domingo, 7 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 3




—La he encontrado.


Pedro se quedó de piedra.


Era lo que llevaba esperando desde el mes de junio, pero en ese momento le daba miedo formular la pregunta. Sintió que le daba un vuelco el corazón, se reclinó en la silla y miró al detective en busca de pistas.


—¿Dónde? —le preguntó al fin.


—En Suffolk. Está viviendo en una casita.


«Viviendo», pensó y su corazón recuperó el ritmo normal.


Durante todo ese tiempo había temido que…


—¿Está bien?


—Sí, está bien.


—¿Sola?


El hombre hizo una pausa.


—No. La casa pertenece a un hombre que se llama Joaquin Blake. Trabaja en el extranjero, pero viene y va.


Cielos. Se sentía tan mareado que no fue capaz de registrar las últimas palabras que le habían dicho.


—¿Que tiene qué?


—Bebés. Dos gemelas. Tienen ocho meses.


—¿Ocho? —repitió él—. ¿O sea, que él tiene hijos?


—Al parecer, no. Creo que son de ella. Lleva viviendo allí desde mediados de enero del año pasado, y las pequeñas nacieron durante el verano… en junio, según decía la mujer de la oficina de correos. Fue de gran ayuda. Creo que ha habido muchos rumores sobre su relación.


Estaba seguro de ello. Cielos, deseaba matarla. O a Blake. Quizá a los dos.


—Por supuesto, según las fechas, parece que estaba
embarazada cuando lo dejó, así que podrían ser sus hijas… o podría haber tenido una aventura con ese tal Blake.


—Sólo dedíquese a su trabajo. Yo haré los cálculos —soltó Pedrotratando de ignorar la idea de que hubiera podido serle infiel—. ¿Dónde está? Quiero su dirección.


—Todo está aquí —dijo el hombre, y le entregó un sobre—Con mi factura.


—Me ocuparé de ella. Gracias.


—Si necesita algo más, señor Alfonso, cualquier otra
información…


—Me pondré en contacto con usted.


—La mujer de la oficina de correos me dijo que Blake está fuera en estos momentos, si le sirve de algo —añadió antes de abrir la puerta.


Pedro miró el sobre y esperó a que se cerrara la puerta para
abrirlo. Al ver las fotos que contenía, se le cortó la respiración.


Paula estaba preciosa. Aunque diferente. Tenía el cabello más largo y lo llevaba recogido en una coleta, de forma que parecía más joven y más libre. Ya no llevaba mechas rubias y su cabello volvía a ser castaño, con un pequeño rizo al final de la coleta que hacía que él deseara acariciárselo y tirar de él con suavidad para atraerla de nuevo a su lado.


También había engordado una pizca, pero le sentaba bien.


Parecía feliz. Curiosamente, a pesar de que había estado
desesperado por tener noticias de ella durante un año, tres
semanas y dos días, no era Paula la que llamaba su atención después del shock inicial. Eran los bebés que aparecían sentados en un carrito de supermercado.


Dos gemelas preciosas.


¿Sus hijas? Era una posibilidad. Sólo tenía que mirar el cabello oscuro, y de punta, tan parecido al suyo cuando tenía esa edad. Era como si estuviera mirando una foto suya de cuando era pequeño.


Pedro miró las fotografías durante un buen rato. Ella estaba viva y tenía dos niñas preciosas.


Dos niñas que seguramente fueran hijas suyas.


Dos niñas que no conocía, de las que ni siquiera sabía su
existencia. De pronto, sintió que no podía respirar.


¿Por qué no se lo había dicho Paula? ¿Se lo habría contado
alguna vez? ¿Cómo podía habérselo ocultado?


A menos que no fueran sus hijas…


Sintió que la rabia lo invadía por dentro y deseó destrozar algo, igual que ella lo había destrozado a él.


El pisapapeles golpeó contra la ventana y se rompió, cayendo al suelo en varios pedazos. Él agachó la cabeza y contó hasta diez.


—¿Pedro?


—La han encontrado en Suffolk. Tengo que irme.


—Por supuesto —le dijo su secretaria—. Pero tómate un minuto para tranquilizarte. Te prepararé un té y buscaré a alguien para que recoja tus cosas.


—Tengo una maleta en el coche. Tendrás que cancelar lo de
Nueva York. Es más, cancela todo lo de los dos próximos días. Lo siento, Andrea, no quiero té. Sólo quiero ver a mi esposa.


Y a las niñas. A sus hijas.


Ella le bloqueó el paso.


—Ha pasado más de un año, Pedro. Otros diez minutos no
marcarán la diferencia. No puedes aparecer así, la asustarás. Tienes que ir más despacio, pensar lo que vas a decirle. Siéntate. ¿Has comido?


Él se sentó y la miró, preguntándose de qué diablos estaba
hablando.


—¿Comer?


—Sí. Tómate un té y un sándwich y podrás marcharte —Andrea salió del despacho.


Él se puso en pie, se acercó a la ventana y apoyó las manos y la frente sobre el cristal. ¿Cómo no se había enterado? ¿Cómo podía ella haberle ocultado algo tan importante durante tanto tiempo?


Oyó que se abría la puerta y que Andrea regresaba.


—¿Ésta es ella?


—Sí.


—¿Y las niñas?


Él miró por la ventana.


—Sí. Es curioso, ¿verdad? Parece que soy padre, y ella ni
siquiera me lo ha contado. O eso, o ha tenido una aventura con mi doble, porque se parecen muchísimo a mí.


Ella dejó la bandeja en la mesa, se acercó a él y lo abrazó sin más.


Él no sabía qué hacer. Había pasado tanto tiempo desde que
alguien lo abrazara por última vez que estaba desconcertado. Al momento, levantó los brazos y la abrazó también. Al sentir su calor, estuvo a punto de desmoronarse y, para evitarlo, dio un paso atrás y se volvió, inhalando en profundidad y tratando de mantener el control de la situación.


—Cielos, es que son iguales que tú.


Ella estaba mirando las fotos que se hallaban sobre el escritorio con una sonrisa.


Él asintió.


—Sí. Sí, lo son. He visto fotos mías de cuando debía de tener esa edad. Mi madre tiene un álbum… —y entonces, se dio cuenta. Su madre se había convertido en abuela. Tenía que decírselo. Iba a hacerla feliz.


Se le humedecieron los ojos.


—Venga, tómate el té y los sándwiches y le diré a David que
traiga el coche.


El coche. Un deportivo descapotable de dos asientos, donde no podría colocar las sillitas de los bebés.


Pero no importaba. Lo cambiaría. Escribió la dirección en el GPS y salió de la ciudad, sintiendo el aire frío de febrero sobre su cabeza y confiando en que eso lo ayudara a pensar, porque no tenía ni idea de qué iba a decirle a Paulaa.


Y seguía sin saberlo dos horas más tarde, cuando el GPS lo guió hasta el centro de la ciudad. Se detuvo en la oscuridad y sacó el plano que le había dado el detective.


El puente que cruzaba el río se encontraba delante de él, así que sólo tenía que continuar recto.


Respiró hondo y cerró la capota al percatarse de que empezaba a lloviznar. Poco después, recorría el camino lleno de baches que llegaba hasta una casa.


Al iluminarla con las luces del coche, vio que Paula se acercaba, con un bebé en brazos, a la ventana que estaba a la derecha de la puerta principal y se le encogió el corazón.


—Shh, Eva, no llores, cariño… Huy, mira, ¡viene alguien! ¿Vamos a ver quién es? ¡Puede que sea la tía Juana!


Se acercó para mirar por la ventana y, al ver el coche, sintió que se quedaba sin respiración.


—¡Pedro! ¿Cómo…?


Se sentó en el sofá que había junto a la ventana, ignorando al bebé que se chupaba el puño y lloriqueaba en su hombro, y a su hermana, que estaba en el parque de juegos. Lo único que podía hacer era mirar cómo Pedro salía del coche, cerraba la puerta y se dirigía al porche.


Se habían encendido las luces exteriores, pero él podría verla en el interior porque tenía la luz de la cocina encendida.


Pedro llamó al timbre y se volvió. Estaba muy tenso y llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones.


Paula se percató de que estaba más delgado, porque claro,
seguramente desde que ella no estaba a su lado para organizarle la vida, él no cuidaba de sí mismo. Durante un instante, se sintió culpable. Pero no era culpa suya. Si él la hubiera escuchado y le hubiera prestado más atención el año anterior, cuando ella le dijo que no era feliz… Pero no.


«No esperes que vaya tras de ti, a suplicarte. Ya sabes dónde encontrarme cuando cambies de opinión».


Pero ella no había cambiado de opinión, y por supuesto él no la había llamado. Ella sabía que no lo haría.


Pedro no suplicaba jamás, y ella se dejó llevar, sin saber qué hacer cuando se enteró de que estaba embarazada, pero consciente de que no podía regresar con el mismo hombre que había dejado.


Aunque todavía llorara por las noches porque lo echaba de
menos. Aunque cada vez que miraba a sus hijas sintiera una
profunda pena por el hecho de que no conocieran a su padre. Pero ¿cómo iba a decírselo si él siempre había insistido en que era lo último que deseaba tener eran hijos?


En ese momento, Murphy aulló, se dirigió a la puerta y comenzó a ladrar. Eva dejó de lloriquear y comenzó a gritar, y él se volvió hacia la puerta y miró a Paula a los ojos.


Estaba tan cerca...


Allí mismo, al otro lado del cristal, con una de sus hijas en brazos.


El perro estaba ladrando y él no sabía qué hacer.


«No puedes aparecer así, la asustarás. Tienes que ir más
despacio, pensar lo que vas a decirle». Andrea, una mujer sabia y sensata. A Pau le encantaría.


Pero él todavía no sabía qué diablos iba a decir.


Pensó que debía sonreír, pero no lo conseguía. Y no podía
apartar la vista de su rostro. Tenía aspecto de agotada, pero él nunca había visto algo más bello en su vida. Entonces, ella se volvió y él llevó la mano hasta el cristal, como para detenerla.



PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 2





Dos horas más tarde estaba sentada en la cocina de la casa de Juana en Suffolk. Su amiga había ido a recogerla y le estaba preparando un café.


Y el aroma era repugnante.


—Lo siento… No puedo.


Se dirigió corriendo al baño y vomitó. Cuando se incorporó, Juana estaba detrás de ella, mirándola a través del espejo.


—¿Estás bien?


—Sobreviviré. Es culpa de los nervios. Lo quiero, Juani, y lo he estropeado todo. Se ha ido, y no me gusta nada.


Juana la miró, abrió el armario que había sobre el lavabo y sacó una caja.


—Toma.


Ella miró la caja y soltó una risita.


—¿Un test de embarazo? No seas tonta. Sabes que no puedo tener hijos. Me he hecho muchas pruebas. No hay manera. No puedo concebir.


—Las palabras «no puedo» no existen. Yo soy la prueba de ello. Hazme caso.


Salió del baño y cerró la puerta. Paula se encogió de hombros y leyó las instrucciones del test. Era una estupidez.


No podía estar embarazada.


—¿Qué diablos voy a hacer?


—¿Quieres quedarte con él?


Ni siquiera tenía que pensar en ello. A pesar de estar sorprendida por el resultado del test de embarazo, sabía la respuesta.


Negó con la cabeza.


—No. Pedro siempre ha insistido en que no quiere tener hijos y, en cualquier caso, tendría que cambiar mucho para aceptar ocuparse de un hijo mío. ¿Sabes que me dijo que no podía marcharme porque tenía un contrato?


—A lo mejor se aferraba a su única esperanza.


—¿Pedro? No seas ridícula. Él no se aferra a nada. Y
probablemente no sea una opción. Me dijo que, si no iba con él, se había acabado. Pero tengo que vivir en algún sitio, no puedo quedarme contigo y con Pablo, y menos cuando tú también estás embarazada otra vez. Creo que con un bebé tendrás suficiente —soltó una carcajada—. No puedo creer que esté embarazada, después de todos estos años.


Juana sonrió.


—Pasa en las mejores familias —dijo Juana con una sonrisa—. Has tenido suerte de que tuviera un test de sobra. Estuve a punto de hacérmelo por segunda vez porque no podía creerlo la primera. Ahora ya lo hemos asumido y hasta me hace ilusión tener otro hijo, y los niños también están encantados. Bueno, ¿y dónde quieres vivir? ¿En el campo o en la ciudad?


Paula trató de sonreír.


—¿En el campo? —preguntó dubitativa—. No quiero regresar a Londres, y sé que es una tontería, pero quiero un jardín.


—¿Un jardín? —Juana ladeó la cabeza y sonrió—. Dame un
minuto.


Paula oyó que hablaba por teléfono desde la habitación contigua y después vio que regresaba con una sonrisa en los labios.


—Solucionado. Pablo tiene un amigo que se llama Joaquin Blake que va a irse a trabajar a Chicago durante un año. Había encontrado a alguien para que se ocupara de su casa, pero le ha fallado, y está desesperado por encontrar a otra persona.


—¿Y por qué no la alquila?


—Porque tendrá que regresar de vez en cuando. Pero es una casa enorme. Tendrás cubiertos todos los gastos, y lo único que tienes que hacer es vivir allí, no hacer fiestas salvajes y llamar al fontanero si fuera necesario. Ah, y ocuparte del perro. ¿Te gustan los perros?


—Me encantan los perros. Siempre he querido tener uno.


—Estupendo. Y Murphy es fantástico. Te encantará.
Y la casa también. Se llama Rose Cottage y tiene un jardín
maravilloso. Lo mejor es que está a sólo tres millas de aquí, así que podremos vernos a menudo. Será divertido.


—¿Y qué hay del bebé? ¿No le importará?


—¿A Joaquin? No. Le encantan los bebés. Además, casi nunca está en casa. Venga, vamos a verlo ahora mismo.





PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 1







—No voy a ir contigo.


Su voz invadió el silencio de la habitación y Pedro se enderezó para mirarla.


—¿Qué? ¿Qué quieres decir con que no vas a venir conmigo? Llevas semanas trabajando en esto, ¿qué tienes que hacer antes de marcharte? ¿Y de cuánto tiempo estás hablando? ¿De mañana? ¿Del miércoles? Necesito que estés allí, Pau, tenemos mucho que hacer.


Paula negó con la cabeza.


—No. Quiero decir que no voy a ir a Japón. Ni hoy, ni la semana que viene, ni nunca. Ni tampoco a otro sitio.


No podía marcharse.


No podía empaquetar sus cosas y marcharse a Japón. Pedro volaría a Japón. Ella no. Ella no iría a ningún sitio. Otra vez no.


Sería la enésima vez que lo hiciera durante el agitado tiempo que habían pasado juntos. No podía volver a hacerlo.


Él metió una camisa en la maleta y se volvió hacia ella con
expresión incrédula.


—¿Lo dices en serio? ¿Te has vuelto loca?


—No. Nunca he hablado más en serio. Estoy harta —le dijo—. No quiero hacerlo más. Estoy cansada de que me digas «vamos», y que lo único que yo te pregunte sea «¿adónde?». Me dices que tienes que cambiar de lugar y yo te ayudo a hacerlo… En cualquier idioma, en cualquier país, en el sitio donde hayas decidido ir.


—Eres mi secretaria personal, ¡es tu trabajo!


—No, Pedro. Soy tu esposa, y estoy cansada de que me trates como a cualquier otro empleado. No permitiré que sigas haciéndolo.


Él la miró un instante, se pasó la mano por el cabello y miró el reloj antes de guardar otra camisa.


—Has elegido un mal momento para tener problemas conyugales —se quejó él.


—No es un problema —dijo ella, tratando de mantener la calma— Es un hecho. No voy a ir, y no sé si estaré aquí cuando regreses. No puedo soportarlo más, y necesito tiempo para pensar qué quiero hacer.


Él arrugó la camisa entre las manos, pero a ella no le importó. No había sido ella quien la había planchado. Solían llevar la ropa a la lavandería. Ella estaba demasiado ocupada asegurándose de que todo funcionara correctamente.


—Diablos, Pau, has elegido el peor momento.


Pedro tiró la camisa dentro de la maleta y se acercó a la ventana.


Pasó la mano sobre el cristal y contempló el horizonte londinense.


—Sabes lo que esto significa para mí. Sabes lo importante que es ese contrato. ¿Por qué hoy?


—No lo sé —dijo ella—. Quizá haya llegado al límite. Estoy harta de no tener vida propia.


—¡Tenemos una vida en común! —se quejó él, y se acercó a
ella—. Una buena vida.


—No, siempre estamos trabajando.


—¡Y tenemos mucho éxito!


—En el ámbito laboral, estoy de acuerdo. Pero eso no es vida — lo miró fijamente a los ojos, para demostrarle que no la intimidaba—  Nuestra vida personal no es un éxito porque no la tenemos, PedroNo hemos ido a ver a tu familia en Navidad, hemos trabajado el día de Año Nuevo… Por favor, ¡si vimos los fuegos artificiales desde la ventana del despacho! ¿Y sabías que hoy es el último día para quitar los adornos navideños? Ni siquiera los hemos puesto, PedroNo hemos celebrado la Navidad. Todo ha sucedido a nuestro
alrededor mientras nosotros trabajábamos. Y yo quiero algo más que eso. Quiero una casa, un jardín, tiempo para dedicarles a las plantas, para tocar la tierra con las manos y oler las rosas —bajó el tono de voz—. Nunca nos detenemos a oler las rosas, Pedro. Nunca.


Él frunció el ceño, suspiró y miró el reloj.


—Tómate tiempo libre, si es eso lo que necesitas, pero ven
conmigo, Pau. Date un masaje, ve a ver un jardín Zen, pero por favor, basta de tonterías.


—¿Tonterías? No puedo creerlo, Pedro. No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho. No quiero ir a visitar un jardín Zen. No quiero que me den un masaje. No voy a ir. Necesito tiempo para pensar, para decidir qué quiero hacer con mi vida, y no puedo hacerlo contigo a mi lado, caminando de un lado a otro de la habitación del hotel a las cuatro de la mañana, tratando de contagiarme tus ansias de poder. No puedo hacerlo y no lo haré.


Él se pasó la mano por el cabello oscuro otra vez, y después
metió la bolsa de ropa sucia y los zapatos que estaban junto a la cama en la maleta y la cerró.


—Estás loca. No sé qué te pasa. Será el síndrome premenstrual o algo. Y, en cualquier caso, no puedes marcharte sin más, tienes un contrato.


—¿Un con…? —ella soltó una carcajada—. Pues demándame — dijo con amargura. Se volvió y salió de la habitación.


Todavía estaba oscuro, y las luces de la ciudad se reflejaban
sobre el río. Ella contempló la vista desde el salón y después cerró los ojos.


Oyó que él cerraba la cremallera de la maleta y que la arrastraba por el suelo.


—Me voy. ¿Vas a acompañarme?


—No.


—¿Estás segura? Porque si no lo estás, basta. No esperes que vaya tras de ti, a suplicarte.


Ella estuvo a punto de reírse, pero se le estaba partiendo el
corazón.


—No espero que lo hagas.


—Bien. ¿Dónde está mi pasaporte?


—En la mesa, con los billetes —dijo ella sin volverse, y esperó, conteniendo la respiración.


¿A qué esperaba? ¿A recibir una disculpa? ¿A escuchar un «te quiero»? No, eso nunca. No podía recordar cuándo se lo había dicho por última vez, y sabía que no se lo diría en aquellos momentos. Oyó sus pasos y el ruido de las ruedas de la maleta sobre el suelo. Escuchó cómo recogía los billetes y el pasaporte, y después, el ruido de la puerta al abrirse.


—Última llamada.


—No voy a ir.


—Muy bien. Como quieras. Ya sabes dónde encontrarme cuando cambies de opinión —hizo una pausa, respiró hondo y cerró la puerta.


Ella permaneció inmóvil y, cuando escuchó el sonido del
ascensor, se apoyó en el borde del sofá y suspiró.


Se había marchado. Él se había marchado y no había tratado de convencerla para que cambiara de opinión.


Sólo le había dicho que estaba incumpliendo el contrato.


Lo único que ella quería era tiempo para pensar sobre la vida que compartían y, puesto que había decidido no acompañarlo, ¡él ignoraba el matrimonio y sólo se centraba en el maldito contrato!


—¡Maldito seas, Pedro! —gritó ella, pero se le quebró la voz y rompió a llorar con tanta fuerza que le dieron arcadas.


Se dirigió al baño y se sentó en el suelo, apoyándose contra la pared.


—Te quiero, Pedro —susurró—. ¿Por qué no me has escuchado? ¿Por qué no nos has dado una oportunidad?


¿Se habría marchado con él si hubiera cambiado su vuelo, le
hubiera dicho que la amaba, la hubiera tomado entre sus brazos y le hubiera pedido perdón?


No. Y, en cualquier caso, Pedro no solía hacer ese tipo de cosas.


Podía haber seguido llorando, pero no quería darle tal
satisfacción. Se lavó la cara, se cepilló los dientes y se retocó el maquillaje. Después, regresó al salón y descolgó el teléfono.


—¿Juana?


—¡Paula, cariño! ¿Cómo estás?


—Mal. Acabo de dejar a Pedro.


—¿Qué? ¿Dónde?


—No… Lo he dejado. Bueno, en realidad, me ha dejado él a mí.


Se hizo un silencio y, después, Juana blasfemó en voz baja.


—Está bien. ¿Dónde estás?


—En el apartamento. Juana, no sé qué hacer…


—¿Dónde está Pedro?


—De camino a Japón. Se suponía que iba a ir con él, pero no podía.


—Ya. Quédate ahí. Voy ahora mismo. Haz la maleta, te quedarás conmigo.


—Ya la tengo hecha —dijo ella.


—Seguro que no has metido vaqueros, ni el chándal ni las botas. Tienes una hora y media. Recoge todo lo necesario y mete ropa de abrigo, que aquí hace mucho frío.


Tras despedirse, ella regresó al dormitorio y observó la maleta que estaba sobre la cama. Ni siquiera tenía pantalones vaqueros. Ni el tipo de botas a las que Juana se refería.


¿O sí?


Rebuscó en el fondo del armario y encontró unos vaqueros viejos y unas botas que no recordaba tener.


Sacó los trajes de chaqueta y los zapatos de tacón de la maleta y metió las botas, los vaqueros y su pantalón de chándal favorito.


Su foto de boda estaba sobre la mesilla y, al verla, recordó que ni siquiera se habían tomado unos días para irse de luna de miel.


Habían hecho una breve ceremonia civil y durante la noche de bodas habían hecho el amor hasta la extenuación.


Ella se había quedado dormida entre sus brazos, como siempre, pero curiosamente también se había despertado de la misma manera, porque por una vez él no se había levantado antes para trabajar.


¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces!


Paula tragó saliva y dejó de mirar la foto. Después, llevó la maleta hasta la puerta y miró a su alrededor. No quería nada más, ningún otro recuerdo de él, de su casa ni de su vida.


Agarró el pasaporte, no porque tuviera intención de irse a ningún sitio, sino para que Pedro no lo tuviera. En cierto modo era un símbolo de libertad, y además podía necesitarlo para otro tipo de cosas.


Lo metió en el bolso y lo dejó junto a la maleta.


Después, vació la nevera, echó la basura en el túnel de basuras y se sentó a esperar. Pero como no podía dejar de pensar, encendió el televisor para distraerse.


No fue buena idea. Al parecer, según el reportero, ese día, el
primer lunes después de Año Nuevo, se conocía como «el lunes de los divorcios». El día en que miles de mujeres, hartas de lo que había sucedido durante la Navidad, contactaban con un abogado y comenzaban el proceso de divorcio.


¿Ella también?