sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 17






A la mañana siguiente cuando llamó al timbre de su vecina, apenas tuvo que esperar unos segundos. Paula ya estaba lista, vestida con unos pantalones ajustados, un grueso jersey de cuello vuelto y unas botas altas forradas de borrego. En el suelo descansaba una enorme maleta con su gruesa cazadora encima y abundante material de pintura. Un obediente Milo esperaba sentado a su lado, rodeado de su propio equipaje.


—Muy puntual —declaró Pedro mirándola con aprobación—. ¿Has avisado a tu madre de mi llegada?


—Sí. La telefoneé esta mañana y dijo que estaría encantada de recibirte.


—Perfecto. —Pedro cogió la mayor parte de los bultos y se dirigió hacia el ascensor, mientras la joven lo seguía con Milo.


Metieron al perro en el maletero junto con el resto del equipaje y ellos se sentaron delante. Pau miró con disimulo a su atractivo vecino que ese día llevaba puesta una elegante chaqueta de sport y le gustó lo que vio; sabía que a su madre también le gustaría Pedro, y solo esperaba que no se le metieran ideas absurdas respecto a ellos dos en la cabeza.


El paisaje volaba ante sus ojos cubierto por una espesa capa de nieve que aumentaba su belleza serena. Por fortuna, no quedaba ni rastro de hielo en el asfalto, así que no tuvieron ningún problema en todo el viaje, que resultó de lo más agradable.


A Pau le sorprendió encontrar a su vecino tan animado. 


Pedro también estaba algo desconcertado con su actitud; de repente, se sentía muy contento de haber decidido acompañarla y se alegraba de no tener que pasar solo esas fiestas que siempre le resultaban algo deprimentes. Solo se detuvieron una vez a echar gasolina y a tomar un café, así que llegaron a casa de los padres de Paula justo a tiempo para la comida.


Debían haber oído el sonido del motor pues, cuando Pau y Pedro se bajaron del coche, un comité de bienvenida, compuesto por sus padres y sus tres hermanos, les esperaba en la puerta de la casa para recibirlos.


Pedro notó que Paula se quedaba muy rígida a su lado y, extrañado, vio como, de pronto, la joven daba media vuelta y salía corriendo por el jardín nevado en dirección contraria. La explicación llegó enseguida, en forma de tres tipos enormes que salieron en su persecución gritando como lunáticos. Al final, uno de ellos se lanzó en plancha y agarró las piernas de Pau derribándola sobre el suelo helado. Los otros dos cogieron puñados de nieve y empezaron a metérselos por el cuello y por debajo del jersey, mientras ella gritaba sin pausa pidiendo socorro.


Los padres de Paula miraban la escena, divertidos, así que Pedro no se atrevió a intervenir. Por fin, los hombres juzgaron que la tortura había durado lo suficiente y ayudaron a la pobre chica a ponerse en pie.


—¡Me las pagaréis los tres! —amenazó Paula blandiendo su puño ante sus caras, aunque su expresión risueña contradecía su aparente enfado.


De nuevo se acercó a Pedro, con el pelo revuelto y el rostro congestionado por el esfuerzo y los presentó.


Pedro Alfonso, mis tres horribles hermanos mayores, Roberto, Jaime y David. —Después lo condujo hasta la entrada de la casa y le presentó a sus padres.


—Papá, Mamá, este es Pedro AlfonsoPedro, mis padres Marisa y Martin.


Pedro les estrechó la mano a ambos y les agradeció su amabilidad por recibirlo en su casa sin haber avisado.


—No te preocupes, Pedro, ¿puedo llamarte así? —Pedro asintió con una sonrisa y la madre de Pau prosiguió, mirándolo con aprobación—. Llámame Marisa. Los amigos de mis hijos son siempre bienvenidos.


Pedro le sorprendió el calor que irradiaba toda la familia; quizá eran sus genes latinos los que hacían que se mostraran tan cariñosos los unos con los otros, intercambiando continuamente besos y abrazos sin ningún tipo de embarazo. Para Alfonso, que provenía de una familia poco dada a la exhibición de sentimientos en público, los Chaves suponían una gran novedad. Ahora entendía de dónde le venía a Pau esa necesidad de tocar y besar a todo el mundo.


La casa, una antigua granja de estilo tudor con un tejado de pizarra a dos aguas de pendiente muy marcada y muros de estuco blanco entramados con piezas de roble oscurecido, tenía mucho encanto y, a pesar de no ser excesivamente amplia, resultaba muy acogedora. Pau lo acompañó a una pequeña habitación de techo abuhardillado y le advirtió que tendría que compartir con ella el baño que había al fondo del pasillo.


Cuando terminó de deshacer su equipaje, Pedro bajó al salón como le había indicado Paula y la encontró allí, sentada en el regazo de su padre y abrazada a su cuello como si aún tuviera ocho años. Mientras contemplaba la tierna escena, una cálida sensación inundó su cuerpo y, una vez más, se alegró de haber venido.


Enseguida, Marisa anunció que la comida estaba lista y todos se sentaron alrededor de la gran mesa de madera del comedor. El almuerzo resultó muy alegre; los hermanos de Pau la pinchaban a menudo, pero se notaba que la chica estaba acostumbrada a ese tratamiento, pues les respondía con agudeza, sin enfadarse jamás. El señor Chaves era profesor y Pedro no tuvo problemas para encontrar temas de conversación interesantes de los que hablar con él. Marisa, la madre, era el alma de la casa; se preocupaba de facilitarle la vida a su despistado marido sin que este pareciera percatarse de ello y manejaba a sus arrolladores hijos —incluida Paula— con mano de hierro, aunque se notaba que sentía adoración por todos ellos. A Pedro enseguida le hicieron sentirse uno más y, al poco tiempo, la misma Marisa lo regañaba por no querer repetir por tercera vez.


Tras el pantagruélico almuerzo, todos ayudaron a recoger los cacharros. Después, sus padres se fueron a dormir la siesta y Pau propuso dar un paseo para bajar la comida. Sus hermanos prefirieron quedarse en casa, pero Pedro se apuntó, encantado; se sentía terriblemente pesado y quería conocer los alrededores de la pintoresca granja. Así que, bien abrigados y acompañados por un entusiasta Milo, que esta vez no iba sujeto por la correa, salieron al exterior. 


Deambularon durante un buen rato por los prados cubiertos de nieve sin apenas hablar, escuchando en el profundo silencio que los rodeaba el sonido de sus pisadas que, al aplastar la nieve, restallaba como un latigazo.


—La campiña es muy bella en esta zona.


—¿Verdad que sí? —asintió Pau, entusiasmada—. Adoro volver a casa.


Pedro miró su rostro sonrojado por el frío, enmarcado por el gorro y la bufanda de lana de alegres colores, y él también la encontró adorable.


—¿Pasaste aquí tu infancia?


—Sí crecí aquí. Me encanta pasear por los prados, montar a caballo, bañarme en la laguna que hay unos metros más allá —comentó Paula señalando hacia la derecha con una mano—. Como diría mi madre siempre fui su cuarto varón. De pequeña era un auténtico chicazo.


—Nadie que te viera ahora lo creería.


—Caramba, Pedro —declaró la chica mirándole con sus grandes y sonrientes ojos castaños—, creo que me acabas de hacer un cumplido


—Quizá —respondió él con vaguedad.


—¡Te echo una carrera, el primero que llegue hasta ese roble de ahí gana! —gritó Pau saliendo disparada.


Pedro reaccionó en el acto y la persiguió a toda velocidad, pero Paula era muy rápida y le costó alcanzarla. Para detenerla antes de que consiguiera alcanzar la meta, Pedro se arrojó sobre ella y la placó como había hecho su hermano y, una vez más, Pau se encontró tumbada todo lo larga que era sobre el suelo nevado. Pedro le dio la vuelta, se subió sobre ella y la inmovilizó.


—Y ahora ¿qué? —preguntó Pedro sujetando las muñecas femeninas sobre su cabeza con una mano y acercando el rostro a su cara para mirarla.


A pesar de su crítica situación, Paula se reía con su risa contagiosa y el hombre no pudo evitar esbozar una sonrisa.


—Está bien, tú ganas —declaró la chica, sonriente, mientras sus ojos bailoteaban de diversión.


—¿Y mi recompensa? —preguntó él mirando sus delicados rasgos con intensidad.


—No hablamos de ninguna recompensa, señor Alfonso.


—Entonces yo mismo elegiré mi premio —anunció él inclinando aún más la cabeza, hasta que sus labios quedaron a tan solo un par de centímetros de la boca femenina.


Pau se retorció bajo su cuerpo, pero sus vanos intentos de liberarse solo sirvieron para despertar en Pedro un intenso ardor.


—No lo hagas, Pedro, recuerda la maldición —susurró la joven y el aire cálido de su aliento lo rozó, haciéndolo excitarse aún más.


—Ya te dije que soy un pragmático hombre de negocios, Paula. No creo en las maldiciones.


Con delicadeza, Pedro posó sus labios sobre los de ella sintiendo el frescor de su boca y, tal y como le había ocurrido en las otras dos ocasiones en que la besó, los plomos de su mente se fundieron de golpe. Al notar la inequívoca respuesta de Paula, empezó a besarla con ansia infinita; por un momento, Pedro olvidó por completo dónde estaban y cómo habían llegado hasta allí, y su único pensamiento inteligible fue que debía hacerla suya en ese mismo instante. 


Deslizó la mano bajo el jersey de Paula hasta posarla sobre uno de los firmes pechos y percibió, satisfecho, que encajaba a la perfección en el hueco de su mano. Notó que la joven se arqueaba contra él y su pasión alcanzó el grado de ebullición. Sin embargo, poco después sintió los pequeños puños enguantados golpear sus hombros y se percató de que no era que Pau estuviera excitada, sino que luchaba contra él. Horrorizado, dejó de besarla en el acto y levantó la cabeza.


Pedro, para, por favor —suplicó la chica mirándolo con lo que a él le pareció una mirada de auténtico terror.


—Lo siento, Paula, perdóname —suplicó en un tono ronco y en el acto se quitó de encima de ella y la ayudó a levantarse.


Pau consiguió permanecer erguida a pesar de sus piernas temblorosas. ¡Por Dios, no entendía por qué ese hombre conseguía excitarla de semejante manera! Le había costado un esfuerzo sobrehumano pedirle que se detuviera, pero era consciente de que no debía dejarse llevar por su cuerpo traidor.


—No hay nada que perdonar, Pedro, pero no debemos permitir que vuelva a ocurrir. Ya te dije una vez que no besas mal, de hecho lo haces francamente bien, pero yo no quiero tener un lío con un hombre que está a punto de casarse. —Pedro trató de abrir la boca para negar esa posibilidad, pero Pau lo interrumpió—. Es inútil que lo niegues. Sé que ahora mismo estás alterado, pero cuando recobres la sensatez te alegrarás de que te haya detenido antes de cometer una tontería. Yo te considero un buen amigo, Pedro, y creo que sería una estupidez tirar por la borda algo tan poco usual, para cambiarlo por un revolcón sin importancia.


Pedro recibió sus prudentes palabras como un punching-ball un rosario de golpes. Aturdido, miró los labios femeninos que acababan de pronunciarlas, enrojecidos y ligeramente hinchados, y deseó inclinarse de nuevo sobre ellos y besarlos hasta que le suplicara clemencia. No entendía qué demonios le ocurría. Nunca antes había perdido así el control de sus pasiones con una mujer, pero, si Paula no lo hubiera detenido, le habría hecho el amor allí mismo, sobre ese suelo congelado. Sacudió la cabeza tratando de que sus pensamientos recobraran la coherencia. Pau aún creía que iba a casarse con Alicia, tenía que sacarla de su error pero, casi al instante, se preguntó por qué debía hacerlo; al fin y al cabo, no pretendía tener una relación seria con Paula Chaves, ¿verdad?


Los dos eran tan diferentes como la noche y el día, y Pau ni siquiera pertenecía al prototipo de rubia curvilínea por las que se sentía atraído. Además, sabía que ella nunca comprendería sus horarios interminables de trabajo, ni sus continuos viajes de negocios y tampoco podía arriesgarse a presentársela a sus colegas; era capaz de soltarles la primera frivolidad que se le pasara por la cabeza.


No, Pau Chaves no era la mujer adecuada para él. Su reacción había sido normal dentro de un orden; hacía casi cuatro meses que no se acostaba con una mujer y esa energía encapsulada tenía que escapar por algún sitio. Algo más tranquilo, recobró la voz.


—Tienes razón, Paula. Voy a casarme con Alicia. Además, y perdona mi sinceridad, no es que me sienta atraído por ti, es solo que me he dejado llevar por un impulso extraño...


—¡No me digas más! Ahora lo entiendo —lo interrumpió la joven con una expresión muy misteriosa.


—¿Sí? —preguntó, dubitativo; ni él mismo estaba seguro de comprenderlo del todo.


—Se trata del estofado de mamá... —Le hizo una seña para que bajara la cabeza. Intrigado, Pedro acercó la oreja a sus labios y Pau susurró en su oído—. Tiene efectos afrodisíacos.


Sin poder contener un minuto más su hilaridad, la joven se retorció de risa y Pedro se la quedó mirando con desdeñosa frialdad. Definitivamente, se dijo, Paula Chaves era una inmadura; todo se lo tomaba a broma.


—Cuando te canses de reír, será mejor que regresemos —declaró muy envarado.


—Venga, Pedro —rogó, alegre, colgándose de su brazo—, no te enfades. Es mucho mejor tener un vecino-amigo, que un vecino-lío-y-pelea, ¿no estás de acuerdo?


—Por supuesto —respondió él intentando salvaguardar su dignidad.


Si el episodio no había significado nada para ella, para él tampoco. A lo largo de su vida había besado a docenas de mujeres, así que no había que darle más importancia. Cierto que besar a la señorita Chaves había resultado especialmente agradable, pero sin duda, como ya concluyó antes, solo era debido a esos largos meses de celibato.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 16





Aunque más de uno de los actores olvidó su guión, y el personaje principal tropezó con la espada que llevaba al cinto y se cayó todo lo largo que era sobre el escenario, la obra de teatro fue un éxito. Para celebrarlo, un grupo de profesores de la escuela, Paula, Diego Torres, Fiona y su joven acompañante, fueron a un restaurante a tomar algo.


Fiona había pasado la mayor parte de la velada coqueteando con descaro con su amigo, mientras Diego bebía una cerveza tras otra. Al final, la pelirroja y su pareja se fueron juntos, y Diego se ofreció a acompañar a Pau a su casa.


—Quizá debería haberte acompañado yo a ti —comentó la joven al notar, preocupada, que Diego se tambaleaba por el excesivo consumo de alcohol.


—No digas tonterías, ángel mío, controlo perfectamente —respondió él trabándose un poco con las palabras.


—¿Quieres que llame a un taxi?


—Pau, puedo recorrer sin problemas las tres manzanas que me separan de mi casa —contestó Diego, ofendido.


—En ese caso, buenas noches. —Paula se acercó para darle un beso en la mejilla, pero el hombre, que era casi de su misma estatura, volvió la cabeza y Pau no pudo impedir que sus labios se tocaran.


—Pau... —susurró él rodeándola con los brazos y estrechándola con fuerza, mientras su boca se volvía más insistente. Paula apoyó las palmas contra su pecho y lo empujó con fuerza tratando de apartarse. No le resultó muy difícil, Diego estaba tan borracho que por poco lo tira al suelo.


—Diego, no soy Fiona —le recordó, armándose de paciencia.


—Ya lo sé, Pau, ¿por qué piensas que me gustaría que fueras Fiona? Fiona es una bruja, tú en cambio eres guapa y buena. ¿Quieres ser mi novia, Pau?


—Baja la voz, Diego, vas a despertar a los vecinos.


—¿Qué me importan a mí tus vecinos? —respondió él a voz en grito—. ¡Oídme bien, le he pedido a Pau que sea mi novia!


En ese momento, un taxi vacío acertó a pasar por ahí y Paula alzó el brazo para detenerlo. Con esfuerzo, consiguió montar a su amigo en el asiento trasero y cerrar la puerta. Luego le indicó al conductor la dirección a la que debía llevarlo y se despidió de Diego, no sin asegurarse antes de que su amigo tuviera suficiente dinero para pagar la carrera.


—¡Adiós, ángel mío!— vociferó Diego con medio cuerpo asomando por la ventanilla agitando los brazos, frenético, mientras el taxi se alejaba.


Paula dio un suspiro de alivio y se disponía a entrar en el portal cuando una sombra de un tamaño amenazador surgió de la nada. Aterrada, Pau se llevó una mano a la boca tratando de ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta pero, casi al instante, reconoció la alta figura de su vecino, tan impecable como de costumbre.


—¡Caramba, Pedro, casi me da un infarto! —protestó Paula, llevándose la mano al corazón, que parecía que fuera a escaparse de su pecho.


—No me extraña que no me hayas oído, Paula, menuda escenita —comentó su vecino con desdén, mientras clavaba la mirada en los labios enrojecidos de la chica, signo evidente de que acababan de ser besados con intensidad.


—¿Qué ocurre, acaso nunca has tenido un amigo que estuviera pasando por un mal momento? Tienes la misma empatía que la uña del dedo gordo de mi pie derecho —replicó ella. Por primera vez, Pedro había conseguido enojarla de verdad.


—No me pareció que lo pasara tan mal, al contrario, me dio la sensación de que disfrutaba bastante besándote —declaró, sarcástico, mientras que, con los brazos cruzados sobre el pecho, clavaba en ella una mirada desaprobadora.


—¡Hombres! —exclamó Pau, despectiva—. No sois capaces de ver más allá de vuestras narices.


—¿Y qué es lo que había que ver, si puede saberse?


—Diego está hecho polvo. Ha estado toda la noche aguantando que Fiona tonteara con un tipo delante de sus narices y ha bebido más de la cuenta.


—Si, como insinúas, está enamorado de tu amiga, ¿por qué te pide a ti que seas su novia? No tiene sentido —declaró su vecino, nada convencido al parecer por sus argumentos.


—Ay, Pedro, es que hay que explicártelo todo. —afirmó Paula, exasperada—. Está claro que quiere fastidiarla, al fin y al cabo, yo soy la mejor amiga de Fiona.


—No sé cómo puedes considerar tu amigo a un tipo semejante, podría hacerte daño.


—Por Dios, Pedro, nos seas ridículo. Diego no pretende hacerme daño, sabe que no me enamoraría nunca de él.


—¿Por qué estás tan segura? ¿Acaso estás enamorada de otro? —preguntó frunciendo el ceño ligeramente.


—¿A ti qué te importa? Eres muy preguntón —respondió Paula, fastidiada—. Pero no, no estoy enamorada de otro. Diego me conoce desde hace años, sabe perfectamente cómo soy.


—¿Ah, sí? —Esa respuesta le molestó aún más—. ¿Y cómo eres, si puede saberse?


—Diego sabe que yo no me enamoro con facilidad —contestó la joven tranquilamente.


—Quizá es que nunca has estado enamorada —declaró él de manera triunfal, recalcando la palabra.


Ahora Pau estaba rabiosa, ¿qué sabía ese estirado individuo de su vida o de sus sentimientos?


—Pues claro que he estado enamorada. Un montón de veces, para ser exactos. He tenido varios novios y con uno de ellos conviví más de dos años —furiosa, Paula se preguntó qué diablos hacía dándole explicaciones a ese tipo—. ¿Y qué me dices de ti? —preguntó, pasando con rapidez al contraataque—. No me pareces un hombre que permita que nadie roce ni un poquito su corazón. Te vas a casar con la bella Alicia, pero estoy segura de que no estás enamorado de ella. En realidad, no creo que tengas ni idea de lo que significa el amor...


—Pues parece que ya somos dos —respondió él con retintín, preguntándose por qué no le aclaraba de una vez que lo había dejado con Alicia.


De súbito, Paula soltó una carcajada y pareció recobrar su buen humor.


—Esta conversación no tiene sentido. Ninguno de nosotros sabemos nada de los sentimientos del otro, así que será mejor que hablemos de otra cosa, o quizá será mejor que no hablemos de nada en absoluto porque tengo que irme a dormir. Mañana me voy de viaje y necesito descansar.


Al ver el rostro femenino de nuevo sonriente, Pedro también se relajó.


—¿A dónde te vas? —preguntó, curioso.


—Voy a casa de mis padres en Herefordshire, siempre nos reunimos allí toda la familia para pasar la Navidad. ¿Tú irás a tu casa?


—No, no tengo pensado ir.


—¿Entonces pasarás las fiestas con amigos?


—No he organizado nada.


—¿Quieres decir que pretendes pasar la Navidad solo en tu piso? —preguntó Paula mirándolo horrorizada.


—¿Qué tiene de malo? Para mí la Navidad no tiene ningún significado. Mi madre nunca le ha dado especial importancia a estas fechas y desde que cumplí los dieciocho no he vuelto a pasarlas en casa.


Los ojos de Pau se agrandaban más y más a medida que lo escuchaba hablar, cuando terminó, la joven apretó un segundo los labios y luego declaró decidida:
—No lo permitiré. Vendrás a mi casa y pasarás las Navidades con mi familia.


—¿Estás loca? ¿Pretendes presentarte sin avisar en casa de tus padres con un desconocido y en unas fechas tan señaladas? —Ahora era Pedro el que la miraba estupefacto.


—Por supuesto, no dejaré que pases la Navidad solo en tu piso, como un perro abandonado al que nadie desea.


La comparación hirió a Pedro en el alma.


—Para tu información, Paula, he pasado las últimas veintitantas Navidades solo o en alguna playa paradisíaca en compañía de una mujer y no me considero un sujeto digno de lástima —declaró bastante irritado.


—Pues lo eres —afirmó la joven, rotunda.


El hombre estuvo a punto de soltarle un par de frescas, pero echó mano de todo su autodominio y se limitó a decir en un tono demasiado tranquilo:
—No lo soy y pasaré las Navidades en mi casa, solo, porque eso es lo que deseo. —Con incredulidad, Pedro observó cómo los ojos de Pau se llenaban de lágrimas, mientras sus labios temblaban.


Pedro, te suplico que no me amargues las vacaciones. Te juro que sería incapaz de disfrutar sabiendo que estás aquí, sin nadie con quien compartir esos días tan especiales. No puedes ser tan cruel.


Como santo Tomás, su vecino alargó una mano y rozó con un dedo las largas pestañas de la chica, comprobando su humedad, fascinado.


—Caramba, Paula, no puedo creer que estés a punto de llorar por semejante tontería.


—¡Para mí no es ninguna tontería! No le desearía nada igual ni a mi peor enemigo y a ti casi te considero un amigo. —Era evidente que Pau sentía de verdad lo que estaba diciendo y, aunque esa palabra irritó de nuevo a Pedro sin saber por qué, sin embargo, se sentía extrañamente conmovido por el interés de la joven y notaba que estaba a punto de ceder.


—Pero ¿qué pinto yo con tu familia? No les va a hacer ninguna gracia. Pensarán que soy tu novio.


—No te preocupes por eso —respondió ella mucho más animada, como si sospechara que estaba a punto de rendirse—. No es la primera vez que aparezco con alguien. Por favor, Pedro...


Pedro empezaba a sentirse como una pobre y patética criatura más a la que su caritativa vecina había decidido recoger de las calles, y a pesar de que no le gustaba mucho la sensación, fue incapaz de resistir su mirada suplicante.


—Está bien —cedió a regañadientes—. ¿A qué hora piensas irte?


—Había pensado coger el tren de las nueve.


—Mejor iremos en mi coche


—Pero puede que haya nieve en las carreteras y, además, tengo que llevar a Milo —protestó la chica.


—No hay ningún problema. Llevaré el Range Rover —dijo Pedro, zanjando el asunto.


—¿Cuantos coches tienes? —preguntó Pau mirándolo con suspicacia.


—Solo dos. —Paula no hizo ningún comentario y Pedro lo agradeció, no estaba preparado para recibir un apasionado discurso sobre las desigualdades sociales—. Muy bien, entonces a las nueve en punto llamaré al timbre de tu casa.


—Perfecto. Muchas gracias, Pedro. —Pau se alzó sobre las puntas de sus pies y le dio un beso en la mejilla. Al instante, las aletas de la nariz de Pedro se dilataron al aspirar el agradable olor de la joven y deseó que, algún día, su cariñosa vecina abandonase la desesperante costumbre que tenía de besar a todo el mundo.


—Soy yo el que tiene que darlas —declaró muy formal.


—Todavía no, querido Pedro, será mejor que esperes a conocer a mis hermanos... —Paula le guiñó un ojo con expresión traviesa, luego se dirigió al portal y, desde allí, se volvió una vez más para decirle adiós con la mano.


A pesar del frío que hacía, Pedro se quedó fuera un buen rato pensando en lo que acababa de ocurrir. Resultaba inaudito que su impredecible vecina lo hubiera embarcado en semejante aventura. Aún no podía creer que iba a pasar los próximos días celebrando la Navidad en una casa de campo, rodeado de una serie de personas a las que no conocía de nada. Si alguien le hubiera dicho que eligiera el plan menos apetecible del mundo, hubiera escogido precisamente ese. Por lo menos iba con Pau, se dijo con un encogimiento de hombros, y si de algo no se podía acusar a Paula Chaves era de ser una persona aburrida.


Recordó a la mujer que acababa de acompañar hasta su casa y sacudió la cabeza. Le había dicho a Harry que le presentase a la chica de la que tanto le había hablado, y su amigo se había apresurado a organizar una cena para cuatro. Al principio la cosa no había ido mal, la joven era su tipo o al menos del tipo que le había gustado hasta entonces, rubia y llena de curvas, así que decidió que una noche la invitaría a cenar los dos solos y hoy había sido esa noche.


No recordaba haberse aburrido más durante una velada. La pobre había hecho todo lo posible por agradarle y se le había ofrecido en bandeja, pero Pedro no tenía ningún deseo de aprovechar la oferta. A los diez minutos de empezar a cenar, estaba deseando terminar y largarse de allí. La chica se quedó pasmada cuando, nada más salir del restaurante, Pedro la acompañó a su casa y se sorprendió aún más en el momento en que él rechazó su invitación de subir a su apartamento a tomar una copa; saltaba a la vista que era la primera vez que le ocurría.


Luego, en cuanto se bajó del taxi todavía con una incómoda sensación de insatisfacción royéndole las entrañas, había visto a Paula en brazos de Diego y la imagen lo había dejado paralizado. Sin que lo viesen, se acercó a ellos y escuchó todo lo que decían. De repente, le invadieron unas ganas terribles de darle dos puñetazos a ese borracho alborotador y sacudir a Paula hasta que le castañetearan los dientes; alguien tenía que enseñarle a esa mujer que no debería ir repartiendo besos y abrazos a diestro y siniestro. Si seguía así, un día iba a verse envuelta en un serio problema.


Suspiró y una nube de vapor condensado flotó ante su rostro. Sería mejor que entrara en la casa si no quería coger una pulmonía, se dijo. Además, tenía que hacer el equipaje para sus vacaciones.