domingo, 15 de marzo de 2015

SOCIOS: CAPITULO FINAL





Agustina reaccionó con escepticismo cuando Paula la llamó para darle la noticia; pero, tras volver al piso y pasar una hora con ellos, se tranquilizó.


–Espero que cuides a Paula y la trates como se merece –le dijo a Pedro.


–Por supuesto. De hecho, mañana mismo le compraré un anillo de compromiso en París. ¿Qué os parece si vamos los tres a cenar?


–Mi mejor amiga se va mañana a Francia y no sé cuándo la volveré a ver, así que acepto –dijo Agustina.


Pedro sonrió.


–Puedes venir a vernos cuando quieras.


Después de la cena, llevaron a Agustina su casa y, a continuación, volvieron al piso de Paula.


–No sabes cuánto te amo, Pau. Jamás pensé que se pudiera querer tanto a nadie…


–A mí me pasa lo mismo –Paula le acarició la mejilla–. Y sabía que ibas a ganar esa medalla… Tu padre estaría muy orgulloso de ti.


–Y Arnaldo de ti. Te has ganado el afecto y el respeto de todas las personas que trabajan en los viñedos –afirmó–. Pero estaba pensando que quizás quieras que esperemos un poco para casarnos… Hasta que esté terminada la casa nueva.


–No es necesario. Podemos vivir en la casa de Arnaldo.


–Como prefieras. Si por mi fuera, me casaría contigo mañana mismo.


A la mañana siguiente, Pedro le llevó el desayuno a la cama y, acto seguido, reservó los billetes de avión y una suite en un hotel de París.


–¿Nos vamos a quedar a pasar la noche? –preguntó ella.


–Sí. Ya sabes que, hace diez años, tenía intención de pedirte el matrimonio en París. Me temo que mi propuesta llega un poco tarde, pero…


Ella sonrió.


–Olvídalo; eso es agua pasada. Los dos hemos aprendido de nuestros errores.


Él le dio un beso.


Horas después, llegaron a la capital francesa. La suite era un lugar increíblemente lujoso; tenía una cama enorme con dosel, una bañera circular de mármol, un salón que daba al Sena y una terraza con vistas de toda la ciudad.


–Es precioso…


–Como tú –dijo él–. Pero ahora tenemos que ir de compras.


Pedro la llevó a los Campos Elíseos y luego a una de las mejores joyerías de París.


Paula se probó varios anillos impresionantes y, al final, eligió el más sencillo de todos, uno de platino con un diamante en el centro.


El resto de la tarde, se dedicaron a pasear. En determinado momento, Pedro propuso que volvieran al hotel para cambiarse de ropa y ella se preguntó qué lugar habría elegido para entregarle el anillo oficialmente. ¿La torre Eiffel? ¿Montmartre? ¿El Arco del Triunfo?


–Antes que nada, quiero compartir algo contigo.


Pedro llenó la enorme bañera circular de la suite, le quitó la ropa lentamente y, cuando ella ya se había metido en el agua, se desnudó y se sentó a su lado.


Las vistas eran increíbles. Al fondo, la basílica de Sacre Coeur se recortaba contra el cielo nocturno.


Pedro, esto es tan…


–Esto es tú y yo, solos –dijo él.


Pedro la besó apasionadamente y, a continuación, la sentó sobre sus piernas.


–Será mejor que me ponga un preservativo… –dijo él.


–No, nada de eso. No quiero más barreras entre nosotros. Te quiero entero, Pedro.


Hicieron el amor en la bañera, con tanta pasión como la primera vez. Y cuando los dos llegaron al orgasmo, él dijo:
–Eres la mujer más maravillosa del mundo. No encuentro palabras para definir lo que siento.


–Ni yo.


–Inténtalo –la desafió con una sonrisa.


Ella le frotó la nariz.


–Está bien… Me enamoré de ti a los ocho años, ¿sabes? Decidí que eras el hombre de mi vida y que, al final, terminaríamos juntos. Te he amado durante años, incluso cuando creía que ya no te amaba. Y te amaré siempre.


Él le dio un beso.


–Te dejaré un rato a solas, ma belle. Tus cosas están en el vestidor. Te estaré esperando.


Minutos más tarde, se encontraron en el salón. Ella ya se había vestido, y él se había puesto un traje de color oscuro, con camisa blanca y corbata de seda. A Paula le pareció el hombre más refinado del mundo.


–¿Me concedes el placer de cenar contigo? –preguntó él.


–Bien sur, monsieur Alfonso… –contestó ella.


Él la tomó del brazo y, justo cuando Paula pensó que iba a abrir la puerta del ascensor privado para llevarla a algún rincón romántico de París, giró y la llevó a la terraza. El servicio de habitaciones había instalado una mesa con un mantel blanco, un candelabro de plata, cubiertos, vajilla y un ramo de rosas.


–Bienvenida a la Ciudad de la Luz –dijo él–. Quiero que recuerdes siempre esta noche, porque esta noche es especial.


Después de los cafés, Pedro sacó la cajita azul que llevaba en el bolsillo, clavó una rodilla en el suelo y, ofreciéndole el anillo, declaró:
–Paula, ¿quieres ser mi esposa y compañera hasta el fin de nuestros días?


–Sí, quiero.


Y sellaron su compromiso con un beso.



SOCIOS: CAPITULO 16




Fue un viaje silencioso. Ella había tenido la impresión de que, kilómetro a kilómetro, él se iba distanciando un poco más.


Pedro no estaba en el despacho cuando Paula llegó a la mañana siguiente, así que abrió el bolso, sacó la tarjeta de Matthieu Charbonnier y lo llamó por teléfono. Dos minutos después, tenía la información que necesitaba. Veinte minutos después, apuntó el Clos Quatre en un concurso vinícola.


Sabia que no tenía derecho a tomar esa decisión sin consultarlo antes con Pedro, pero también sabía que él se habría negado. Y le quería demostrar una cosa. Tenía que hacerle ver que sus vinos eran fantásticos y que Les Trois Closes ya no era la empresa en dificultades que había heredado de su padre



*****


El jueves de la semana siguiente, Gabriel entró en el despacho y se sentó en el borde de la mesa.


–Me alegro de verte,Pau.


–Hola. No esperaba tu visita… ¿Vienes a pasar el fin de semana?


–Sí. ¿Vas a hacer algo esta noche?


–No, nada importante –dijo, encogiéndose de hombros–. ¿Por qué?


–Porque hace una noche perfecta para cenar en el jardín.


–¿La invitación es solo para mí? ¿O también para Pedro?


–Para los dos. ¿Es que hay algún problema?


–No –mintió, imaginando que Pedro no querría estar presente–. Yo llevaré el postre. Llevaría también el vino, pero no me atrevo.


–En ese caso, nos veremos a las siete y media. A bientot…


Aquella tarde, Paula se acercó al pueblo para comprar una tarta en la tienda de Nicole. Luego, se dirigió a la bodega y llamó a la puerta. Le abrió Pedro, que la miró con cara de pocos amigos.


–¿Qué estás haciendo aquí?


–La he invitado yo –intervino Gabriel, que apareció de repente en el vestíbulo–. Bienvenida, Pau. Pasa y tómate una copa de vino.


–Gracias, Gabriel. Espero que te guste la tarta.


Tras dejar la tarta en el frigorífico, Gabriel la llevó al patio y le sirvió un rosado.


–Tal vez debería marcharme a casa –dijo ella–. Pedro no parece muy contento.


–No le hagas caso. Hace días que está de mal humor. Por cierto, he estado echando un vistazo a tu blog. Me parece magnífico.


–Gracias.


–Y me encantan las etiquetas nuevas. De hecho, confieso que te he invitado por eso… ¿Tu diseñadora estaría dispuesta a trabajar para mí?


–No lo sé, pero se lo puedo preguntar.


–Estoy trabajando en un perfume nuevo –le explicó–. ¿Por qué no vienes a Grasse un día? Te enseñaré el sitio. Y, quién sabe… Hasta es posible que tú también me puedas ayudar.


Para sorpresa de Paula, Pedro apareció al cabo de unos minutos con carne a la parrilla y una ensalada. Fue una cena algo tensa, pero Gabriel llevó el peso de la conversación y, al final, le hizo una petición desconcertante:
Pedro me ha dicho que tocas muy bien el piano. ¿Podrías tocar para nosotros?


Paula lanzó una mirada a Pedro, que apartó la vista.


–Por supuesto que sí.


Se sentó en el taburete y empezó a interpretar una versión de Time after Time. Pero ni siquiera había llegado a la mitad cuando Pedro se levantó de repente y se fue sin decir nada.


–Disculpa a mí hermano –dijo Gabriel–. Es un idiota.


–No, no… Ha sido culpa mía. No debí tocar el piano. He arruinado la velada.


–Tú no has hecho nada malo, petite.


–Será mejor que me vaya a casa.


–Te llevaré en mi coche.


Minutos después, Gabriel metió la bicicleta en el maletero del vehículo y la invitó a subir.


–Sigues enamorada de él, ¿verdad?


–Me temo que sí –admitió con voz quebrada–. Pero tu hermano no aprenderá nunca a confiar en mí, y no me puedo quedar en estas circunstancias. He decidido volver a Londres. Si me quedo aquí, será más infeliz de lo que ya es.


–Lo siento mucho, chérie. Aquí tienes mi número de teléfono personal y el número de mi trabajo. Si me necesitas, llámame. Sabes que puedes contar conmigo.



*****


Veinte minutos después, Gabriel entró en el despacho de Pedro y le apagó el ordenador.


–¡Eh! ¡Que estaba trabajando! –protestó.


–¿Sabes que eres el hombre más obtuso del mundo? Pau está enamorada de ti…


–¿Y qué?


–Por todos los diablos. No me cuentes otra vez esa historia de que los Alfonso estamos condenados al desamor. Es verdad que nuestros padres se divorciaron, pero fueron felices muchos años. Y en cuanto a mí, el fracaso de mi relación con Viviana fue culpa de los dos –dijo–. Piensa bien lo que haces, Pedro. Pau y tú estáis hechos el uno para el otro.


–Creo que los productos químicos te están dañando el cerebro –se burló.


–Admítelo, mon frère. Estás enamorado de ella, pero te da miedo. Deja de ser tan estúpido. ¿Es que no te das cuenta de la suerte que tienes? Has encontrado a la mujer perfecta para ti.


–Pero no confío en mi buen juicio cuando estoy con Pau.


–Entonces, confía en el mío –Gabriel se encogió de hombros–. Si tienes dos dedos de frente, la llamarás por teléfono ahora mismo y le pedirás disculpas. Dile que tenías miedo, que no sabías lo que hacías, que estás profundamente enamorado de ella. De lo contrario, se marchará.


–Gabriel, admito que la amo con toda mi alma. Pero no te metas en asuntos que no comprendes.


–Puede que yo sea más joven que tú, pero tengo más sentido común.


Pedro guardó silencio y Gabriel se terminó por marchar.


Al día siguiente, Paula no se presentó en el despacho. Se había ido. Y durante una semana, Pedro se intentó convencer de que no le importaba en absoluto. Pero fracasó en el intento.


Entonces, recibió una llamada telefónica que no esperaba.


–¿Señor Alfonso? Soy Bernard Moreau, de Vins Exceptionnels. Tengo entendido que el Clos Quatre es de su empresa…


–En efecto.


–En tal caso, me alegra poder decirle que su vino ha ganado la medalla de oro de este año.


–¿Cómo? –Pedro se quedó atónito.


–Le llamaremos dentro de poco para darle todos los datos y enviarle la notificación oficial. De momento, solo quería que lo supiera. Felicidades.


Cuando colgó el teléfono, Pedro no podía creer lo que había pasado. Era evidente que Paula había inscrito el Clos Quatre en un concurso, sin decirle nada. Pero, lejos de molestarle, el suceso sirvió para que comprendiera que había cometido un error con ella. Paula creía en él, creía en sus vinos, creía en su trabajo. Se lo había demostrado de la mejor forma posible.


Justo entonces, apareció Teresa.


–¿Puedes reservarme un vuelo a Londres? No me importa lo que cueste. Quiero estar allí cuanto antes.



*****


La mujer que le abrió la puerta no era Paula. Pedro pensó que había apuntado mal su dirección, pero decidió presentarse de todas formas por si la conocía.


–Estaba buscando a la señorita Paula Chaves. Soy…


–Sí, ya sé quién es –lo interrumpió–. Veré si Paula está disponible. Espere aquí.


Momentos más tarde, la mujer volvió al vestíbulo y, tras informarle de que Paula estaba dispuesta a verlo, lo llevó al salón y le dijo a Paula:
–Estaré en el bar de enfrente si me necesitas.


–Gracias, Agustina.


Agustina se fue y Pedro le dio a Paula las flores que había comprado por el camino.


–Son preciosas… Las pondré en agua.


Paula se dirigió a la cocina y Pedro la siguió.


–Sé que no lo merezco, pero ¿me darías otra oportunidad? –dijo él.


–¿Para qué? Dejaste bien clara tu posición.


–Es posible, pero ahora sé que estaba equivocado.


Paula lo miró a los ojos, preguntándose si lo había oído bien.


–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?


–He venido a disculparme. Por alejarte de mí, por no confiar en ti, por negarme a creer que creías en mí.


–¿Y por qué te disculpas ahora? ¿Es que ha cambiado algo?


–Recibí una llamada de Vins Exceptionnels. Nos han dado la medalla de oro.


–¿Por el Clos Quatre? ¿Has ganado el premio?


–Lo hemos ganado –puntualizó él.


–¡Qué maravilla! –exclamó, encantada.


Él se acercó y la tomó de la mano.


–Creías tanto en mí que lo presentaste a ese concurso sin decírmelo… Y cuando lo supe, me di cuenta de que yo también creía en ti –le confesó–. Sé que quieres echar raíces y que quieres echarlas aquí, en Londres; dejaré los viñedos en manos de otra persona y me vendré a vivir contigo.


Paula se quedó perpleja.


–¿Te vas a mudar a Londres?¿Por mí?


–Sí, por ti. Mi hogar está donde estés tú. Adoro Ardeche, pero sin ti no significa nada. Sé que he tardado mucho en darme cuenta. Te amo, Pau. Sé que te he hecho daño y lo siento; pero si me das otra oportunidad, intentaré hacerte feliz.


–Me amas… –dijo ella, asombrada.


–Te he amado desde siempre. Lo supe cuando estábamos en París, pero me dio miedo. El amor hace que te sientas tan vulnerable…


Ella sacudió la cabeza.


–No quiero que vengas a Londres.


–¿Es que ya es demasiado tarde?


–No, me has interpretado mal. No quiero que vengas a Londres porque sé que no podrías vivir lejos de Les Trois Closes.


–Pero yo te amo, Pau. Si estás conmigo, lo demás no importa. Quiero vivir donde tú seas feliz.


–En ese caso, volveremos a Francia.


Pedro le dio un beso en la mano.


–Oh, mi amor… Si quieres, construiremos una casa nueva junto a la laguna. Empezaremos de nuevo, tú y yo, juntos… y si tenemos suerte, con nuestros hijos.


Los ojos de Paula se llegaron de lágrimas.


–No llores, Pau –le rogó.


–Es que…


Pedro la abrazó con ternura.


–No estés triste, ma belle. Te amo. Por ti, haré lo que sea.


–No lloro porque esté triste, sino porque soy la mujer más feliz del mundo. Pensé que jamás llegaría este momento, que estabas tan roto por dentro.


–Y lo estaba. Pero tú me has sanado –dijo con suavidad–. Ven a casa conmigo, Pau. Cásate conmigo. Y te conseguiré el perro que querías.


Ella sonrió y le dio un beso en los labios.


–Sí, Pedro. Me casaré contigo.


SOCIOS: CAPITULO 15




Paula se despertó con la cabeza apoyada en el hombro de Pedro. Aún estaba dormido, pero sus ojos se abrieron momentos más tarde.


–Buenos días –dijo ella con una sonrisa.


–Buenos días.


Él la miró con pánico y ella lo acarició.


–Recuerda que estamos en París… No es momento de dudas y temores. Saldremos a pasear y disfrutaremos del día sin preguntarnos nada. ¿De acuerdo?


–De acuerdo. Pero esta tarde tenemos que volver. Solo tenemos medio día –le recordó él.


–Razón de más para que lo aprovechemos a fondo –Paula le dio un beso en el pecho–. ¿Qué te parece si nos duchamos juntos?


Pedro se puso tenso, pero asintió y la llevó a la ducha.


Luego, tras un desayuno consistente en café y unos bollitos de chocolate, se tomaron de la mano y pasearon por las Tullerías, entre fuentes y esculturas. Más tarde, visitaron el museo de L´Orangerie y a continuación, tomaron el metro hasta Montmartre y subieron en el funicular que llevaba a lo alto de la colina.


Paula se quedó anonadada con la vista de la preciosa y blanca basílica de Sacré Coeur, que sirvió de prólogo a la visita de la Place du Tertre.


Mientras paseaban entre la gente, Paula se fijó en un retratista callejero y dijo:
–¿Podemos?


–¿Por que no?


Diez minutos más tarde, Paula estaba en posesión de un retrato de ambos. Y Pedro la estaba mirando como si la creyera la mujer más bella del mundo.


Por fin, llegó el momento de tomar el tren y volver a Avignon. 


Sus vacaciones en París habían terminado.


–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó ella.


–No lo sé –respondió él con sinceridad–. ¿Qué quieres tú?


Ella suspiró.


–Quiero un hombre que quiera las mismas cosas que yo. Un hombre que me respete por lo que soy, una mujer independiente con su propia forma de ver el mundo. Un hombre que respete tanto mi inteligencia como mi cuerpo.


Pedro pensó que eso no era un problema


–Y quiero echar raíces –continuó ella–. Quiero que ese hombre viva conmigo.


–¿Dónde? ¿En Les Trois Closes?


–Adoro los viñedos, pero, sinceramente, no lo sé –respondió con impotencia–. Me siento como si estuviera en un cruce de caminos y no supiera cuál tomar.


Pedro se le hizo un nudo en la garganta. Por lo que Paula le había contado, estaba seguro de que quería volver a Londres y no se atrevía a decirlo. A fin de cuentas, le había confesado que allí se sentía segura. Y si la independencia era tan importante para ella, elegiría un lugar donde ella tuviera el control.


Un lugar que solo podía ser Londres.


Pero, en ese caso, estaban condenados a separarse. 


Porque Pedro no podía vivir en Londres, ni siquiera por Paula. Su hogar le importaba demasiado.



*****


Paula suspiró. Le habría gustado que le pidiera que se quedara con él, pero Pedro no se lo pidió. ¿Se habría vuelto a encerrar en sí mismo? ¿Estaría pensando que el amor no merecía la pena y que no se podía arriesgar a sufrir otra decepción?


Ella sabía que, si en ese momento le pasaba los brazos alrededor del cuello y lo besaba, él respondería con pasión.


Físicamente, estaban hechos el uno para el otro. Pero Paula quería algo más que sexo. Quería su corazón.


Solo había una salida: tendría que encontrar la forma de derribar sus barreras.




SOCIOS: CAPITULO 14




Durante los días siguientes, Pedro hizo lo posible por mantenerse alejado de Paula y no caer otra vez en la tentación. Albergaba la esperanza de que se terminara por aburrir de los viñedos y volviera a Inglaterra. Pero no se la podía quitar de la cabeza. Soñaba con ella todas las noches, y empezaba a estar desesperado.


Entonces, surgió una oportunidad perfecta para él. Debía ir a Niza para hablar con un distribuidor nuevo; lo que significaba que estaría a muchos kilómetros de Paula y que, por fin, tendría tiempo para pensar.


Pero Paula no le facilitó las cosas.


–En ese caso, te acompañaré.


–No es necesario, Pau…


Ella se cruzó de brazos y lo miró fijamente.


–También son mis viñedos. Te acompañaré.


–Te aburrirás mucho –replicó.


–Al contrario. Tendré la oportunidad de aprender más sobre distribución de vinos.


–Lo dudo. Hablaremos en francés.


–Ah, no te preocupes por eso. Lo entiendo mucho mejor que cuando llegué a Les Trois Closes. Y si no entiendo algo, tú me lo traducirás más tarde.


Pedro le dio todo tipo de razones para que no lo acompañara y Paula replicó con todo tipo de razones en sentido contrario. 


Al final, ella se salió con la suya. Pero Pedro no imaginaba que la situación estaba a punto de empeorar.


Cuando ya se había hecho a la idea de ir a Niza, el distribuidor lo llamó por teléfono para informarle de un pequeño cambio.


–Ya no vamos a Niza.


–¿Qué quieres decir? ¿Ha retrasado la reunión?


–No. La ha cambiado de sitio. Quiere que nos veamos en París.


Para Pedro, era la peor de las perspectivas posibles. La capital francesa era peligrosamente romántica para estar con ella. Sobre todo porque también era el sitio al que había pensado llevarla diez años atrás para pedirle el matrimonio.


–¿París? –dijo ella, palideciendo.


–No hace falta que me acompañes.


–No, descuida… Iré contigo.



*****


El martes por la mañana, fueron en coche a Avignon y tomaron el tren de alta velocidad a París. Durante el trayecto, él abrió su ordenador portátil e intentó concentrarse en el trabajo, pero no le podía quitar los ojos de encima. 


Llegaron a París con el tiempo justo para dejar sus cosas en el hotel y reunirse con Matthieu Charbonnier, el distribuidor. 


Pedro sufrió un ataque de celos cuando el hombre, algo mayor que él, le besó la mano a Paula.


Aquello era absurdo. No tenía derecho a estar celoso. Pero lo estaba y, por si eso fuera poco, Paula y el distribuidor congeniaron desde el principio. Hasta el punto de que, cuando Matthieu se enteró de que ella era inglesa, insistió en hablar en su idioma.


La reunión fue un éxito. El distribuidor les propuso que presentaran alguno de los vinos a un concurso, porque pensaba que tendría posibilidades de ganar y le parecía adecuado en términos publicitarios. A Paula le gustó mucho la idea, pero Pedro se negó con el argumento de que sus vinos hablaban por sí mismos y que no necesitaban ningún concurso.


Al final, llegaron a un acuerdo beneficioso para las dos partes. Cuando se despidieron, Matthieu volvió a besarle la mano a alegra y le dio su tarjeta.


–Aquí tienes mi número de teléfono, por si necesitas hablar conmigo –le dijo–. Me habría gustado invitarte a cenar esta noche, pero me temo que tengo que volver a Londres. Quizás en otro momento…


Pedro pensó que tendría que ser por encima de su cadáver. 


Luego, estrechó la mano del distribuidor y se marchó con Paula.


–Ha ido muy bien, ¿verdad? –dijo ella, encantada.


–Hum… –replicó él sombrío.


–¿Tenemos algo que hacer esta tarde?


–No. ¿Por qué lo preguntas?


–Porque me gustaría ver París.


–No me digas que es la primera vez que vienes…


–He estado un par de veces, pero solo en el aeropuerto y en la estación de ferrocarril. Me gustaría que me enseñaras la ciudad; pero si no es posible, me buscaré un guía.


–No te preocupes. Te la enseñaré yo.


–¿En serio? Muchas gracias… –replicó, sonriendo de oreja a oreja.


–Sin embargo, no tendremos tiempo para verlo todo. Si te parece bien, podemos dar un paseo por la zona del Louvre o visitar algunos de los edificios más interesantes


–Tengo una idea… ¿Por qué no nos quedamos un día más?


Pedro pensó que era una idea nefasta, pero la miró a los ojos y se supo perdido al instante.


–Está bien. En ese caso, empezaremos por Notre Dame.


La llevó a la Ile de la Cité, donde estuvieron admirando la preciosa catedral. Tras caminar un buen rato, Pedro pensó que se habían ganado un par de helados y cruzaron el puente hasta la Ile Saint Louis, donde se acercaron a un puesto y le compró un fraise de bois.


–Está buenísimo –dijo ella–. Es el mejor helado que he tomado nunca. Gracias, Pedro.


–De nada –dijo, sonriendo–. Es el mejor de París.


Pedro le ofreció su helado para que lo probara; pero, para su sorpresa, Paula no lamió el helado, sino sus labios.


–Hum. Sabe muy bien.


–Pau… Ten cuidado con lo que haces. Mi paciencia tiene un límite.


Ella sonrió y él la llevó entonces a la torre Eiffel, a sabiendas de que su resistencia se estaba empezando a derrumbar. 


Cuando llegaron, entraron en el ascensor y subieron a lo más alto.


–La vista es preciosa… –dijo ella–. Por cierto, ¿por qué dicen que París es la ciudad de la luz?


–¿La Ville Lumiere? Por la iluminación nocturna. Aquí se enciende antes que en otras ciudades –le explicó.


–Me encantaría ver París de noche. ¿No podríamos cenar en algún lugar con buenas vistas?


–Por supuesto. Pero se está haciendo tarde… Si quieres que cenemos, tendremos que volver al hotel y cambiarnos de ropa.


Tras un paso rápido por el hotel, terminaron en Montmartre. 


Paula se puso un vestido sin mangas, de color frambuesa, con un escote en forma de uve con unos zapatos de tacón alto, del color del vestido, y un collar de perlas negras.


Pedro pensó que estaba sencillamente impresionante.


–Este lugar es una maravilla –dijo ella mientras paseaban por las calles.


–Aquí vivieron muchos de los artistas más famosos del mundo: Picasso, Degas, Matisse, Renoir…


–No me extraña que se quedaran a vivir aquí. ¿Conoces bien la zona?


–Por supuesto. Es mi barrio preferido de París, aunque a veces hay demasiados turistas. Seguro que te suena la Place du Tertre… De día, se llena de artistas callejeros.


–¿Podemos ir mañana?


–Claro que sí.


Pedro la llevó a un restaurante en el que había estado antes. Era bonito y sabía que la comida era buena.


La cena, durante la que compartieron una botella de champán, acabó con el poco control que aún tenía Pedro sobre sus emociones. Al llegar a los postres, ella pidió tarta de chocolate y, después, le ofreció una cucharadita. Pero, para llevársela a la boca, se tuvo que inclinar hacia delante. Y le ofreció una vista perfecta de su escote.


Ya no podía más. Cuando terminaron con los cafés, pagó la cuenta a pesar de las protestas de Paula, que insistió en pagar su parte, y la llevó al exterior. Momentos después, se detuvo bajo una de las farolas, le dio un beso en los labios y dijo:
–Si no quieres que siga adelante, será mejor que lo digas ahora. No me hago responsable de lo que pueda pasar. Estoy a punto de perder el control.


–Me alegro, porque quiero que lo pierdas –replicó ella con apasionamiento–. Quiero que lo pierdas todo, entero.


–Me vuelves loco, Pau… –declaró con voz ronca–. Quiero llevarte a la cama y hacer el amor.


–Entonces, los dos queremos lo mismo.


Sin decir otra palabra, se dirigieron al hotel y entraron en la habitación de Pedro. En cuanto cerraron la puerta, se empezaron a desnudar. Se deseaban demasiado para tomárselo con calma; pero, entre besos y caricias, consiguieron llegar a la cama y tumbarse.


–Hazme el amor, Pedro –le rogó ella.


–¿Ya? –susurró él.


–Sí. Ahora mismo.


Él sacó un preservativo. Estaba tan excitado que sus manos temblaban, y tuvo algún problema para ponérselo. Pero, al final, la penetró con toda la delicadeza que pudo y ella le recompensó con un gemido de placer. A Pedro le encantaba que se entregara a él de un modo tan absoluto, dando todo lo que tenía y exigiendo a cambio lo mismo.


–Je t´aime… (TE AMO)–dijo ella.


Pedro la besó con pasión. Y al cabo de unos minutos, cuando los dos habían llegado al orgasmo, él la abrazó y repitió sus mismas palabras.


–Je t´aime, Pau.


Paula le puso un dedo en los labios.


–No, Pedro, no digas eso. Sé que lo estás pensando, pero no lo digas. Dame al menos esta noche.


Él le besó el dedo.


–Está bien, como quieras. Ahora mismo, ni siquiera puedo pensar.


–Pues no pienses –replicó–. Quédate a dormir conmigo. Quiero despertar entre tus brazos. Solo quiero que me abraces.


–Lo sé, petite.


Él la besó de nuevo y se dirigió al cuarto de baño para quitarse el preservativo. Cuando volvió a la cama, notó que en los ojos de Paula había un destello de temor. Las cosas se habían complicado mucho, pero quiso dejar sus preocupaciones para el día siguiente. De momento, se quedaría con ella y dormiría con ella entre sus brazos.


–No te preocupes, Paula. Tout va s´arranger –declaro con dulzura–. Todo va a salir bien