miércoles, 10 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 32





ARTHUR Simmons sonrió dócilmente. — Siento presentarme así en tu casa. Espero que no te importe —dijo, y se subió con nerviosismo las gafas sobre el puente de la nariz. Al ver su mirada de extrañeza, Paula recordó que tenía los ojos tan hinchados que parecían apenas dos ranuras. Si Arthur le preguntaba, le diría que tenía alergia y procuraría cambiar de tema.


La verdad era que se alegraba de verlo. Su presencia la distraería de los pensamientos que giraban en su cabeza como los ejes de una rueda. Le tendió la mano.


— No me importa en absoluto, Arthur. Por favor, pasa y hazme compañía un rato, si es que puedes soportar todo este desorden —Arthur le dio la mano y entró en el apartamento —. ¿Quieres tomar algo? ¿Café, té...?, ¿un refresco?


—Eh, no quiero causarte molestias. De verdad. Solo quería hablarte de un asunto y pensé que sería mejor hacerlo fuera de la oficina.


Ella le soltó la mano y cerró la puerta, indicándole que entrara en el cuarto de estar. Le dieron ganas de hacer una mueca de fastidio, pero no se atrevió por si él la sorprendía. No había razón para herir sus sentimientos. Paula no dudaba de que quería hablarle de los rumores que circulaban por la oficina. Pero a ella ya no le importaban los rumores. Era su corazón roto lo que le preocupaba.


—No es molestia —entró en la pequeña cocina y lo miró por encima de la barra—. Siéntate mientras te sirvo algo —abrió la puerta de un armario y sonrió—. Tengo algunos botes de refresco.


Él se acercó a una silla y se sentó obedientemente, sin dejar de sonreír.


—Un refresco de cola estaría bien, gracias.


Ella asintió.


—Creo que yo también tomaré uno —llenó rápidamente dos vasos con hielo y sirvió las bebidas. Regresó al cuarto de estar, le dio un vaso y se sentó al borde del sofá—. ¿De qué querías hablarme? —preguntó al cabo de un momento, al ver que Arthur parecía perdido en sus pensamientos.


Él parpadeó y la miró con estupor antes de comprender lo que había dicho. Entonces se puso muy colorado.


— Sé que no es asunto mío —dijo —. Pero, verás, te conozco hace cinco años y siento una gran admiración por ti. No solo como persona, sino como profesional —su boca se curvó en una sonrisa—. Te estoy especialmente agradecido por haberme protegido de la cólera de Pedro todos estos años.


— ¿Lo sabías? —preguntó ella, sorprendida.


—Puede que no sea muy simpático, Paula, pero no soy estúpido.


—Soy perfectamente consciente de ello, Arthur.


—La verdad es que admiro a Pedro por lo que ha hecho con la empresa. Durante estos años ha tomado decisiones muy inteligentes que le han reportado mucho dinero y que seguirán haciéndolo en el futuro —Paula estaba asombrada. ¿Por qué quería hablarle de Pedro? Arthur dejó con nerviosismo su vaso sobre una mesita que había junto a su silla, se aclaró la garganta y dijo—. Sin embargo, confieso que estoy bastante preocupado por las decisiones personales que ha tomado últimamente —ella hizo amago de responder, pero Arthur levantó la mano para detenerla—. No me malinterpretes. La tenacidad y la agresividad de su carácter le han permitido superar muchos obstáculos. Sin embargo, me temo que esas cualidades no resultan tan admirables cuando las dirige contra la gente que lo rodea.


Ella aguardó hasta que estuvo segura de que había acabado. Cuando Arthur guardó silencio, dijo:
—Arthur, puede que Pedro no sea capaz de decírtelo a la cara, pero te considera una parte fundamental de la compañía, un auténtico mago de los números. Les has ahorrado, a él y a la empresa, una considerable cantidad de dinero. Sé que a Pedro no se le da muy bien demostrar su gratitud —sonrió de mala gana—. Por eso es tan generoso con las bonificaciones. Es la única forma que tiene de expresar su agradecimiento — apenas podía creer que estuviera defendiendo a Pedro. Arthur la miró con evidente confusión.


—Pero, Paulal, yo no estaba hablando de mí.


Ella pareció confundida.


—¿Ah, no?


—Claro que no. Eres tú la que me preocupa.


Paula sacudió la cabeza rápidamente para intentar aclararse. Debía de haberse perdido algo durante la conversación, aunque habría jurado que lo había escuchado todo con suma atención.


—Me temo que tendrás que explicarme qué quieres decir, Arthur. No entiendo dónde quieres ir a parar.


El se frotó la frente con nerviosismo. Cuando levantó la mirada hacia ella, dijo:
—Ojalá pudiera reducir lo que intento decirte a una ecuación matemática. Así no tendría problemas para hacerme entender —tomó su vaso y bebió un poco de refresco antes de volver a dejarlo sobre la mesa—. Está bien —continuó—. Deja que intente explicártelo de otra manera. No, espera. Primero, permíteme que te haga una pregunta. ¿Conoces bien a Pedro Alfonso?


El dolor de cabeza que Paula tenía desde que se había levantado se estaba agudizando. Entre la falta de sueño, el hecho de que su matrimonio le hubiera estallado en la cara y el galimatías de Arthur, estaba claro que aquel no era su día.
— Conocí a Pedro hace casi ocho años, poco después de que fundara la empresa. Creía que lo sabías.


Arthur movió la mano con impaciencia.


— Sé cuánto tiempo llevas trabajando para él, pero ¿lo conoces bien?


Buena pregunta. Evidentemente, no tan bien como había creído.


—Arthur —dijo intentando conservar la paciencia—, ¿por qué no me dices claramente lo que te preocupa?


Él se recostó en la silla y respiró hondo.


—Hace unas semanas, descubrí accidentalmente que mantienes una relación amorosa con él —parecía más hastiado que preocupado.


— ¿Y...? —preguntó ella, esperando que se explicara. No era de extrañar que Pedro perdiera la paciencia con aquel hombre. Había que tener la templanza de un santo para aguantar sus sinuosas explicaciones.


—Bueno, la verdad es que cuando, después de entrevistarme, Pedro me ofreció entrar a trabajar en la empresa, hice unas cuantas averiguaciones sobre su pasado — tragó saliva y se ajustó las gafas.


— ¿Que hiciste qué?


—No sé cómo son las cosas aquí, en Texas, pero en el Este nos gusta saber para quién trabajamos. No quería aceptar el empleo y descubrir más tarde que el negocio era una tapadera para encubrir actividades ilegales. En Texas hay mucho tráfico de drogas y de personas y también de... —movió la mano en el aire— de otras cosas. No quería verme implicado en asuntos turbios.


—Ah. Ya veo. Bueno, entiendo que estuvieras preocupado... siendo del Este y todo eso...


Él suspiró, aliviado.


— Gracias por ser tan comprensiva. No encontré nada ilegal acerca de la compañía, pero al revisar los antecedentes de Pedro descubrí que no es quien dice ser.


— ¿Ah, no? ¿Y quién es, entonces?


Una expresión de asco cruzó la cara de Arthur.


—No quisiera disgustarte, pero creo que, por tu propio bien, es mejor que sepas la verdad sobre ese hombre.


A Paula no dejaba de admirarla la forma en que funcionaba la mente de aquel individuo.


—Entiendo —dijo finalmente, sin saber qué otra cosa decir.
— Su verdadero nombre es Pedro J. Ogden, pero lamento decir que ha utilizado diversos alias.


—Entonces... ¿no se llama Alfonso? — preguntó, admirada por aquella fascinante conversación.


— Bueno... supongo que ahora sí. Alfonso es su nombre legal. Se lo cambió, ¿sabes?, lo cual resulta por sí solo bastante sospechoso, ¿no te parece?


—Hum —contestó ella, fingiéndose pensativa.


—Lo peor de todo es que su padre tiene un largo historial delictivo, aunque le han condenado muy pocas veces. Hasta el año pasado, cuando por fin las autoridades consiguieron meterlo entre rejas.


Paula arrugó el ceño.


—Qué interesante —dijo, preguntándose si Pedro querría saber dónde estaba su padre, o si le importaría—. Pero dime una cosa, ¿todo esto te preocupa por el hecho de que yo mantenga una relación amorosa con Pedro?


El bajó los ojos y se miró las manos, que tenía unidas entre las rodillas.


—No quiero que te hagan daño, Paula. Puede que Pedro no lo haga a propósito, pero mucho me temo que, si te empeñas en seguir con esa relación, acabará perjudicándote de alguna forma.


Lástima que no le hubiera dado aquel consejo una semana antes, pensó ella. Pero, claro, una semana antes ella todavía fantaseaba con su matrimonio, su marido, su futura familia y su vida de cuento de hadas.


Dejándose llevar por un impulso, estiró el brazo y le dio una palmadita en las manos.


—Eres muy amable al preocuparte por mí.


Sus palabras no parecieron tranquilizarlo.


—No, no lo soy. ¡No se trata de amabilidad en absoluto! —Arthur apartó las manos, se puso muy tieso y añadió—. Estoy enamorado de ti desde que entré a trabajar en la empresa, Paula. Creo que fue amor a primera vista. Tú representas todo lo que que algún día llegarías a sentir lo mismo por mí, pero al ver que no respondías a mis notas, comprendí que lo único que estaba haciendo era ponerme en ridículo.


Paula se quedó sin aliento y lo miró con estupor.


— ¿Qué estás diciendo exactamente, Arthur? ¿De qué notas hablas?


El color del semblante de Arthur pasó del blanco al rojo y, luego, de nuevo al blanco. Tenía la frente húmeda de sudor.


—Pensé que te parecería romántico recibir notas de un admirador secreto. Creía que descubrirías enseguida que eran mías. Pero no fue así.


Paula se puso en pie de un salto y lo miró, horrorizada.


—Arthur, ¿me estás diciendo que el acosador eras tú? ¡Ay, Dios mío! No tenía ni idea.


Él pareció ofendido.


—Yo no soy ningún acosador, Paula. Lo único que hice fue escribir unas notas diciéndote que me gustabas.


— ¡Pero entraste en mi apartamento!


— Solo una vez. Te lo juro. Había decidido dejártela para asegurarme de que la recibías, pero cuando llegué, la puerta estaba entreabierta. La señora de la limpieza estaba en el cuarto de baño, escuchando la radio. Sé que fue una estupidez por mi parte, pero quería darte una sorpresa. Así que dejé la nota encima de la cómoda para que la señora de la limpieza no la tirara accidentalmente a la papelera.


— ¡Y lo que conseguiste fue darme un susto de muerte! Arthur, ¿te das cuenta de lo que has hecho?


El parpadeó, asombrado.


— ¿Qué? ¿A qué te refieres?


—Fui a la policía pensando que un pervertido había entrado en mi apartamento. Incluso me fui a Carolina del Norte porque...


Se detuvo, comprendiendo al fin las consecuencias de las acciones de Arthur. Se dejó caer en el sofá y lo miró con renovado pavor, llevándose las manos a la boca. Él volvió a palidecer. Sus ojos parecían haber redoblado su tamaño cuando la miró, despavorido.


— ¿Hiciste todo eso por mi culpa? ¿Por mis notas? Las habladurías empezaron cuando volvisteis de Carolina del Norte. ¿Acaso te fuiste por mi culpa?


—Me fui porque estaba asustada, Arthur — dijo ella lentamente —. Tus notas eran cada vez más explícitas, por si no lo recuerdas.


Él volvió a ponerse colorado. Desvió la mirada un momento antes de volver a fijarla en ella, pero procuró no mirarla a los ojos.


— Sé que no se me dan muy bien las palabras, siempre ha sido así, pero quería que supieras lo que sentía y cuánto deseaba... deseaba...


—Los dos sabemos qué deseabas, Arthur. Tus notas lo dejaban bastante claro.


— ¡Pero no pretendía asustarte! No quería que pensaras que soy un mequetrefe que no sabe cómo es la vida.


Ella recostó la cabeza contra el sofá.


— Querías que te considerara sofisticado —dijo cansinamente, comprendiéndolo todo.


Él asintió resueltamente.


—Exacto. Paula, siento tanto haberte asustado... Pensé que te darías cuenta de que las notas eran mías.


Paula sintió ganas de gritarle. Deseó patalear, chillar e insultarlo con palabras que Arthur Simmons nunca había escuchado. Pero en lugar de hacerlo, se limitó a decir:
—La firma «tu admirador secreto» no daba muchas pistas, Arthur.


Él pareció avergonzado. Paula vio que se le empañaban los ojos, pero en ese momento no era capaz de sentir compasión por él. Por su culpa había aceptado casarse con Pedro Alfonso, emprendiendo así un camino lleno de dolor, tristeza y sufrimiento.


Se quedó allí sentada, mirándolo con rencor. Arthur la miró a los ojos con una agitación nerviosa que parecía rayar en el pánico. ¿Creería que iba a agredirlo? La verdad era que, si su madre no la hubiera educado como a una dama, podría haberle pegado.


Cerró los ojos para intentar borrarlo de sus pensamientos, pero su cerebro siguió bombardeándola con toda clase de ideas. Una de ellas hizo que abriera los ojos de repente.


— No has venido para contarme lo de esas notas. Has venido a hablarme del sórdido pasado de Pedro. ¿Por qué? —preguntó.


—Pensaba que estaba claro. Te quiero. Deseo lo mejor para ti. No habría elegido a Pedro Alfonso para ti, pero lo cierto es que no soy muy objetivo, soy el primero en admitirlo. Estaba convencido de que yo podía hacerte feliz. Ahora me doy cuenta de que me engañaba. De todos modos, pensé que tal vez, durante el viaje a Carolina, te habías sentido superada por su agresividad y habías acabado cediendo a sus deseos —alzó la voz ligeramente—. Ha consentido que se difundan todos esos chismes sobre ti en la oficina y ni una sola vez ha salido en tu defensa. Te debe demasiado como para permitir que te conviertas en la comidilla de la empresa.


Paula cerró los ojos otra vez.


—Él no se enteró de los rumores hasta ayer, Arthur.


—Ah. Entonces, tal vez aún no sea demasiado tarde para que haga lo correcto.


— ¿Y qué es lo correcto, según tú?


—Casarse contigo, por supuesto.


— Por supuesto —musitó ella—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido?


Arthur se levantó, y Paula hizo otro tanto.


—Lamento muchísimo haberte asustado. ¿Podrás perdonarme?


Aquel hombre estaba trastornado, eso era evidente. Paula lo miró con desesperanza. Era consciente de que había tomado ciertas decisiones sin tener todos los datos en su poder. Se había acogido al puerto seguro de Pedro, convencida de que sabía exactamente qué necesitaba él y cómo dárselo.


Miró los ojos amables y tristes de Arthur, y vio que estaba realmente arrepentido. Por fin, dio un paso adelante y le puso las manos sobre los hombros.


— Te perdono, Arthur, pero te sugiero que no vuelvas a escribir anónimos. Y te aconsejo que no le hables a nadie del pasado de Pedro.


— ¡Desde luego que no! Yo no voy por ahí divulgando secretos, Paula. Tú lo sabes. Nunca le he contado a nadie lo que sé de Pedro. Lo cierto es que creo que ha conseguido redimirse. Mira dónde está ahora.


¿Qué más le daba a ella todo aquello? Pedro la había despedido de su puesto de esposa y de asistente. Y si no lo había hecho aún, ya podía hacerlo. Si creía que iba a continuar trabajando para él después de las cosas que le había dicho, estaba muy equivocado.


Se concentró en el hombre que tenía frente a sí.


— Entonces, que todo esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?


Él asintió solemnemente.


—No merezco tu perdón, pero gracias, de todos modos — Arthur miró a su alrededor con nerviosismo—. Debo irme. Dejaré que sigas con lo que estabas haciendo, sea lo que sea —dijo.


Antes de que retrocediera, Paula le echó los brazos al cuello y lo abrazó con firmeza. Él pareció no saber qué hacer con las manos, pero al fin las dejó colgando sobre su espalda.


Así los encontró Pedro cuando entró en el apartamento.




BAJO AMENAZA: CAPITULO 31





Paula estaba subida en una silla, sacando los adornos de Navidad del maletero del armario. No había parado desde que se había levantado. La noche anterior apenas había podido conciliar el sueño. Y cuando había conseguido quedarse dormida, había tenido terribles pesadillas. Por la mañana, al levantarse de la cama, estaba exhausta.


Desde entonces había hecho muchísimas cosas. Casi todos los enseres de la cocina estaban ya empaquetados. Había salido temprano y conseguido algunas cajas en un supermercado cercano. Había buscado en las páginas amarillas direcciones de guardamuebles y el número de una empresa de mudanzas.


A pesar de cómo se sentía, seguía funcionando a toda máquina. Superaría todo aquello; no le cabía duda de que sobreviviría. Lo que de vez en cuando le hacía llorar era darse cuenta de que aquellas últimas semanas habían sido solo un espejismo. ¿De veras había pensado unos días antes que podía tener hijos con Pedro? ¿Cómo había podido estar tan ciega?


Se bajó de la silla y sacó las cajas del dormitorio. Este empezaba a parecerse a un almacén. Apenas veía la cama entre tantos paquetes.


Se sobresaltó al oír el timbre. No esperaba visita. ¿Quién sabía que estaba allí? Se estremeció. Quizás el hombre que la acosaba. O quizá se lo había inventado, como le había dicho Pedro. Tal vez estaba tan trastornada que se había imaginado lo de los anónimos con el propósito de llamar la atención. Al fin y al cabo, nadie parecía tomarla en serio.


El timbre sonó otra vez y Paula se preguntó si finalmente habría cruzado la línea de la locura. En vez de especular sobre quién podía ser, lo mejor sería que abriera la puerta y lo averiguara.


—Ya voy —dijo abriéndose paso entre las cajas. Se detuvo a mirar por la mirilla.


Al ver quién estaba al otro lado de la puerta, resopló. Quitó el cerrojo y abrió:
—Qué sorpresa. Pasa.




BAJO AMENAZA: CAPITULO 30





No empezó a llorar hasta que cerró con llave la puerta de la habitación que compartían. Entró en el vestidor y sacó sus maletas de debajo de una estantería. Recogió algunos montones de ropa y los arrojó sobre la cama. Luego vació sistemáticamente todos sus cajones, dobló la ropa y la guardó en las maletas. Metió en una bolsa sus cosas de aseo. Procuró mantener la mente en blanco mientras acababa de hacer el equipaje,Tenía que salir de aquella casa antes de derrumbarse por completo.


Cuando acabó de empaquetar sus cosas, sacó las tres maletas de la casa y se dirigió directamente al garaje. Lo que no había podido meter en las maletas, lo había tirado a la basura. No quería que quedara nada suyo en aquella casa. 


Una vez en el garaje, cargó el maletero del coche, abrió la puerta y salió cuidadosamente marcha atrás


«Gracias a Dios que todavía tengo mi apartamento», pensó mientras se dirigía hacia la puerta exterior, que se abrió automáticamente. Entonces recordó que ya había avisado a su casero de que dejaba el piso. Solo tenía dos días para decidir qué haría a continuación.


Quizá guardara sus cosas en un guardamuebles y se marchara a California a pasar una temporada con su familia. 


Allí podría evaluar su vida y plantearse qué quería hacer. 


Menos mal que tenía a sus hermanos. Ellos la consolarían, inventarían distracciones para su corazón dolorido.


De pronto, se le ocurrió una idea. Pedro nunca había conocido el lujo de contar con una familia que lo apoyara. 


«¡No empieces a sentir lástima por él!», se dijo, disgustada. 


Si alguien merecía compasión, era ella. Su matrimonio de cuento de hadas acababa de estallarle en la cara. El Príncipe Azul se había convertido de la noche a la mañana en un dragón que arrojaba fuego por las fauces. ¿De dónde había sacado la idea de que lo engañaba?, ¿es que no tenía ni una pizca de confianza en todo su cuerpo? Ni siquiera se había molestado en desmentir el rumor. No, Pedro Alfonso no hacía esas cosas. Sencillamente, había llegado a la conclusión más absurda posible. Ah, sí, claro, ella lo engañaba. El hecho de que se pasaran gran parte del día haciendo el amor parecía haber escapado a su corta memoria. ¿Cuándo demonios iba a estar con otro hombre?


Pedro estaba loco, pura y simplemente. Paula dio gracias por haberlo averiguado al principio de su matrimonio. Así podría olvidarlo más aprisa.


Cuando llegó, estaba tan furiosa que su cabeza echaba humo. Después de aparcar, metió el equipaje en el ascensor y pulsó el botón de su piso. En cuanto el ascensor se detuvo, arrastró las maletas por el pasillo, abrió la puerta y metió el pesado equipaje en el interior de su apartamento. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, fue a la cocina y puso a hervir agua para hacerse un té. De allí pasó al dormitorio y puso sábanas limpias en la cama. El apartamento olía a cerrado. Hacía tres semanas que no vivía allí.


Se había librado de milagro, pensó de repente. Su ángel de la guarda había intervenido antes de que perdiera más tiempo y energía organizando su boda con un misógino cerril y testarudo que podía citar los asquerosos dichos de su padre cuando convenía a sus propósitos.


Empezó a llorar otra vez, pero se limpió la cara rápidamente. 


Y pensar que había creído que su amor cambiaría la vida y las opiniones de Pedro... ¿Qué se había creído? Debía de estar loca.


Tras hacer la cama, regresó a la puerta principal, recogió él equipaje y se lo llevó a al dormitorio.


«Suerte que mañana es sábado. Así podré pasar el resto del fin de semana empaquetando las cosas para la mudanza.»


La tetera silbó y Paula regresó a la cocina y se preparó el té. De pronto, se sentía llena de energía. Y tenía ganas de hacer picadillo a Pedro.



****


El sábado, mientras yacía en la cama, Pedro deseaba morirse. Y cuanto antes, a ser posible.


No recordaba haberse sentido tan mal en toda su vida. El alcohol nunca le había sentado bien. Y su tolerancia no había mejorado con la edad.


Se había pasado casi toda la noche vomitando. En esos momentos estaba tendido en la cama, con una almohada sobre la cabeza, intentando impedir que la luz tocara sus ojos hinchados y doloridos. No había cerrado las cortinas antes de meterse en la cama, y estaba pagando las consecuencias de aquel olvido. Le dolía tanto la cabeza que apenas podía pensar. Pero ¿no era eso lo que había pretendido el día anterior, al emborracharse hasta perder el sentido? O tal vez lo que buscaba era ponerse en ridículo. 


Pues bien, debía sentirse orgulloso de sí mismo: había conseguido ambas cosas.


Esa noche, cada vez que se había levantado a vomitar, fragmentos de su discusión con Paula cruzaban su cabeza, 


Pero entonces no tenía modo de saber si realmente le había dicho todas las cosas que creía recordar, o si solo las había pensado. Ya estaba casi seguro de que las había dicho.


De pronto se sobresaltó al recordar a Paula de pie, ante él. 


Parecía furiosa, a pesar de su tono tranquilo. ¿Qué le había dicho?


Pedro gruñó. No sabía si quería recordarlo. Tampoco recordaba cuándo se había dado cuenta de que Paula no estaba en la cama, a su lado. Debía de estar realmente enfadada si se había ido a dormir a uno de los cuartos de invitados.


En fin, tal vez fuera mejor así. No quería que nadie lo viera en aquel estado. Apenas recordaba la tarde anterior, y la noche, salvo por el hecho de que era consciente de que se encontraba fatal, estaba totalmente en blanco. Lo que sí recordaba con claridad era la conversación que había oído por casualidad en la oficina.


Había ido al despacho de Arthur en busca de un informe. Al encontrar el despacho vacío, decidió dejarle una nota sobre la mesa. Como rara vez se acercaba por aquella parte de la oficina, no reconoció las voces de un hombre y una mujer que hablaban en el pasillo. Siguió escribiendo la nota para Arthur, pero, al mismo tiempo, empezó a prestar atención a la conversación.


La mujer había dicho:
— ¿No la viste el lunes en el parque con Rich? Estaban manoseándose el uno al otro. Rich la rodeó con el brazo y le llevó un vaso a la boca, como si estuviera inválida o algo así.


El hombre había contestado:
—Me preguntó qué esperará conseguir ahora esa mojigata de la señorita Chaves calentándole la cama a Rich. ¿Sabes que se ha ido a vivir con el jefe?


Pedro se había incorporado al caer en la cuenta de que estaban hablando de Paula. Paula y Rich Harmón. ¿Qué demonios significaba aquello?


— ¡No me digas! —Había exclamado la mujer—. ¿Cómo te has enterado?


El hombre se había echado a reír.


—Lo sabe todo el mundo. ¿Por qué crees que el jefe se la llevó en su último viaje? Debe de ser una fiera en la cama.


— Bueno —había contestado la mujer con desdén—, yo lo único que sé es que, por cómo la estaba toqueteando Rich, juraría que ha visto el color de sus sábanas más de una vez. Apenas podía creer lo que veían mis ojos. Justo ahí, en el parque, delante de todo el mundo. ¡Qué descaro!


Pedro se había quedado paralizado. El hombre y la mujer se habían alejado por el pasillo, sin darse cuenta de que acababan de destrozar su vida.


Ahora, sin embargo, la estupidez de su reacción lo llenaba de perplejidad. Pero en aquel momento, no había dudado ni por un segundo que lo que había oído era cierto. Siempre había creído que Paula era demasiado buena para él, siempre había temido no poder retenerla a su lado. Recordó haberse preguntado cuánto tiempo llevaría Harmon persiguiendo a Paula. Rich tenía cierta reputación de donjuán y Paula carecía de experiencia. Harmon debía de haberse aprovechado de ello.


O eso había pensado él absurdamente en aquel momento.


Cuando se había detenido en el despacho de Arthur, iba de camino al despacho de Paula para invitarla a almorzar. Pero, tras oír la conversación, se había puesto tan furioso que no quiso verla. Llamó a Julia, canceló sus citas de esa tarde y se marchó de la oficina. A partir de ese momento, sus recuerdos eran muy borrosos. Recordaba vagamente haber parado en una licorería para comprar una botella de whisky. 


¿Por qué whisky?, se preguntó. Si nunca le había gustado...


Lo siguiente que recordaba era estar sentado en el despacho de su casa mirando al jardín y pensando. 


Reconcomiéndose, mejor dicho. Recordaba haberse preguntado por qué había creído que Paula era diferente a las demás mujeres. En multitud de ocasiones durante su infancia había visto a su padre seducir a mujeres casadas. 


Sabía que era muy fácil.


«¡Pero Paula no es así!», gritó su mente. Paula no. Paula lo quería.


¿De dónde había sacado aquella idea? Paula lo quería..., se lo había dicho ella misma, ¿no? Creía recordar que sí. Sin embargo, no le había parecido muy contenta al decirlo.


Pedro intentó incorporarse y al instante se arrepintió. Cerró los ojos, aferrándose a la almohada, y deseó morirse en aquel mismo momento. Abrazar la almohada lo tranquilizaba. 


La funda conservaba el tenue perfume de Paula.


Se obligó a abrir los ojos y miró la puerta abierta del vestidor, recordando que el día anterior había gritado. ¿Le había gritado a Paula? Cielo santo, esperaba que no. Sus ojos se concentraron lentamente en el interior del vestidor... El vestidor de Paula. El vestidor vacío de Paula.


De repente, se incorporó, sobresaltado.


— ¿Paula? —gritó con voz ronca. Aguardó, pero no oyó nada.


¿Por qué había sacado Paula su ropa del vestidor? ¿Qué le había dicho para que lo hiciera?


Pedro se sentó a un lado de la cama y se sujetó la cabeza para que no se le cayera rodando de encima de los hombros. ¿Qué demonios le había dicho?


La había acusado de tener una aventura con Harmon; eso había hecho. No sabía si reír o llorar. ¿Paula? ¿Su Paula? 


Qué idea tan absurda...


Sin embargo,se la había creído, ¿no? Claro que sí. Por eso había comprado la botella de whisky y se había ido a casa a ahogar sus penas en alcohol. La idea de que otro hombre la abrazara, aunque fuera en un parque público, lo ponía enfermo.


Pero esa parte era cierta, ¿no? Paula le había dicho algo de que había comido con Rich en el parque. Qué extraño, ¿no?


No podía pensar, y el estómago vacío le dolía. Se puso en pie y consiguió acercarse a la ventana para cerrar las cortinas. «Qué alivio», pensó.


Debía encontrar a Paula y pedirle disculpas por su comportamiento. Ella tenía todo el derecho a estar furiosa. Muy furiosa. Tendría que humillarse ante ella, para lo cual estaba preparado, pero sería mejor que primero se aseara un poco. Acababa de descubrir que había dormido con la ropa puesta.


Consiguió llegar al cuarto de baño sin tropezarse. Se desnudó, se metió en la ducha y dejó que el chorro de agua le golpeara la cabeza. Una de dos: o se ahogaba o se despejaba. Le daba igual. Se secó y se puso un par de vaqueros desgastados y una camisa con las mangas cortadas. Sintiéndose casi humano otra vez, salió en busca de Paula.


Pero no la encontró por ninguna parte. Caminando con mucho cuidado para mantener el equilibrio y haciendo el menor ruido posible para no empeorar su jaqueca, volvió a su dormitorio. El armario de Paula estaba vacío. También faltaban sus cosas de aseo. Abrió un par de cajones y los encontró vacíos.


Paula lo había abandonado.


Tenía que hacer algo. No podía permitir que se fuera sin explicarle su comportamiento. Pero tenía las ideas enmarañadas y seguía doliéndole la cabeza.


Lo primero era lo primero. Se fue a la cocina y preparó un café bien cargado. A la tercera taza, su cerebro empezó a funcionar. Y entonces el alma se le cayó a los pies. ¿De veras le había dicho todas aquellas cosas a Paula? Sí, claro que sí. ¿Había esperado que ella se quedara y escuchara sus desvaríos? Claro que no.


Y ahora... ¿qué hacía?, se preguntó. ¿Y si Paula se negaba a volver con él? No lograba imaginarse la vida sin ella. Solo llevaban casados tres semanas, pero Paula formaba parte de su vida hacía mucho tiempo. Una parte necesaria. Tan necesaria como el aire que respiraba o la comida con que se alimentaba.


¿Por qué no había afrontado aquella realidad hasta ese momento? De niño, le había sido negado todo lo que anhelaba o creía necesitar. ¿Qué había ocurrido con sus sueños de juventud? En aquel entonces, su deseo más secreto era formar parte de una auténtica familia, una familia con un marido y una esposa, con hijos e hijas a los que amar y proteger. Deseaba pertenecer a alguien. Pertenecer a algún sitio.


Que lo quisieran.


Paulal le había dado un sentido del hogar. La empresa había hecho el papel de su hijo. Pedro había asumido el papel de papá yendo a las obras cada día mientras Paula se quedaba en casa; o, en su caso, en la oficina. Ella mantenía el orden y se aseguraba de que todo funcionara como debía. Él trabajaba para llevar a casa un sueldo. Ella se ocupaba del resto.


Llevaba años casado con Paula y no se había dado cuenta. 


Llevaba años enamorado de Paula y no se había percatado de ello hasta ese momento. Dios santo, ¿qué había hecho? Había lanzado acusaciones indescriptibles. Aterrorizado ante la idea de perderla, había dicho y hecho todo lo que estaba en su mano para ahuyentarla de su lado. Y lo había conseguido; eso era evidente. Ahora se preguntaba cómo sobreviviría sin ella.


Apuró el resto del café y puso un poco de pan en el tostador. 


Debía hacer algo para librarse de la intoxicación etílica.


Para cuando acabó de comerse su magro desayuno, ya sabía qué debía hacer. Debía encontrar a Paula. 


Enseguida. Antes de que se casaran, ella planeaba marcharse de la ciudad. Quizá hubiera decidido seguir adelante con sus planes. Si era así, tal vez ya habría dejado su apartamento. Pedro miró su reloj y gruñó. Eran casi las tres. No sabía a qué hora se habría marchado Paula de la casa. ¿Y si ya había salido de la ciudad?


Tenía que encontrarla... aunque tuviera que seguirla hasta California.