sábado, 15 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 17




Paula fue hacia el coche sin hacer ruido. Pedro sabía que algo iba mal. Maldita sea. Tal vez sí que conocía a las mujeres, o lo que fuera que dijera ese artículo, porque estaba captando el estado de ánimo de Paula. O no, no era eso. Cualquier idiota notaría la tensión de sus hombros. La distancia que ella estaba manteniendo entre los dos era muy significativa. 


La mujer sexy que lo había besado antes, y cuyos dulces gemidos de placer casi lo habían hecho derrumbarse, ya no estaba allí.


Sin decir una palabra, ella abrió el coche y los dos entraron. Él se giró para hablar, para descubrir qué ocurría, pero ella ya había arrancado el motor. Sacó el coche del aparcamiento mientras él se abrochaba el cinturón.


Estaba claro que ante sí tenía una mujer que no podía esperar a alejarse de él.


No, estaba claro que no conocía tan bien a las mujeres y que no controlaba la situación porque, de lo contrario, sabría qué demonios estaba pasando y cómo solucionarlo.


Condujeron en silencio de vuelta a la cadena, donde ella lo había recogido. Paula se detuvo al lado de su coche y se quedó mirando hacia delante. El motor seguía en marcha y él captó el mensaje.


—Adiós, Pau —dijo al bajar. Ella había vuelto la cara cuando él cerró la puerta.


Sus miradas se encontraron a través del cristal y las luces del aparcamiento iluminaron su bello rostro. Abrió la boca como si quisiera decir algo; su gesto se suavizó, mostró inseguridad y entonces él supo que todo volvía a ser como antes.


Después, Paula asintió y él la vio alejarse en su coche.


Se sacó las llaves del bolsillo. Mujeres. Había estado casado, trabajaba con ellas, estaba criando a dos, pero jamás las comprendería.


Como tampoco comprendía a la alcaldesa; estaba haciendo un buen trabajo, así que, ¿qué hacía practicando jueguecitos nocturnos en el parque? Eso sería pasto para su competencia y para los periodistas.


Pedro se sentía un idiota.


La actitud de Paula había cambiado justo después de que reconocieran a la alcaldesa Brock. Probablemente pensó que se lo contaría inmediatamente a sus compañeros de noticias de la cadena, pero por mucho que le gustaría tener una exclusiva así, jamás le haría eso a Paula.


La intensa tensión que había sentido en sus músculos se calmó. Podía arreglarlo. Sacó su teléfono móvil y marcó el número de Paula.


—Hola.


Sólo el sonido de su sexy voz le hizo excitarse.


—Paula, nunca usaría lo que he visto esta noche en el parque. Allí sólo estábamos… nosotros. Esto no forma parte de mi trabajo.


Ella exhaló aliviada.


—Me alegra saberlo.


Pedro sonrió porque oyó que la calidez había regresado a su voz. Había llegado el momento de hablar claro.


—Te deseo, Paula, y quiero terminar lo que hemos empezado.


—Bueno, es que a medianoche nunca logro tomar buenas decisiones.


—Pues estamos de suerte porque ya hace mucho tiempo que hemos pasado de la medianoche.


La respiración de Paula salió en forma de un suave gemido.


—Entonces, ¿por qué no te pasas por mi casa?


Él cerró el teléfono, más excitado todavía que antes. Tras saludar con la cabeza al guardia de seguridad que merodeaba por allí, se subió al coche y arrancó el motor.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 16



Pedro Alfonso estaba sentado en silencio junto a ella en el coche.


¿Tenía pensado hablar?


Paula lo miró por milésima vez, sólo para asegurarse de que no estaba dormido.


Como solía suceder cuando estaba realizando un trabajo, era más de medianoche.


Nada todavía, pero él tenía los ojos abiertos; estaba allí sentado, sin más.


Estoicamente.


No sabía qué hacer; Pedro la había llamado, la había despertado. Había descubierto que le había pasado información sobre él a las chicas con las que trabajaba y su tono de voz había sido áspero, aunque Paula estaba segura de que en realidad no estaba enfadado. Es más, oír su voz le había recordado lo mucho que deseaba volver a verlo, ver si lo que habían experimentado juntos en el aparcamiento era algo de una sola noche, fruto de los recuerdos y de unas emociones contenidas, o el resultado de un verdadero deseo.


Lo había invitado a acompañarla durante su operación de vigilancia y él había aceptado. Pero ahora entre los dos sólo había silencio.


Se vio tentada a echar una partida al Juego de la Especulación, pero últimamente lo único sobre lo que quería especular era Pedro. Y eso podía ser muy peligroso. Tenía conocimiento de primera mano de sus habilidades por debajo del cinturón y no le costaría mucho dejarse arrastrar hasta la tierra de la Invención.


—¿Sabes? Podemos hablar. Ahora mismo no tenemos por qué estar callados — le dijo Paula mientras conducía hacia una de las zonas arboladas de Atlanta.


La luz se puso amarilla y Paula fue aminorando la marcha hasta detenerse. Puso el coche en punto muerto y se giró para mirarlo. Las luces de la calle proyectaban un rayo de luz sobre la cara de Pedro. Lo miró a los ojos.


Y tragó saliva.


Su mirada contenía demasiada pasión, demasiado deseo.


Oh.


Paula apartó la vista rápidamente y con torpeza movió la palanca de cambios y retomó la marcha. Unas gotitas de sudor le llenaron la frente y le recorrieron la espalda. Los pezones se le endurecieron y se mordió el labio. Por eso estaba tan callado. Pedro la deseaba. 


Demasiado. Y estaba aguantando estoicamente.


A pesar del fuerte palpitar de su corazón y del fuego que sentía por sus venas, se encontraba bien. Satisfecha. Y también excitada y poderosa por saber que la deseaba tanto como sus ojos prometían. Francamente, Pedro no necesitaba volver a hablar, lo único que tenía que hacer era mirarla con ese oscuro deseo carnal y ella se sentiría bien para siempre.


Un escalofrío de impaciencia la recorrió de la cabeza a los pies. Esa noche disfrutaría de Pedro. Aunque ese pequeño avance en el aparcamiento había sido genial, estaba lista para ver la película entera. Con palomitas y todo. De pronto, sintió que no podría esperar hasta que terminara su trabajo.


Se detuvo en el aparcamiento de un supermercado que estaba abierto durante todo el día y agarró la bolsa de su cámara.


—Aquí es.


—Creí que habías dicho que iban a reunirse en el parque —preguntó él con una voz pesada de excitación.


—Y así es, pero el parque cierra durante la noche. Si ven mi coche allí, sabrán que no están solos. Iremos andando. Vamos, no está lejos.


Pedro abrió su puerta, bajó y rodeó el coche hacia el lado de Paula. Ella se fijó en el bulto de sus pantalones y sus pensamientos volvieron a aquella otra noche en el aparcamiento. Había sentido su erección contra ella y ahora una oleada de deseo la invadía. Quería volver a sentirse así.


Cuando él le quitó del brazo la bolsa de la cámara y se la colgó del hombro, sus dedos acariciaron la piel desnuda de su brazo.


Ella podía llevar su bolsa y Pedro lo sabía. Sabía que ella lo sabía, pero simplemente prefirió llevarla él. Paula volvió a sentir el mismo escalofrío de antes.


El aire del otoño enfriaba su piel y el olor a pino y a roble perfumaba la ligera brisa. Sobre ellos, las estrellas eran eclipsadas por las luces de la ciudad. Se dirigieron al parque y sus pisadas apenas se oyeron sobre el pavimento.


Las brillantes luces del supermercado fueron desvaneciéndose y la noche quedó iluminada únicamente por las farolas. Con sus altos árboles, dentro del parque todo estaría todavía más oscuro y habría muchos lugares donde esconderse. Atravesaron la entrada cubierta de flores y entraron en la zona de juegos, que estaba desierta.


—Pasará un rato hasta que los ojos se acostumbren a la oscuridad —¿por qué le decía eso? Pedro era un superviviente, eso era algo que Nicole había mencionado de pasada. Ese hombre podía desenvolverse al aire libre más rápidamente y con más facilidad con la que un adicto al café encontraría un Starbucks.


Paula se detuvo y se giró hacia él. ¿Por qué no sacar provecho de esas habilidades?


—En un minuto podremos buscar un lugar para escondernos. Hay que pensar en árboles o en algún lugar donde no tengamos que estar agachados y que sea lo suficientemente grande para los dos. No creo que la pareja llegue hasta dentro de una hora.


Él asintió y miró a su alrededor.


A Paula le encantaba el aire de la noche. 


Cuando era policía, siempre le había gustado el turno de noche. La ciudad era distinta al anochecer y la energía cambiaba.


Fue hacia la plataforma del tiovivo y se sentó a esperar que sus ojos se hicieran a la oscuridad. Los grillos y sus cantos solían ser sus únicos compañeros, pero esa noche tenía a Pedro y deseaba que el tiempo pasara para poder estar todavía más a solas con él.


La plataforma redonda de metal giró cuando Pedro se sentó a su lado. Estaban tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, pero tan lejos que no podía permitirse tocarlo y que pareciera que había sido accidentalmente. Él estiró las piernas y una hoja crujió bajo su pie cuando lo plantó y detuvo el carrusel. La energía cambió entre los dos y ella intentó leer su mirada, que era demasiado oscura.


—No necesito que mis ojos te vean en la oscuridad —le dijo él al ponerle una mano en la mejilla.


Paula tragó saliva. Aunque decía que ella nunca daba el primer paso, estaba claro que le había ofrecido una invitación, pero ahora esperaría, a pesar de estar recordando ese beso en el bar y ese orgasmo enloquecedor que le había provocado Pedro en el aparcamiento. Aunque él se había convertido en una adicción y se moría
por probarlo otra vez, Paula no movería ficha.


Si la deseaba, Pedro tendría que ir a por ella.


—Haces unos sonidos muy sexys cuando tienes un orgasmo. Me excitan mucho y quiero volver a oírlos.


Y ella quería volver a emitirlos.


—No deberíamos hacer esto.


—Probablemente no.


—¿Te importa?


—¡No!


Y al instante, los labios de Pedro estaban sobre los suyos y sus manos sobre sus hombros. No fue un beso suave y delicado, sino uno totalmente ardiente. La lengua de Pedro se entrelazó con la de ella mientras la sujetaba por los hombros con más fuerza y la llevaba hacia sí. Ella gimió. Sí. Las manos de Pedro, su boca, todo su cuerpo estaban cumpliendo fielmente la promesa que sus ojos le habían hecho antes.


Pedro volvió a presionarla contra su cuerpo y ella se tendió sobre el frío metal del columpio. Tras agacharse por debajo de la barra de protección, Pedro la siguió y se situó a su lado. Bajó la boca hasta la curva de su cuello y con la lengua acarició esa sensible piel.


—Has pensado en mí este fin de semana —dijo él con voz tensa.


Ella asintió con la cabeza, no quería perder energía con algo tan absurdo como hablar.


—Bien —el susurro de Pedro fue áspero y provocó toda clase de tentadoras sensaciones en ella.


Le sacó de los pantalones la camiseta negra que llevaba y coló la mano por dentro. Paula contuvo el aliento al sentir sus dedos deslizarse sobre su estómago e ir avanzando hacia arriba hasta que gimió y volvió a besarlo cuando él posó la mano sobre uno de sus pechos, deseosos de ser acariciados.


—Dime que tu sujetador es negro —le dijo él proyectando su cálido aliento sobre su mejilla.


—Lo es.


—Tendré que comprobarlo yo mismo y ver si me estás diciendo la verdad.


—Cuento con ello.


Con un gemido absolutamente masculino, le levantó la copa del sujetador por encima del pecho, apartó la tela de la camiseta y comenzó a trazar un círculo alrededor del pezón con la lengua. Ella se retorció, se alzó hacia él y los movimientos de los dos hicieron que el carrusel girara lentamente.


Entonces Pedro se detuvo.


Ella abrió los ojos y vio su sonrisa. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y estaban preparados para no hacer otra cosa que empaparse de él, grabar esa fuerte mandíbula y esa suavidad de sus labios en su memoria.


—Dime, Paula, ¿dónde suele la gente… hacer cosas?


Ella tardó un momento en despejarse la mente y su piel prácticamente crepitó ante la excitación que le produjo esa pregunta.


—En los columpios.


—¿De verdad?


Paula oyó la duda en su voz y sonrió. Sabía por qué se lo había preguntado.


—No te preocupes. Después de ver por primera vez lo que la gente intenta hacer en un columpio, lo miré en Internet y resulta que esos asientos están reforzados con acero y pueden llegar a soportar más de mil kilos.


Él se levantó y la miró.


—¿Y qué pasa con el impacto?


Paula se rió; le encantó el rumbo que habían tomado sus pensamientos. Los chicos traviesos crecen para convertirse en hombres traviesos.


—Creo que puede soportar… cualquier movimiento brusco que hagamos.


—Vamos —dijo él y esa palabra sonó como una invitación carnal.


Paula se sentía desinhibida, como una niña traviesa jugando donde no debía.


Casi tuvo el impulso de decir: «¡Te echo una carrera!».


Pero por el contrario, recogió la bolsa de su cámara y la puso en la mano de Pedro. Sus cálidos dedos rodearon los suyos cuando la ayudó a levantarse. Cuando ya estuvo de pie a su lado, su cuerpo se sacudió por dentro, cargado de deseo. Pedro estaba a punto de llevarla hasta el columpio, sentarla allí y hacerle el amor.


¿Eso podría considerarse hacer el amor? Por alguna razón, esas tres palabras evocaban la imagen de una cama, sábanas de seda y tal vez una vela.


Lo que estaba a punto de hacer con Pedro no era algo refinado y elegante, se trataba únicamente de erotismo puro, de sexo salvaje.


Él le agarró la barbilla y la besó. Paula se quedó sin aliento cuando la llevó contra su cuerpo. Adoraba la dureza de su pecho, sus muslos. Alzó una pierna y, al engancharla alrededor de su cintura, pudo notar su erección. No podía esperar a sentirla, a sentirlo a él dentro de ella.


Él la levantó en sus brazos y la llevó hasta los columpios. Cuando la sentó, ella se agarró a las cadenas y separó las piernas para acomodarlo entre ellas. Pedro dio un paso adelante, se situó entre sus piernas e hizo presión contra ella, rozando su clítoris con su erección y haciéndola gemir ante la deliciosa fricción.


Dio un lento paso hacia atrás y a continuación otro hacia delante, reproduciendo el movimiento de un balanceo y duplicando así la intensidad del placer.


Ella quería más. En ese momento odiaba toda su ropa. Quería estar desnuda, en sus brazos. Deslizó las piernas alrededor de las caderas de Pedro, dificultándole el movimiento.


—Te deseo —dijo ella con una voz algo quebrada, pero fuerte.


—Estaba esperando que lo dijeras.


Pedro posó los dedos en el botón de sus vaqueros y ella tembló. El inconfundible sonido de su cremallera deslizándose hacia abajo se fundió con los otros sonidos de la noche: el de un pájaro, el del chirrido del columpio y el de la aspereza de sus respiraciones.


Un rayo de luz se coló por los árboles. Eran los faros de un coche. Los dos se detuvieron al instante. Pedro le dio la mano y se dirigieron agachados hacia los arbustos, donde se ocultaron entre jadeos.


—Sí —dijo ella—. Éste es exactamente el lugar que he utilizado para esconderme otras veces.


Pedro le soltó la mano y ella sintió frío. 


Rápidamente, se abrochó los pantalones.


Maldita sea.


—¿Así que ya has estado en este parque antes? —le preguntó él—. ¿Y entonces por qué has dicho que viniéramos con tiempo para investigar el parque y encontrar un lugar donde escondernos?


Pillada.


—A lo mejor quería investigarte a ti —no podía decirse que no fuera sincera.


Pedro le puso las manos sobre las caderas y acarició la piel que quedaba por encima de su cinturilla.


Ella sacó los prismáticos-cámara de la bolsa. El equipo le había costado mucho dinero, pero merecía la pena no tener que llevar dos aparatos distintos colgados del cuello. Probó la lente enfocando la entrada de hierro del parque.


—Para, estás distrayéndome —le dijo a Pedro entre risas. Invitar a Pedro a que la acompañara había sido una de esas decisiones que se toman sin pensar y que ella no acostumbraba a hacer.


De pronto, el parque se llenó de energía y un perro ladró mientras rodaba por el césped y el pelo se le llenaba de hojas.


—Allí, allí —dijo una profunda voz de hombre.


—Es sólo un tipo paseando a su perro —susurró Pedro.


Paula sacudió la cabeza. Algo no cuadraba, lo intuía y ella siempre creía en sus intuiciones.


—¿Quién trae en coche a un perro hasta un parque que está cerrado para sacarlo a pasear? ¿Por qué no lo pasea por su vecindario? No, está utilizando al perro como tapadera.


Aunque el hombre y su perro no eran sus clientes, tomó unas cuantas imágenes de todos modos.


El perro y el hombre caminaban, parecían inocentes. O al menos el perro lo parecía; el hombre tenía algo que le hacía sospechar.


—¿Nos quedamos aquí?


—Aunque tengamos compañía añadida, no quiero arriesgarme a perder a la pareja por la que hemos venido. Según el marido, sólo se ven una vez a la semana — en la noche que ella tenía reservada para el club de lectura. Aunque el hombre no parecía demasiado afligido por la posible infidelidad de su esposa. 


Parecía más interesado en las cámaras de Paula y en sus técnicas de fotografía.


Las fotos nocturnas eran complicadas. Solían salir desenfocadas, borrosas, o incluso peor, podían no captar esos detalles convincentes tan necesarios en su profesión. Se había armado con el mejor equipo, pero en una noche casi sin luna como aquélla, necesitaba un mayor tiempo de exposición para captar la mayor luz ambiental posible. Y eso requería de una mano firme y de paciencia.


Durante la primera reunión de Paula con el marido, él le había preguntado por la calidad de sus fotos, como si hubiera intentado sacar fotos nocturnas y no le hubieran salido bien.


Paula dejó escapar un suspiro. No había visto las pistas a pesar de que éstas estaban prácticamente gritándole señales de aviso.


—Esto no es lo que parece.


—¿Y qué es? —preguntó Pedro.


—Acabo de darme cuenta de que probablemente esta gente son una pareja de los Talbart —Paula tenía que haberse pegado una patada por no haberse dado cuenta, pero podía echarle la culpa de su despiste a todo ese asunto del programa de televisión o a esos dedos que la llevaron hasta un orgasmo imposible de olvidar.


Oh, sí, de buen grado les echaría la culpa a otros si no fuera porque su trabajo consistía precisamente en echarle la culpa a quien correspondiera.


Y ella no era una persona que buscara excusas; ése fue uno de sus principios cuando comenzó a trabajar como investigadora privada. Los consejos que daría serían breves y cariñosos, ya que ninguna mujer quería oír sermones después de que le hubieran confirmado que el hombre a quien amaba en realidad la estaba engañando.


Ya fueran reservadas, lloronas o insoportables, Paula les decía a las mujeres la única cosa que a ella le hubiera gustado que le dijeran: «no busques excusas». Su prometido la había engañado porque era un canalla egoísta, no por nada que ella hiciera o no hiciera.


Y ahora Paula no iba a inventarse una excusa para justificarse. No había visto los detalles cruciales esa noche porque no había hecho la investigación necesaria.


—¿Qué es un Talbart? —preguntó Pedro.


—¿Recuerdas ese hombre que me contrató para sorprender a su esposa teniendo una aventura y finalmente resultó que eran ellos dos citándole en el baño de hombres?


Pedro asintió.


—Creo que les gusta la emoción de poder ser descubiertos, pero con alguien a quien pagan para guardar silencio.


—Exactamente. Esos eran los Talbart y se lo recomendaron a muchos amigos. No me cuentan sus intenciones cuando contratan mis servicios y ésa es parte de la diversión. Bueno, el caso es que acabo de darme cuenta de que tal vez estos dos sean conocidos de los Talbart.


Ella oyó una risa y el sonido de una rama partiéndose. Pedro se agachó más sin esperar a que Paula le dijera nada y ella advirtió que él sabía cuándo escabullirse, aunque Pedro ya había tenido suficiente con esconderse de su padre durante el instituto.


Paula se puso alerta de inmediato. Un hombre y una mujer entraron en el parque. Ella enfocó los prismáticos y reconoció los rasgos imprecisos del hombre que había recibido en su oficina. Así que quería espiar a su mujer, que le estaba siendo infiel. Paula apostaría lo que fuera a que la mujer que ese hombre tenía a su lado compartía su apellido y llevaba una alianza en su dedo.


Cambió el aparato a modo de cámara y ajustó la lente. Tenía que estar preparada para sacar la foto buena; no tenía mucho margen para captar el detalle que necesitaba y demasiado zoom estropeaba las fotos en modo nocturno.


Cuando la mujer giró su rostro sonriente y éste se vio a través del objetivo, a Paula estuvo a punto de caérsele la cámara. Gracias a Dios que su grito ahogado no había resonado en el silencio de la noche.


Pedro, a su lado, se puso tenso.


—¿No es…?


Ella cerró los ojos durante un momento. Qué desastre.


—No lo sé. Está demasiado oscuro como para asegurarlo —lo cual era una mentira enorme porque estaba totalmente segura de saber quién era esa mujer.


Respiró hondo y soltó el aire lentamente. Miró a la mujer, que estaba agarrada al hombre y lo besaba apasionadamente. Rápidamente, le tomó una fotografía. Era un error, pero quería salir de ahí lo antes posible, sacar a Pedro de allí.


¿Por qué habría pensado que invitarlo era una buena idea? Trabajaba en televisión. La cadena que emitía Entre nosotras también cubría las noticias de la política local y ver a la alcaldesa de Knightsville, Georgia, besuqueándose en un
parque sería un golpe maestro para sus compañeros de trabajo. Sí. Sería un bombazo, saldría a la luz y todo por su culpa.


Y lo peor era que la alcaldesa Brock le caía bien, ya que había destinado muchos fondos para la policía, para las escuelas e, irónicamente, para los parques de la ciudad.


Y justo cuando Paula pensaba que las cosas no podían empeorar, vio al hombre, sin perro, apuntando con su propia cámara a la pareja. Genial.