sábado, 12 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 43




Pedro la vio en la playa, cerca del agua. Era ya tarde, pero se sentía demasiado agitado como para irse a la cama. Había salido a la playa pensando que le vendría bien pasear un poco y relajarse.


Dejó que sus pies se hundieran en la arena y metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Observó su perfil a la luz de la luna. 


Su sentido común le decía que se diera la vuelta y volviera a entrar en el hotel. Debía dejarla sola.


Pero había algo más fuerte que él atrayéndolo hacia esa mujer. No encontró la voluntad necesaria para irse de allí.


Cruzó la playa y se detuvo justo detrás de ella.


—No deberías estar aquí sola —le dijo.


Paula levantó la vista. Creía que habría sorpresa en sus ojos, pero no la encontró. Se preguntó si habría estando esperándolo.


—Esto es tan agradable… —murmuró ella—. No me apetecía acostarme aún.


—A mí me pasa igual —dijo él sentándose a su lado—. El océano crea adicción, ¿verdad?


—Sí. Da tanta paz… Desde aquí, mi vida real parece estar en otro mundo, muy lejos de todo esto.


Él se quedó callado unos segundos antes de hablar.


—Quizá por eso me gusta tanto —le confesó.


—¿El qué? ¿No tener nada permanente y viajar siempre de un lado a otro?


—Algo así.


—Supongo que está bien, pero hay un problema.


—¿Cuál?


—Que no puedes escapar de ti mismo, de lo que llevas en tu interior.


Se quedaron en silencio durante unos minutos, escuchando las olas acariciando rítmicamente la arena. No quería admitir que Paula tenía razón, aunque sabía que era así. Fuera donde fuera, llevaba en su interior el dolor de haber perdido a su hija y el peso de sus errores.


—Lo que hiciste esta mañana por esa mujer y su bebé… Fue admirable. De verdad.


Ella se quedó ensimismada mirando el negro mar.


—¿No te has preguntado nunca por que algunos tenemos vidas estupendas y otros no tienen nada?


—Bueno, algunas veces…


Paula se inclinó hacia delante y apoyó la cara en sus rodillas.


—Cuando miro a gente como esa joven, no puedo dejar de pensar en cómo he…


No terminó la frase y apretó los labios como para impedir que las palabras fluyeran.


—¿En qué?


Se quedó callada y él esperó pacientemente.


—No puedo dejar de pensar en cómo he echado a perder todo lo que me ha sido entregado.


Parecía muy triste y sus palabras le llegaron al alma.


—Seguro que no es para tanto.


Ella rió con amargura.


—Sí, sí que lo es. Créeme.


—Me da la impresión de que estás siendo demasiado dura contigo misma.


—No —repuso ella—. De hecho, ése es el problema. No he sido lo bastante dura. Cuando no te permites tomarte las cosas en serio, es fácil dejarte llevar por la corriente, hacer unos estudios que no te importan demasiado y seguir con tu vida. Después, un día, alguien te muestra un espejo y ves exactamente lo que no has querido ver durante toda tu vida. Eso es lo que la mujer de esta mañana ha sido para mí, un espejo —le dijo con voz temblorosa—. Y no me gustó nada lo que vi.


De todas las conversaciones que podría haberse imaginado teniendo con Paula en la playa, aquélla no era una de ellas. Pensó en la mujer que había visto frente a su barco en el puerto de Miami unos días antes. La Paula que tenía delante no se parecía en nada a esa mujer.


—¿De que es de lo que te arrepientes? —le preguntó el.


—De muchas cosas. Pero lo peor ha sido pensar que no importaba ninguna de las decisiones que tomara en mi vida porque, hiciera lo que hiciera, nunca iba a poder satisfacer las expectativas de mi padre.


—¿Qué es lo que él esperaba de ti?


Ella se quedó de nuevo callada.


—Creo que esperaba que fuera como él, que siguiera sus pasos. Él nació en una familia muy pobre. Su padre era minero y murió de una enfermedad de pulmón cuando mi padre tenía sólo doce años. Decidió entonces que tendría una vida distinta y lo consiguió. A los veinticuatro había inventado y patentado un sistema de embotellado que consiguió hacerlo multimillonario a los treinta.


—¡Vaya! ¡Asombroso!


—Así era él, un hombre asombroso. Pero nunca podía dejar de trabajar. Supongo que su infancia lo había marcado tanto que no podía relajarse y disfrutar de lo que tenía.


—¿Y quería que tú fueras igual?


Paula se encogió de hombros.


—No sé a ciencia cierta que esperaba de mí. Mis notas nunca eran lo suficientemente buenas para él, mi elección de universidad tampoco estaba a la altura. Cuando le decía que quería pintar, que quería ser artista, se negaba a hablar del tema.


—Sería muy duro…


—Durante un tiempo, estuve muy enfadada con él. Después decidí que iba a vivir según lo que él esperaba de mí y me convertí en la mimada niña rica en la que él nunca quiso que me convirtiera. Fue así como arruiné mi vida.


—No parece que te vaya tan mal.


—No dejes que el exterior te engañe.


—Así que eres artista… ¿Qué es lo que haces?


—Solía pintar.


—¿Y ya no lo haces?


Paula negó con la cabeza.


—Hace mucho que no pinto.


—¿Por qué no?


—No lo sé. Supongo que tenía miedo de no ser lo bastante buena. O quizá tuviera miedo de descubrir que tenía talento…


—¿Sabes qué? La gente se gasta miles de dólares en terapia para conseguir contestar ese tipo de preguntas.


Ella sonrió.


—Pero me da la impresión de que tú ya tienes las respuestas —añadió.


Paula lo miró con sorpresa en los ojos. Se preguntó si alguien habría confiado antes en ella.


La noche era cada vez más oscura. Sólo tenían las luces del hotel a lo lejos. Toda la atmósfera creaba una extraña sensación de intimidad a su alrededor, como si fueran las únicas dos personas en toda la isla.


Se miraron durante largo tiempo. No sabía que le pasaba, pero no podía apartar la vista. Alargó la mano y le acarició la mejilla, limpiando una lágrima solitaria que bajaba por su piel.


Era como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. Su respiración era lo único que rompía el intenso silencio. Recordó entonces lo que era desear a una mujer. Podía sentirlo en su sangre y en su pulso.


Pedro… —murmuró ella.


Era una pregunta o un ruego.


No podía hablar y colocó un dedo en sus labios. 


Después cerró los ojos, inclinó la cabeza y la besó.


Ella no se apartó, sino que lo besó también y rodeó su cuello con los brazos. La abrazó con fuerza y se sintió verdaderamente cómodo por primera vez en su vida. Aquel beso era el más natural que había dado nunca, como si los dos lo hubieran estado esperando, como si tuviera que ocurrir y fuera parte de su destino.


Paula era tan cálida y suave que no quería dejar de besarla, quería seguir abrazándola hasta que descubriera por qué aquello estaba siendo tan distinto a todas sus relaciones anteriores.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 42




Esa noche quedaron todos para cenar en un restaurante cercano al hotel.


Las hermanas Granger insistieron en que las cuatro debían ponerse sus nuevos vestidos, hechos con vistosos pareos. Las mujeres caminaron hasta el restaurante, donde esperaban ya los hombres. Paula se alegró de que Lily y Lyle las hubieran convencido para ponerse esos vestidos. Se sentía muy cómoda y relajada, como si estuviera realmente de vacaciones.


Caminaban por la playa y ella se quitó las sandalias. Era muy agradable sentir la arena en los pies. Aquel sitio le encantaba. Incluso pensó que podría vivir en un lugar así.


Estaba atardeciendo cuando llegaron al restaurante. La puesta de sol era espectacular. 


Con mil colores anaranjados y rojos tiñendo el cielo y el océano.


Se quedaron charlando a la puerta mientras comprobaban que la mesa estaba lista ya. Le daba la impresión de que había conocido a esas mujeres toda la vida.


—Habrías ganado de no ser por ese hombre de Jersey.


Se dio la vuelta al oírlo. Pedro la miraba divertido. Hernan y el profesor Sheldon estaban a su lado. Los dos miraban a Margo y su vestido, pero sus expresiones eran completamente distintas. Estaba segura de que sus pensamientos lo eran mucho más. En los ojos de Hernan había admiración, en los del profesor, preocupación y poco más.


Margo pasó a su lado y entró en el restaurante. 


Su padre y Hernan la siguieron a la vez.


—¿Se supone que eso debe hacer que me sienta mejor? —preguntó ella—. Creo que ya te has vengado.


—Sí, creo que sí —repuso él con una gran sonrisa.


Quería seguir enfadada con él, pero no lo creía posible.



****


Pedro había comido un montón de veces en ese restaurante. La comida era excelente, pero esa noche no parecía tener apetito.


No podía dejar de pensar en Paula.


Paula, cuya risa se había convertido en un sonido tan familiar en esos pocos días y siempre estaba deseando oírla.


Paula, que parecía una diosa pagana con el vestido que llevaba esa noche y a la que no podía dejar de mirar, por mucho que se esforzara en no hacerlo.


Estaba sentado frente a ella y su aroma le llegaba con la brisa del mar.


Tenía muy claro que esa mujer le estaba afectando tanto que no pensaba en otra cosa.


Lo difícil era decidir si iba a hacer algo al respecto.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 41





Después de la comida, tomaron un taxi de vuelta al barco para ir a buscar sus cosas. Cole había hecho una reserva en el lujoso hotel Ocean Breeze para todos.


La habitación de Paula tenía un ventilador en el techo y una terraza privada con cómodos sillones.


Acababa de guardar sus cosas cuando alguien llamó a la puerta. La abrió y se encontró con Pedro.


—Hola —le dijo el.


—Hola.


Él dudó un segundo y apartó la mirada antes de hablarle.


—El hotel ofrece paseos a caballo. Todo el mundo se ha apuntado. ¿Te apetece a ti también?


—Claro. Hace años que no monto, pero me encantará probar de nuevo.


—Muy bien —repuso él.


Parecía aliviado, como si hubiera pensado que ella iba a negarse. Le daba la impresión de que quería decirle algo más, pero no lo hizo.


—Muy bien. Te veo abajo dentro de unos quince minutos.



****


No eran las mejores circunstancias para montar a caballo. Hacía tanto calor que su blusa blanca de algodón se le estaba pegando como una segunda piel. A los caballos no parecía importarles. Resignados, agitaban sus colas para librarse de los persistentes mosquitos.


Sonrió. Eran un grupo de lo más peculiar. Las hermanas Granger estaban tan felices y animadas como siempre. El profesor Sheldon no paraba de limpiarse el sudor con la ayuda de un pañuelo. Margo tenía un estilo muy elegante montando e iba al lado de Hernan, escuchando con atención sus innumerables historias.


Y después estaba Pedro. El más serio de todos y haciendo un esfuerzo sobrehumano por ignorarla.


Sin saber muy bien por qué, decidió que no iba a conformarse con esa situación.


Se metió la mano en los vaqueros y sacó la pistola de agua que había comprado en la tienda de regalos del hotel antes de salir. Le había parecido que le sería útil para refrescarse durante el paseo, pero acababan de ocurrírsele otros posibles usos.


Agarró las riendas con la mano izquierda, levantó la pistola y apuntó al centro de la espalda de Pedro. El chorro de agua salió en línea recta y dio de lleno en su camisa.


Pedro se giró rápidamente y la miró con incredulidad y sorpresa.


—¿Qué ha sido eso?


Escondió la pistola en la silla de montar y fingió inocencia.


—¿El qué?


Él sacudió la cabeza y miró a los otros con perplejidad.


—Nada, nada.


Le pareció que seguía demasiado serio. Esperó unos segundos más y volvió a dispararle. El agua le dio entonces en la nuca. Le sorprendió lo buena que estaba siendo su puntería.


Esa vez, se giró antes de que pudiera esconder la pistola. Pedro le sonrió de mala gana.


—¿Es eso lo que creo que es?


—Me pareció que tenías calor…


Pedro sonrió entonces de verdad. No sólo con la boca, también con los ojos. El tipo de sonrisa que conseguía que su corazón diera tres vueltas de campana.


—Muy bien… Ya me vengaré. Y ya sabes lo que dicen de las venganzas, ¿no?


Por desgracia, ella lo sabía mejor que nadie.


Después del paseo a caballo, todos se pusieron sus trajes de baño y bajaron a la piscina. Todos menos Pedro.


Paula y Margo disfrutaron bajo las sombrillas de los zumos tropicales que la camarera acababa de llevarles. Hablaron de lo mucho que a Margo le gustaba enseñar. Sintió envidia por la pasión y dedicación que sentía por su trabajo. Consiguió que se sintiera aún más deprimida. Ella no había hecho nada con su vida.


Margo vio a Hernan al otro lado de la piscina y de repente bajó la vista y concentró toda su atención en el libro que tenía abierto sobre el regazo. Paula sacó otro de la bolsa y se puso a leer, pero no conseguía relajarse. No dejaba de mirar a su alrededor, estaba buscando a Pedro.


Pasó más de una hora y él seguía sin dar señales de vida. Se dio cuenta de que lo de la venganza había sido sólo un farol, que no iba a hacerle nada. Había temido que la empujara a la piscina o le tirara un vaso de agua por la cabeza, pero sabía que no era el tipo de hombre aficionado a las bromas.


—¿Qué será eso? —le preguntó Margo.


Señalaba al otro lado de la piscina, donde unos jóvenes estaban montando un escenario, altavoces y un micrófono. Minutos después, una animada música comenzó a sonar.


—Supongo que están preparando algún tipo de entretenimiento —le dijo ella.


No tardó mucho en aparecer un hombre con una camiseta con el logotipo del hotel y un estridente bañador naranja. Se subió al escenario y comprobó el sonido desde el micrófono.


—¡Hola a todos! Soy Randy Hartman. Nací en Michigan, pero no me gustaba el invierno y decidí trasladarme a este paraíso que ustedes han escogido como lugar de vacaciones. ¡Bienvenidos al paraíso! ¿Acaso no tengo razón? ¿No es esto un paraíso?


Alguien aulló con entusiasmo y todo el mundo comenzó a silbar y a aplaudir.


—Muy bien. Es hora entonces de empezar a divertirse. Veo a un montón de gente guapa aquí esta tarde. Sobre todo las mujeres. Creo que el de hoy va a ser un concurso estupendo.


El micrófono chirrió y el animador tuvo que ajustarlo antes de seguir hablando.


—Vamos a hacer un concurso de talentos. Quiero saber cómo cantáis.


Se llevó el micrófono en la mano y comenzó a andar alrededor de la piscina, mirando a la gente mientras lo hacía. Se detuvo al lado de su silla, la miró y le sonrió.


—Nuestra primera concursante de esta tarde es la señorita Paula Chaves —anunció mientras tomaba su mano y la levantaba de la tumbona.


—¿Qué? —repuso ella completamente confundida.


—Venga, mujer, ¿no irás ahora a cambiar de opinión? Y gracias por ser la primera en apuntarte al concurso, Paula. Me alegra ver que tengo a alguien valiente entre el público. Ven conmigo, vamos a empezar con tu actuación.


—¡Espera! —exclamó ella mientras intentaba zafarse de él—. Si yo no me he apuntado…


—No te pongas ahora en plan tímido, Paula. Después de ti, seguro que el resto de nuestras invitadas deciden seguir tus pasos y participar.


Margo empezó a aplaudir con entusiasmo.


—¡Venga, Paula! ¡Animo!


Miró nerviosa alrededor. No le costó dar con Pedro, estaba en el bar de la piscina, al lado de Hernan.


Pedro le sonrió y la saludó levantando su copa.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 40




Pedro y Hernan cruzaron la calle y se acercaron a las cuatro mujeres.


—¿Habéis encontrado todo lo que buscabais? —les preguntó Hernan.


—No hemos empezado mal —repuso Paula mostrándole las bolsas.


—Estupendo. Parece que vamos a pasar más tiempo aquí del que pensábamos —les dijo Hernan.


—¿Es que pasa algo, capitán? —le preguntó Lyle a Pedro.


—Vamos a tener que pasar aquí la noche —les dijo—. La parte que falta para reparar el ancla tienen que encargarla a otra de las islas. Puede que llegue a aquí esta tarde, pero lo más seguro es que no llegue hasta mañana. Creo que lo mejor es que nos quedemos. Pueden pasar la noche en el barco o en un hotel. Hay uno muy agradable en la playa.


—Lo del hotel suena fenomenal —repuso entusiasmada Lily mientras miraba a las otras mujeres—. ¿Que os parece, chicas?


—No me importaría salir unas horas del barco, la verdad —confesó Margo.


—A mí tampoco —añadió Paula.


—Bueno, parece que está decidido —concluyó Pedro.


La joven que les había vendido los collares cruzó entonces la calle y fue a sentarse en el muro donde había estado Pedro unos minutos antes. Sacó un biberón de leche de su bolso y se lo dio al niño, que lo tomó con ansia y apetito.


Miró a Paula, que también contemplaba la escena. Ella lo miró entonces, los ojos húmedos, llenos de emoción. Él asintió con la cabeza y ella apartó la mirada, pero sólo unos segundos. 


Después le sonrió. Se dio cuenta de que a Paula le había gustado mucho que apreciara su gesto. 


Lo más extraño fue darse cuenta de que aquello significaba también mucho para él.


Comieron en la ciudad, en un pequeño restaurante cerca de las tiendas. El sitio era minúsculo, pero la comida era excelente.


Sentados a una gran mesa redonda bajo la sombrilla de la terraza, se pasaron cuencos de gambas picantes, arroz y otras exquisiteces.
Hernan les contó historias sobre su familia. 


Parecía el argumento de un culebrón televisivo. 


No pararon de reír. A Paula le parecía increíble que sólo conociera a esas personas desde hacía unos días porque ya le importaban como si fueran viejos amigos.


Estaba sentada al lado del profesor Sheldon, que había ido a buscarlos a la ciudad, y se esforzó por ver más allá de la fachada que el hombre mostraba al mundo, ahora que sabía cuánto había sufrido con el secuestro de su hija.


Frente a ella estaba sentado Pedro y de vez en cuando sentía que la miraba. Tan a menudo que no pudo evitar sentir una especie de felicidad dentro de ella. En su mirada aún había algo de la admiración que había visto antes. Pocas veces había sentido a alguien mirándola así. Era el tipo de mirada que había echado de menos en su padre.


Apenada por los recuerdos, tuvo que cerrar los ojos un instante.


Estaba convencida de que si Pedro supiera cómo era de verdad y lo que había hecho, la admiración desaparecería pronto de sus ojos.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 39




Pedro estaba sentado en un muro cercano a la zona de compras. Estaba muy inquieto. Sacó el móvil y comprobó que no tenía ningún mensaje ni llamadas perdidas. Intentaba controlarse para no escuchar el contestador cien veces al día, pero el optimismo del detective había conseguido darle nuevas esperanzas.


Creía que sería más fácil aceptar que no iba a volver a ver a su hija que seguir esperando y esperando sin saber cómo ni dónde estaba.


Sabía que siempre la buscaría, aunque tuviera que pasarse así el resto de su vida. Se sentía culpable por no haberse dado cuenta de lo que tenía hasta que desapareció de su vida. Rezaba cada día para tener la oportunidad de corregir sus errores.


Vio a Paula y a las otras tres mujeres. Salían de una de las tiendas. Hernan había ido al mercado que había cerca de allí para comprarles botellas de agua.


Comenzó a llamar a las mujeres, pero se detuvo al ver que Paula observaba a una joven que tenía un bebé en brazos. La mujer era delgada, muy delgada, sus brazos no eran más que huesos y tenía las mejillas hundidas. Estaba al lado de una pequeña mesa en la que había expuestos collares y pulseras hechos con cuentas de madera de vivos colores.


Paula se acercó a ella, le sonrió y tomó uno de los collares. Le dijo algo a la joven y ésta sonrió también.


El bebé empezó a llorar y la mujer le frotó la frente con al mano. A pesar de estar a cierta distancia. Pedro podía ver cómo el bebé movía la boca. Debía de tener hambre. Se preguntó si aquella mujer podría darle de comer.


Miró de nuevo a Paula y vio que parecía muy preocupada, estaba seguro de que estaba pensando lo mismo que él.


Paula se giró y dijo algo a las otras mujeres, que se acercaron a la mesa y comenzaron a examinar los collares. No tardaron más que unos minutos en elegir cada una varias piezas de bisutería. Cuando terminaron, no quedaba nada sobre la mesa. Le pagaron y la mujer les entregó bolsitas con sus compras mientras les sonreía agradecida.


Hernan volvió entonces con el agua y le entregó una botella a Pedro.


—¡Ahí están! —exclamó Hernan al ver a las pasajeras.


—Sí… —repuso el mientras tomaba un trago.


—Parece que han arrasado comprando —comentó Hernan mirando las bolsas.


Paula miró entonces hacia donde estaban ellos y levantó el brazo con timidez para saludarlo. Él se quedó mirándola unos instantes. En cierto modo, sentía que la estaba viendo por primera vez.