lunes, 20 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 18




Paula se apartó de un ruidoso grupo de turistas en la iglesia de Sant’Agnese y se llevó el móvil a la oreja.


–Perdona, no te he oído.


–Te decía que si te acordabas de que estamos invitados a la fiesta de los Bonucci, esta noche, para celebrar la apertura de su nuevo hotel.


–No lo he olvidado –respondió ella en tono seco.


Llevaba en Roma una semana, y aquella era el quinto acontecimiento social al que Pedro y ella acudirían. Apenas tenían tiempo de estar solos.


Él trabajaba todo el día y volvía tarde, con el tiempo de ducharse y cambiarse antes de salir. Nunca regresaban antes de medianoche y Pedro siempre hallaba un motivo para no acostarse hasta que ella se hubiera dormido.


Era fácil creer que la evitaba. Era lo que la insegura Paula hubiera pensado dos años antes. Pero había madurado y, en vez de apresurarse a sacar conclusiones, recordó que él era el consejero delegado de una de las empresas más importantes de Italia, por lo que debía acudir a reuniones sociales para establecer contactos como parte de su trabajo.


–Hoy te llegará un paquete. Te he comprado un vestido para esta noche.


–Ya ha llegado. Es precioso, gracias.


–¿No te importa?


Ella percibió su sorpresa, ya que estaba acostumbrado a que se pusiera tensa al recibir sus regalos.


–Me alegro de que te guste. Lo vi en un escaparate y supe que te quedaría bien.


–Si vuelves pronto, me lo pondré exclusivamente para ti –murmuró ella.


–Lo siento, cara, pero tengo una reunión a última hora. ¿Estarás lista para marcharnos a las siete y media?


Pedro


Se dio cuenta de que había cortado la llamada. Metió el teléfono en el bolso y se dirigió al ático con el ceño fruncido.


Sucedía algo que no entendía.


Las pocas veces que habían tenido relaciones sexuales habían sido estupendas para ambos. Pedro no podía haber fingido sus gemidos de placer al alcanzar el éxtasis dentro de ella.


Tampoco era imaginable que se hubiera cansado de ella. 


Siempre estaba levantado y vestido cuando ella se despertaba, pero el brillo de sus ojos le indicaba que hubiera querido volver a meterse en la cama.


¿Por qué no lo hacía? ¿Estaba muy presionado por el trabajo o había algo que lo preocupaba?


Suspiró mientras entraba en el piso. Tal vez, él también se estuviera preguntado hacia dónde iba su relación.


De mutuo acuerdo no explícito, no habían hablado de su matrimonio, pero Pedro no había desmentido la información de la prensa italiana sobre su reconciliación.


Él volvió a las siete y diez y entró en el dormitorio, donde ella, en ropa interior, se estaba cambiando para la fiesta. La examinó de arriba abajo, masculló algo incomprensible y salió disparado al cuarto de baño.


Paula se dijo que estaba harta. Cuando su viril esposo actuaba como una tímida virgen, había llegado el momento de pedirle explicaciones.


Pedro se puso rígido cuando ella lo abrazó por la cintura. 


Paula se había metido en la ducha. pero el sonido del agua había ahogado el ruido que había hecho al entrar.


Él pensó que iba a tener problemas.


«Rígido» era un descripción acertada de lo que le había sucedido a cierto órgano de su anatomía. Estaba tremendamente excitado, y el ronco murmullo de aprobación de ella empeoraba la situación.


Llevaba toda la semana intentando evitarla. La pesadilla lo había aterrorizado.


No quería sentirse posesivo ni celoso como su padre. No quería sentir emoción alguna. Tenía que conseguir controlar lo que sentía por Paula, fuera lo que fuera, pero cada vez que hacían el amor se veía más atrapado por su sensual hechizo.


La solución, había concluido, era resistir la tentación de su maravilloso cuerpo. Pero las manos de ella estaban arruinando sus buenas intenciones.


No pudo reprimir un gemido cuando ella le acarició el estómago y los muslos para llegar a su excitada masculinidad.


–Paula –murmuró entre dientes– no tenemos tiempo antes de la fiesta.


Ella se situó frente a él y lo besó en los labios.


–Empieza a las ocho. Has debido de leer mal la invitación.


Ella cerró la mano en torno a él y añadió con una sonrisa pícara:
–De todos modos, presiento que no tardaremos mucho.


Pedro respiró hondo cuando ella se arrodilló y sustituyó la mano por la boca.


¿Cómo iba a luchar contra el deseo de poseerla cuando ella le lamía suavemente la sensible punta? Solo un hombre de hielo se resistiría a la hermosa, generosa y atrevida Paula. 


Pero él estaba encendido.


Masculló un juramento, la tomó en brazos mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas y la penetró con tanta fuerza que casi llegaron los dos al éxtasis.


Fue urgente, intenso y, por tanto, no podía durar. Después de dos semanas de frustración sexual, la excitación de su acoplamiento fue electrizante.


Ella le clavó las uñas al aferrarse a sus hombros mientras él la agarraba por las nalgas y se movía dentro de ella con golpes fuertes y rápidos. Ella pronunció su nombre varias veces.


Era su hombre, su dueño, le pertenecía.


Y la condujo a un clímax que le produjo indescriptibles escalofríos de placer.


El clímax de él no fue menos espectacular. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un salvaje gemido antes de apoyar la cabeza en la garganta de ella mientras sus corazones latían al unísono.


Después, Paula tuvo que darse prisa para prepararse para la fiesta.


–Estás arrebatadora –le dijo él cuando apareció en el salón.


Ya lo había dejado sin aliento una vez aquella tarde, pero al verla con el largo vestido rojo de seda sintió una opresión en el pecho.


–Es un vestido precioso. Yo también tengo un regalo para ti.


Le entregó una caja de cuero negro con el distintivo AE grabado en la tapa. El reloj de platino era el más caro y prestigioso de la gama AE y era el preferido de Pedro.


–Me habías dicho que se te había estropeado el reloj y que debías llevarlo a arreglar. He pensado que te gustaría sustituirlo por este.


–No sé qué decir.


Se le había quedado la boca seca. Sabía cuánto valía el reloj, pero lo que más le conmovió fue que ella hubiera elegido precisamente ese modelo. Sonrió.


–Es el primer regalo que me hacen desde que tenía ocho años.


–Supongo que aparte de los de Navidad y cumpleaños.


–Mi padre dejó de celebrar fechas señaladas después de la muerte de mi madre. Ella me regaló un cochecito de carreras cuando cumplí ocho años. Murió de cáncer unas semanas después.


A Paula le sorprendió la falta de emoción de su voz.


–Tuvo que ser terrible para tu padre y para ti.


Durante unos segundos, una expresión indescifrable se dibujó en el rostro de Pedro, pero se encogió de hombros y dijo:
–La vida sigue –se puso el reloj–. Gracias Es el mejor regalo que me han hecho.






VOTOS DE AMOR: CAPITULO 17





Cuando un ruido la despertó, Paula no supo cuánto había dormido. Entre las brumas del sueño, se dio cuenta de que había oído un grito.


Recuperó la memoria.


Había hecho el amor con Pedro la noche anterior.


¿Por qué las cosas no parecían tan bien a la mañana siguiente?


A la pálida luz que entraba por la persiana vio que eran las cuatro de la mañana.


Pedro estaba sentado en la cama y jadeaba como si hubiera corrido el maratón.


Paula le puso la mano en el hombro y él dio un brinco.


–¡Paula! –tomó aire–. No me había dado cuenta de que estuvieras despierta.


–He oído un ruido. ¿Por qué gritabas?


–He volcado la jarra de agua. Lo siento, cara. He maldecido en voz demasiado alta.


Ella lo miró con recelo, sin creerse del todo la explicación.


–Me ha parecido que decías: «Quería matarla», o algo así.


Recordó vagamente haber oído esas mismas palabras con anterioridad.


–¿Sigues teniendo pesadillas como hace dos años en Casa Celeste?


Deseaba poder verle la cara. Se sintió desconcertada al ver que la jarra de agua seguía de pie en la mesilla.


–Creo que lo has soñado –afirmó él. Había recuperado el ritmo normal de la respiración.


Ella frunció el ceño.


–Estoy segura de que no ha sido un sueño.


Le resultaba difícil pensar mientras él le acariciaba el cuello.


Trató de apartarlo, pero él comenzó a besarla en la garganta y el inicio de los senos. Tenía los pezones muy sensibilizados por sus caricias previas. Contuvo la respiración cuando él se los lamió con la punta de la lengua.


–Pedro…


Trató de luchar contra el deseo que la invadía y centrarse en averiguar los motivos de que él hubiera gritado. Estaba segura de no haberlo soñado.


Pero él ya tenía la mano entre sus piernas y comenzó a acariciarla. Paula gimió cuando él sustituyó los dedos por la boca, ella arqueó instintivamente las caderas y tembló antes de experimentar el éxtasis final.


Pero en un rincón de su cerebro una vocecita le susurró que él había tratado de distraerla.


A la llegada del alba, Pedro miraba las manillas del reloj que avanzaban lentamente hacia las seis. Por suerte, ya no tendría que volverse a dormir. La pesadilla había sido tan vívida que, al recordarla, rompió a sudar.


Había soñado con dos figuras en un balcón, no el de Casa Celeste, sino el del ático donde estaba. Y las figuras no eran Lorena y su padre, sino Paula y él.


Ella se burlaba diciéndole que prefería al camarero a él. Él estaba furioso. Extendía la mano y ella caía.


Solo había sido un sueño, se dijo. No significaba nada.


Giró la cabeza y vio el rostro de Paula en la almohada. Era hermosa. No debiera haberla llevado a Roma. Quería protegerla mientras el acosador siguiera suelto, pero tal vez el sueño fuera una advertencia de que corría el mismo peligro con él.








VOTOS DE AMOR: CAPITULO 16




Pedro estaba de pie frente a la puerta de la terraza de su habitación, que daba a la plaza. La vista era espectacular. 


Pero aquella noche, mientras se tomaba un vaso de whisky, apenas se fijó en los edificios de Roma. Pensaba en su esposa, que ocupaba la habitación de invitados al lado de la suya.


Le había vuelto a suceder. Había pasado en su compañía menos de un día y su determinación de mantenerse alejado de ella vacilaba.


Pensó que la culpable era su sonrisa. Cuando Paula sonreía se le iluminaba todo el rostro, como al reconocer la trattoria o al contemplar las rosas amarillas de su habitación. Era la única mujer que conocía que prefería que le regalaran rosas en vez de diamantes.


Después de lo que ella le había contado sobre las penurias económicas de su infancia, entendía por qué quería ser tan independiente. Le había dicho que su carrera la
enorgullecía, pero él creía que lo había abandonado porque estaba enamorada de Ryan Fellows, el guitarrista.


Los celos eran un sentimiento venenoso que te infectaba el alma.


Por la seguridad de Paula, debía controlar ese monstruo que creía haber heredado de su padre. Esa misma noche había querido matar al camarero que había flirteado con ella.


¿Se sentía así su padre cuando su hermosa y joven esposa sonreía a otros hombres?


Recordó el rostro sonriente de su madrastra y la vio inclinarse hacia él de modo que sus senos casi se le salían de la parte superior del bikini mientras le pedía que le diera crema.


Él había ido a Casa Celeste a pasar las vacaciones y llevaba todo el verano teniendo fantasías eróticas con su madrastra. 


Su padre lo había observado siguiéndola a todas partes como un perrito y habían tenido una bronca. Nunca había visto a su padre tan enfadado. Más tarde, los había oído discutir en el balcón.


¿Nunca desaparecerían esas imágenes de su mente? 


Terminó de beberse el whisky y al ir a alejarse de la ventana un movimiento en el exterior atrajo su atención. Paula había salido a la terraza.


Pedro se quedó paralizado mientras observaba cómo la brisa pegaba el largo camisón blanco a su cuerpo delgado. 


Estaba preciosa a la luz de la luna.


Por el bien de ella debía hacer caso omiso del deseo que lo aguijoneaba por dentro. Pero, a pesar de sus buenas intenciones, no pudo dejar de mirarla.


Ella le daba la espalda y se inclinó aún más sobre la barandilla.


Lo asaltó un recuerdo: su madrastra apoyada en la barandilla, cayendo, cayendo. El grito de Lorena resonó en su cerebro.


–¡Apártate de ahí!


La calma nocturna se quebró por el grito de Pedro. Paula, sobresaltada, miró a su alrededor y chilló asustada cuando él la agarró de la cintura, la levantó y la depositó en su dormitorio, el de Pedro.


–¿Qué haces?


–¿Que qué hago? ¿Qué hacías tú asomada a la barandilla de esa manera?


Soltó una palabrota y se apartó el cabello de la frente con mano temblorosa, según observó ella. Nunca había visto aquella expresión en sus ojos, de puro terror.


Él se apartó de ella, se sirvió otro whisky y se lo tomó de un trago.


–Intentaba ver mejor las fuentes. No corría peligro alguno, ya que la barandilla es demasiado alta para que me caiga.


Él se volvió lentamente hacia ella. Había recuperado el color y parecía incómodo por su extraño comportamiento.


–Supongo que he reaccionado de forma exagerada –masculló–. Es que detesto las alturas.


Ella lo miró sorprendida.


–Odias las alturas, pero vives en un ático con terraza –afirmó ella mientras apretaba los labios para no reírse.


–No tiene gracia.


–Vamos, Pedro, un poco sí –ella soltó una risita–. Probablemente tienes una de las mejores vistas de Roma, pero te da miedo disfrutar de ella. Es la reacción más humana que he visto en ti.


Él cerró los ojos y trató de bloquear los recuerdos que giraban en su cerebro como nubes negras. Fue en vano.


Volvió a oír a su padre y a Lorena discutiendo en el balcón de la torre. Él estaba en el jardín, y durante años había sido incapaz de recordar quién se había movido primero: su padre o Lorena. Se quedó aterrorizado al ver precipitarse a su madrastra desde el balcón. Nunca olvidaría cómo había gritado. Momentos después vio a su padre caer tras Lorena.


Le pareció que todo transcurría a cámara lenta, pero solo debieron de pasar unos segundos hasta que oyó los dos golpes contra el suelo. Había cerrado los ojos. Durante años borró los detalles de lo que había contemplado, hasta que las pesadillas le revelaron lo que había ocurrido exactamente en el balcón.


Pedro abrió los ojos y vio que Paula lo miraba fijamente.


–Seguro que no, cara. Siempre he reaccionado como un hombre normal cuando estoy contigo.


Paula se dio cuenta de que estaba furioso porque se había burlado de él. El brillo de los ojos de su esposo le indicó que se había pasado de la raya. La tensión entre ambos estaba a punto de estallar.


Él lanzó una maldición al tiempo que la agarraba y la atraía hacia sí.


–Será un placer demostrarte que mis reacciones son las normales en un ser humano.


Sin darle la oportunidad de contestarle, la besó en la boca como si fuera de su propiedad. A continuación le puso las manos en las nalgas. Ella sintió el calor de su tacto a través del camisón y ahogó un grito cuando él la apretó contra sí y sintió su excitada masculinidad.


Siguió sin poder protestar, ya que él le había introducido la lengua entre los labios y exploraba su boca de forma tan erótica que Paula sintió que se derretía.


El mutuo deseo había ido intensificándose durante toda la velada. Siempre había sido una fuerza decisiva en su relación y, por mucho que el sentido común indicara a Paula que debía poner fin a aquella locura, su cuerpo se sometió voluntariamente a la deliciosa sensación que él le producía con las manos y la boca.


Pedro le recorrió la garganta con los labios. Ella la arqueó y se entregó al placer, que se intensificó cuando él le bajó las hombreras del camisón y dejó al descubierto sus senos.


Paula sabía que debía detenerlo, pero se olvidó cuando él tomó sus senos en las manos y los masajeó suavemente. La sensación era deliciosa, y se transformó en increíblemente maravillosa cuando él le acarició los pezones con el pulgar. 


Su deseo creció de forma tan desesperada que presionó las caderas contra las de él de modo que el duro bulto que había debajo de sus pantalones se frotara con su oculta feminidad.


Él masculló algo y tiró de su camisón hasta que cayó al suelo y la dejó desnuda. Ella murmuró algo, avergonzada, cuando él le deslizó una mano entre las piernas y le sonrió burlón al descubrir la humedad causada por su excitación.


–Parece que tú también reaccionas como un ser humano totalmente normal, tesorino.


Ella cerró los ojos para no ver su cínica expresión.


Pedro, no…


Él le alzó la barbilla.


–¿Lloras, Paula? –una expresión dolorida le cruzó el rostro.


Ella le pareció frágil y vulnerable. Las magulladuras de los brazos le recordaron que había escapado por los pelos del acosador que estaba obsesionado con ella.


–¿En serio crees que voy a hacerte daño?


Ella negó con la cabeza.


–Sé que tratabas de protegerme al verme en el balcón –lo miró a los ojos–. Sé que contigo estoy a salvo.


Él no quería pensar en el pasado y en sus secretos. Lo que quería, lo que necesitaba, era perderse en la dulce seducción del cuerpo de Paula, besarla y que lo besase, acariciar su piel de seda y sentir sus suaves manos en su cuerpo llevándolo al borde del éxtasis.


La llevaría con él en esa tumultuosa cabalgada, ya que la pasión que había entre ellos nunca la había experimentado con otra mujer.


Paula suspiró cuando volvió a besarla en la boca, pero esa vez la pasión se vio atenuada por una ternura que la conmovió.


Él lo era todo: el amor de su vida.


Los dos años que habían estado separados habían sido de interminable soledad. Todas las noches dormía sola y su corazón deseaba únicamente a un hombre.


Él le recorrió la clavícula con los labios y descendió hasta los senos, donde dibujó húmedos círculos en cada aureola antes de lamerle los pezones. Ella cerró los ojos y se entregó a su mágica sensualidad.


La realidad se esfumó y fue sustituida por otra en la que solo existían Pedro y ella.


Notó que él la tumbaba en la cama, vio como se desnudaba y el corazón le latió más deprisa al contemplar su cuerpo. 


Era una obra de arte. Sintió su cálida piel en los dedos y el vello que le cubría el pecho y le descendía en forma de flecha por el plano estómago.


La longitud de su excitada masculinidad fue otra prueba, por si acaso necesitaba más, de su deseo. Había olvidado su poderosa constitución.


Él debió de ver la duda en sus ojos porque sonrió con malicia y se tumbó a su lado para después abrazarla.


–¿Te lo estás pensando mejor, tesorino? –murmuró.


Ella le sonrió temblorosa.


–Dos años son mucho tiempo. He perdido la práctica.


La mirada de él se oscureció.


–¿No ha habido nadie más?


Ella no estaba dispuesta a mentirle.


–No.


–Para mí tampoco.


Ella se quedó sorprendida.


–¿En serio que en dos años no has…?


–Aunque viviéramos separados, eras y eres mi esposa.


No era de extrañar que estuviera tan excitado. Su esposo era un hombre muy sexual, por lo que la frustración debía de haberlo vuelto loco.


Sus ojos se encontraron. Él deslizó los dedos hasta los dorados rizos del vértice de sus muslos. A pesar del tiempo transcurrido, recordaba perfectamente cómo complacerla, sabía el momento exacto en que debía introducirle un dedo, luego otro, y moverlos en una danza implacable hasta hacerla gritar de placer y desesperación.


A él le encantó su espontánea respuesta. Consciente de que estaba a punto de explotar, lanzó un gemido y se puso encima de ella, le deslizó las manos bajo las nalgas y la penetró de una poderosa embestida. Ella ahogó un grito.


–¿Te he hecho daño? –preguntó dispuesto a salir de ella.


Pero Paula le rodeó las caderas con las piernas.


–No, es que es una sensación deliciosa.


Su tímida sonrisa le recordó la primera vez que le había hecho el amor.


Se concentró únicamente en proporcionarle placer. 


Comenzó a moverse lentamente, con embestidas fuertes y controladas que incrementaron la mutua excitación. Ella pronto captó el ritmo y levantó las caderas ante cada embestida.


Sus cuerpos se movieron al unísono, cada vez más deprisa hacia la cima, donde se detuvieron unos segundos antes de despeñarse en la explosión de su mutua liberación.


Mucho tiempo después, Pedro rodó sobre sí mismo para quedarse tumbado de espaldas. Inmediatamente rodeó con el brazo a Paula y la atrajo hacia su pecho.


Ella pensó que tenían que hablar, pero ya no estaba segura de cuál quería que fuera el resultado de la conversación.


¿Haber hecho el amor había significado algo para él o simplemente había saciado su deseo sexual?


Pedro


–Duérmete, tesorino –murmuró él mientras le acariciaba la espalda.


Ella se olvidó de todo, salvo del placer de estar con él en el mundo íntimo que habían creado.