martes, 7 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 17




Paula se despertó cuando Pedro le sacudió el hombro, y también por el sonido del teléfono.


–Estaba en la cocina preparando café cuando empezó a sonar –le explicó él pasándoselo.


Paula trató de agarrar el teléfono, sentarse y cubrirse los senos desnudos a la vez, pero no lo consiguió.


¿Qué diablos?, pensó desesperada. Ni que Pedro no le hubiera visto los senos antes. Y, sin embargo, de pronto sentía vergüenza delante de él. Supuso que no todos los días se levantaba una con semejantes recuerdos. En cierto modo le parecía irreal. ¿De verdad la había atado y le había dado unos azotes? Estaba claro que sí, a juzgar por lo sensible que tenía el trasero.


–Es mi madre –dijo tratando de sonar natural–. ¿Te importa? –le hizo un gesto para que se fuera.


Pedro sonrió, se dio la vuelta y salió del dormitorio. Gracias a Dios. Aquel diablo de hombre estaba completamente desnudo. Estaba claro que él no sufría de timidez.


–Hola, mamá –dijo Paula al teléfono–. Es un poco temprano, ¿no? Acabo de despertarme. ¿Te importa que te cuente de la boda cuando llegue a casa?


–Supongo que no. Pero también te llamaba para recordarte que hoy es el día de la barbacoa familiar. Pensé que a lo mejor te habías olvidado.


Y así era. Era una tradición que se celebraba una vez al mes, cuando la familia se reunía en casa de sus padres.


–Estaba pensando que podrías decirle a Pedro que viniera. A tu padre y a mí nos encantaría conocerle.


Lo que significaba que su madre quería ver qué aspecto tenía. Su madre era una mujer muy intuitiva, y seguramente habría captado algo en su tono de voz.


–Se lo diré, mamá –accedió Paula–. Pero no te garantizo que diga que sí. Tal vez quiera irse a su casa después de un viaje tan largo.


–Entiendo. Bueno, ¿qué te parece si me llamas cuando pares y me dices si Pedro viene o no?


–Lo haré. Ahora tengo que irme, mamá.


–Antes de irte, ¿qué tal la boda? ¿No ocurrió ningún desastre relacionado con la ley de Murphy?


–Todo salió perfecto, mamá –aseguró Paula–. Te llamaré más tarde. Adiós.


Paula se levantó y se metió rápidamente al baño, donde la visión de su vestido rosa de dama de honor colgado en la bañera le recordó al escenario de sumisión que Pedro había insistido en crear. Ahí fue cuando comenzó su pérdida de voluntad, por supuesto. En aquella ducha. Para cuando Pedro cerró el agua, estaba tan excitada que podría haber hecho cualquier cosa con ella.


La velocidad con la que se había convertido en una esclava sexual sumisa era alarmante. Entonces, ¿por qué no estaba alarmada? Tal vez porque debajo de todo aquel juego de dominación, Pedro era un buen hombre. Un hombre decente. Paula estaba convencida de que nunca la haría daño. No había más que ver cómo le había hecho el amor por la noche, de forma dulce y suave. Paula había disfrutado de aquella vez más que en otras ocasiones. Y había habido bastantes hasta el momento, pensó. Pedro parecía incapaz de mantener las manos alejadas de ella.


Tras darse una ducha rápida, Paula se puso en el trasero un poco de crema hidratante que encontró en la cómoda. 


Todavía le ardía un poco, aunque no demasiado. Luego se cepilló los dientes, se recogió el pelo en una coleta y corrió a la otra habitación para agarrar ropa limpia: unos vaqueros blancos y una camiseta de tirantes azul y blanca. Se calzó unas sandalias blancas y se dirigió a la cocina. Por fortuna, Pedro llevaba ahora el albornoz blanco que antes estaba en el suelo del dormitorio. Estaba sentado a la mesa con una tostada y un café delante.


–Creo que tu madre te quiere sonsacar –aseguró.


–Seguramente. Es difícil que se le escape algo –reconoció Paula–. Quería saber cómo había salido la boda. Y también quería invitarte esta noche a nuestra barbacoa familiar.


Pedro alzó las cejas.


–¿Tú quieres que vaya, Paula?


Ella se encogió de hombros.


–No creo que te fueras a divertir mucho. Mi madre te interrogaría, y mi padre seguramente te sometería al tercer grado si pensara que estabas interesado en mí.


–Y lo estoy.


A Paula le molestó que dijera aquello. Porque no estaba realmente interesado en ella. Solo quería seguir practicando el sexo mientras estuviera en Australia. Sí, Pedro era básicamente un hombre bueno, pero también era mimado y egoísta. Aunque eso no era culpa suya, por supuesto. Había nacido guapo y rico, y ambas cosas suponían factores de corrupción. Seguramente habría desarrollado el gusto por las perversiones porque había practicado demasiado sexo en su vida y se había aburrido de hacer el amor a la manera tradicional.


Paula suspiró.


–Sinceramente, creo que no deberías ir.


–¿Por qué?


–Por las razones que acabo de darte.


–Pero quiero conocer a tus padres.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por el amor de Dios, ¿por qué?


–Porque quiero pedirles que te den esta semana libre para que podamos ir a Sídney y trabajar juntos en Fab Fashions. He pensado que podríamos quedarnos allí en lugar de tener que conducir todos los días por la autopista. Mi madre tiene un apartamento en Bondi que podríamos usar.


Paula no supo qué decir. Ella quería ir, por supuesto. Quería tener la oportunidad de hacer algo por Fab Fashions. Y sí, quería pasar más tiempo a solas con Pedro. Pero en el fondo, en el lugar reservado para las decisiones difíciles, sabía que, si lo hacía, se implicaría más emocionalmente con él.


–No… no sé, Pedro –murmuró vacilante apartándose para prepararse un café–. Como tú mismo dijiste, seguramente no hay forma de arreglar Fab Fashions. Sería una pérdida de tiempo.


–No estoy de acuerdo. Hablaremos de ello en el camino de regreso a casa y pensaremos en un nombre nuevo, uno que suponga un éxito de marketing. Porque tienes razón, Paula. Las empresas como la nuestra no deberían largarse cuando las cosas se ponen difíciles. Podemos permitirnos sufrir algunas pérdidas durante un tiempo, sobre todo si la alternativa es que haya gente que pierda su trabajo.


Paula quería creer que hablaba en serio. Pero le costaba. 


Empresas como Alfonso y Asociados solo buscaban beneficios. No les importaba nada la gente corriente. Y eso era ella. Gente corriente.


Paula terminó de preparar el café y lo llevó a la mesa.


–Lo siento, Pedro –dijo sentándose en una silla–. Pero prefiero no hacerlo. Soy mecánica, no experta en marketing.


–Entonces, ¿no vas a luchar por Fab Fashions?


–Ya te conté lo que no iba bien del negocio. Eres un hombre inteligente. Me pondré la capa de las ideas en el camino de regreso a casa y pensaré un nombre que pueda funcionar. Luego dependerá de ti.


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante y luego se encogió de hombros.


–Como quieras –dijo–. Pero no me importaría ir a esa barbacoa, Paula.


–No, Pedro, yo prefiero que no vengas.


Él frunció el ceño.


–¿Y eso?


–No quiero que mis padres se enteren de lo que hemos estado haciendo este fin de semana. Y se enterarán. A mi madre le bastará con vernos juntos para saberlo.


–Somos adultos, Paula. No es ningún crimen que tengamos relaciones sexuales.


–No, pero no es propio de mí meterme tan rápidamente en la cama de un hombre. Seguramente mi madre llegará a la conclusión equivocada.


–¿Y qué conclusión es esa?


–Que me he enamorado locamente.


Una vez más, Pedro se la quedó mirando largamente.


–Doy por hecho que eso no ha pasado, ¿verdad?


–Sabes perfectamente que no. Hemos tenido un fin de semana sucio, eso es todo –no era propio de ella describir su fin de semana en aquellos términos, pero después de todo, era la verdad.


–Yo no lo veo así, Paula. Me gustas. Mucho. Y quiero verte más.


–Lo que quieres es tener más sexo pervertido conmigo mientras estés en Australia.


Pedro frunció el ceño en gesto disgustado.


–Haces que todo suene sucio. Sí, por supuesto que quiero tener más sexo contigo, pero no solo sexo perverso. También me gusta hacer el amor contigo de forma más tradicional. Y quiero pasar tiempo contigo fuera de la cama.


Paula soltó una carcajada amarga.


–Sí, ya me he dado cuenta de que también te gusta hacerlo fuera de la cama.


Los azules ojos de Pedro brillaron frustrados.


–Muy graciosa. Solo recuerda que fuiste tú quien declinó mi oferta de trabajar juntos en Fab Fashions.


–Podré vivir con ello. Con lo que no puedo vivir es con que me tomes por una idiota.


Pedro se puso muy recto en la silla. Tenía una expresión furiosa.


–Nunca he hecho nada semejante. Creo que eres una de las mujeres más inteligentes que he conocido en mi vida. Y la más obstinada. Supongo que, si te pido que vengas a Nueva York conmigo, me dirás también que no.


Paula no podía estar más sorprendida. Tanto que se quedó sin palabras.


–¿Y bien? –le espetó Pedro al ver que no decía nada–. ¿Qué contestarías a esa oferta?


Paula aspiró con fuerza el aire y luego lo dejó escapar muy despacio.


–Te diría que muchas gracias pero no. Mi vida está aquí, en Australia. No sería feliz en Nueva York.


–¿Cómo lo sabes?


–Sencillamente, lo sé.


Pedro la miró ahora con desesperación.


–La mayoría de las chicas no dejaría pasar la oportunidad. Por el amor de Dios, Paula, no tendrás que pagar por nada. Podrías quedarte en mi apartamento y pasar las mejores vacaciones de tu vida.


La palabra «vacaciones» reafirmó lo que Paula ya sabía. No estaba interesado seriamente en ella. Y nunca lo estaría. 


Pedro ya había dicho que no quería casarse. Solo se estaba divirtiendo, y con el tiempo se cansaría de ella.


–¿No podríamos dejar las cosas como están, Pedro? Estaré encantada de salir contigo mientras estés aquí. Me gustas mucho, pero no quiero ir a América contigo.


Pedro supuso que debería haberse sentido aliviado de que no aceptara su impulsiva oferta. Pero no era así. Se sentía decepcionado. Quería enseñarle Nueva York, quería que se lo pasara como nunca.


–De acuerdo –murmuró.


–Por favor, no me consideres una ingrata –continuó Paula mirándole con cariño–. Ha sido una oferta muy generosa. Pero es mejor que me quede aquí, en Australia.


Pedro suspiró y luego sonrió.


–Bueno, pero mañana por la noche cenamos juntos, ¿de acuerdo?


Ella sonrió también.


–Por supuesto. ¿Dónde vas a llevarme?


–No tengo ni idea. Le preguntaré a mi madre cuando vuelva mañana. Ella conoce los mejores sitios de la zona. Pero tendrás que venir a buscarme. No puedo conducir hasta que consiga el alta médica. Con suerte, el martes ya la tendré y podré conducir el coche de mi madre.


–Entonces, ¿tu madre estará allí cuando pase a recogerte? –preguntó Paula con cierto pánico.


–Sí, pero no te preocupes. Mi madre es muy simpática, a pesar de todo.


–¿Qué quieres decir con eso?


–Te lo explicaré en el camino de regreso –dijo Pedro, pensando que no tendría que haber hecho aquel comentario tan revelador.


Pero ya era demasiado tarde. Además, así tendrían algo de qué hablar. Contarle a Paula las proezas de su madre a lo largo de los años le llevaría tiempo.


–Iré a ducharme y a afeitarme mientras tú desayunas. Luego deberíamos ponernos en marcha.






CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 16




Estaba loco? Se moriría si no seguía. No había estado tan excitada en su vida.


–Estoy bien –afirmó con voz ronca–. No pares, por favor.


Pedro soltó una carcajada breve y sexy.


–Tus deseos son órdenes para mí.


Eso sí que tenía gracia, pensó Paula. Era él quien daba las órdenes. Pero a ella le encantaba.


–Solo es un juego, Paula –le recordó ahora–. Puedes detenerme en cualquier momento, ¿de acuerdo?


–De acuerdo –murmuró ella.


El primer azote de su mano derecha en la nalga izquierda hizo que contuviera el aliento, pero no por el dolor, sino por el asombro. Aunque sí le ardió un poco. Paula hundió la cara en la colcha, decidida a no gritar. Siguió otro azote. Y luego otro. La mano de Pedro fue de izquierda a derecha con un ritmo lento e incesante hasta que tuvo las nalgas en llamas. 


Y rojas, sin duda. Y aunque le ardía el trasero y estaba incómoda, no quería que parara. Había algo exquisitamente placentero en aquella experiencia. Paula aguantaba la respiración entre azotes anticipándose al contacto de la mano de Pedro sobre su piel y mordiéndose el labio inferior cada vez. Los azotes empezaron a espaciarse, el tiempo de espera se extendió hasta que estuvo a punto de suplicar por más. Cuando finalmente Pedro se detuvo del todo, ella gimió frustrada.


–Ya es suficiente –afirmó Pedro.


Pero no la desató. Lo que hizo fue tumbarse a su lado en la cama. Cuando giró la cabeza para mirarlo, vio que estaba completamente desnudo.


–Dime, ¿qué te ha parecido? –le preguntó Pedro.


–Lo que me ha parecido –jadeó ella–, es que, si no me haces el amor en los próximos diez segundos, eres hombre muerto.


Pedro sonrió.


–No estás en posición de dar órdenes, ¿no es así, querida Paula?


–Por favor, Pedro –suplicó ella.


–Si insistes…


Paula no podía creer que no la desatara al principio. Se limitó a abrirle las piernas y luego se colocó entre ellas.


Paula gimió cuando se frotó contra su cuerpo.


–Estás muy húmeda –murmuró él.


Pedro estaba a punto de perder el control. Había llegado el momento de ponerse el preservativo, antes de que las cosas se le fueran de las manos.


Gracias a Dios, Andy le había proporcionado reservas, así que tenía uno a mano.


Paula gritó cuando la penetró y agitó con frenesí el trasero contra él con una urgencia que denotaba un cruel nivel de frustración. Pedro no estaba mucho mejor, la agarró de las caderas y marcó un ritmo salvaje, olvidándose de todo excepto de lo que su cuerpo estaba sintiendo en aquel momento. El calor. El deseo exacerbado. La locura de todo aquello. El repentino y violento clímax de Paula solo precedió al suyo por un segundo o dos.


Paula se quedó después tumbada, asombrada y completamente satisfecha. Comenzó a sentir una languidez en las extremidades y los párpados se le fueron volviendo más y más pesados. Pedro estaba tumbado boca arriba y ahora respiraba profundamente. Paula quería mantenerse despierta. Pero no podía decirle que no al sueño. Llegó al instante, cuando todavía tenía las manos atadas.


Pedro también se quedó dormido.


Se despertó él primero, confundido durante un instante sin saber dónde estaba. Y luego lo recordó todo.


Soltó un gemido de culpabilidad. ¿Cómo era posible que la hubiera dejado así? No se despertó cuando la desató con sumo cuidado. Se estiró levemente cuando sacó la almohada de debajo de sus caderas, pero gracias a Dios no se despertó. Se puso en posición semifetal. Pedro le cubrió el delicioso trasero con una sábana y se dirigió al cuarto de baño.


Se dio una ducha rápida y regresó al dormitorio. Se quedó al lado de la cama con la vista clavada en el cuerpo de Paula. 


Supuso que no debía sentirse culpable de nada; Paula había disfrutado. Nunca tenía la certeza absoluta de que sus novias cumplieran sus deseos sexuales porque estaban en la misma onda que él o porque era el hijo y heredero de Mariano Alfonso. Con Paula no tenía esas dudas. Maldición, ojalá viviera en América.


Tal vez pudiera pedirle que se fuera con él. Podría conseguirle un trabajo y un apartamento bonito. O incluso podría pedirle que se fueran a vivir juntos.


Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento. Su padre le había advertido que nunca hiciera aquello, llevarse a una mujer a vivir con él. A menos que estuvieran casados.


Por mucho que Paula afirmara que nunca se casaría con un hombre rico, no había visto el estilo de vida que Pedro tenía en Nueva York. Su apartamento tenía vistas a Central Park y contaba con una piscina en la azotea y un gimnasio completamente equipado con spa. Tenía un vestidor lleno de trajes de marca y zapatos hechos a mano, un Ferrari en el garaje y una cuenta corriente que le permitía cenar en los mejores restaurantes de Nueva York. También tenía acceso al jet privado de la empresa, que lo llevaba a pasar el fin de semana a Acapulco en verano y a esquiar en Aspen en invierno.


Aquel estilo de vida podía corromper a la chica más sencilla, sobre todo si nunca había vivido semejante lujo.


No, sería mejor no pedirle a Paula que se fuera a América con él. Lo mejor sería seguir con el plan original: tener una aventura con ella y dejarlo así. No estaba enamorado de Paula. Solo le gustaba y la admiraba mucho. Y la deseaba locamente. Ya tenía otra erección que le tentaba a subirse otra vez a la cama y despertarla. No creía que a ella le fuera a importar.


Pedro se protegió primero y luego se metió bajo las sábanas y se acurrucó a su espalda al estilo cuchara. Paula se estiró al instante, apretándose contra él cuando empezó a acariciarle los senos. Estaba claro que los seguía teniendo muy sensibles, así que bajó un poco más y le acarició el vientre y luego los muslos.


–Sí, por favor –susurró ella cuando se apretó contra su sexo, todavía húmedo.


Pedro sintió una oleada de ternura al deslizarse en su interior. Dios, nunca había sentido nada parecido con ninguna chica. Era tan dulce y tan sexy al mismo tiempo… era única. Se tomó su tiempo y marcó un ritmo lento. Disfrutó de los sonidos que Paula emitía, de cómo se retorcía contra él. Y entonces, cuando supo que estaba a punto de llegar al orgasmo, la acarició del modo que sabía que ella llegaría también.


Alcanzaron juntos el clímax. Pedro se sorprendió al experimentar otra oleada de emoción. Esta vez no fue solo ternura, sino algo más profundo. Mucho más profundo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y se preguntó si no estaría a punto de enamorarse.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 15





Gracias a Dios que ya se han ido –murmuró Pedro entre dientes cuando Andy y Catherine se marcharon en su coche, decorado para la ocasión. La feliz pareja iba a pasar la noche de bodas en una posada cercana muy estilosa, y menos mal, porque Andy había bebido mucho champán. Pedro no había tomado ni una gota. Necesitaba tener la cabeza despejada y el cuerpo libre de intoxicaciones para los juegos que tenía en mente llevar a cabo con Paula aquella noche. 


Seguramente sería la última vez que podría disfrutar de ella de aquel modo.


La noche siguiente podría tener acceso total al apartamento de su madre en Blue Bay, ya que ella no regresaba hasta el lunes, pero tal vez Paula no quisiera pasar la noche con él allí. Estaba claro que todavía vivía con sus padres y tendría que darles cuentas. Al menos a su madre.


Pero mientras tanto…


Paula vio a Pedro al final del grupo de invitados que habían salido a despedir a los novios. Durante la última hora había estado un poco distraído. No había hablado mucho. Ni tampoco había bebido. Ella había mantenido el consumo al mínimo, pero porque tenía que conducir. Pedro no.


Cuando se acercó a él, Pedro tenía el ceño fruncido.


–¿Por qué tienes esa cara? –le preguntó–. ¿Te duele el hombro?


–No –afirmó él mirándola de un modo extraño–. Estoy bien. Y más que dispuesto a darte unos azotes cuando llegue el momento.


Paula contuvo el aliento.


–¿Azotes? –repitió con tono convulso.


Se lo quedó mirando mientras trataba de dilucidar si la idea la excitaba o le resultaba repugnante.


–Creo que podrías disfrutar de la experiencia. Pero solo lo haré si tú quieres, Paula –continuó con aquel tono seductor que adoptaba con frecuencia–. Nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras.


Pero ese no era el problema. El problema era que, una vez metidos en harina, quería que hiciera todo lo que quisiera. Ya se estaba preguntando entonces qué sentiría si le diera unos azotes.


Paula trató de actuar con frialdad aunque estuviera totalmente nerviosa.


–Lo… lo pensaré –dijo.


Y por supuesto, eso suponía un problema añadido. Cada vez que pensaba en hacer algo sexual con él, se excitaba. Ya lo estaba. Lo había estado toda la velada. Pero ahora la temperatura de su cuerpo y su deseo se habían disparado.


–Vamos –dijo Pedro con brusquedad–. Salgamos de aquí.


Paula vaciló.


–Pero ¿no deberíamos despedirnos antes de la gente?


–¿De quién? Mañana veremos a Gerardo y Amelia antes de irnos. Podemos despedirnos entonces.


–Pero no veremos a los padres de la novia por la mañana. Deberíamos decirles adiós por educación.


Pedro torció el gesto.


–Despídete tú si quieres. Te esperaré aquí. No tardes mucho.


Paula se dio la vuelta y volvió a la carpa. Tardó menos de cinco minutos en despedirse apropiadamente y recoger el ramo. Pedro seguía teniendo una expresión impaciente cuando regresó a su lado.


–¿Por qué has tardado tanto? –gruñó mientras la guiaba hacia el coche.


Paula no pudo disimular la exasperación y se detuvo en seco.


–Por el amor de Dios, Pedro, ¿qué te pasa de repente? Estás actuando como un imbécil.


Él suspiró.


–Lo siento. Es que estoy impaciente por estar contigo a solas, eso es todo. ¿Tienes las llaves? –le preguntó cuando se acercaron al coche.


–Sí, por supuesto.


–Bien.


Paula se subió al coche, dejó el ramo en la parte de atrás y luego condujo. La única conversación que mantuvieron fue para hablar de cuál era el camino más corto para volver a la cabaña. Cuando Paula detuvo el coche frente al pequeño porche, tenía el estómago del revés y el corazón le latía con fuerza.


¿De verdad iba a dejar que le diera azotes?


Oh, Dios, pensó dejando escapar un suspiro de pánico.


Pedro lo escuchó y entendió la razón que lo había provocado.


–No estés nerviosa –le dijo con dulzura.


–Lo estoy un poco. Nunca antes me han dado azotes.


–Lo entiendo. ¿Y alguna vez te han atado?


Paula abrió los ojos de par en par.


–No. Yo… creía que esas cosas solo se hacían en los burdeles.


–A mucha gente le gustan los juegos eróticos. Eso es lo que estoy sugiriendo. Nada serio. No se trata de humillar ni de hacer daño. Solo quiero darte placer, Paula. Puedes decir que no en cualquier momento cuando algo no te guste.


–Pero… pero puede que no sepa si me gusta o no hasta que lo hayas hecho.


–Entiendo –Dios, era maravillosa. Y deliciosa. La deseaba locamente–. Te prometo que me lo tomaré con mucha calma. Te daré tiempo para decir que no antes de que la cosa vaya demasiado lejos.


–Oh, de acuerdo.


–Vamos.


Primero la llevó al baño y allí la desnudó despacio, como había prometido. Los pezones erectos dejaban en evidencia que estaba disfrutando de verdad. Hasta el momento. 


Contuvo el aliento cuando Pedro le pellizcó uno de los rosados picos, y gimió cuando repitió la operación en el otro.


–¿Todavía están sensibles? –preguntó él mientras se quitaba rápidamente la ropa.


–Un poco –confesó Paula temblorosa–. Pero no demasiado.


–Bien –Pedro se quitó el reloj y lo dejó sobre la cómoda.


Paula recordó que la noche anterior no se lo había quitado. 


Pero la noche anterior no le había dado unos azotes.


El corazón le dio un vuelco.


–Primero nos daremos una ducha juntos –ordenó Pedro–. Pero no me puedes tocar, preciosa. Eres demasiado buena con las manos.


Pedro le dio la vuelta mientras la aseaba, haciéndola gemir cuando la frotó suavemente con la esponja entre las piernas. 


Cuando apagó el agua y la giró hacia él, supo que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera. Le brillaban los ojos y tenía los labios entreabiertos.


Pedro pensó que nunca la había visto tan guapa ni tan deseable. Pensó en pasar de los juegos para disfrutar directamente del sexo, pero tenía la impresión de que Paula anhelaba ahora vivir la experiencia. Pedro confió en ser capaz de controlarse en aquel juego que normalmente duraba bastante.


Salió de la ducha y agarró los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Se puso uno y le pasó el otro a Paula.


–Póntelo –le ordenó.


Ella lo hizo sin pestañear.


–No, no te lo ates –Pedro tiró del cinturón y lo sacó de las trabillas antes de enrollarlo en la mano izquierda.


La tomó de la mano y la guio hacia el dormitorio. Paula temblaba cuando llegaron a la esquina de la cama. Pero Pedro estaba seguro de que ya no era por los nervios.


–Seguramente ya estés seca. No necesitas el albornoz.


–Pero tú tienes todavía el tuyo puesto –protestó ella.


–Esa es la idea.


Al ver que dudaba, Pedro se inclinó y le dijo al oído:
–No tienes que ponerte a pensar, Paula. Lo que tienes que hacer es tumbarte en esa cama y dejar que te dé placer.


A ella se le aceleró la respiración mientras se quitaba obediente el albornoz y se tumbaba sobre la cama apoyando la cabeza en la almohada.


–No, así no –dijo Pedro dándole la vuelta–. Si quieres que pare, solo tienes que decírmelo.


Paula no dijo nada, se limitó a hundir la cara en la almohada. 


Pedro le agarró con delicadeza las manos y se las puso a la espalda. Luego le ató las muñecas con el cinturón del albornoz. No muy fuerte, solo lo suficiente para que se sintiera atada y a su merced. Ese era el punto, por supuesto.


 Aquello era lo que la excitaría al máximo. Finalmente, le quitó la almohada de la cara y se la puso bajo las caderas, levantándole las nalgas de un modo invitador y erótico.


Cuando Pedro dio un paso atrás para examinar su trabajo, la visión de Paula en aquella postura le dejó sin respiración. 


Dios mío, qué sexy estaba. Y se hallaba completamente a su merced. Era una combinación embriagadora. Y aunque tenía una erección completa, de pronto ya no le preocupaba tanto su propia satisfacción, sino cómo se sentía Paula. Le daba miedo que pudiera decirle que no a aquellas alturas.


–¿Estás bien, Paula? –le preguntó con dulzura–. ¿Quieres que siga?