sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 40




Desde aquella primera vez, Paula no había hecho sino suspirar por otro beso y, sin embargo, nada le había preparado para la suavidad de aquel. Había esperado algo más salvaje, intenso, demoledor y, por el contrario, él había rozado suavemente sus labios, jugueteando, acariciando, hasta hacer del deseo algo insoportable. Ella se apretó a él y, poniéndose de puntillas, colocó sus caderas contra su cuerpo.


Al llegar a ese punto, Pedro se separó, le asió de la mano y la condujo fuera de la cocina, sin dejar de mirarla ni por un instante. Cuando llegaron al pie de las escaleras, se detuvo y le dedicó una sonrisa arrebatadora.


—Me gustaría llevarte en brazos, pero con este pie no creo que pueda…


El corazón le latía con la fuerza de un tambor. 


Hizo que pusiera la mano sobre su pecho y el calor de su palma se extendió por todo su cuerpo.


—Déjalo. No me importa cómo lleguemos arriba con tal de que lo hagamos lo más rápido posible.


—Rápido —repitió Pedro con voz ronca y, casi abalanzándose sobre ella, la besó con toda su alma.


Paula nunca supo quién arrastró a quién. Casi le parecía flotar. Llegaron al descansillo uno en brazos del otro, sin dejar de besarse y acariciarse, jadeantes, con la respiración entrecortada. Los dos empujaron la puerta del dormitorio de Paula, y al mismo tiempo, siempre entrelazados, entraron dando traspiés.


Exploraron sus cuerpos con las manos, los labios, la lengua… Trémula, Paula le acarició el rostro, enterró el suyo en el hueco de su cuello.


Olía a barbacoa; con la punta de la lengua le lamió la nuez, el nacimiento del esternón. Sabía a sal. Pedro profirió un gemido, gutural y primitivo que acabó con la última reserva de su pudor.


Quería tocarlo. Entero. Le obligó a quitarse la camisa primero, el pantalón después. Él se dejó hacer, desasiéndose de todas las prendas que llevaba, hasta quedar desnudo frente a ella. Solo entonces empezó él a ayudarla, bajándole primero los tirantes de la blusa, quitándosela después. Se quedó quieto entonces, mirándola: las manos le temblaban cuando por fin las levantó para acariciarle los pechos.


Una corriente deliciosamente irresistible unía sus pezones con lo más íntimo de su ser, entre los muslos. Decidida, Paula le obligó a poner allí una mano. Se moría de deseo. ¿Es que no se daba cuenta de todo el tiempo que llevaba esperándole, de que había habido veces en que ni siquiera había creído posible que algún día llegara aquel momento de suprema felicidad? 


Temblaba tanto de alegría como de pura pasión.


Le hubiera esperado toda la vida… Y ya no podía esperarle más.


Apartó las sandalias de una patada, se quitó los pantalones, la braguita y se ofreció a él entera, exultante.


—Espera —susurró Pedro con voz ronca. 
Levantó sus vaqueros del suelo y rebuscó en un bolsillo hasta encontrar el misterioso paquetito que le había entregado Flasher aquella mañana—. Con los mejores deseos de tu amigo el fotógrafo —dijo sonriendo.


Debía haber sentido su desesperado deseo, su ansia porque él la poseyera, porque, sin más preámbulos, la tomó toda entera.


Su grito fue una mezcla de sorpresa y placer. 


Paula rodeó su cintura con las piernas, atrayéndolo contra sí. Lo quería para ella sola, sentirlo en lo más hondo. Lo había esperado durante demasiado tiempo como para echarse atrás.


Los dos se movían al mismo ritmo, sus manos exploraban el cuerpo del otro, las lenguas llegaban hasta el último rincón. Poco a poco sus movimientos fueron ganando en intensidad; Paula nunca habría imaginado que podría sentirse tan libre en el mismo momento en que estaba siendo tan poseída.


Se dejó llevar, perdiéndose por completo en la pura sensación, liberando sus sentidos que por fin despertaban del largo letargo al que habían estado sometidos. Libre y relajada por fin. Y en lo más íntimo de su ser sabía que solo con aquel hombre le era dado sentir semejante libertad.



—Paula —susurró, rozándole la oreja con los labios. Nunca había sonado tan bien. Suave, firme, sincero. Repitió su nombre una y otra vez, al ritmo que marcaban sus cuerpos entrelazados. Ella solo podía gemir, suspirar entrecortadamente, sintiendo que su cuerpo renacía, al borde mismo del estallido, hasta que llegó un momento en que no pudo soportarlo más. Entonces se apretó contra él, urgiéndole, suplicándole que acelerara el ritmo.


Una oleada de pasión, como la llama de un incendio, prendió por sus venas consumiéndola entera, hasta por fin estallar en un relámpago de puro placer. Pedro entonces aceleró aún más el ritmo, la presión, hasta que su segundo grito de placer fue secundado por el de él. Se abrazaron muy fuerte, acunándose y respirando al mismo tiempo, convertidos en uno solo.



****


El sol de la mañana penetraba entre el encaje de las cortinas, creando delicadas sombras sobre la colcha de la cama. Calentó el rostro de Pedro, pero no con la intensidad de la presencia de Paula dormida a su lado, o del recuerdo de lo sucedido la noche anterior. 


Habían hecho el amor, salvajemente al principio, dejándose llevar por la urgencia del mutuo deseo que tanto se habían esforzado por disimular. Más tarde, tendidos en la cama, habían disfrutado dándose y recibiendo besos y caricias que, poco a poco, les habían llevado a nuevas cumbres de placer.


Deseaba hacerle el amor otra vez, ver otra vez el milagro de esos dos cuerpos que se ajustaban perfectamente, hechos el uno para el otro, perderse entre sus brazos. Pero lo había hecho tantas veces en el transcurso de aquella noche, a veces como instigador, otras, siguiéndole a ella, que no le quedaba más remedio que descansar.


No importaba: tenían tiempo de sobra. Después de aquella noche, lo suyo estaba hecho para durar.


Se tumbó de costado y se quedó mirándola, apoyado en un codo para tener un mejor ángulo de la boca que tanto y con tanta pasión le había besado. Tenía los labios entreabiertos y húmedos, las mejillas sonrosadas… Solo mirándola se llenaba de deseo y alegría.


Ella estaba tendida de espaldas, con un brazo sobre la cabeza y el otro justo bajo la barbilla. 


Tranquila y confiada. El deseo de protegerla era casi doloroso. Protegerla, sí, ¿pero de qué? ¿o de quién? ¿De él mismo y de sus mentiras?


La culpa le remordía en el pecho como un perro rabioso. Aquella mujer estaba a punto de ser traicionada, y precisamente por él, que sabía mejor que nadie en el mundo la angustia que eso iba a causarle. Por él, que se había enamorado de ella hasta lo más hondo.


Le inundó el pánico. Pedro sentía como si una mano de hierro le apretara el corazón. No podía respirar. Se sentó en la cama, sabiendo que, tarde o temprano, tendría que decirle la verdad. 


Estaba mintiendo a Modern Man, no a ella. ¿Lo entendería? Tendría que encontrar el modo de hacérselo entender, porque, de lo contrario, la perdería.


No puedo perderla. Aquella única verdad penetró en su cerebro con la fuerza de un relámpago.


Muy despacio, se bajó de la cama, Paula se estiró, murmurando algo que Pedro no pudo entender; después, sonrió y volvió a tumbarse de costado. El rubio cabello le cayó sobre los ojos mientras volvía a hundirse en el sueño.


Pedro no se había dado ni cuenta de que había dejado de respirar hasta que soltó el aire. 


Rápido y en el mayor de los silencios, se vistió y salió de la habitación, dirigiéndose directamente a la cocina. Era donde mejor solía pensar; algunos de sus mejores artículos habían surgido cuando estaba sentado en aquella mesa, escuchando las últimas aventuras de los niños. 


Con suerte, también allí encontraría la solución al lío en el que se había metido.




EN APUROS: CAPITULO 39




Para cuando Pedro y Paula enfilaron el camino de entrada, negras nubes se cernían sobre ellos, amenazando con descargar una tormenta. Los dos salieron del coche cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia; Pedro abrió la puerta y la urgió a pasar primero.


Se dio cuenta de que estaba temblando; inmediatamente le dieron ganas de abrazarla para hacerle entrar en calor, pero se contuvo. 


Todavía estaba muy tensa. Primero tenía que lograr que se sintiera lo suficientemente a gusto como para desprenderse de su coraza.


—Espero que no te importe que cenemos en la cocina. Mi pie se puede resentir con tantas idas y venidas —propuso, mientras dejaba el helado en el refrigerador.


—Vale, me parece bien —Paula, colocó las bolsas con la comida que habían comprado en Dixie Wing en la encimera. Pulsó el interruptor de la luz, pero no pasó nada—. ¿Se ha ido la luz?


—No creo, el refrigerador funciona, y también el aire acondicionado —observó Pedro.


—¿Otro de los truquitos de Simon?


«Dios bendiga a esa criatura», pensó Pedro asintiendo con un gesto.


—Supongo que tendremos que cenar a la luz de las velas… a no ser que quieras bajar al sótano para ver cuál es la conexión que está mal. Yo no puedo hacerlo —dijo Pedro señalando su pie.


—Ojalá pase pronto la tormenta y vuelva a lucir el sol —contestó Paula estremeciéndose.


Pedro le dirigió una cálida sonrisa. Paula se esforzó por devolverle una similar, pero sabía que estaba muy tensa, y aquel gesto le salió poco natural, forzado. Para distraerse, se concentró en preparar las cosas para la cena: sacó platos y cubiertos de los armarios dejando a Pedro admirado por la rapidez con la que se desenvolvía en la cocina de Ana. El, que se había pasado horas en aquella cocina, todavía no sabía dónde se guardaban los trapos.


Y, sin embargo, no le disgustaban las tareas domésticas. A las mujeres les gustaban los hombres como él, torpes pero bienintencionados. Podían olerlos a kilómetros de distancia. Sin embargo, él no estaba dispuesto a dejarse atrapar otra vez.


A pesar de eso, tampoco podía dejar de admirar a Paula El juego de luces y sombras de la luz de las velas hacía parecer su sonrisa sabia y misteriosa a la vez. A pesar de que estaba realmente hambriento, a sus ojos Paula Chaves resultaba más atractiva que una fuente repleta de costillas.


Cuando ella le devolvió la mirada, maldijo las velas y el efecto romántico que proporcionaban a la escena.


—Me estás mirando —lo acusó.


—Tienes salsa en la barbilla —mintió Pedro.


Ella se limpió con la servilleta, y al ver que quedaba impoluta, le lanzó una mirada inquisitiva. Pedro se limitó a señalar un punto algo más a la izquierda. Paula se limpió con los mismos resultados.


—Más abajo — Paula obedeció, deslizando la servilleta por el cuello de forma deliberadamente lenta, sensual. Pedro la contemplaba como hipnotizado. Otra vez se imaginó poniéndole crema bronceadora por todo el cuerpo.


—Todavía me estás mirando.


—Te queda una manchita —señaló la nariz y después continuó comiendo costillas despreocupadamente.


Paula dirigió la servilleta al punto indicado, pero se detuvo a medio camino.


—Supongo que tendré que desarrollar mi sentido del humor —comentó, enarcando una ceja.


—Exacto. Es una especie de juego: solíamos hacer barbacoas solo para ver quién se manchaba más.


—¿Tu mujer y tú?


Pedro se quedó en suspenso, con un enorme nudo en el estómago.


—¿Has pensando alguna vez en volverte a casar?—insistió Paula.


Él negó con la cabeza y continuó comiendo. 


Tenía que desviar la conversación de aquel tema si no quería arruinar la velada entera.


—No sé qué pensarían los niños, yo creo que les gustaría —apuntó Paula para tirarle de la lengua.


—Ya, claro. Saben que si me caso no seguiré escribiendo los artículos en los que les saco tan a menudo, cosa que, como podrás adivinar, no les gusta mucho —gruñó Pedro—. ¿Cómo está la barbacoa?


—¿Y eso sería tan malo? —contraatacó Paula—. Quiero decir que no pensarás seguir siempre con los artículos, ¿verdad? Los niños crecerán y se irán de casa, es ley de vida. Y tú también te harás mayor… aunque siempre puedes escribir los artículos desde el punto de vista del abuelo, ¿no? —bromeó.


—Gracias: ya me veo en la mecedora, con la mantita y todo eso. Eres única para acabar con el ego de cualquiera, ¿no te lo habían dicho?


—Muchas veces —Paula bajó la cabeza algo confusa—. Pero es algo en lo que has de pensar tarde o temprano —continuó con más suavidad—. Puede que ocurra algo imprevisto, no sé… ¿Qué harás si se acaba la columna de repente?


—¿Tengo que preocuparme? ¿Es esta tu forma de prepararme para una mala noticia? —a Pedro se le estaba quitando el apetito por momentos.


—No, te lo pregunto por pura curiosidad.


Y eso era lo que parecía: sinceramente preocupada, interesándose por él, sencillamente encantadora. Eso era lo que más le gustaba de ella; eso y la forma en la que trataba a los niños, cómo les escuchaba. Le había llegado al corazón.


—Estoy escribiendo un libro —le confesó al fin—. Es una recopilación de experiencias de padres solos: tanto las mías como las que he entresacado de las cartas que me envían los lectores.


—¿Las conservas?


—Todas y cada una de ellas. Son mis tesoros. No supe para qué servía mi trabajo hasta que empecé a recibirlas. Son mi mejor recompensa.


—¿Mejor que el dinero que te pagamos? Pedro se quedó sin saber qué decir. No lo había pensado, y no quería pensarlo y, sin embargo, ¿no le había enseñado su amarga experiencia en la universidad que lo primero eran el dinero y la seguridad?


—Bueno, ¿qué me dices?


—¿Acaso Modern Man va a empezar a recortar sus salarios?


—No te preocupes —le tranquilizó Paula—, tu puesto está seguro, y lo estará aún más después del reportaje.


—Y el tuyo también, ya verás cómo consigues ese ascenso. Brindemos por la seguridad —propuso, levantando su lata de cerveza.


El rostro de Paula, se ensombreció.


—¿Alguna vez te ha angustiado conseguir aquello que estabas deseando? —preguntó con voz frágil, sin levantar la vista del plato. Parecía tan desamparada, tan sola… A Pedro le daban ganas de levantarse, rodearla con sus brazos y consolarla, conseguir que se disiparan sus preocupaciones.


—No me ha pasado tantas veces como para llegar a preocuparme —contestó—. Mira ahora, por ejemplo: te deseo, ya sé que no debería, que es malo para mi futuro profesional y todo eso, pero no puedo evitarlo. Por desgracia, tú tienes ese escudo, tan negro y tan fuerte como nunca he visto otro. Cada vez que pienso que he quebrado un poco tus defensas, tú las vuelves a levantar de nuevo, más altas que antes si cabe. 
Así que ya ves, no me preocupa conseguir lo que deseo…


—Lo siento.


—Eso ya lo has dicho antes —Pedro se levantó de la mesa y dejó su plato en el fregadero. 


Maldición: lo había echado todo a perder. No debería haberse decidido por un ataque tan frontal. Lo único que había conseguido, estaba seguro, era que ella se aprestara a reforzar su armadura.


—He vuelto a hacerlo, ¿verdad? Te estoy volviendo loco —Paula se levantó y se puso a su lado.


Si cerraba los ojos, podía sentir su calor.


—No, no, no es verdad —la tranquilizó, aunque, en cierto sentido, sí lo era.


—Claro que sí, se te nota perfectamente esa vena en tu sien.


Le tocó en aquel punto. Fue un roce ligero, pero para él tuvo el mismo impacto que una granada de mano. Fue como un cortocircuito; empezó a oír un zumbido en la cabeza y el corazón se le puso a mil por hora. Asió la mano con la que ella le tocaba y se la llevó al pecho.


—¿Debo seguir mis deseos, o me arriesgo a otro lo siento?


—Tú no me deseas, Pedro, piénsalo bien. Solo estás interesado por mí porque estoy disponible… porque estoy aquí. Tú mismo dijiste que ya no tienes citas: lo que tienes que hacer es salir más, fomentar tu vida social…


—Y eso es lo que estoy haciendo, pero, por lo que veo, no me libro del «lo siento». Me temo que tus consejos no sirven para cubrir nuestras necesidades.


—Eso no es justo —se defendió Paula—. Todo lo que te estoy diciendo es que deberías salir más, esforzarte por conocer a más gente.


—A mi vida social no le pasa nada —Pedro no podía creer lo que acababa de decir. Como defensa era muy pobre, y como argumento, más miserable aún.


—Ya. Lo que pasa es que eres el típico adicto al trabajo, escondiéndote en tus supuestas obligaciones, evitando la vida, el mundo real.


Menuda andanada. Paula estaba acercándose peligrosamente a la verdad, y además, le estaba acorralando, a él nada menos, contra el fregadero.


—¡No digas ridiculeces! —dijo—. No me escondo de nada. Lo que pasa es que mi carrera es muy importante, nada más.


—¡Vaya! Eso es justamente lo que yo respondería… ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una relación seria?


—¡Venga, vamos! —Pedro se sentía francamente agobiado—. Seguro que ahora vas a preguntarme cuándo fue la última vez que mantuve relaciones sexuales.


—¿Y?


Paula levantó la barbilla y colocó los puños en las caderas, en postura desafiante. Parecía dispuesta a todo, aunque no podía negar que el simple enunciando de aquella pregunta le había puesto algo nerviosa. Incluso a la débil luz de las velas, Pedro notó que se había ruborizado. Miró en el fondo de aquellos ojos azules y vio ternura, vulnerabilidad… y deseo.


—¿Lo quieres saber de verdad? —preguntó Pedro.


—No estoy segura —su voz era tan frágil como el maullido de un gatito, pero su mirada era firme y tranquila—. ¡Maldita sea! Se supone que teníamos que evitar esto: trabajamos juntos, no podemos liarnos, y no me importa lo que diga Flasher.


—¿Y qué es lo que dice? —preguntó Pedro intrigado.


—Que estamos locos el uno por el otro.


Había tenido que ser un fotógrafo el primero en ver lo obvio.


—¿Algo más?


—Según él, estamos demasiado asustados como para hacer algo al respecto.


Como movido por un resorte, Pedro dio una palmada y le asió de inmediato por los hombros. 


Ella se acercó un poco más, tanto que sus pechos le rozaron y él sintió los duros pezones contra su torso; dejó escapar un leve gemido antes de quedarse casi sin respiración.


Paula levantó la cabeza para mirarlo, sus azules ojos relucían como dos zafiros; él la asió por la barbilla, ella entreabrió los labios.


—¿Quién tiene miedo? Recuérdame que le diga a Flasher un par de cositas… —dijo y, muy despacio, pero con absoluta determinación, bajó la cabeza para besarla.




EN APUROS: CAPITULO 38




Pedro se quedó mirando a Paula que sostenía la bola y miraba fijamente la hilera de bolos. 


Seguía tan tensa como había estado durante todo el trayecto. Cada vez que se daba cuenta de que él la miraba, se ponía aún más rígida y se mordía las uñas con más saña.


Pedro sospechaba que si no tuviera los dedos metidos en los agujeros de la bola, también estaría rumiando las uñas. Aquel pensamiento le apenó. ¿Por qué estaba tan nerviosa?, se preguntó. Sin embargo, sabía muy bien lo que le pasaba. Toda aquella tensión se debía, sin la menor duda, a lo que había pasado la noche anterior. No hacía falta ser muy sutil para darse cuenta de que la barrera que había entre ellos se había alzado después de aquel beso.


Muy bien. Si aquella era la causa, le gustaba. 


Aquella mujer también le estaba afectando a él, estaba empezando a metérsele en el corazón.


¿Qué era lo que tenía que le hacía tan especial?


Se dijo que su fragilidad, la forma en la que se desesperaba por fingir que era una mujer dura, cuando, en realidad, era la más tierna y dulce que él hubiera conocido. Se moría por tocarla, por estar cerca de ella. Ahora que ya la había besado, era incapaz de no volver a hacerlo otra vez. Y tenía muy claro que no iba a quedarse ahí.


Lo primero que tenía que hacer era abatir la barrera que ella había reconstruido y reforzado desde la noche anterior. Miró cómo se dirigía al punto de tiro y lanzaba la bola; tal y como le había ocurrido en los cuatro intentos anteriores, la bola se desvió enseguida de su trayecto, saliéndose del carril.


—Creo que no he nacido para esto —gruñó.


—Te lo tomas demasiado en serio. Se supone que hemos venido a divertirnos, así que intenta relajarte.


—Si alguien más vuelve a decirme que me relaje, te juro que lo estrangulo… Además, no le veo la gracia a esto de los bolos.


—Empezarás a entenderlo cuando tumbes unos pocos bolos.


—¿Tumbar? Por lo que veo este es un juego de chicos, ¿no? En ese caso…


Pedro vio que asía otra bola y miraba fijamente la línea de bolos. Contrajo los hombros casi hasta las orejas y contuvo la respiración. ¿Eso era lo que entendía ella por relajarse? Estaba tan tiesa como un palo.


—Tómatelo con calma —le aconsejó Pedro—. ¿Te lo tomas todo tan a pecho?


—Solo cuando estoy compitiendo.


—Te diré un secreto: no estamos jugando por dinero, y me da igual si me ganas o no, te lo juro. Así que relájate.


—¿Y por qué piensas que no lo estoy?


—Por esto —replicó Pedro bajándole los hombros—, y por esto —continuó, al tiempo que empezaba a darle un masaje en el cuello. Nada más tocarla, se puso aún más rígida, pero él no se amilanó: continuó hasta que la tensión empezó a disiparse.


Al poco, Paula se abandonó lo suficiente como para cerrar los ojos. Pedro se fijó en su cuello, suave, largo y pálido. La pobre pasaba demasiadas horas trabajando en la oficina. Le sentaría mucho mejor el sol de Virginia, se dijo. 


Se imaginó poniéndole crema bronceadora en la nuca, el cuello, los hombros, el pecho… Llegado a ese punto, le interrumpieron las fuertes punzadas que empezó a sentir no en la espalda, sino en otro punto más delicado… Apretó los dientes y se detuvo, ahogando un gruñido.


—¿Qué pasa? —preguntó Paula— ¿Por qué te paras?


Pedro no quería ni pensar en la cara que se le había quedado. En aquel momento lo peor que podía hacer era seguir con la sesión de «fisioterapia».


—Creo que ya te has relajado lo suficiente.


—¿Te estás burlando de mí? —Paula se sentía confundida. La cabeza le daba vueltas y estaba un poco mareada. Parecía a punto de desmayarse… Cuando trastabilló, Pedro se abalanzó para sostenerla.


Plas.


Pedro soltó un aullido.


A ella se le acababa de caer la bola en su pie izquierdo.



****


La atención médica en las salas de emergencia del sur no era más rápida que en las de Chicago. Ya era media tarde cuando Paula y Pedro salieron del hospital. Por suerte para Paula el joven lo hizo por su propio pie. No se atrevía a tocarle, ni siquiera para ayudarle, porque temía no poder parar, y después de lo ocurrido aquella mañana, no tenía la menor idea de cómo iba a reaccionar él. Puede que hasta la rechazara.


Lo miró por el rabillo del ojo. Tenía una expresión seria, preocupada. Aunque sabía que lo mejor era no decir nada, aquel silencio le pesaba demasiado; tenía que asegurarse de que no estaba enfadado.


—No sabes cuánto lo siento —empezó.


—¡Vaya! Otra vez esa palabra. ¿Sabes? Eres muy peligrosa, deberías traer un manual de instrucciones que lo indicara con letras bien grandes.


—¡Pero si fuiste tú el que insistió para que me relajara!


—Hay una gran diferencia entre quedarse relajado o catatónico.


—Por lo menos, no te he roto nada —se defendió Paula—, y esa cosa que te han puesto parece muy cómoda —añadió, señalando una especie de bota de espuma azul.


—¿Te gusta? Cuando me lo quite, dentro de dos semanas, si quieres te lo regalo. Para tu colección de zapatos. No pega con ninguna de mis pajaritas de diseño.


—¿Pajaritas? Seguro que no te has puesto ninguna en la vida.


—Hay muchas cosas que no sabes de mí —bromeó Pedro.


—Precisamente por eso he venido.


—Error: no has venido porque quieras aprender algo de mí. Has venido por tus lectores.


—Eso no quiere decir que no esté interesada.


En los labios de Pedro empezó a asomar aquella irresistible sonrisa.


—¿Cómo de interesada?


—¿Te estás burlando de mí?


—¡Qué va! ¿Acaso no te he prometido que te daría mi super—bota—especial?


—¡Ah! Ya entiendo. Se me olvidaba que te encantan los sobornos. A ver, ¿qué es lo que quieres? —le preguntó Paula dispuesta a seguirle la broma.


Pedro se volvió para enfrentar su mirada; borró la sonrisa de su rostro y enarcó las cejas. Había algo en el brillo de su mirada que no le gustó a Paula. Pedro se acercó aún más a ella. 


¡Maldición! Casi podía sentir su calor, ¿o acaso era el suyo propio?


—¿Quieres sobornarme de verdad? —le preguntó Pedro con voz ronca.


Paula asintió con un gesto. Él dejó resbalar la mirada por su rostro, su cuello, su pecho… La joven contuvo la respiración.


—Helado.


—¿Cómo?


Pedro agitó las llaves del coche delante de sus narices.


—Ya sé que te prometí una barbacoa, pero eso fue antes de darme cuenta de lo peligrosa que eras. Jugar a los bolos no es nada comparado al difícil ejercicio de asar costillas. No quiero correr más riesgos, así que me conformo con el helado. Es más suave… y seguro.


Paula parpadeó un par de veces antes de decidirse a asir las llaves. Se decidió por lo más seguro, y, desde luego, ir a tomar un helado lo era mucho más de lo que se había estado imaginando. Más seguro, pero en absoluto más satisfactorio.


—Son ya casi las seis. ¿Por qué no cenamos antes? —preguntó.


—Prefiero que nos saltemos los preliminares y vayamos directos al postre. ¿Dónde está tu gusto por la aventura?


Allí estaba otra vez esa maldita sonrisa, y esta vez acompañada de un ligero alzar de cejas que le convertían en la perfecta imagen del golfillo.


—Iremos a por un helado, después compraremos barbacoa para tomar en casa y, por último, el postre —propuso Paula, luchando con uñas y dientes para no dejarse llevar.


—Vale —convino Pedro alegremente—. No me importa disfrutar anticipando el placer.


—No estoy hablando de anticipar el placer ni nada parecido. Para su información, estoy hambrienta señor Garcia.


—Y yo también, señorita Chaves, yo también.


—¡Me refiero a la comida! —exclamó enfadada.


—Oh, oh.


Paula se quedó de pie con la boca abierta. Se había referido a la comida… ¿o no? En aquel punto, con la cabeza diciéndole una cosa y el corazón otra, no sabía con cuál de los dos había hablado.