jueves, 2 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 3






Recortó cuidadosamente la cara de la foto. Era una cara tan perfecta que sentiría acabar con ella cuando llegara el momento. «Una lástima», pensó.


Puso algo de pegamento en la parte trasera del recorte y lo pegó en la pared. Ya tenía unas cuantas imágenes suyas. 


Cuando llegara el momento, aquella habitación sería un santuario. O quizás no, tal vez el momento se presentara antes de lo que pensaba. Por lo pronto, cabía esperar que fuera bastante tiempo, no debían sospechar nada, la confianza podría romperse en cualquier instante si existía alguna duda y eso no sería bueno para el plan. Solo lo conseguiría con el paso de los días, era probable que, incluso, de los años.



* * * * *


El sonido del teléfono lo sacó de golpe del sueño maravilloso que estaba teniendo con una bonita pelirroja y una espectacular rubia. Hacía mucho tiempo que no tenía esa clase de sueños, pues normalmente eran sus pesadillas las que se colaban de noche en su cabeza y le amargaban el descanso, cuando podía descansar.


El teléfono volvió a sonar. Pedro se levantó apesadumbrado, con la respiración algo alterada por el recuerdo de lo que aquellas dos mujeres le estaban haciendo y una fina película de sudor le recubría el pecho y la cara.


Había instalado el teléfono hacía dos días y era la primera vez que sonaba. Se sorprendió al oír el tono tan estridente y fuerte que tenía y tomó nota mentalmente de averiguar cómo cambiarlo. Tendría que leerse el horrible manual de instrucciones que no sabía dónde había ido a parar.


—¿Dígame?


—Bienvenido a la civilización, chaval. Ya era hora de tenerte localizado de algún modo —dijo la voz de Mateo al otro lado del aparato.


—No creas, la civilización me resulta algo agobiante. ¿Cómo has conseguido el número? Solo lo tiene mi… madre. Te lo dio ella, ¿no?


—¿Tú qué crees? —Mateo soltó una sonora carcajada—. Venga, tío, tengo unos días libres y pensé que nos veríamos.


—¿Tú? ¿Días libres? Permíteme que lo dude, Mateo, nos conocemos demasiado bien.


—Que sí, hombre, que sí. Necesitaba un respiro.  Últimamente voy un poco agobiado y el estrés me sale por los poros.


—Está bien, pero te juro que como me dejes tirado…


—No lo haré, Pedro. Confía en mí.


Un par de horas más tarde, Mateo llegaba a la dirección que le había dado su amigo y quedaba verdaderamente sorprendido. Pedro había conseguido alquilar un apartamento en el centro de Manhattan, cosa difícil en aquel lugar.


Era un ático de lujo, a veinticuatro pisos de altura. Sin embargo Pedro lo consiguió a un precio bastante más rebajado de lo que pedían los propietarios.


El suelo era de parqué oscuro y brillante. Tenía una única habitación muy amplia con una enorme cama de dos metros por dos. Todos los muebles eran de madera negra con detalles en color blanco. Las paredes estaban pintadas de un color gris claro. Un espejo de cuerpo entero, más grande de lo normal, con un amplio marco negro, reposaba en la única pared que quedaba libre. Justo detrás de la puerta del dormitorio había un cuarto de baño completo, todo blanco, con sanitarios de líneas modernas. El salón era espectacular. Una de las paredes era una cristalera que iba del suelo al techo, con cristal ahumado y paneles japoneses automáticos. Dos puertas cerca de la entrada del ático escondían otro cuarto de baño completo y un armario empotrado. La cocina seguía el patrón moderno del resto de la casa, con todos los electrodomésticos de última generación perfectamente alineados. Por último, tras una columna se escondía una escalera de caracol de aluminio que llevaba a una preciosa terraza con suelos de linóleo. Un seto bien recortado a la altura de la cintura recorría el perímetro a modo de barrera protectora. Una pérgola de madera oscura ocupaba la mayor parte del espacio ofreciendo sombra a los que se sentaran en los cuatro sofás blancos que reposaban debajo junto a una mesa baja del mismo color. La guinda del pastel la ponía un jacuzzi con capacidad para seis personas que se encontraba en un lado de la terraza rodeado de palmeras en enormes macetas, haciendo de aquel espacio un pequeño paraíso en altura.


Mateo llegó al último piso y tocó a la puerta del apartamento. 


Pedro le abrió con una sonrisa pícara en los labios mientras Mateo no salía de su asombro ante tanto lujo.


—¿Estás seguro de que te puedes permitir esto, Largo? —dijo echando una mirada por el salón. Soltó un silbido de admiración cuando se fijó en la pantalla de plasma.


—Créeme, mi trabajo tiene su parte mala pero también su parte buena —dijo ofreciéndole una cerveza—. Ven, subamos arriba, te va a encantar.


—¡Madre de Dios! —exclamó una vez en la terraza llevándose las manos a la cabeza—. Esta vez te has superado a ti mismo, Pedro. Menudo apartamento, tío.


Pedro soltó una sonora carcajada y palmeó la espalda de Mateo con fuerza. Luego lo invitó a sentarse en los sillones, bajo la sombra.


—Cuéntame, ¿qué tal todo? —preguntó interesado en la vida de su amigo.


—Pfff… —bufó—. Estoy desbordado.


—Como siempre ¿no?


—No, que va. Esto es más serio que nunca. —Dio un trago a su cerveza, sopesando si debía contarle en qué andaba metido—. Hace poco aceptamos un contrato con el Gobierno para crear una nueva red de telecomunicaciones que sustituya a la mierda de sistemas que tienen. Es algo complicado el asunto porque, como todo lo que hace el Gobierno, el trabajo está rodeado de una trama de misterio y secretismo que nos impide llegar a muchos lugares a los que debemos acceder sí o sí. Y claro, para acceder hay que pasar por una serie de papeleos y permisos que dependen de las altas esferas y que no se consiguen de hoy para mañana. Así que, los muy cabrones nos meten prisa para que acabemos y sin embargo nos dificultan la tarea cerrándonos las puertas en las narices —le explicó.


Hasta el instante en el que Mateo comenzó a hablar, Pedro no se había dado cuenta del cansancio que reflejaba la cara de su amigo. Tenía los hombros caídos y los ojos algo hundidos y enmarcados por unos surcos azulados casi imperceptibles para cualquiera, pero no para él. Había perdido peso aunque su camiseta ajustada y los pantalones cortos dejaban ver unos músculos prominentes, lo que significaba que se mantenía en forma.


—Mientras tanto, tenemos otros clientes que exigen un trabajo rápido y eficiente, por supuesto, pero tengo a toda mi gente metida en el proyecto NUK, trabajando día y noche, y eso revienta al más fuerte.


—¿Y la posibilidad de contratar a más personal?


—Ya lo había pensado, pero es muy difícil encontrar gente cualificada. Además, el periodo de tiempo que deben pasar hasta que se habitúan a llevar una cuenta por sí mismos dirigiendo un equipo es demasiado largo, y para impartir esa formación es necesaria la gente que tengo trabajando y que no puede dejar lo que hace en estos momentos… En fin,
ya ves que no es tan fácil. —Pedro asintió comprensivo y se compadeció de su amigo, pero no lo dijo en voz alta. Mateo era demasiado orgulloso para aceptar compasión.


—¡Bien! Pues ya que tienes un par de días libres, ¿por qué no nos vamos esta noche de juerga? Por los viejos tiempos, ya sabes.


Mateo lo pensó detenidamente mientras acababa su cerveza. Cuando miró a Pedro y vio el brillo de sus ojos tomó su decisión.


—¿A qué hora quedamos y dónde? —Ambos rieron de buena gana.







LO QUE SOY: CAPITULO 2




Mayo del 2010.


Después de tantos años fuera de Elizabeth, volver se le antojaba tedioso. Sabía bien, por las cartas de su madre, que se habían producido algunos cambios bastante representativos en la ciudad, pero nada que le llamara la atención como para instalarse allí. Además, ni Mateo ni Mariano estarían en el barrio, y pasar sus vacaciones yendo de bar en bar con gente que ni siquiera le caía bien cuando era niño, no era un plan muy reconfortante. Visitaría a su madre, se quedaría un par de días y luego iría a Nueva York, buscaría un buen piso céntrico y esperaría su siguiente misión.


Cuando cumplió los 16 años su padre lo apuntó a un campamento militar. Estaba harto de ver a su hijo desperdiciar los veranos, haciéndose cada vez más irresponsable, metiéndose en más líos con sus amigos y cruzando los límites de lo legal en más de una ocasión.


Los campamentos de verano a los que iba no hacían mella en él, eran demasiado blandos, demasiados jueguecitos y poca mano dura.


Pero aquello terminó en cuanto llegó a manos de su padre la información del Campamento Juvenil de West Point. La noticia no le sentó nada bien. Ese verano, Mateo, Mariano y él habían decidido hacer una escapada cargados únicamente con su mochila y cuando su padre le dijo que no haría tal cosa y le mostró el plan alternativo, se volvió loco.


Insultó a su progenitor, culpó a su madre por no dejarle hacer lo que le viniera en gana y estrelló el puño en la pared del salón, rompiéndose tres nudillos de la mano derecha. 


Recibió una bofetada de su madre, algo increíble pues era su niño mimado y consentido. Su actitud le valió un pasaje directo para aquel campamento militar al que no le quedó más remedio que ir, y después de dos meses de madrugones, marchas bajo un sol justiciero, comidas que sabían a basura podrida y maniobras militares, regresó a casa con los humos un poco más apagados, unos cuantos kilos más flaco y una ligera idea de lo que deseaba hacer con su futuro.


A los dieciocho años, cuando acabó el instituto, se incorporó a West Point, apadrinado por un militar amigo de su padre, donde cursó el resto de sus estudios universitarios, y donde se licenció con honores. Pronto, su reputación como soldado llegó a oídos de las altas esferas y le ofrecieron entrar a formar parte del 5º Grupo de Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos, en Fort Campbell (Kentucky), siempre que pasara las duras pruebas a las que debía ser sometido todo soldado.


Cuando finalizó su instrucción y consiguió llegar a Sargento de Ingeniería, no quiso quedarse ahí y se presentó para entrar a formar parte de la Delta Force. Después de eso, sus destinos eran desconocidos, hasta incluso para su familia que únicamente recibía alguna carta muy de vez en cuando.


Su última misión, en un lugar perdido de Afganistán, había sido más dura de lo habitual. Necesitaba descansar un poco, coger fuerzas y desconectar por un tiempo de su trabajo. 


Tenía treinta y dos años pero se sentía como un hombre anciano de noventa, y la visión de su ciudad natal no ayudaba a paliar ese sentimiento.


Entró en la casa de forma silenciosa. Era una costumbre que había adquirido después de tantos años de formación. De un solo vistazo identificó algunas cosas que no estaban ahí la última vez que fue de visita y otras que faltaban. La casa olía como siempre, un aroma a medio camino entre comida casera y flores frescas. Enseguida se dio cuenta de que había echado de menos ese olor.


—¡Mamá! —llamó con un grito, como cuando era niño.


—En la cocina —le contestó una voz excitada y feliz.


Pedro fue hasta la amplia cocina rústica en la que tantas veces había disfrutado de los platos caseros que preparaba su madre. Asomó la cabeza y la vio con las manos metidas en un cuenco lleno de harina. Estaba haciendo pan.


—Dios Santo, Pedro, casi ni te reconozco, hijo —le dijo con lágrimas en los ojos.


Metió las manos bajo el agua caliente del fregadero para lavarse los restos de masa pero Pedro no esperó a que ella acabase, se acercó por detrás y la abrazó con un cariño y una ternura dignas de un hijo que ha echado en falta a su madre. Tuvo que encorvarse bastante pues era muy bajita en comparación con su metro noventa y cinco. Pero no le importó, había añorado hacer eso, abrazarla y aspirar el perfume de su ropa y de su champú.


—Te he echado de menos —le dijo algo compungido. Era cierto. Desde que falleciera su padre, sabía que su madre había estado más sola que nunca. Tenía el apoyo y la compañía de mucha gente de la zona, amigos y parientes lejanos que se prestaban a ayudarla a pasar el día a día, pero él era consciente de que a quien necesitaba su madre era a su hijo, a él, y él le había fallado.


Estaba en una misión de reconocimiento cuando su operador de radio le pasó la llamada vía satélite. El Pentágono le comunicaba la defunción de su padre, le expresaba sus más sinceras condolencias y le instaba a finalizar la misión cuanto antes para poder marcharse de permiso a casa por un tiempo. Pero la misión se complicó y acabó mucho más tarde de lo que tenían previsto.


Cuando Pedro llegó a casa no pudo soportar la mirada de reproche que su madre le dirigía cada mañana y cada noche. El resto del día lo pasaba en compañía, primero de Mateo que asistió al funeral y le contó algunos detalles que le desgarraron más el alma, y luego de Mariano que apareció de improvisto por Elizabeth. Solo estuvieron unos días juntos los tres, pero fue más que suficiente para recomponer un poco su interior.


Dos semanas más tarde volvía a marcharse, hasta entonces. 


De eso hacía ya cuatro años.


Su madre había cambiado tanto que se sorprendió cuando la mujer giró para abrazar a su pequeño. El rostro se le había arrugado mucho en las zonas de alrededor de los ojos, la nariz y la boca. Siempre había sido una mujer muy risueña pero Pedro sospechaba que en los últimos años había sonreído poco. El pelo rubio y cortado en media melena que había hecho que su madre fuera la mujer más guapa del vecindario, ahora se veía blanco y falto de brillo, cortado por encima de las orejas. Su cuerpo estaba ligeramente encorvado y un temblor de manos visible le hacía imposible, en muchas ocasiones, coger objetos. «¿Cuándo ha envejecido tanto mi madre?», pensó invadido por la tristeza. 


La mujer levantó la cabeza hacia él y le sonrió como si le hubiera leído el pensamiento.


—Soy una vieja, ¿verdad? —Pedro fue a decir algo, pero ella prosiguió—. Lo sé, lo veo en tus ojos, hijo. Tienes unos ojos tan expresivos que nunca has conseguido engañarme. Son los ojos de tu padre.


—Solo estoy algo sorprendido por algunos cambios en la casa, mamá. No estás vieja, estás preciosa. —Y le besó la frente. La mujer sonrió de nuevo, aquel hombre era su niño pequeño.


Pedro había crecido todo lo que se esperaba de su cuerpo larguirucho y de sus extremidades desproporcionadas. Los años de ejercicios extremos le habían desarrollado la
musculatura poniendo cada centímetro de piel y fibra en el lugar correcto. Su espalda había ensanchado, sus brazos estaban duros y firmes y su pecho era una masa de abdominales bien formada. Las caderas eran estrechas y daban paso a unas piernas largas y fornidas, recorridas por una serie de ondulaciones que se tensaban a cada paso, tal y como sucedía con sus brazos. Además, los días pasados en el desierto le habían proporcionado un tono dorado que contrastaba con los cabellos rubios, casi blancos, que llevaba cortados de forma impecable. Era un hombre guapo, y lo sabía, pero no hacía alarde de ello. Nunca le había hecho falta.


Acompañó a su madre hasta la butaca que tenía en la cocina y se sentó a su lado. Aquel rincón era el lugar favorito de ella. No tenía nada, solo el sillón tapizado en varias ocasiones, un armario bajo que hacía las veces de mesita, donde ella guardaba sus cosas de costura, una estantería repleta de novelas románticas y una lamparilla de pie que iluminaba el lugar. Había visto a su madre, cuando era pequeño, pasar horas y horas zurciendo calcetines, cosiendo vestidos para los pobres o remendando los rotos de sus pantalones. Siempre se sentaba ahí a esperarlo cuando salía de noche, y ahí pasó la mayor parte del tiempo cuando falleció su padre, esperando a que él entrara por la puerta y le diera un beso en la mejilla.


—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó la mujer sabiendo que la respuesta no sería la que ella deseaba. Pedro la observó detenidamente. Se debatía entre mentir a su madre o decirle la verdad—. La verdad, Pedro, ya estoy mayor para andar haciéndome ilusiones, y tú ya eres mayor también para soltar mentiras por muy piadosas que sean —adivinó.


—Solo unos días, lo siento. Tengo un permiso indefinido y quiero ir a Nueva York a ver algunos apartamentos en los que estoy interesado. Necesito un sitio donde quedarme en el que haya lo que necesito, y ya sabes que Elizabeth no lo tiene.


—Lo sé. Esta ciudad asfixia por mucho que intenten darle un aire moderno. Quizás yo también me debería ir a la Gran Manzana —bromeó su madre. Él rio de buena gana. Era interesante que su madre conservara el humor después de lo sola que había estado estos últimos años.


—Quizás —contestó algo distraído.


—¿Qué es de los chicos? La última vez que os vi juntos fue después del funeral de papá, aunque Mateo ha venido algunas veces a ver a sus padres y ha pasado por aquí siempre. —Pedro creyó detectar un atisbo de reproche en las palabras de su madre pero no quiso hacerle caso. No iba a enzarzarse en otra discusión con ella sobre por qué no estuvo presente en el funeral.


—Mateo está muy ocupado con la empresa en Nueva York, pero está más cerca de aquí, claro. Además, según la última vez que hablé con él tenía algo con una chica de Westminster y eso le traía más por el barrio.


—Eso no duró —dijo Alma quitándole importancia con un gesto de la mano—. Mateo es un chico muy guapo y listo para conformarse con la tonta esa con la que iba. Creo que se llamaba… Alicia. Muy mona, pero con poco cerebro y muchas ansias de gastar. No le convenía.


—Parece que estás muy al día, ¿no? —preguntó Pedro con una sonrisa sospechosa. Su madre nunca había reconocido que su afición a las novelas románticas le hacía ver a las personas de manera diferente.


—Bobadas. La madre de Mateo estaba preocupada por su hijo y me contaba las cosas. Sabes que no me gustan los chismes. —Pedro sonrió disimuladamente. Su madre cambió de tema—. ¿Y Mariano? ¿Cómo le va?


—Ya sabes que está en Jersey, pero ser bombero no le deja mucho tiempo para pasearse por Elizabeth. Lo llamaré estos días a ver si tiene un hueco y podemos vernos. Y a Mateo también, hace tiempo que no nos juntamos a tomar algo.


Su madre asintió comprensiva. Esos tres chicos habían compartido tantas cosas en su vida que, en lugar de alejarse con la distancia, se habían reforzado sus lazos de amistad, a pesar de lo poco que se veían. En otra ocasión pensó que eran una mala influencia para su pequeño, pero se alegraba de no haberse dejado llevar por aquel pensamiento hace tantos años.


—Por aquí, por si te interesa, no han cambiado mucho las cosas. La hija del párroco se casó con Mark Lidton, el chico de Eli y John, los de la inmobiliaria. Hernan Chaves se retiró hace unos años y su esposa falleció de un infarto ese mismo año. Fue muy duro. Paula y Simon estuvieron por aquí un tiempo acompañando a su padre pero luego tuvieron que volver a Nueva York. Ella es abogada, ¿sabes? Y Simon es policía, como lo fue su padre, claro.


El recuerdo de Simon Chaves le trajo a la memoria aquel día en que acabaron con los Demonios Negros. A la niña no la recordaba bien, solo sabía que siempre lo miraba con furia y rabia. 


Tampoco recordaba por qué.


Su madre siguió contándole cosas sobre las personas del vecindario y él aguantó estoico, a pesar de no importarle lo más mínimo. Estaba deseando acostarse un rato. Empezaba a tener de nuevo el maldito dolor de cabeza.




LO QUE SOY: CAPITULO 1




Verano de 1990


Se miraron una vez más desde sus posiciones y asintieron enfáticamente para confirmar que estaban preparados. 


Pasarían a la acción, superarían la prueba y destruirían el más selecto club del verano: Los Demonios Negros de Elmora Hills, una banda de chicos que pasaban la estación estival haciendo las más diversas travesuras. No eran originarios de Elizabeth, la industria y el desarrollo de aquella parte de la ciudad habían atraído la atención de nuevos ricos y sus familias desde hacía un par de años, y allí estaban desde entonces.


Si no pertenecías a su grupo, eras carne de cañón para ellos. Mariano, Pedro y Mateo conocieron a los Demonios después de una variedad increíble de situaciones comprometidas en las que los obligaron a meterse. Tras muchas peleas, intentos frustrados por acabar con ellos, o incluso, la posibilidad de crear un club alternativo, se dieron cuenta de que era un grupo muy organizado al que nunca pescarían con las manos en la masa mientras estuvieran allí ellos para echarles las culpas. Si querías entrar en su círculo debías pasar una serie de pruebas, a cual de todas peor, y aun así no te aseguraban la entrada.


Pero eso iba a acabar. El verano del 90 pasaría a la historia por la caída de los Demonios.


Asintieron una vez más y se pusieron en marcha. Debían acceder a la casa de los Bloome y robar el cuenco de canicas de cristal que había en la mesa del salón. Esas canicas eran una colección impresionante que el señor Bloome, un anciano de pelo blanco, rostro estirado y aspecto solemne, había conseguido reunir comprando ejemplares por todo el mundo. En las barbacoas siempre hablaba y alardeaba de su colección como si fuera algo importante para el resto de vecinos, sin sospechar siquiera lo que la mayoría de estos pensaban de él: que era un loco aferrado a su afán de gastar en cosas absurdas.


Mariano y Mateo se dirigieron a la ventana trasera del salón mientras Pedro llamaba a la puerta. Sabían que el señor Bloome había salido a pasear con Ted, su terrier feo y chillón. Aquel debía ser el momento pues en cualquier otro no lograrían coger las canicas. El perro se lo impediría y sería un desastre, por descontado.


—¿Llevas la nota y el mapa? —preguntó Mariano a Mateo en un susurro.


—Pues claro ¿qué te crees? —contestó ofendido. Siempre le tachaban de olvidar las cosas en cualquier sitio y en aquella situación, ese error, sería su perdición.


La señora Bloome apareció en el vano de la puerta limpiándose las manos en un trapo de cocina. Cuando vio a Pedro sonrió y abrió la mosquitera para ver mejor al muchacho. Era un niño muy guapo, rubio, con ojos de un marrón tan profundo que parecía negro, y desde bien pequeño daba la impresión de que sería muy alto, como su padre y su abuelo, vecinos de los Bloome, cuatro casas más abajo en la misma calle. Sus amigos lo llamaban Largo pues sus brazos y sus piernas eran de una longitud algo desproporcionada a su cuerpo.


Cuando miró más de cerca al muchacho con sus ojillos vio que tenía sangre en el labio, que su ojo estaba adquiriendo un color morado extraño, llevaba la ropa sucia y desgarrada y el pelo lleno de hojas y malas hierbas. La anciana contuvo una exclamación.


—¡Pedro Alfonso! ¿Qué te ha sucedido? Pasa, pasa, no te quedes ahí. —Pedro, con el semblante contraído de dolor en una actuación magistral comenzó a lloriquear mientras entraba en la casa.


—Unos chicos me pararon en el camino y me quitaron todo el dinero que mamá me había dado para comprar las verduras de la barbacoa de mañana —dijo compungido e hipando de vez en cuando para darle más realidad a la situación.


Al principio se había negado en rotundo a ser la distracción de la misión. Tanto Mateo como Mariano lo habían convencido de que ellos dos eran mejores trepadores y mucho más rápidos para correr mientras que él, a pesar de sus largas piernas, era un poco torpe pero muy buen actor. 


Se resignó a creer en aquello y para que la historia de su pelea fuera de lo más real tuvieron que darle unos cuantos puñetazos en la cara. Mateo acabó con un dedo dislocado, que Mariano le puso en su lugar de un tirón, y Pedro con la cara como un Cristo, mientras Mariano, acabadas sus dotes de enfermero, se retorcía de la risa en el suelo. Cuando Pedro se recompuso de la tunda de golpes que Mateo le había propinado en un minuto y vio a Mariano riéndose de él, se abalanzó sobre su cuerpo y rodaron por la tierra del parque tirándose de la ropa y rasgando camisetas y pantalones. De esa forma consiguieron el aspecto desaliñado y penoso que presentaba el pequeño Alfonso delante de la señora Bloome.


—Llamaré a tu madre en seguida —dijo la señora Bloome. 


En su voz había ternura pero también un tono de reprimenda.


—¡No! —exclamó Pedro cuando vio que se encaminaba hacia el salón donde sus amigos estarían en esos momentos cogiendo las canicas—. Mi madre no está en casa, por eso he venido aquí. ¿Me podría dar un vaso de agua, por favor?


La mujer lo miró apenada y cambió el rumbo hacia la cocina. 


Pedro suspiró aliviado.


Cuando oyó el canto del pájaro que sonaba fuera de la casa supo que era la señal acordada. Se puso en pie cuando la anciana le traía el agua y con una rápida disculpa se marchó corriendo y cojeando.


—Este chico…


Mateo y Mariano ya estaban esperándolo en la linde del parque cargados con el cuenco plateado repleto de canicas. Pedro llegó jadeando con una media sonrisa de triunfo, la euforia se veía reflejada en los ojos de los tres. 


Estaban pletóricos. Cogieron cada uno un puñado de las preciosas canicas para sentir el placer del botín y una nueva sonrisa, más ancha, se les instaló en la cara. Pero la alegría se evaporó cuando vieron quién se dirigía hacia ellos por el camino del parque. El señor Bloome volvía con Ted de su paseo matinal.


Los tres se miraron y salieron corriendo de inmediato. Pedro, que aún no había recuperado el aliento se quedó rezagado y al doblar la esquina de una casa fue a chocar con algo. O mejor dicho, con alguien, haciendo volar su puñado de canicas por los aires.


—Maldita mocosa. Mira lo que has hecho —le espetó mientras se ponía en pie. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, asustada e indignada, pues había sido culpa suya.


La niña se puso en pie y se sacudió el vestido blanco que había quedado manchado en un costado.


—Mira por dónde vas tú, imbécil. ¡Eres un bobo, torpe! —dijo, pero Pedro ya había recogido sus canicas y corría de nuevo al encuentro de sus amigos que reían agazapados en la esquina siguiente.


Una hora más tarde, antes de lo que ellos se esperaban, el vecindario ya conocía la noticia del robo de las canicas y las consecuencias que tendría. Los ladrones habían dejado una nota y un mapa que les llevaría hasta su preciada posesión. 


Solo que las canicas no llegarían a la guarida de los Demonios nunca. La única intención de todo aquello era sorprender a la banda en su propia casa, con todo lo que acumulaban de otras fechorías. Nadie encontraría rastro de las canicas por ningún lado, pero la policía obtendría suficientes pruebas en aquella choza para amonestar a los delincuentes juveniles y alertar a sus padres de las andanzas de sus hijos.


Pero el asunto no se zanjaría ahí.


Uno de los miembros del grupo, Simon Chaves, era el hermano mayor de aquella niña con la que Pedro había chocado en su huida desde el parque.


Pau llegó a su casa cuando su padre estaba riñendo a su hermano duramente. Ella se quedó en la puerta del salón oyendo lo que le decía a Simon, que negaba que los Demonios Negros hubieran entrado en la casa de los señores Bloome.


El padre de Pau y de Simon era el comisario de policía del Noroeste de Elizabeth. Tenía un profundo y arraigado sentimiento de responsabilidad hacia el bienestar y el orden en la comunidad y dirigía su casa con cariño pero con mano de hierro a partes iguales.


Cuando Pau escuchó lo que su padre le decía a su hermano, una oleada de rabia la invadió. Se miró el vestido manchado y apretó con fuerza el objeto que llevaba en la mano. 


Pedro Alfonso pagaría por lo que había hecho.



LO QUE SOY: SINOPSIS




Tras una larga época sirviendo a su país en Afganistán, Pedro Alfonso regresa a Nueva York en busca de algo de tranquilidad antes de que sea enviado a su próxima misión.


A la ayudante del Fiscal del distrito de Nueva York, Paula Chaves, alguien de su pasado la persigue, la acosa y amenaza con destruir su vida para llevar a cabo su venganza.


Cuando Pedro y Paula se encuentran por casualidad después de muchos años, no pueden evitar la intensa atracción que sienten y les resulta imposible poner freno al imparable deseo y a la pasión indómita que se desata entre ellos.


Pedro huye asustado por sus propios sentimientos y mientras, la vida de Paula pende de un hilo.