sábado, 20 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 11

 


Cuando su amiga se marchó, ya solo le quedaban veinte minutos para convencer a aquel hombre de que continuase escuchándola. Abrió la boca para volver a hablar de negocios, pero él se le adelantó.


—¿Tu amiga todavía no conoce a ese tipo?


—¿Qué tipo?


—Con el que va a salir.


—No. Todavía no. ¿Por qué?


—Pues dile que seguro que es un estafador.


—¿Qué?


—Nigeria es la capital mundial de las estafas. Y lo de que es ingeniero me suena raro.


—¿Cómo puedes estar tan seguro? Han hablado por teléfono. Seguro que no tiene de qué preocuparse.


—Tal vez. Cuando uno lleva mucho tiempo en mi trabajo, adquiere un cierto instinto. Solo dile a tu amiga que, le diga lo que le diga ese tipo, no le envíe dinero.


—De acuerdo. Lo haré —respondió ella, mirándose el reloj—. ¿Podemos hablar de lo nuestro?


Él la miró de manera muy sexy.


—¿De lo nuestro?


Cuando sus miradas se cruzaron, Paula pensó que su amiga tenía razón.


Llevaba demasiado tiempo sin sexo si se sentía atraída por un tarambana mugriento. Se cruzó de piernas.


—Ya sabes a qué me refiero. A la casa.


Él se apoyó en el respaldo de la silla y saboreó otro sorbo de café.


—De acuerdo. Esta es mi propuesta. Puedes seguir intentando vender la casa. Yo seguiré viviendo en ella, pero no quiero que venga a verla cualquiera. Y me tendrás que avisar con anterioridad. A ver cómo va la cosa.


Paula se sintió tan aliviada que asintió.


—De acuerdo, pero yo también tengo una condición —le advirtió, mirándolo fijamente—. Que no vuelvas a decir que tu abuela murió en esa cama. Estoy segura de que la señora Neeson te enseñó que, si no eres capaz de decir algo agradable, mejor no digas nada.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 10

 


Paula se dio a sí misma una charla mientras preparaba el café.


«Muéstrate segura de ti misma», se recordó mientras lo molía. «Sé positiva».


Por suerte, había comprado café e incluso leche fresca el día anterior.


Oyó un ruido a sus espaldas y vio a Pedro Alfonso en la cocina. Era más alto de lo que había imaginado y, recto, más imponente y mucho más sexy.


—Siéntese —le dijo ella, señalando las sillas de roble que, junto a la mesa, tanto Julia como ella habían decidido conservar.


—Gracias —respondió él.


Dudó un instante y luego empezó a moverse despacio.


Ella volvió a girarse y terminó de preparar el café, para no quedarse mirándolo.


—¿Lo quiere con leche y azúcar?


—No. Solo.


Paula llevó los cafés a la mesa y se sentó enfrente de él. Según su agenda electrónica, disponía de treinta y cinco minutos antes de tener que volver a su despacho. Y estaba decidida a hacer buen uso de ellos.


Él le dio un trago al café, lo saboreó.


—Cuando uno vive como yo, no siempre tiene café o una buena comida. Incluso el agua limpia es un lujo —dijo antes de volver a beber—. Me pegaron un tiro. Por eso cojeo. No es grave, pero tengo que descansar unas semanas.


—¿Un tiro? Pensé que era fotógrafo —respondió ella.


—Soy reportero gráfico. Trabajo para World Week.


World Week era una de las revistas más importantes del país y trataba temas internacionales, de economía, política y arte.


—Vaya. Eso debe de ser fascinante.


—Lo es, pero mi trabajo me exige cubrir zonas en guerra, hambrunas, catástrofes naturales y provocadas por el hombre. Como puede imaginar, en esos sitios no encuentra uno un Starbucks en cualquier esquina.


Paula bebió también café y, por una vez, disfrutó de su sabor. Pero solo le quedaban treinta y cuatro minutos, así que no podía entretenerse más. Tenía que trabajar.


—¿Está casado y con hijos?


La pregunta le sorprendió. Estuvo a punto de atragantarse con el café.


—No.


—¿Y tiene pensado vivir en esta casa? —continuó ella en tono inocente.


Pedro frunció el ceño.


—No creo que una casa tan grande encaje con su estilo de vida — continuó Paula—. Supongo que viajará bastante.


—Mire, lo cierto es que…


Una voz femenina lo interrumpió. Procedía de la puerta de entrada de la casa.


—¿Puedo pasar?


Era Julia.


—Por supuesto. En la cocina —respondió Paula.


—Así que no hay moros en la costa —dijo su amiga mientras entraba en la cocina—. Ah.


Pedro hizo una mueca.


—Julia, este es Pedro Alfonso.


—Hola, Pedro —respondió Julia mirando a Paula—. ¿Estás interesado en comprar Bellamy?


—Podría estarlo, si no fuese ya mía.


Paula le contó a su amiga cuál era la situación y Julia se sirvió una taza de café y se sentó.


—Ha sido una suerte que estuvieras aquí para ver a Paula en acción. Es fantástica. Venderá la casa enseguida.


Luego miró a su amiga.


—¿Les ha gustado a los MacDonald? —continuó—. Yo pienso que ha sido buena idea decorar la habitación del bebé.


—A mí me parece que les interesa —respondió ella.


—No son las personas adecuadas para esta casa —intervino Pedro.


Paula y Julia se miraron. El mensaje tácito fue «problema a la vista».


Se hizo un incómodo silencio que Julia rompió:

—He pasado a preguntarte si quieres que termine el piso de arriba el martes por la noche. Tuve que hacerlo todo muy deprisa.


—¿No tenías una cita el martes por la noche? —preguntó Paula.


—No, la hemos dejado para otro día. Se marcha a Nigeria la semana que viene, así que nos veremos la de después.


—Ah, qué pena.


—Eso me da tiempo a adelgazar un par de kilos más antes de vernos — dijo, y luego miró a Pedro—. Lo he conocido a través de LoveMatch.com.


—¿Y a qué se dedica? —le preguntó él.


—Es ingeniero.


—Ya te diré lo del martes, no estoy segura —comentó Paula.


—Por supuesto —respondió Julia, dándole otro sorbo a su café antes de levantarse—. Me tengo que ir corriendo. Tengo que hacer un informe sobre una propuesta de decoración e ir después a una fiesta. Y ya llego tarde. Encantada de haberte conocido, Pedro.


—Igualmente.


—Te llamaré —le dijo Paula.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 9

 


Y a él le estaba costando trabajo pensar estando a solas con una mujer tan atractiva. Con tacones. Se la imaginó solo con los tacones, tumbada en la cama.


Tenía que salir de allí. Lo antes posible, antes de que se le notase lo excitado que estaba. Se sentó.


—Venga conmigo.


—¿Adónde? —preguntó ella con cautela.


—La acompañaría hasta la puerta —respondió él—, pero como sé que no va a querer marcharse, iremos al que fue mi dormitorio, al otro lado del pasillo. Quiero decir, antes de que lo convirtieran en una habitación para bebés.


Se levantó y fue hacia la puerta cojeando.


—Oh, Dios mío. Hemos guardado también un bastón negro dando por hecho que era de la señora Neeson. ¿No sería suyo?


—No. Era de mi abuela —dijo, sin ganas de dar explicaciones. Al fin y al cabo, aquella mujer ni siquiera creía que fuese nieto de la señora Neeson.


—Ah, bueno.


Y luego lo siguió en silencio hasta su habitación de toda la vida. Su abuela le había permitido que la redecorase después de que sus padres se divorciasen y tal vez aquello le había hecho sentir que siempre tendría un lugar permanente en su vida.


La luz entraba por el tragaluz del techo y Pedro recordó todas las mañanas que había pasado en la cama, mirando al cielo, soñando con viajar, con vivir aventuras, con un futuro en el que él mismo establecería las normas.


Debajo del tragaluz había un banco, encima del cual habían colocado un cojín moderno, lo quitó, lo lanzó sobre el sillón de cuero falso que ni su abuela ni él habrían comprado jamás y tiró de la tapa del banco.


—No se abre —dijo ella—. Ya lo hemos intentado.


—Sí que se abre.


Pedro había tardado siglos en idear un complicado cierre con el que mantener todos sus tesoros en secreto. Su abuela nunca le había preguntado qué guardaba allí, siempre había respetado su intimidad. Deseó que hubiese más mujeres como ella en el mundo.


Paula se acercó a ver qué estaba haciendo y él aspiro su aroma.


Escurridizo, femenino, sexy, como una mujer vestida solo con tacones y tal vez algo de lencería.


Pedro metió el dedo índice en la pequeña ranura y quitó el primer pestillo, lo que le permitió levantar la tapa un poco. Tardó otro minuto y luego la levantó por completo y miró dentro de la caja por primera vez en muchos años.


Dentro no había mucho. Un par de tebeos viejos, su primer guante de béisbol, un manoseado National Geographic, y allí, debajo de la espada de samurái de madera que él mismo se había hecho, encontró la carpeta de cuero.


La sacó, quitó de encima una polilla muerta y se la dio. Luego se incorporó y miró por encima del hombro de la mujer mientras esta la abría.


Volvió a aspirar su aroma. No era a flores, sino que tenía más bien un toque cítrico.


La fotografía y la cita que la acompañaban formaban parte de los pocos tesoros que poseía.


—Ganó un concurso de fotografía —dijo ella—. Estaba en el instituto.


Se giró a mirarlo y a Pedro volvieron a sorprenderle sus ojos grises azulados. Lo mismo que su perfume, la primera impresión fue de frialdad, pero pronto vio el calor que se escondía detrás.


—Sí, pero no se trata de eso. Mire la foto. Y lea el pie.


Era él más joven, con su abuela y su madre, y con la fotografía ganadora en la mano. Había sido el comienzo de su carrera. Convertirse en reportero gráfico le había dado libertad, aventuras, una vida en la carretera y un salario razonable.


Pedro Alfonso, quince años, ganador del concurso de fotografía, con su madre, Emilia Alfonso y su abuela, Aurora Neeson —leyó ella. Pedro se señaló.


—Ese soy yo y esa, mi abuela.


Paula sonrió.


—La fotografía es buena y usted era un adolescente muy mono —dio, cerrando la carpeta y devolviéndosela.


—¿Satisfecha con mi identidad?


Ella giró la cabeza y sus ojos volvieron a sorprenderlo.


—Me he dado cuenta de que era cierto en cuanto le he visto levantar la tapa del asiento.


—Siento el malentendido —le dijo él con toda sinceridad—. Lo cierto es que todavía no he decidido si voy a vender la casa. Y, si lo hago, me gustaría elegir personalmente al agente inmobiliario.


Eso la enfadó.


—¿Conoce a alguno en Seattle?


—La verdad es que no.


—Bueno, pues le diré que yo soy muy competente y tengo excelentes referencias. Y que me parece que los MacDonald podrían ser los compradores.


—Yo creo que se han asustado cuando he dicho que mi abuela había muerto en esa cama.


La mujer se llevó las manos a las caderas. Tenía la manicura hecha y no llevaba alianza.


—No es cierto. Su abuela, como estoy segura que sabrá, falleció en el hospital.


Él sintió dolor, pero intentó ignorarlo.


—Eso da igual. Si hubiese conocido a mi abuela habría querido que su espíritu permaneciese en la casa.


Tal vez ese fuese el motivo por el que le costaba pensar en que otras personas viviesen allí. Para él, su abuela seguía allí.


—No me gusta la gente a la que le asustan los fantasmas, ni a mi abuela tampoco le gustaría.


Pedro se dio cuenta de que estaba demasiado cansado y de que lo mejor sería mantener la boca cerrada hasta que se encontrase mejor.


La mujer le sonrió.


—Es difícil dejar marchar a alguien cuando lo has querido tanto — comentó con voz suave.


—Sí.


—¿Estaban muy unidos?


—Sí. Podría decirse que fue ella la que me crio.


Pedro no podía imaginar qué habría sido de él si se hubiese quedado con su madre. Su abuela no solo lo había criado, también lo había salvado. Le había dado la oportunidad de hacer algo con su vida.


Cuando Paula lo miró, tuvo la sensación de que podía ver en su interior.


Fue muy extraño y Pedro supo que ella también se había percatado, porque la vio retroceder hacia la puerta. Era como si, de repente, ambos se hubiesen dado cuenta de que estaban solos en un dormitorio, aunque la colcha estuviese salpicada de patitos amarillos. Pedro habría jurado que hasta la temperatura había subido.


—¿Le apetecería una taza de café? —le preguntó ella.


Fue entonces cuando Pedro se convenció de que podía leerle la mente.


—Sería capaz de arrodillarme y suplicar por una.


Ella sonrió de verdad. Por fin.


—No hace falta que suplique. Lo esperaré abajo.


Pedro se sintió tentado a pedirle que se lo subiese, porque lo que más le costaba eran las escaleras y no quería que aquella mujer lo viese cojear, pero le dio miedo que lo malinterpretase.


—No pasa nada. Ya me lo prepararé yo luego.


—A mí me apetece un café ahora y, además, quiero hablar con usted.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 8

 


Pedro bostezó y se desperezó. Quería seguir durmiendo, pero oyó cómo se cerraba la puerta de la casa y gimió. Era evidente que no estaba solo.


Supo que la mujer que lo había despertado iba a volver a la habitación.


Escuchó cómo subía las escaleras, cómo crujía el sexto peldaño y después el décimo primero.


Aquella casa no tenía secretos para él.


Cuando apareció en la puerta del dormitorio, la estaba esperando.


Su abuela se habría enfadado al verlo así tumbado en la cama, sobre unas almohadas que no reconocía, como todo lo demás que había en la habitación.


Se sintió casi como si estuviese soñando, pero la mujer que lo estaba mirando fijamente era real. De eso estaba seguro.


Y muy atractiva. Parecía enfadada y al mismo tiempo confundida e insegura. Una combinación interesante.


Le había gustado la rapidez con la que había recuperado la compostura después de verlo. Tenía el pelo largo y rubio, y unos ojos entre grises y azules.


Vestía falda negra, camisa blanca y joyas negras. Tenía las piernas bonitas. Y debía de tener una bonita sonrisa, pero en esos momentos tenía los labios tan apretados que no lo podía saber.


Entonces los separó, pero, por desgracia, no para reír. Sino para hablar.


—Tenemos que hablar.


—Qué miedo me dan esas palabras.


Ella estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero consiguió contenerla.


—Creo que ha habido un error.


—Sí, eso pienso yo también —dijo Pedro mirando a su alrededor—. ¿Se ha mudado aquí o algo así?


—Por supuesto que no. Ya le he dicho que soy agente inmobiliaria. Estoy intentando vender esta casa.


—Pues a no ser que mi abuela se pasase los últimos días de su vida redecorándola, estos muebles no son suyos.


Ella lo miró como si hubiese perdido la cabeza. Estaba cansado, pero no podía estar tan cansado.


—He hecho que preparen la casa para venderla.


Al ver que él no decía nada, Paula continuó:

—Quitamos lo viejo para presentar la casa lo mejor posible. A mí me parece que ha mejorado muchísimo.


—Ya no parece la casa de mi abuela —respondió él.


Se había sentido atraído por aquella cama nada más llegar. Le había hecho sentirse en casa y le había recordado a su abuela.


Miró a la mujer y, de repente, la mente se le llenó de imágenes de otro tipo, adultas. Parpadeó y apartó la mirada antes de que ella se diese cuenta de que había deseo en sus ojos.


—La idea es que el comprador vea las posibilidades que tiene la casa y se imagine en ella sus muebles y objetos personales.


Él podría haberle contestado que quería que llevasen inmediatamente todas las cosas de su abuela. A pesar de lo cansado que estaba, sabía que lo que quería en realidad era que le devolviesen a su abuela, y eso no era posible. Así que pasó a la ofensiva.


—Tienen que llevarse toda esta basura de aquí.


A ella se le pusieron los ojos más grises. Se cruzó de brazos.


—Tengo permiso para vender la casa.


—No se lo he dado yo.


—No, me lo ha dado el albacea de la señora Neeson.


—Qué gracia, porque la casa me la dejó a mí.


No obstante, tenía que ser sincero.


—Recuerdo que hablé con el abogado desde Libia. La cobertura no era buena. Tal vez pensó que le había dado permiso para vender la casa, pero no fue así.


Se volvió a frotar los ojos. Habría matado por una taza de café.


—Es probable que la venda, pero todavía no he tomado la decisión.


—Eso me deja a mí en una situación muy complicada.


Pedro tuvo la impresión de que la mujer no sabía qué hacer. Tal vez fuese nueva en el negocio y aquella era la primera vez que se enfrentaba a una situación difícil.


La vio fruncir el ceño.


—No quiero ser grosera, pero no tengo ninguna prueba de que sea el nieto de la señora Neeson.


Pedro pensó que, en cierto modo, tenía razón. Y supo que era lo suficientemente testaruda como para no dejarlo en paz hasta que no le demostrase quién era. Así que alargó el brazo para tomar su cartera y le enseñó el carnet de conducir.


Ella le echó un vistazo. Lo miró a él y después la fotografía.


—El apellido no es el mismo.


—Es cierto. Era mi abuela materna.


—Yo pienso que debería marcharse para que pudiésemos solucionar esto mañana.


Pedro no iba a marcharse de allí bajo ningún concepto, ni tampoco iba a permitir que una rubia con tacones le diese órdenes.


—De eso nada —respondió, cansado. Quería volver a dormirse—. Vamos a llamar a Eduardo Barnes, que me conoce.


—Está haciendo turismo enológico en California. Y si de verdad lo conoce, sabrá que…


—No tiene teléfono móvil —terminó Pedro en su lugar, cada vez más molesto—. ¿Cómo he entrado?


Paula lo miró sorprendida.


—He abierto la puerta que estaba cerrada con llave. ¿Cómo habría podido entrar si no fuese su nieto?


—Con la llave que hay escondida debajo del macetero. Es probable que haya mirado ahí después de ver que no estaba debajo del felpudo.


—No pienso marcharme. Soy el dueño de esta casa.


—Solo le estoy pidiendo que me lo demuestre.


Él se levantó de un salto, como si, de repente, se le hubiese ocurrido la solución.


—Vamos a buscar los álbumes de fotos en los que aparezco con mi abuela.


Ella lo miró con culpabilidad.


—Ya sabe lo que hemos hecho con las cosas viejas…


—¿Dónde están los álbumes?


—Guardados.


Pedro pensó que aquello se estaba convirtiendo en una broma pesada.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 7



El hombre abrió los ojos azules todavía medio dormido. Tenía el pelo castaño, demasiado largo y despeinado. Los miró, se quedó pensativo y sonrió.


—Todo es negociable —dijo en voz baja, ronca.


Sam se echó a reír, pero a Paula no le pareció nada gracioso encontrarse a un vagabundo en una casa que estaba intentando vender.


Entonces el hombre la miró y ella sintió una conexión muy extraña con él.


Se le aceleró el corazón y se sintió como si, de repente, todo fuese bien. Cerró los ojos.


Quiso preguntarle quién era y qué estaba haciendo allí, pero estaba tan nerviosa que solo inquirió:

—¿Quién hace aquí?


Él la miró fijamente y sonrió más, dejando al descubierto una sonrisa perfectamente blanca. Paula nunca había visto a un vagabundo con los dientes tan limpios.


—No hago nadie.


Sam volvió a reír al oír semejante conversación.


—Quiero decir que qué está haciendo aquí.


Él bostezó y respondió:

—Hasta hace un momento, estaba durmiendo.


Una no llegaba a agente inmobiliaria de éxito si no tenía mucho tacto, así que Paula se contuvo para no tirarle un zapato a la cabeza.


—Está bien, vamos a intentarlo otra vez. ¿Quién es usted? —le preguntó con tranquilidad.


—Pedro Alfonso. ¿Y usted?


—Paula Chaves, agente inmobiliaria. Esta casa está a la venta.


Él levantó las manos y se frotó los ojos, Paula pensó que le habría ido bien frotarse también las uñas.


—¿Es ese el motivo por el que la casa parece una tienda de muebles? Casi no la he reconocido. A mi abuela nunca le gustaron las cosas tan modernas. Lo único que sigue igual es esta cama —dijo. Luego miró a los MacDonald—. Mi abuela murió en ella.


Sam puso gesto de sorpresa y retrocedió, mirando a su alrededor como si hubiese un fantasma en la habitación.


—No murió en la casa —replicó Paula entre dientes—. Murió tranquilamente en el hospital.


Dudaba que los MacDonald fuesen a creerla. ¿De verdad era aquel el nieto de la señora Neeson? Si era así, tenía que ser cauta.


No le había parecido que la puerta estuviese forzada ni había visto ninguna ventana rota. La mochila que había apoyada contra la pared era de marca y al lado había una bonita cámara fotográfica. Creyó recordar que había oído que el nieto era fotógrafo.


Además, no había saltado de la cama ni había echado a correr al verlos, sino que había ahuecado las dos almohadas de seda verde y se había puesto cómodo. A pesar de su aspecto desaliñado, era muy guapo.


Paula no supo qué hacer. Tenía experiencia en su trabajo, pero nunca se había visto en una situación así. Y necesitaba vender aquella casa. Era la mejor oportunidad que había tenido y no podía permitir que un mochilero mugriento se la estropease.


No obstante, hasta que no solucionase aquello no podría hacer nada más, así que recuperó la compostura y se giró hacia los MacDonald.


—Lo siento mucho. Ha debido de haber una confusión que tendré que aclarar antes de que podamos continuar.


—Lo entendemos —le respondió Lucas, saliendo al pasillo—. Qué pena. Es una casa estupenda. Perfecta para nosotros.


—Lo sé —dijo Paula, teniendo al menos la satisfacción de saber que había tenido razón—. Os prometo que lo resolveré y seréis los primeros en saberlo. Mientras tanto, buscaré también otras casas que puedan gustaros.


Mientras bajaban las escaleras, Sam miró por encima de su hombro y preguntó:

—¿De verdad murió la dueña en la casa?


—Por supuesto que no. Si hubiese sido así, os lo habría dicho. Aurora Neeson murió en el hospital. Tenía casi noventa años y fue muy feliz aquí hasta un par de días antes de fallecer. Le dio un derrame cerebral y murió sin darse cuenta. Ojalá todos tuviésemos tanta suerte.


Siguió sonriendo hasta que los MacDonald estuvieron fuera de la casa y después se puso seria y volvió a enfrentarse al extraño que había intentado estropear sus planes.


No iba a permitir que eso ocurriese y se lo iba a dejar claro a aquel hombre alto, moreno y despeinado.