martes, 22 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 14





Su casa estaba en la mejor zona de Atenas, un poco alejada de las demás mansiones y al final de un largo sendero rodeado de árboles.


Mientras aterrizaban en el helipuerto, Paula se sintió un poco mareada. Aquello era increíble.


La villa contaba con una enorme terraza mirando a la ciudad de Atenas y, en el jardín, una cascada de agua se transformaba en una piscina. Era un oasis de agua rodeado de buganvillas y madreselva.


Paula pensó en su casita en Little Molting. Cuando estaba en la cocina casi podía tocar las cuatro paredes. Aquello era otro mundo.


Sintiéndose un poco intimidada, se agarró al asiento mientras el helicóptero aterrizaba a unos metros de la mansión.


Y cuando cuatro hombres corrieron a abrir la puerta miró a Pedro, perpleja.


—¿Quiénes son?


—Parte de mi equipo de seguridad.


¿Parte?


—¿Hay algo que no me hayas contado?


—En Atenas tengo más cuidado —dijo Pedro, desabrochando su cinturón de seguridad—. El dinero te convierte en objetivo, ya lo sabes. Quiero poder vivir sin tener que estar mirando por encima del hombro a todas horas.


Paula sabía que había creado miles de puestos de trabajo y que apoyaba proyectos benéficos.


Aparentemente, nada de eso libraba a un millonario del peligro.


Mientras lo seguía hasta la puerta de la mansión iba mirando de un lado a otro, asombrada. Sin duda, era la casa más impresionante que había visto nunca.


Y no la había visto nunca porque cuatro años antes pasaban todo el tiempo en Corfú.


Las paredes de cristal le daban un aire muy contemporáneo. 


Los muebles eran sencillos y elegantes, pero la sensación general era de riqueza y privilegio. Nada que ver con sus humildes orígenes.


—No tenemos mucho tiempo —Pedro tomó su mano para subir la escalera—. Te dejo para que te prepares.


—Pero… —Paula habría querido hacerle mil preguntas, pero él ya se alejaba por el pasillo con el teléfono en la mano.


Frustrada, miró alrededor, sintiéndose como una intrusa.


—¿Señorita Chaves? —la llamó una mujer, alta y elegante—. Soy Helen. Si quiere que empecemos…


—Ah, sí, claro.


Paula siguió a la mujer hasta una de las habitaciones de la suite y miró, incrédula, la cantidad de vestidos que habían llevado para que eligiese. Era como si hubiesen abierto una exclusiva tienda para ella sola. Cuatro años antes no había visto esa faceta de la vida de Pedro porque estaban
siempre en la playa y cenaban en la terraza de su villa con la misma ropa que habían llevado durante el día…


Había dos mujeres más en la suite, pero era Helen quien estaba al mando.


—Si quiere empezar por elegir el vestido, podremos decidir el peinado y el maquillaje —dijo la estilista, mirándola con ojo de experta—. Y creo que tengo algo que le quedaría perfecto.


Paula, que seguía preguntándose qué era «perfecto» para una cena de negocios, vio que tomaba uno de los vestidos.


—¿Rosa fucsia?


—Le quedará espectacular. Colores del Mediterráneo —Helen sacó el vestido de la percha—. Sus ojos son del color del mar, su pelo del color de la arena mojada y este vestido… del color de las adelfas. ¿No le gusta?


—Me encanta, pero yo quería tener un aspecto adulto y sofisticado. Tal vez algo negro…


—El negro es para los funerales —la interrumpió Helen—. Me habían dicho que lo de esta noche era una celebración. ¿Por qué no se da un baño y se lo prueba después? Si no le gusta, buscaremos otra cosa.


—¿Una celebración?


El corazón de Paula se volvió loco y, mientras se metía en la bañera llena de espuma perfumada, se preguntó qué iban a celebrar.


Debía ser algo muy importante si Pedro se había molestado tanto.


Y quería que ella estuviera a su lado, de modo que no podía ser sólo una cena de negocios.


Debía ser sobre ellos, pensó, temblando de emoción. 


Durante las últimas semanas no habían hablado del futuro, concentrándose en el presente y en su nueva relación. Y eso era bueno, se dijo a sí misma. Así era como debían hacerlo.


Y, aunque una parte de ella se sintiera decepcionada porque Pedro no había vuelto a mencionar el niño, otra parte lo entendía. Todo aquello era nuevo y él no lidiaba con sus problemas públicamente. Intentaba resolverlos por sí mismo.


Tenía que ser paciente y darle tiempo.


Que la hubiera llevado allí demostraba que los veía como una pareja, que ella era parte de su vida. Paula empezó a jugar con las burbujas. Evidentemente, iban a celebrar algo que aún no había pasado.


¿Iba a pedir su mano?


Intentó imaginar otra razón, pero no se le ocurría ninguna e intentó decidir si diría que sí de inmediato o lo haría esperar.


¿Pero por qué iba a hacerlo esperar? ¿Para qué? Lo amaba, nunca había dejado de amarlo e iba a tener un hijo suyo. No tenía sentido fingir que no quería estar con él.


Emocionada, apenas podía estarse quieta mientras una de las chicas le lavaba el pelo.


—No me atrevo a cortarle el pelo o el jefe me mataría —dijo Helen mientras se lo secaba con un secador de mano—. Y la verdad es que tiene un pelo precioso.


—¿Pedro ha dicho eso?


—«Quiero que deje a todo el mundo boquiabierto», eso fue lo que me dijo. «Pero no le cortes el pelo, tiene un pelo precioso». «Hagas lo que hagas, no se lo cortes o no volverás a trabajar para mí».


Tenía que dejar boquiabierto a alguien, ésa era una prueba de que estaba presentándola ante el mundo como una persona importante en su vida, pensó Paula.


—¿Trabaja para él a menudo?


Sonriendo, Helen tomó su maletín de cosméticos.


—Solía llevarme a Corfú para que peinase a su abuela. Ella quería estar guapa, pero cada vez le costaba más tomar un avión para venir a Atenas, así que me llevaban allí. El señor Alfonso adoraba a su abuela.


—Ah —murmuró Paula, sorprendida porque Pedro apenas mencionaba a su abuela—. No la conocí, pero sé que la villa de Corfú era suya.


Entonces recordó las palabras del médico:
«Recuerdo que venías aquí a ver a tu abuela cuando eras niño. Recuerdo un verano en particular, cuando tenías seis años. No hablaste durante un mes. Habías sufrido un trauma terrible…


Corfú había sido su santuario, pensó mientras Helen le aplicaba el maquillaje. Pero nunca hablaba de ello. ¿Por qué?


—Está guapísima.


—Gracias.


—Ahora, el vestido.


Nina, su ayudante, entró con el vestido en la mano y Paula se lo probó.


—Perfecto. Sólo faltan los zapatos.


Paula hizo una mueca.


—Yo no puedo andar con unos tacones tan altos.


Tengo un problema con los zapatos y los suelos encerados.


—Para eso inventó Dios a los hombres. El señor Alfonso la llevará del brazo —Helen dejó los zapatos en el suelo y Paula se los puso—. Sólo nos faltan las joyas… lleva el cuello desnudo.


—¿Ya estás lista? —Pedro entró en la habitación con el teléfono pegado a la oreja, espectacular con una chaqueta blanca de esmoquin.


Pero al verla, bajó el teléfono.


Y Paula no tenía que mirarse al espejo para saber que Helen había hecho un buen trabajo.


Mirarlo a los ojos era suficiente.


Sintiéndose mejor que nunca, se dio la vuelta para mirarse al espejo y se encontró con una mujer a la que no reconocía. Normalmente, ella vestía de negro por que le parecía el color más seguro, pero no había nada seguro en el rosa fucsia. 


Era valiente, alegre, atrevido.


Y, con ese escote, innegablemente sexy.


Pero no sabía si era buena idea ponerse algo sexy.


Supuestamente, estaban intentando quitarle importancia al elemento sexual en su relación.


Por otro lado, si iban a celebrar lo que ella creía que iban a celebrar, ¿qué mejor manera de hacerlo?


—Estás preciosa —dijo él, haciendo un gesto con la cabeza para que Helen y Nina salieran de la habitación—. Y tengo algo para ti.


El corazón de Paula se aceleró.


—¿Ah, sí?


Pero antes tengo que decirte algo.


Yo también quería decirte una cosa.


«Te quiero. Nunca he dejado de quererte».


Quiero terminar con esta farsa de dormir en habitaciones separadas. Me está volviendo loco, Paula. No puedo concentrarme en el trabajo, no puedo dormir.


—Ah —murmuró ella, sorprendida. Aunque era lógico que Pedro sintiera eso porque era un hombre muy viril—. A mí me pasa lo mismo. Yo también me estoy volviendo loca.


—Quiero que nuestra relación incluya el sexo.


Una relación de verdad, pensó ella.


—Yo también —murmuró, con el corazón acelerado cuando Pedro la tomó por la cintura.


—No puedo evitarlo. Tengo que…


Paula olvidó que tenían que ir a una cena, incluso olvidó que estaba esperando que la pidiese en matrimonio. Sólo estaba concentrada en ese momento.


Al sentir el roce de las manos masculinas en su espalda desnuda buscó sus labios mientras Pedro levantaba el vestido, enardecido.


—Paula…


—Sí, lo sé.


—Espera… no deberíamos —dijo él entonces.


—¿Por qué? Pensé que…


—No, así no. No es esto lo que quiero.


—¿No?


—Más tarde —Pedro dio un paso atrás—. No quiero unos minutos de locura contigo, quiero algo más. 


También ella quería algo más.


Quería un final feliz y cuando Pedro metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, por un segundo pensó que se le había parado el corazón.


—Tengo algo para ti —dijo él, sacando una cajita del bolsillo.


Paula la miró. Era una cajita larga… no de la forma que ella esperaba.


—¿Qué es?


Tal vez no tenían cajitas pequeñas en la joyería o tal vez él había pensado que sería divertido fingir que no era un anillo.


—Es un collar.


No era un anillo, era un collar.


—Te quedará perfecto con ese vestido —Pedro sacó el collar de diamantes de la caja—. Quería hacerte un regalo.


Estaba dándole un regalo, pensó Paula, no un futuro.


Un collar.


No un anillo.


No una proposición de matrimonio.


Al ver los diamantes sintió lo mismo que había sentido cuando cayó al suelo en la villa de Corfú sin aire, sin aliento, apartada de la realidad.


No sabía qué decir, pero tenía que decir algo porque Pedro la miraba, interrogante.


—Pareces sorprendida.


—Lo estoy.


—Los diamantes suelen ejercer ese efecto en la gente.


Paula carraspeó para aclararse la garganta.


—Es muy bonito, gracias —le dijo, como una niña agradeciendo una muñeca porque su estricto padre así lo esperaba.


Dado el valor del regalo, seguramente la respuesta no era muy apropiada, pero no podía hacer otra cosa.


En las últimas horas se había convencido a sí misma de que Pedro iba a pedirle en matrimonio, de que la celebración que había mencionado Helen iba a ser su compromiso. Pero no era eso y sintió que sus ojos se empañaban.


Es precioso… de verdad.


¿Entonces por qué lloras?


Es sólo… —Paula se aclaró la garganta—. Me he quedado sorprendida. No esperaba esto.


—He pensado que podría marcar el inicio de nuestra nueva relación.


—Del sexo, quieres decir.


Este collar no tiene nada que ver con el sexo. ¿Eso es lo que crees?


No, da igual, no te preocupes. Estoy embarazada y las mujeres embarazas suelen… emocionarse por tonterías.


—¿Quieres tumbarte un momento? Me gustaría que vinieras conmigo a la cena, pero si no te encuentras bien…


No le había pedido en matrimonio, pero su relación había tomado un nuevo rumbo, pensó. Estaba siendo poco realista al pensar que todo se iba a arreglar en unas semanas. Haría falta mucho más que eso, ¿no?


Tenía que ser paciente.


No le había pedido que se casara con él, pero las cosas estaban cambiando. Para empezar, decía «nuestra casa», no «mi casa». Había aceptado que no hubiera sexo en la relación y eso demostraba que era capaz de acomodarse a sus deseos. La veía como a una compañera, no como un objeto sexual. Y, sobre todo, cuando decía la palabra «embarazada» no salía corriendo.


Ésa tenía que ser una buena señal.





UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 13




¿Dónde has dicho que vamos esta noche? —Paula estaba tumbada en una hamaca frente a la piscina, tomando limonada sin trocitos de limón e intentando no pensar en sexo.


¿Por qué cuando uno no podía tener algo pensaba en ello sin cesar?


¿Y por qué Pedro, que normalmente lo cuestionaba todo, había aceptado sin discutir que durmieran en habitaciones separadas?


Durante las últimas semanas había compartido con ella cada uno de los pensamientos que pasaban por su cabeza, algunos tan eróticos que era un alivio estar solos en la villa. 


También le había comprado flores, joyas, un libro y un nuevo iPod para reemplazar el que se le había caído en la piscina, pero no la había tocado. Ni una sola vez.


Y ni una sola vez había discutido la decisión de dormir en habitaciones separadas.


—Vamos a Atenas —respondió Pedro, leyendo tranquilamente los mensajes en su BlackBerry, como si no se diera cuenta de que ella estaba a punto de explotar.


No ayudaba nada que se hubiera sentado al borde de su hamaca, tan cerca como podía estarlo, pero sin tocarla. Sin darse cuenta, Paula miró sus poderosos muslos y se le encogió el estómago.


¿Estaría haciéndolo a propósito?, se preguntó.


Intentando disimular, levantó un poco las piernas porque temía que sus muslos pareciesen gordos aplastados contra la hamaca.


Que hubiera pasado tanto tiempo con ella la sorprendía.


Durante las últimas semanas sólo se había marchado en un par de ocasiones para acudir a alguna reunión que no podía mantener por teléfono. Debía ser un sacrificio enorme para él estar allí en lugar de estar en la oficina y era halagador 
que le dedicase tanta atención.


Pero se recordaba a sí misma que debía tener cuidado. 


Cada minuto del día.


Vivir juntos era demasiando intenso. Estar juntos era demasiado intenso, pensó, admirando los músculos de su espalda. De modo que era mejor ir a algún sitio, estar rodeados de gente.


¿Es una cita o algo así?


Más bien una cena de negocios. Pero quiero tenerte a mi lado.


Esas palabras hicieron que Paula se derritiera. La quería a su lado. Estaba incluyéndola en su vida, compartiendo cosas con ella.


La relación estaba progresando, pensó, de modo que había sido buena idea sugerir dormitorios separados. Ojalá no fuese tan difícil. La química entre ellos era eléctrica e incluso sin tocarlo podía sentir la tensión de sus músculos. Y ella experimentaba la misma tensión.


—Esa cena… dime lo que debo decir. No quiero meter la pata.


—No espero que tú cierres el trato. Sencillamente, sé tú misma.


—¿Y qué debo ponerme?


—He pedido que envíen unos vestidos a nuestra casa de Atenas para que puedas elegir.


«Nuestra casa de Atenas».


Paula tragó saliva, permitiendo que una llamita de ilusión se encendiera en su interior. ¿Diría eso si pensara volver a dejarla plantada? No. Hablaba como si fueran una pareja.


—¿Cuánto tiempo vamos a estar en Atenas?


—Sólo esa noche. El piloto vendrá a buscarnos en una hora.


—¿Una hora? —Paula se sentó de un salto—. ¿Tengo una hora para impresionar a un montón de gente?


—Yo soy la única persona a la que debes impresionar. Y supongo que te arreglarás cuando lleguemos a Atenas. No te preocupes, he llamado a alguien que te ayudará.


—¿A quién has llamado, a un cirujano plástico?


—No, no creo que tú necesites un cirujano plástico. He llamado a una estilista y a una peluquera.


—¿Una estilista? ¿No necesito un cirujano plástico pero sí necesito una estilista? —con la confianza hecha añicos, Paula se apartó el pelo de la cara—. ¿Estás diciendo que no te gusta mi estilo?


Pedro suspiró.


—Me encanta tu estilo, pero la mayoría de las mujeres pensarían que tener una estilista y una peluquera a su disposición es estupendo. ¿Me he equivocado? Porque si es así puedo cancelar…


—No, no, no canceles nada. Podría ser… —Paula se encogió de hombros divertido. A lo mejor me dan uno de esos masajes con los que pierdes uno o dos kilos.


—Si hacen eso no volverán a trabajar para mí. ¿Por qué las mujeres se obsesionan tanto con estar delgadas?


Porque los hombres son increíblemente superficiales —respondió ella, levantándose de la hamaca.


—¿Dónde vas?


—A arreglarme un poco.


Puedes arreglarte cuando lleguemos a Atenas.


—Voy a arreglarme antes de arreglarme. No puedo enfrentarme con una estilista con esta pinta.


Pedro se pasó una mano por el pelo.


—Nunca entenderé a las mujeres.


Sigue intentándolo. Tú eres muy listo, seguro que tarde o temprano lo consigues.