sábado, 25 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 25





Paula caminaba descalza por el jardín trasero, mojándose los pies con el rocío nocturno. No soportaba estar encerrada en casa. Pedro llevaba ausente cinco días, el tiempo máximo permitido, según Canton. Después de aquella noche estarían quebrantando las reglas del testamento. Pedro no se había puesto en contacto con ella, de modo que no sabía si pensaba volver a casa por la mañana.


¿Cómo podía estar tan desesperada como para haberle entregado su corazón a un hombre que le había dicho a las claras que no se quedaría con ella?


Algo la hizo dirigirse al estudio de Pedro, como si estar allí la hiciera sentirse cerca de él. La puerta estaba cerrada, pero la llave colgaba junto a las otras en el vestíbulo. Tenía que entrar. La puerta se abrió fácilmente bajo sus temblorosos dedos.


Alargó la mano buscando el interruptor, pero recordó que había una lámpara en la mesa junto a la puerta. La luz reveló aquel lugar de trabajo tan preciado para Pedro.


Si fuera su madre lo destrozaría todo con el mazo. Había presenciado muchos ataques de ira antes del divorcio de sus padres. Su madre llegó a rayar con la llave el nuevo coche de su padre. Pero Paula no era así. Lo suyo no era la destrucción, sino la culpa. Se había pasado mucho tiempo echándose la culpa por todo.


La culpa por el accidente de Lily. La culpa por no impedir su derrame cerebral. La culpa por no poder apartar a su madre de la vida tan dañina que había elegido.


Culpa por todo y al mismo tiempo por nada. La culpa nacía en su interior, aunque a veces los sucesos externos la avivaban. Como el derrame de Lily. Paula sabía que no habría podido evitarlo, pero desde entonces había intentado compensarlo como fuera.


Para distraerse de sus pensamientos se acercó a los estantes y observó los progresos en las piezas de mármol que había visto en su última visita. A pesar de lo cerca que había creído estar de Pedro los últimos meses, él nunca la había invitado a su estudio. Ella solo había entrado por su cuenta una vez. Le parecía demasiado atrevido por su parte invadir el espacio más íntimo de Pedro, su refugio y fuente de paz y sosiego.


¿Podría ser que Pedro no quisiera mostrarle aquella parte de él? Al fin y al cabo, las veces en que había confiado en ella habían sido en la intimidad. Tal vez nunca había tenido intención de ir más allá del sexo.


Vagó distraídamente por la habitación, pasando el dedo por las herramientas y esculturas a medio acabar, hasta la última estatua. Estaba en un rincón y costaba verla con tan poca luz. La última vez que estuvo allí, el bloque de piedra negra con vetas doradas solo presentaba un tosco cincelado en la parte superior y en los bordes. Mucho había cambiado desde entonces, porque desde la base rocosa se erguía la silueta de una mujer. Y esa mujer era ella. Paula. Su misma barbilla, su mismo pelo y una expresión amable y serena que no logró reconocer.


Con dedos temblorosos acarició el contorno del rostro, sorprendida por la suavidad de la piedra y la textura del cabello, cuyas líneas y ondulaciones le conferían una sensación de movimiento.


¿Por qué Pedro la había esculpido a ella, precisamente a ella, en aquella increíble obra de arte? ¿Qué podía encontrar tan fascinante en ella que lo había esculpido en piedra?


Unas pisadas en el porche la sobresaltaron. Se giró y miró ansiosa hacia la puerta, esperando ver entrar a Pedro. ¿Ya había vuelto? ¿Se pondría furioso al encontrarla allí?


Las pisadas recorrieron la tarima y se detuvieron, dando la impresión de que quienquiera que fuese había rodeado la casa. Paula se acercó rápidamente a la ventana y miró desde un lado sin dejarse ver. Unos jóvenes corrían en dirección al sendero que conducía a la fábrica. Dos de ellos se detuvieron y se pusieron a hablar entre ellos, permitiendo a Paula ver sus rostros. A uno no lo conocía personalmente, pero lo había visto por el pueblo. El otro era Raúl, uno de los jardineros que trabajaba a media jornada en Alfonso Manor.


Paula los observó con extrañeza, hasta que saltaron la valla y se perdieron de vista en el bosque. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que estaba sola en la casa con aquellos hombres merodeando por el jardín. Conocía a Raúl desde hacía un año y, si bien no era el más simpático de los empleados, nunca se había mostrado grosero ni indolente. 


Aun así, había algo en ellos que la inquietaba.


¿Debería esperar un poco antes de salir? ¿O salir ya y arriesgarse a que la vieran? ¿Y si la estaban vigilando desde el bosque?


Decidió correr el riesgo y se giró hacia la puerta. 


Seguramente podría volver a la casa sin que nadie la viera.


Estaba a pocos pasos de la puerta cuando vio el humo. Al principio no entendió lo que significaban los hilillos grisáceos que salían bajo la puerta, pero de repente lo comprendió y se quedó aturdida y paralizada por el pánico. Aquellos hombres habían prendido fuego a la cabaña. Con ella dentro. No sabía el alcance de las llamas, pero tenía que salir de allí. Miró la única ventana trasera que no estaba bloqueada por el aire acondicionado. Era pequeña y estaba a bastante altura del suelo, como el ventanuco de un sótano. 


Aunque pudiera abrirla no creía que pudiera pasar por el hueco.


El humo se hacía más denso y abundante por momentos, acuciándola a actuar sin demora. Avanzó de nuevo hacia la puerta. Tal vez no fuera la mejor opción, pero era la única salida posible. Tocó la manija metálica para comprobar la temperatura. Estaba caliente, pero aún se podía agarrar sin quemarse.


Con el corazón desbocado y los ojos lagrimosos por el humo, respiró profundamente y giró la manija. Usando la puerta como protección, la abrió con mucho cuidado.


Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error fatal. La puerta dio un fuerte vaivén y la golpeó, tirándola al suelo. Un terrible dolor estalló en su cabeza. Intentó levantarse, pero el cuerpo no le respondía y sentía que algo le chorreaba por la frente.


Por la puerta abierta vio el fuego consumiendo el porche. 


Las llamas avanzaban inexorablemente hacia el interior.


La visión se le empañaba y las náuseas le revolvían las entrañas. Cerró los ojos e intentó pensar. Tenía que salir de allí y no podía moverse.








CHANTAJE: CAPITULO 24





Paula durmió feliz y segura, sabiendo que Pedro estaba junto a ella. Pero su plácido sueño se vio bruscamente interrumpido por una llamada telefónica antes del amanecer.


Se despertó y la sensación de euforia empezó a desvanecerse mientras Pedro respondía.


–¿Sí?


Era increíble la reacción que le provocaba aquella voz grave y varonil.


–¿Qué ha pasado?


A Paula le pareció oír una voz femenina y agitada. ¿La ayudante de Pedro en Nueva York?


–¿Ha habido daños? –Paula se incorporó–. ¿Cuántos cuadros se han perdido? –escuchó la respuesta de su ayudante y Paula sintió que la ansiedad le oprimía el pecho. 


¿Qué haría Pedro? Su inquietud era egoísta, pero ¿y si él se marchaba y no volvía?


Pedro terminó la conversación, dejó el móvil en la mesilla y se giró.


–Siento haberte despertado.


–No pasa nada –se cubrió con la colcha, deseando no estar desnuda–. ¿Qué ocurre?


–Ha reventado una cañería en el almacén. Trisha ha avisado a tiempo a los bomberos, pero se han producido varios daños y voy a tener que ir allí.


A Paula se le secó la garganta.


–¿Por qué? –su miedo era irracional, pero no podía reprimirlo–. ¿No te ha dicho ella que ya está todo bajo control?


–¿Me crees capaz de desentenderme de mis problemas?


La idea de que se marchara la llenaba de pavor.


–Voy a darme una ducha y a hacer el equipaje –dijo él mientras sacaba ropa limpia del cajón–. Julian me llevará al aeropuerto.


–¿Pero y la fábrica? –se levantó y agarró una bata para cubrirse.


–Julian se está poniendo al día con la fábrica. Puede hacerse cargo inmediatamente –su tono sugería que lo irritaban las preguntas, pero ella no podía contenerse y dio un paso hacia él.


–¿No crees que deberías hablarlo antes con Canton?


–No –respondió fríamente–. No tengo que pedirle permiso a nadie. Ese negocio es mi vida y no voy a perderlo por culpa del estúpido juego que se inventó mi abuelo, ¿entiendes?


–¿Aun si los demás salen perjudicados?


Pedro se acercó, mirándola fijamente.


–¿Insinúas que no cumplo con mi parte del trato?


–¿Insinúas que lo que ha pasado es solo un trato? –replicó ella, señalando la cama.


La expresión de Pedro se endureció al instante.


–Me voy –aquellas dos palabras terminaron de hundir a Paula, quien bajó la vista al suelo. Había permitido que sus inseguridades ahuyentaran a Pedro.


–Muy bien.


Permanecieron en silencio un largo rato, pero ella se negó a mirarlo. No quería que Pedro viera su desolación.


–Voy a ducharme –murmuró él, y se metió en el baño.


Una hora después Paula estaba sentada junto al lecho de Lily, obligándose a leerle en voz alta a su amiga cuando lo único que quería era echarse a llorar. El equipaje de Pedro estaba listo y Nolen lo bajaba por las escaleras. 


Paula intentó ignorar los ruidos, pero entonces vio a Pedro en el pasillo y bajó rápidamente la vista al libro.


Él entró en la habitación y se acercó en silencio a los pies de la cama.


–Me voy. Te llamaré lo antes posible para decirte cuándo vuelvo.


Ella asintió, empleando toda su fuerza de voluntad para mantener una expresión impasible. Había sido ella la que lo había fastidiado todo al pretender algo imposible. Pero aquello le confirmaba que las personas y las relaciones estaban fuera de su alcance.


–¿Entiendes lo que digo, Paula?


–Claro –respondió ella con un nudo en la garganta.


–Mírame –le ordenó sin levantar la voz.
Ella respiró hondo y obedeció. Sé que el pueblo y Lily me necesitan –se detuvo para tomar aire–. Volveré. Te lo prometo.


Ella abrió la boca y tomó aire para pronunciar las palabras «te quiero». Pero sabía que él no querría oírlas.


–Lily también dijo que volvería.


–¿De qué estás hablando? Sé muy bien que el accidente de mi madre fue culpa mía y que mi orgullo me impidió verla todos estos años. No necesito que me recuerdes mis responsabilidades.


Ella levantó la cabeza.


–No quería decir eso.


–¿Entonces, qué? Porque no voy a quedarme aquí por un sentimiento de culpa.


–En ese caso deberías marcharte.


Pedro asintió secamente y se marchó, dejándola atrás. Igual que había hecho todo el mundo en su vida.







CHANTAJE: CAPITULO 23





–¿Vienes? –le preguntó Pedro a Paula al bajar de la camioneta.


Acababan de volver de la feria del condado, una celebración muy popular en el pueblo a la que también habían acudido Julian y Luciano. Pasaron una velada muy divertida y agradable, pero de regreso a casa Paula se mantuvo callada durante todo el trayecto. Sus silencios eran cada vez más frecuentes y él había aprendido a darle tiempo para pensar. 


Incluso había dado un largo rodeo para volver a Alfonso Manor. La noche los envolvía con un manto de niebla y una fresca brisa soplaba por las ventanillas abiertas. Hacía mucho que no se sentía tan cómodo con alguien, envuelto por una deliciosa intimidad que ojalá no acabase nunca.


Y allí estaban, mirándose el uno al otro a través de la ventanilla abierta de la camioneta. Luciano, Julian y Maria habían regresado mucho antes a la casa, que estaba en silencio y a oscuras. Pedro quería levantar a Paula en brazos y llevarla al dormitorio, pero algo se lo impedía. Tenía la sensación de que habían pasado a otro nivel y que él debía volver a pedirle permiso antes de intimar.


–No estoy segura –respondió ella, mirándolo en la oscuridad como si buscara algo–. Pedro


Pedro se le formó un nudo en la garganta.


–¿Qué?


–Tengo miedo.


–Lo sé. Soy un riesgo para ti, pero en la vida hay que correr riesgos y superar los miedos. Depende de ti cómo hacerlo.


Se alejó para no influir en su decisión. El césped y las azaleas estaban impregnados de rocío. Al acercarse al sauce llorón oyó los pasos de Paula tras él. Se giró y la vio corriendo sobre la hierba. Se lanzó contra él y los dos atravesaron el tupido dosel de ramas y hojas. Pedro perdió el equilibrio y cayeron al suelo en un enredo de brazos y piernas.


Pedro se encontró atrapado entre los muslos de Paula y con sus pechos apretados contra el torso. Su cuerpo reaccionó al instante. Se arqueó hacia arriba y apretó su erección contra la entrepierna de Paula.


Ella miró a su alrededor, y también lo hizo él. Las ramas colgantes del viejo árbol los aislaban del mundo exterior. Un velo que los envolvía en la magia del descubrimiento recíproco. Paula le puso las manos en los hombros para impedir que la apartara y empezó a frotar la parte más íntima de su cuerpo contra el endurecido miembro de Pedro.


La deseaba con una pasión salvaje, pero fue ella la que tomó la iniciativa y comenzó a devorarle la boca. Él la besó de igual manera, pero la creciente voracidad que demostraban las caricias, mordiscos y jadeos entrecortados de Paula no les permitirían aguantar mucho.


Él le abrió la camisa para explorar su piel, y ella se echó hacia atrás para desabrocharle los pantalones y bajarle la cremallera. Pocos segundos después, le había puesto un preservativo y se preparaba para cabalgar hacia el éxtasis mientras Pedro yacía en el suelo, apretando suavemente los pechos a través del sujetador, sumido en un deseo sin límites.


Ella se levantó para quitarse las braguitas y Pedro tuvo que refrenarse para no apretarla de nuevo contra él. Lo quería todo. Mucho más que aquella irresistible mezcla de timidez y descaro. Mucho más que el consuelo y las críticas que recibía de aquella mujer tan especial. La necesitaba para completar su alma.


Tiró de ella hacia su erección, pero ella volvió a adelantarse y, arqueándose hacia atrás, se introdujo el miembro.


Pedro se quedó sin aliento y casi sin sentido.


Incapaz de permanecer inmóvil y a merced de Paula, la agarró por las caderas e impuso su propio ritmo. Sus cuerpos se fusionaron y Pedro saboreó los jadeos y gritos que emanaban de Paula. Distinguió la agitación de sus cabellos y la curva de su blanca mandíbula recortada contra el fondo de hojas.


Y en aquella frenética carrera hacia la culminación solo un pensamiento resonaba en su cabeza: «mía».


Empujó todo lo posible, ayudándose del peso corporal de Paula. Sus gritos se mezclaron y sus cuerpos se contrajeron al alcanzar juntos el orgasmo.


Durante un largo rato no sintió otra cosa que sus acelerados latidos, el calor de Paula y el deseo de permanecer así para siempre.


Ella se tumbó de espaldas, con la cabeza apoyada en el brazo de Pedro.


–Tendría que levantarme, pero mis músculos no quieren moverse.


Él se rio, retumbándole el pecho bajo la mano de Paula.


–Deberías tener cuidado. Creo que podría volverme adicto a ti si seguimos así.


–Podría acostumbrarme a esto –dijo ella.


Pedro supo que por primera vez en su miserable vida se había enamorado.





CHANTAJE: CAPITULO 22




Paula se despertó de un sueño profundo, con el corazón desbocado y el cuerpo en tensión. La sospecha de que había olvidado algo importante resonaba en su cabeza.


Miró el reloj, pero se lo ocultaba un pecho desnudo salpicado de vello.


–Buenos días, preciosa –murmuró Pedro.


Paula se incorporó para ver la hora y se levantó de un salto.


–¿Adónde vas? –le preguntó él.


–¡Se me ha hecho tardísimo! –exclamó mientras se encerraba en el baño, donde se cepilló el pelo y los dientes a toda prisa. Al volver a salir se puso el uniforme de trabajo bajo la atenta mirada de Pedro. No fue una tarea fácil, ya que no estaba acostumbrada a que un hombre la viera vestirse, y menos con aquellos ojos brillando de deseo.


–Tengo que ir a trabajar.


Él asintió desde la cama con expresión apenada. A Paula le dolió verlo así. Pedro no había ido a ver a su madre desde la noche en que ella lo oyó desde la puerta, pero no podía obligarlo. Tenía que ser él quien tomara la decisión.


Cuando Paula entró en la habitación de Lily encontró a Nicole guardando sus libro


–Estaba a punto de llamarte –le dijo la chica.


–Siento el retraso. ¿Lista para el examen?


–Pues… –Nicole desvió la mirada, haciendo que Paula se volviera.


Pedro estaba en la puerta del vestidor, con unos pantalones caqui y nada más. Y Nicole lo contemplaba con una sonrisa y un brillo en los ojos. Seguramente sabía lo que había entre ellos, pero Paula no estaba acostumbrada a ostentar su vida sexual delante de los demás.


–Gracias, Nicole –le dijo en tono de despedida. La joven se marchó y Paula se puso a tomarle el pulso y la temperatura a Lily.


Oyó a Pedro entrar en la habitación y apoyarse en una de las sillas junto a la puerta. La misma que había ocupado la otra noche. Pero Paula tenía la sensación de que aquel día no iba a bajar la guardia.


–No has pasado mucho tiempo en la habitación de un enfermo, ¿verdad?


–¿Tanto se nota? –preguntó él sin emoción.


Paula se sentó al otro lado de la cama y le sonrió a Lily, la mujer que había sido como una madre para ella.


–Es muy duro ver a un pariente o a un amigo en este estado. Para las enfermeras es mucho más fácil, porque nos ocupamos de vestirlos y bañarlos y nos centramos en nuestro trabajo. Podemos ser… –tragó saliva–, muy útiles, tanto al paciente como a su familia.


Toda su vida había intentado ser útil a los demás. A su madre, a Renato, a Lily… Su padre la había rechazado porque no le era de ninguna utilidad. ¿Qué haría Pedro?


–¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?


–Casi cinco años –había seguido viendo a Lily durante el instituto y la universidad, y su relación se había estrechado antes del derrame que dejó a Lily en coma–. Estaba visitándola un día cuando Renato me llamó a su estudio y me ofreció el empleo si me venía a vivir con ellos.


–¿Renato te lo pidió?


–Sí –al principio estaba muy contenta, pero luego descubrió lo duro que era cuidar día y noche a un ser querido sabiendo que nunca se recuperaría–. Me vine a vivir aquí en cuanto acabé los estudios y ayudé a Lily con sus ejercicios y actividades diarias. Los años antes del derrame fueron muy buenos, a pesar de la parálisis que sufría desde el accidente –había construido una vida en aquella casa. Lily, Nolen, Maria y el resto del personal eran como una familia para ella. 


A pesar de su traumática infancia por fin tenía amigas en el pueblo con las que hablar por teléfono o ir de compras. 


Alfonso Manor no era solo su lugar de trabajo. Era su hogar.


Los ojos se le llenaron de lágrimas al mirar los tranquilos rasgos de Lily, y la mano le tembló al acariciarle el brazo. Las últimas semanas la habían dejado en un estado muy sensible.


–¿Cómo puedes soportar verla así? –Pedro la sorprendió al hablarle desde los pies de la cama. No lo había oído acercarse.


Lo miró y se le encogió el corazón al ver las emociones que reflejaba su rostro. Pedro no había evitado a su madre porque no quisiera verla, sino porque necesitaba desesperadamente volver a ver a la mujer que era antes del accidente. No quería enfrentarse a la dolorosa realidad.


–Porque la quiero.


Pedro la miró fijamente, como si quisiera verificar sus palabras. Eran ciertas. Lo único que Paula lamentaba era no haberle podido pedir perdón a Lily antes de que el
derrame las separase para siempre.


–¿Y si estuviera en ese estado por tu culpa? –le preguntó él.


Paula se quedó petrificada y tardó unos segundos en reaccionar.


–¿Qué quieres decir?


Él señaló a su madre con una mano temblorosa.


–Está así por mi culpa.


–¿Por qué? –no debería sentirse aliviada, pero así fue.


–Había ido a verme porque yo me negaba a acatar las órdenes de Renato y volver a Alfonso Manor. Pasamos unos días visitando galerías de arte y yendo al teatro –le tocó el pie a Lily y Paula contuvo la respiración–. No sé si recuerdas el día del accidente.


Paula lo recordaba demasiado bien. El mal tiempo, la amenaza de tormenta…


–Me dijo que quería irse a casa sin esperar a que mejorase el tiempo –continuó Pedro–. Al fin y al cabo aún había sol –perdió la mirada en el cabecero, con los ojos nublados por los recuerdos–. Pero el tiempo empeoró… ¿Por qué no se detuvo? –le apretó el pie a su madre–. Tendría que haberla convencido para que esperase. Fue culpa mía.


El pie de Lily se movió y el monitor registró un aumento del ritmo cardiaco. Pedro se echó hacia atrás y miró a su madre mientras se ponía pálido.


Temiendo que se desmayara, Paula corrió a su lado y lo abrazó.


–Tranquilo, Pedro –vio cómo tragaba saliva.


–¿Qué ha sido eso?


–El coma no es un estado constante. Los pacientes pueden hacer movimientos espontáneos en respuesta a los estímulos externos.


Él asintió, aunque no parecía muy seguro de la explicación.


–A veces responden a cosas como el tiempo, la temperatura y el tacto. Incluso pueden llegar a incorporarse y abrir los ojos, pero a los pocos minutos vuelven a caer en coma. Aunque a veces tardan horas.


–¿Alguna vez mi madre se ha…?


–¿Incorporado? No –le acarició el brazo–. He deseado muchas veces que lo hiciera. A veces me digo que estas pequeñas reacciones son su manera de decirme que sigue aquí, pero sé que solo es el mecanismo inconsciente de su cuerpo para liberar energía.


Él la sorprendió abrazándola con fuerza. Durante un largo rato ninguno habló ni se movió, y cuando finalmente Pedro se retiró ella decidió darle lo que más necesitaba en esos momentos, aunque no fuera consciente de ello.


–Estoy segura de que a tu madre le gustaría saber que estás aquí con ella –le puso una mano en el brazo–. En los dos últimos años ha agudizado mucho el oído –le sonrió, y aunque él no le devolvió la sonrisa pareció animarse un poco–. ¿Por qué no hablas con ella? Puedes empezar con: «hola, mamá».


Retiró la mano y se marchó. Lo menos que podía hacer por Pedro era ayudarlo a salvar la distancia que lo separaba de su madre. Ojalá pudiera mantenerlo a su lado cuando todo se hubiera resuelto.







CHANTAJE: CAPITULO 21






Pedro yacía abrazado a Paula por detrás. Nunca había prodigado arrumacos después del sexo, pero no podía controlarse. Sus manos le acariciaban el cuerpo a Paula como si tuvieran voluntad propia, y ella respondía con un suave ronroneo como una gatita satisfecha. Era la primera vez que sentía algo semejante con una mujer.


–¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? –le preguntó ella de repente.


–¿Sobre qué?


–Para estar conmigo.


–¿Aún no has aprendido nada de mí, Paula?


–¿A qué te refieres?


–Soy uno de esos tipos impredecibles que de vez en cuando pierden los estribos y luego se arrepienten –como la primera vez que estuvieron juntos–. Lo que pasó entre nosotros la última vez no fue culpa tuya ni tampoco mía. Fue el resultado de una atracción mutua –se pegó a ella para demostrarle que la atracción no había disminuido lo más mínimo, más bien todo lo contrario.


Ella lo miró a los ojos. Su expresión reflejaba a partes iguales miedo y excitación.


–Vamos a pasar juntos mucho tiempo en esta casa –continuó él–. Y a pesar de todo, ambos tenemos los mismos objetivos: cuidar de Lily y asegurar el futuro de la fábrica. Para mí es imposible ignorar lo que siento por ti. De modo que, a menos que me digas que no quieres, creo que deberíamos aceptar esto como una conexión que puede beneficiarnos a ambos.


Paula ahogó un gemido y se quedó muy rígida. La honestidad de Pedro no siempre había sido bien recibida. 


Los dos querían andarse con cuidado, pero no había motivo que les impidiera disfrutar del deseo mientras durase.


Siempre y cuando no fueran mas allá.