martes, 7 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 5








Toda la conversación, rara desde el principio, de pronto tuvo sentido para Pedro. Demasiado sentido.


Apretó la mandíbula. Kane siempre le había caído bien. Le había parecido un hombre inteligente y justo para el que trabajar. Y sabía que tenía una vida social bastante activa. 


Pero hacer algo así...


—¿Estás diciendo que te has acostado con Paula? —preguntó con cuidado.


—¡Demonios, no! —pareció aturdido y luego sinceramente consternado—. Jamás la he tocado —entrecerró los ojos al mirarlo—. Así que si se te pasa por la cabeza tratar de darme un puñetazo, puedes olvidarlo.


Hasta ese momento Pedro no se había dado cuenta de que había adoptado una postura de pelea, con las manos cerradas.


—Diablos —las metió en los bolsillos—. Si no te has acostado con ella, entonces, ¿cómo puede tener tu bebé?


—Quizá no... al menos no estoy seguro... —volvió a acercarse a la ventana—. La cuestión es que una mujer en esta empresa está embarazada de mí. Lo único que intento es averiguar quién —el silencio se extendió. Luego Kane giró y estudió la expresión de Pedro un segundo antes de que una sonrisa apareciera en su boca—.Tampoco me mires de esa manera. No estoy loco... todavía no —ironizó. Volvió a ponerse sombrío—. ¿Recuerdas a mi amigo Bill Jeffers? ¿El que tenía cáncer?


Pedro asintió.


—Cuando Bill averiguó que estaba enfermo —continuó Kane—, decidió ir a la Clínica de Reproducción Lakeside para realizar un depósito de esperma con el fin de asegurarse de que si el tratamiento de radiación lo afectaba de forma adversa, aún pudiera tener hijos. Yo lo acompañé para darle apoyo y un... bueno, donativo supletorio, en caso de que lo necesitara —suspiró y atravesó otra vez la moqueta—. Por fortuna, no fue así. De hecho, se encuentra bien y su mujer está embarazada, por lo medios habituales, he de añadir. Esperan al bebé para junio.


—Me alegro por ellos —indicó con sinceridad—. Pero, ¿eso qué tiene que ver con Paula?


—Nada. O tal vez todo —con gesto cansado se pasó la mano por el pelo oscuro—. Verás, después de que Bill me llamara para decirme que su esposa estaba embarazada, me puse en contacto con la clínica para que me devolviera mi donativo, por decirlo de alguna manera, pero averigüé que llegaba demasiado tarde. Parece que la clínica se equivocó... y mi esperma donado ya había sido empleado por una mujer de esta empresa. Alguien del personal de la clínica vio Kane Haley, S.A., en el impreso del seguro de ella y pensó que estaba solicitando mi esperma.


—Santo cie...


—Exacto —convino Kane con tono sombrío—. Y ahora la clínica se niega a informarme de quién es la mujer, aduciendo el derecho que tiene a mantener la intimidad... sin importarle el derecho que tengo yo a saber quién espera mi bebé. De todos modos, he contratado a un abogado para que llegue al fondo del asunto, pero hasta entonces... bueno, para serte sincero, ha sido un infierno. ¿Te has fijado alguna vez en todas las mujeres que trabajan en esta empresa?


Asintió y permaneció en silencio mientras el otro iba de un lado a otro, esquivando la papelera cada vez que pasaba por el centro del despacho.


—Siempre que una de las mujeres de la empresa gana peso o se vuelve más emotiva —añadió Kane—, o se queja de dolor de estómago... bueno, no puedo evitar preguntarme...


—... si es ella —finalizó Pedro. Observó la cara demacrada de Kane y movió la cabeza. Una situación como esa sería dura para cualquiera, pero debía ser especialmente complicada para alguien como Kane, que se tomaba muy en serio sus responsabilidades. Aunque fuera la de un niño que no había planeado tener. Pero dudaba de que llegara a tener mucho éxito en su investigación—. Lo más probable es que nunca te enteres si ella no lo desea. Y aunque lo averigües, quizá no reciba de buen grado tu injerencia... en particular si está casada.


—¿Y si no lo está? ¿Y si va a intentar criar al bebé, mi bebé, sola y necesita ayuda? ¿O la necesita el bebé? No puedo olvidarlo y fingir que no existe.


Pedro no sabía qué decirle a eso, pero podía tranquilizar la mente de su jefe en un punto. Apostaría lo que fuera, incluido su Porsche, que su secretaria no era la mujer que esperaba tener su hijo.


—No es Paula —soltó sin rodeos.


—¿Cómo lo sabes? —Kane giró—. A menos... —lo miró a los ojos—. ¿Estás saliendo con ella?


—No, claro que no —lo sorprendió la pregunta—. Es una chica agradable, pero no el tipo de mujer con el que yo me relacionaría.


—Te muestras muy protector con ella —insistió con ciertas dudas.


—No lo soy... al menos no en el plano personal —se sintió algo irritado. Se preguntó si un hombre no podía mostrarse preocupado por una mujer sin que la gente sacara la impresión equivocada. Al parecer no, ya que Kane seguía escéptico, por lo que le explicó—: Es que su madre murió poco después de que empezara a trabajar aquí... y nunca antes ha vivido sola. Y Paula es bastante ingenua y dulce. Además —añadió con renovado vigor—, por el simple hecho de que ponga objeción a que un hombre mayor y experimentado se aproveche de una mujer sencilla y más joven no significa... ¿Qué? —exigió al ver la sonrisa en la cara de Kane—. ¿He dicho algo gracioso?


—En absoluto —repuso sin molestarse en ocultar su diversión—. Pero debes reconocer que viniendo eso de ti...


—¿Qué quieres decir? —frunció el ceño—. Las mujeres con las que me relaciono saben exactamente a qué atenerse —siempre se cercioraba de eso. Bajo ningún concepto quería que surgiera un malentendido.


—Si no estás relacionado con Paula, entonces, ¿cómo puedes estar seguro de que no se encuentra embarazada? —preguntó otra vez serio.


—Porque Paula no es el tipo de mujer que intentaría hacerlo sola... criar a un bebé sin padre —respondió con certeza—. Diablos, Kane, he trabajado con ella casi a diario en los últimos tres años. Es muy tradicional. Si quisiera un bebé, primero se casaría.


—¿Estás seguro?


—Estoy seguro de que no recurriría a un banco de esperma. Creció sin padre. En una ocasión hablamos de lo difícil que puede ser eso para el niño —al menos eso había dicho ella. 


Al recordar los padrastros de mano dura con los que había vivido después de que su propia madre muriera cuando él tenía doce años, Pedro no había estado tan convencido.


Pero al parecer la firmeza de su tono había convencido a Kane de que Paula no era la mujer que andaba buscando.


—Entonces organizaremos otra reunión para hablar de la adquisición —indicó—. ¿Cuándo volverá tu secretaria?


—Con toda probabilidad el lunes. Por lo que he oído, este virus no dura mucho —explicó adrede, queriendo recalcar que Paula no era la mujer que buscaba su jefe.


Kane lo estudió con expresión inescrutable.


—¿Estás seguro...?


—Sí.


Con un gesto final de asentimiento, Kane se marchó del despacho y cerró la puerta a su espalda.


Pedro fue a sentarse detrás de su escritorio. Se reclinó en el sillón y clavó la vista en la puerta cerrada mientras lo embargaba una profunda simpatía por Kane... y agradecimiento por no estar en su lugar. Se preguntó qué pensaría hacer si alguna vez encontraba a la mujer y descubría que esta necesitaba ayuda. No estaría tan loco de casarse con ella.


Desde luego, él no pensaba dejarse atrapar por una bala perdida, como le había sucedido a Kane. Frunció el ceño al considerar el asunto. ¿Cómo había podido cometer un error la clínica? ¿Y si alguna mujer se había enterado de la «contribución» hecha por Kane y solicitado su esperma adrede? Después de todo, Kane era un hombre rico y poderoso, y hacía siglos que las mujeres empleaban el embarazo para obligar a los hombres a casarse.


En ese caso, Paula quedaba completamente descartada. No sabía si había convencido del todo a Kane, pero él no albergaba ninguna duda. La conocía... demonios, la conocía mejor que nadie. Habían hablado bastante con el paso de los años; aparte de jefe y secretaria, eran buenos amigos. 


Ella jamás haría algo así. No era su estilo perseguir a un hombre. Paula nunca trataría de obligar a un hombre a casarse.


Apoyó los pies sobre el escritorio. Como le había dicho a Kane, si ni siquiera salía con hombres. Siempre que le había pedido que se quedara a trabajar hasta tarde, no se había quejado. Además, últimamente habían estado tan ocupados que no dispondría de tiempo para conocer a un hombre aunque lo quisiera.


Frunció el ceño y bajó los pies para erguirse otra vez... Al parecer si había conocido a uno. Ese tal Jay Leonardo, su vecino.


Descartó la idea. Que se ofreciera a llevarla al trabajo no significaba que hubiera salido con él. De ser así, seguro que se lo habría mencionado.


Buscó algo que hacer, y vio la mesa limpia salvo por el bloc de notas de Paula. Lo acercó para arrancar una hoja, hacer una bola y lanzar a canasta. Pero cuando giró el cuaderno, comprendió que había una especie de lista. No era raro, ya que Paula era aficionada a ellas. En más de una ocasión la había visto tachar las cosas que ya había reunido, con gran satisfacción en la cara a medida que tachaba.


Con su caligrafía pequeña y comprimida, había escrito: Llevar regalos al albergue de mujeres. Junto a eso había dibujado cajas de regalos, cada una adornada con un complejo lazo.


Luego iba Comprar adornos para la fiesta de Navidad de la empresa, rodeado de bolas que consideró que serían los adornos..


El tercer punto no parecía tener mucho sentido. No olvidar... entrecerró los ojos para intentar descifrar las dos últimas palabras... sin mucho éxito.


El dibujo que tenía al lado resultaba igual de confuso, así que bajó la vista al punto número cuatro. Comprar un regalo especial para Jay. Contempló el rostro sonriente que había junto a las palabras y su diversión se desvaneció. Así que le compraba regalos a ese tipo. Puso cara pensativa. 


Entonces lo más probable era que estuviera saliendo con él.


Los ojos se le pusieron como rendijas al leer el último punto, el que había anotado antes de que se pusieran a jugar al baloncesto. Comprar regalos para las mujeres de Pedro.


«¿Qué quiere dar a entender con eso?», pensó, irritado por el modo de plasmarlo. No eran «sus» mujeres... no específicamente, en todo caso. ¿Por quién lo tomaba Paula? ¿Por una especie de jeque? Quizá le gustara salir al campo a jugar, pero no era tan estúpido como para colocar a demasiadas jugadoras en el juego. Las tres mujeres no eran más que amigas. Al menos hasta ese momento.


¿Y qué era lo que había dibujado al lado? ¿A un vaquero con un lazo? ¿Un Papá Noel con un látigo? Se puso rígido al observar que el Papá Noel tenía cuernos. Maldición, había dibujado a un diablo, con el rabo enroscado por delante para terminar en un sitio donde no debía haber ningún rabo.


Se echó para atrás un poco aturdido, incapaz de apartar los ojos de la figura ofensiva que había en el margen. Muy bien, era posible que la hubiera forzado a comprar los regalos para las mujeres, pero eso no lo convertía en un Satanás. 


Jamás habría creído que Paula dibujaría algo tan gráfico.


Volvió a posar la vista en el punto número tres. Las dos palabras indescifrables comenzaban con una B y... ¡Sí! El dibujo que tenían al lado era un biberón. ¡Ya lo tenía! No olvidar los biberones de Barbie. ¿Qué...? Seguía sin tener sentido.


Estudió las palabras. De pronto el estómago le dio un vuelco, como si la gripe que rondaba por la oficina lo hubiera atacado con toda su fuerza. No ponía Barbie, sino... bebé. 


Apretó la mandíbula al volver a leer la oración.


No olvidar los biberones de bebés.






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 4





Pedro aún se reía para sus adentros mientras marchaba por el pasillo en dirección a su despacho. Jamás había visto a Paula tan agitada. Y todo por un sujetador. ¿Es que creía que nunca había visto uno?


Sin embargo, se olvidó del recato de Paula en cuanto entró en el despacho para descubrir que el presidente de la firma lo esperaba. Kane Haley estaba sentado en el borde del escritorio de Pedro, con los hombros anchos encorvados mientras miraba ceñudo un papel que sostenía en la mano.


Pedro se quitó el abrigo y lo colgó detrás de la puerta, luego fue a saludar al otro hombre.


—Kane... ¿hace mucho que esperas? ¿No recibiste mi mensaje?


—Por eso te esperaba —respondió su jefe, incorporándose—. ¿Cómo está Paula?


—¿Paula? —se encogió de hombros, un poco sorprendido por la pregunta—. Enferma, como te dije.


Kane bajó la vista otra vez al papel y Pedro comprendió que lo que sostenía en la mano era el mensaje que él le había dejado.


—Aquí pones —indicó Kane—, que le dolía el estómago.


—Sí —se preguntó si creería que Paula había mentido para irse temprano a casa—. No fingía, si eso es lo que crees.


—No —soltó el trozo de papel sobre la mesa. Se dirigió hacia la ventana, esquivando la papelera que aún seguía en el centro de la estancia, y guardó silencio largo rato. Luego respiró hondo y se volvió para mirar a Pedro a los ojos—. Lo que creo —añadió despacio—, es que Paula podría estar embarazada.


EMBARAZADA? —lo miró incrédulo. ¿Paula? ¿Paula... embarazada?—. ¿De dónde has sacado semejante idea?


—En tu nota decías que le dolía el estómago.


—Sí, y...


—¿Ha estado muy cansada? ¿Fatigada por las mañanas? ¿Con cambios en su estado de ánimo?


Pedro reflexionó y sintió un nudo en el pecho. Últimamente la había visto más seria y distraída. Incluso lánguida en ocasiones.


—Sí, pero lo más probable es que haya pillado la gripe.


—¿Parecía tener algún otro síntoma de gripe? —Kane frunció el ceño—. ¿Dolor de cabeza? ¿Fiebre?


Pedro recordó lo frías que había tenido las manos y la palidez de sus mejillas... antes de ruborizarse furiosamente, desde luego. Al pensar en ello, no había dado la impresión de mostrar más síntomas. ¿Podría estar...?


Ridículo. ¿En qué diablos pensaba?


—Bajo ningún concepto eso significa que esté embarazada —exasperado consigo mismo al igual que con Kane por considerar esa idea, soltó una risa fugaz—. Paula ni siquiera está saliendo con alguien. ¿Quién se supone que es el padre de ese supuesto niño?


—Yo.






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 3





CUANDO unos minutos después Paula salió del aseo de señoras, se sentía mucho mejor. Se había refrescado la cara con agua fría, limpiado la boca y estaba segura de que podría terminar el día. Pero entonces vio a Pedro apoyado en la pared con el abrigo negro puesto. Sobre un brazo sostenía el abrigo y la bufanda marrones de ella, y en la otra mano el bolso.


Se irguió al verla.


—Muy bien, vámonos —indicó antes de que ella pudiera hablar—. Estás enferma y te llevo a casa.


—No estoy enferma —contradijo, y de forma automática alargó la mano hacia su bolso.


Él se lo entregó y la ayudó a ponerse el abrigo. Luego la tomó con firmeza del brazo y la guió por el pasillo en dirección a los ascensores.


Pedro... ¡aguarda! Ya estoy mejor —le dijo tratando de plantarse.


—Me alegra oírlo —respondió, pero no dejó de andar.


Cuando llegaron a los ascensores, siguió sin darle oportunidad de discutir, ya que la introdujo en uno antes de que a Paula se le ocurriera un modo de convencerlo de que estaba bien.


Las puertas se cerraron y él la miró.


—Estás blanca como un fantasma,Paula —soslayó las protestas que opuso y le pasó la bufanda por el cuello—. Te llevo a casa. No quiero que conduzcas.


—¡No hace falta! —se bajó los bordes de lana de la boca—. El señor Haley...


—Lo entenderá. Le dejé un mensaje en el que le explicaba que no te sentías bien. Como es viernes, dispondrás de todo el fin de semana para descansar.


Paula abrió la boca para volver a protestar, pero la cerró al mirar la cara de Pedro. El tono sonaba amable, pero la expresión en los ojos le indicaba que hablaba en serio.


Suspiró y decidió volver a intentarlo.


—Puedo tomar un taxi. O el autobús. O quizá Jay pueda llevarme.


—¿Quién es Jay? —la miró con las cejas enarcadas.


—Jay Leonardo, me trajo esta mañana. Vive al lado de mi casa.


—¿Qué le pasa a tu coche? —preguntó mientras el ascensor se detenía en la planta catorce. Las puertas se abrieron para dar entrada a otro pasajero.


—No estoy segura —informó Paula—. Tardó en arrancar y Jay se ofreció...


—Vaya, hola, Pedro —interrumpió una voz sensual.


Paula alzó la vista. De pie ante las puertas abiertas había una rubia que miraba a Pedro con expresión encantada.


Él esbozó una sonrisa.


—Hola, Nancy —saludó.


La rubia entró en el ascensor y de inmediato se pegó a él. 


«Como una serpiente», decidió Paula. «Con bastante busto».


Cuando las puertas se cerraron, clavó la vista al frente. 


Trataba de evitar mirar en los espejos que los rodeaban. Al final bajó la vista a sus uñas sin pintar, hasta que no le quedó más remedio que ceder. Miró los reflejos en el espejo y pensó que era como si fuera invisible.


Pedro se hallaba a su lado, pero no la miraba. Toda su atención se centraba en la mujer que tenía del otro lado... y la de la rubia estaba clavada exclusivamente en él.


Ninguno de los dos casos la sorprendió. La mujer estaba preciosa en su caro y ceñido traje azul. Unos tacones de aspecto frágil exhibían sus diminutos pies y del brazo llevaba una piel. Esbelta, sofisticada, tenía por lo menos diez años más que los veinticuatro de Paula e irradiaba la seguridad que sin duda le habían dado esos años. Y en cuanto a Pedro...


Paula lo estudió. Le sonrió brevemente a la recién llegada y los dientes perfectos le brillaron. Unas arrugas seductoras se formaron en sus enjutas mejillas... También él estaba... bien.


Apartó la vista para clavarla en su propia imagen. Con su aburrido abrigo de paño, la bufanda a rayas y los cómodos zapatos bajos, parecía un tocón. Un tocón peludo y marrón.


—¿Qué haces por aquí? —le preguntaba Pedro a Nancy.


—Tenía una cita con mi contable en la planta catorce y pensé en pasar por tu despacho para preguntarte si querías que comiéramos juntos. Hace un tiempo que no sé nada de ti —murmuró con tono reprobatorio y párpados entornados.


«Mal jugado», pensó Paula. Pedro no animaba a sus citas a visitarlo en el despacho. En una ocasión le había explicado que eso las volvía territoriales. Como si fuera la señal, la expresión de sus ojos se enfrió. Pero respondió con tono amable:
—Sí. He estado bastante ocupado.


—Aún tienes mi número, ¿verdad? —insistió la rubia. Le tocó levemente el brazo.


—Lo tengo en la memoria del teléfono —le aseguró. 


Paula trató de convertir el súbito bufido en algo parecido a una tos.


—Lo siento —se disculpó cuando ambos la miraron por el espejo.


Los ojos de Pedro permanecieron sobre ella.


—Te presento a mi secretaria —anunció de repente, como si acabara de recordar que también ella iba en el ascensor. Rodeó los hombros de Paula con un brazo y la giró hacia ellos—. Creo que has hablado con ella por teléfono. Paula, Nancy. Nancy... Paula.


Paula extendió educadamente la mano. La rubia la había estrechado con renuencia cuando Pedro añadió:
—Me temo que hoy no voy a poder comer contigo. Me llevo a Paula a casa. Ha estado enferma... vomitando y todo eso.


Paula se ruborizó y la otra mujer apartó la mano. Nancy dio un paso atrás, miró hacia los lados como si buscara una salida y luego tocó el panel de botones.


El ascensor se detuvo en seco.


—He de... ah, bajar aquí —la rubia esquivó a Paula—. Nos vemos, Pedro. ¡Llámame! —dijo antes de desaparecer por el pasillo.


Pedro apretó un botón y las puertas volvieron a cerrarse. 


Paula miró con ojos centelleantes la expresión de inocencia de él en el espejo.


—Te agradecería que no me usaras como repelente de rubias —dijo con tono helado.


—¿Crees que haría algo así? —preguntó con mirada risueña y voz seria.


—¡Sí! —irritada por su actitud, se volvió hacia los botones—. Y tengo mejores cosas que hacer que tontear, así que si no te importa, me gustaría regresar a la oficina y...


Le tomó la mano antes de que pudiera apretar el botón justo en el momento en que el ascensor volvía a detenerse. Las puertas se abrieron en la planta baja. Pedro se aferró a su brazo. La hizo marchar por el vestíbulo y por la salida al frío aire de diciembre.


Las bocinas y el tráfico rugieron en la calle. Pedro se detuvo un momento para subirle la bufanda alrededor de los oídos, y le apartó las manos cuando ella trató de detenerlo. Luego, satisfecho con sus esfuerzos para mantenerla abrigada, la tomó otra vez del brazo para conducirla hacia el aparcamiento.


A Paula le resbalaban los pies sobre el pavimento helado. El apretón de Pedro se acentuó para equilibrarla.


—Deberías haberte puesto botas —murmuró él.


—¡No me diste la oportunidad! Las tengo debajo de mi escritorio —era típico de Pedro culparla cuando la precipitación había sido suya.


Le tomó la mano al verla resbalar otra vez y le pasó el brazo por la cintura. Casi cargó con ella por la acera helada.


—¿Y qué me dices de tus guantes? —enarcó las cejas y le apretó las dedos fríos para recalcar la pregunta—. ¿También están en tu escritorio?


Paula apretó los labios. Él sabía que no era así; aquella mañana la había reprendido por no llevarlos. Decidió no responderle y concentrarse en intentar mantener el equilibrio.


Al llegar al lustroso coche negro, trató de decirle otra vez que podía ir a casa sin su ayuda, pero él no le hizo caso y le abrió la puerta para meterla dentro con gentileza y firmeza.


Paula cruzó los brazos y observó cómo la ciudad pasaba por delante de la ventanilla. Cuando Pedro metió un CD en el reproductor del coche, lo miró de reojo. Una canción rock salió de los altavoces, mientras él seguía el ritmo con los dedos sobre el volante.


Sabía que no tenía que indicarle cómo llegar al apartamento. 


Después de todo, era Pedro quien se lo había encontrado. 


Poco después de convertirse en su secretaria, había condenado el primer apartamento de Paula, sin verlo, por considerar que se hallaba en una zona «peligrosa». Luego le había recomendado el apartamento que ocupaba en ese momento. Pedro había crecido en la ciudad y conocía Chicago. El alquiler del edificio de estilo victoriano rehabilitado era un poco superior a lo que quería pagar, pero después de escuchar durante una semana sus historias de terror acerca del barrio donde estaba situado su primer apartamento, terminó por aceptar sin rechistar.


Suspiró aliviada cuando se detuvieron delante del edificio. Él ya podría regresar al trabajo. Antes de abrir la puerta, lo miró.


—Te agradezco...


—No te muevas —ordenó al apagar el motor—. Te acompañaré.


La casa había sido dividida en cuatro apartamentos; el de Paula era uno de los dos que ocupaban la segunda planta. 


Mientras subían la escalera exterior que se había añadido para brindar una entrada independiente, se preguntó si lo había ordenado antes de salir aquella mañana. Consternada, pensó que lo más probable era que estuviera hecho un desastre. No se había sentido muy bien al levantarse, tampoco la noche anterior.


Se detuvo en el rellano con la llave en la mano, con la esperanza de que Pedro la despidiera allí.


—Gracias por...


—Dámelas —interrumpió, quitándole la llave. En menos de cinco segundos abrió la puerta y entró detrás de ella.


Paula inspeccionó el apartamento mientras trataba de quitarse el torniquete de la bufanda que Pedro le había enrollado al cuello. El salón tenía un diseño abierto con la cocina. Decidió que no estaba tan mal. Había dejado un par de puertas de armario abiertas y los platos del desayuno en el fregadero, pero nada importante.


Aliviada, miró a Pedro para tratar de darle otra vez las gracias y lo sorprendió con la vista clavada en la ropa limpia que tenía doblada sobre una silla. Justo encima estaba el sujetador de algodón blanco.


Un rubor encendido invadió su rostro. Se dirigió hacia la silla con la intención de meterlo debajo del resto de ropa. Pero justo cuando lo tomaba, Pedro volvió a hablar.


—¿Dónde está el termostato? —preguntó entrando en el salón—. En el pasillo, ¿verdad? Calentemos el apartamento.


Desapareció por el pasillo y Paula lo siguió a la carrera. Lo alcanzó frente al termostato situado al lado de la puerta del dormitorio... abierta. Gimió al mirar dentro. La cama estaba deshecha, el camisón de franela sobre las sábanas y la ropa interior en el suelo.


Cerró de golpe para bloquear la visión de Pedro. Él no pareció darse cuenta. Ajustó el termostato a su satisfacción y se volvió para regresar al salón. Paula lo siguió, aliviada de que al fin fuera a marcharse.


Al llegar al diminuto recibidor, logró decir:
—Gracias por traerme a casa.


—De nada —respondió con tono igual de solemne—. ¿Quieres ir a la cama?


Ella se quedó boquiabierta y lo miró sobresaltada.


—¡No! Quiero decir, sí... haré justo eso... en cuanto te vayas —instintivamente se llevó las manos a las mejillas para cubrirse el rubor por haber malinterpretado su pregunta, pero de inmediato las bajó al darse cuenta de que en una de ellas aún sostenía el sujetador. Se lo llevó a la espalda y cerró los ojos abochornada. Pedro no iba a parar de burlarse de ella, algo que en circunstancias normales ya le gustaba, y el cielo sabía que acababa de darle un montón de municiones. Alzó los párpados y lo miró aterrada, a la espera de que comenzara de inmediato.


Pero no lo hizo. Quizá por la aprensión en su cara o porque se apiadara de ella debido a que considerara que tenía la gripe.


Fueran cuales fueren sus motivos, simplemente dijo:
—Bueno, me marcho, así que ve a meterte en la cama —alargó la mano al picaporte y se detuvo. La miró, le alzó el mentón y la obligó a mirarlo—. Y si todavía estás enferma, olvídate de ir al trabajo el lunes. Es una orden, Paula.


La soltó y se fue. Paula echó el cerrojo y aliviada se hundió contra la puerta; la piel le hormigueaba por el contacto de él.