidad para que te dé una explicación. ¡No tienes ni idea de todo lo que ha dejado por vosotras! Estamos alucinados. Tienes que escucharlo. Llámalo.


—No puedo. Tengo su teléfono.


—¿El nuevo?


—No. Pero no tengo el número del nuevo.


—Yo sí. Apúntalo y llámalo ahora mismo. Si no lo localizas, y
viene por aquí, le diré que te llame.


Pedro no contestó, y tampoco la llamó. Paula no podía dejarlo escapar.


—Vamos, pequeñas —les puso el abrigo y las metió en el coche.


Acomodó a Murphy en el maletero y se dirigió a Londres, con el paquete que le habían enviado a Pedro y los planos del establo en el asiento delantero. Por si acaso.



******


Pedro llegó al apartamento, abrió la puerta de la terraza y
permaneció allí, contemplando las vistas del río Támesis.


No se parecía en nada al río que atravesaba el jardín de Rose Cottage. Pero ya no iba a vivir allí. Ya no tendría la oportunidad de salir de la oficina a las cinco de la tarde y de cruzar hasta su casa, donde lo recibirían sus hijas y su querida esposa.


«¡Maldita sea!». No pensaba llorar. Ya lo había hecho cada
noche, durante un año. Y ya se le habían terminado las lágrimas.


Se dio una ducha, se puso un traje y metió los pantalones
vaqueros en la cesta de la ropa sucia.


No sabía adónde iba, ni por qué, pero no podía quedarse allí
pensando en ella.



*****


Él no estaba allí, pero su coche sí.


—¿La estaba esperando, señora? —le preguntó el conserje.


—No, pero tengo mi propia llave. Está bien. Gracias.


Metió a las niñas y a Murphy en el ascensor y subió hasta el
apartamento. Él había estado allí. Olía a jabón, y su maleta estaba sobre la cama.