lunes, 1 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 4





—Doble de ases.


—¿Otra vez?


—Sí, otra vez.


—Voy a tener que dejar de invitarte a mi casa, Alfonso.


—Nunca perderías la oportunidad de jugar una partida conmigo —le contestó el enorme hombre con arrogancia.


Rodolfo hizo una mueca al joven amigo de su sobrino Ricardo, que también lo era de lord Penfried, el marido de la famosa Clara Stanton, motivo por el cual su sobrino no había podido prohibir de forma tajante la amistad entre su hermana y la esposa del futuro conde.


En realidad, el marqués no le caía bien, pero era mejor tenerlo vigilado después de la información que había podido constatar gracias a esos documentos. Nunca se sabía cuándo necesitaría acercarse de nuevo a Alfonso; además del hecho de poder contar con algún aliado cuando se trataba de lidiar con Ricardo, quien no le había perdonado que se casara con la mujer de la cual él estaba enamorado. 


Aunque, claro, lo había sabido llevar con estoicismo y discreción, como era habitual en él. Su sobrino era todo un ejemplo de dignidad y saber estar, por eso él hacía todo lo posible por mostrarse indigno, y así lo fastidiaba un poco. El robarle a la mujer que pensaba convertir en condesa había sido su primera victoria en su venganza contra éste por haber nacido, ya que él podría haber heredado a su hermano y convertirse en conde si su sobrino finalmente se hubiera quedado en el vientre de su madre. Su segunda venganza, idea a la que había llegado hacía escasas horas, sería convertir en su amante a ese corderito por quien Ricardo sentía una gran devoción y cuidaba con esmero. 


Antes nunca se le había pasado por la cabeza seducir a una inocente, mucho menos si pertenecía a su familia; nunca, hasta esa noche, cuando se la encontró con tanta naturalidad dentro de aquel burdel. Ahora todo había cambiado.


Si el muy tonto supiera de las andanzas de su hermanastra…


—¿Sonríes por perder otra vez? —preguntó otro de los ocupantes de la mesa de juego


—Qué puedo hacer —se lamentó Rodolfo con resignación.


—¿Decirnos qué es lo que te hace tanta gracia? –preguntó de nuevo Alfonso con ese acento tan característico en él.


—La verdad es que tengo que hacer ciertos recados mañana. —No veía el momento de echar a aquellos dos de su casa sabiendo el tierno bocado que lo esperaba en la planta superior, bien dispuesta para recibirlo. Él se había encargado de hacer los arreglos necesarios para que Paula lo esperara con desesperación.


Sin poder evitarlo, se relamió, y Alfonso lo miró con asco. Al hombre no parecía gustarle Rodolfo, pero, aun así, insistía en mantener una relación con él.


—¡Nos echas a la calle! Vamos, hombre, si apenas llevamos unas horas —protestó el joven sentado a la izquierda de Pedro—, aún me debes la revancha; entre los dos me habéis vaciado los bolsillos. No sé de qué voy a vivir lo que resta de este mes.


—Por mí puedes quedarte con lo que me debes —le cedió el medio ruso—, y creo que es mejor que me vaya también a casa, mañana temprano quiero visitar a Penfried para que me cuente de primera mano el nuevo escándalo orquestado por su mujer. ¿Os habéis enterado de lo que ha hecho esa loca?


Al decir esto, Paula no pudo evitar sonreír. Desde luego que la vida de Julian había dado un giro desorbitado desde que aquella malcriada se cruzase en su camino. Por su parte, Rodolfo no pudo evitar mirar al enorme hombre a los ojos.


 ¿Sabría que su sobrina era la otra joven que acompañaba a la flamante esposa de Penfried en sus nuevas aventuras en burdeles? Desde luego estaba seguro de que no tardaría en descubrirlo; después de todo, era el confidente de Julian, y éste acabaría sacándole la información a su esposa. Se preguntó qué haría entonces... ¿Le hablaría a Ricardo de las aventuras de su joven hermana? No, decidió, no lo haría. Pedro no parecía ningún estúpido.


—¿Y usted? —preguntó el hombre a Rodolfo con la esperanza reflejada en su juvenil rostro.


—Yo no soy tan caritativo, Augusto, las apuestas son las apuestas y deben pagarse... —miró a Alfonso con intención, y éste se percató de que no hablaban de las ganancias de esa noche—... siempre.


—Será mejor que nos marchemos, por lo visto Rodolfo tiene planes y dinero —no se atrevió a decir «mío»— para hacerlos realidad.


—No necesito dinero, joven —le reprendió con impertinencia—, sólo que os marchéis de inmediato.


—Desde luego. —¿Había sido capaz de traer a una ramera a casa de su esposa? Pensó que Rodolfo debía de haber perdido la poca cabeza que tenía, más aun conociendo al abuelo de lady Marianne, quien no era hombre de aceptar comportamientos desviados—. Vamos, Augusto—animó al otro—, te acerco a casa, no vaya a ser que te metas en otro lugar a perder lo poco que conservas de tu pequeña asignación.





INCONFESABLE: CAPITULO 3




—¡Por todo lo más sagrado, Paula! —exclamó su tío Rodolfo mientras la sacaba de la casa de citas en medio del jaleo que se había montado. Menos mal que no se le había ocurrido quitarle la máscara ni el velo, al menos aún tenía una oportunidad de que nadie descubriese que ella era quien acompañaba a la escandalosa Clara en aquella audaz aventura. Su tío la agarró por el brazo y se la arrebató a Justino con gesto belicoso y ninguno de los dos se atrevió a protestar; mejor salir de allí cuanto antes. De no ser porque el marido de Clara las había descubierto observando a una pareja amancebarse tras un cristal en un cuarto secreto, haciéndose pasar por jóvenes viudas, ella estaría en ese momento camino de su casa y no aguantando a su tío.


—¿Qué le voy a decir a tu tía si llega a saberse la identidad de la joven que acompañaba a la futura condesa? Los dos vamos a encontrarnos en serios problemas.


Paula murmuró que podría empezar por explicarle a su tía Marianne qué hacía él allí, en aquel prostíbulo, cuando le había dicho a su mujer que esa noche debía viajar a Crawley a atender unos asuntos en las propiedades de su hermano Ricardo.


—¿No dices nada? —le preguntó una vez estuvieron sentados en el coche de alquiler que Justino había sido tan amable de buscar en cuanto su tío se les echó encima.


Por supuesto que el futuro duque evitó montar una escena negándose a dejarla marchar, y se la entregó a su tío sin rechistar, proveyéndolos de vehículo donde guarecerse y desaparecer de aquel lugar, a pesar de que le había parecido detectar en la clara mirada del apuesto prometido de la hermana de Clara cierto deje de rebeldía. Quizá creyese que estaba faltando a su palabra de devolverla personalmente, sana y salva, a su casa.


Pues Paula también lo pensó.


—Hip, hip.


Se tapó la boca con ambas manos en un intento de evitar seguir hipando, pero la situación se presentaba tan cómica que lo único que pudo hacer fue echarse a reír a carcajadas provocando que su tío la mirara con perplejidad. ¡Ella y Rodolfo huyendo juntos de un prostíbulo! Tío y sobrina. Si su hermano se llegaba a enterar de tal acontecimiento…


—¿Se puede saber qué te ocurre? —le preguntó éste quitándole la máscara que había conseguido mantener puesta en su rostro, incluso dentro del vehículo, para evitar ser reconocida.


—Nada, hip, nada de nada, hip, hip, ji, ji, ji.


—¡Estás borracha! —exclamó asombrado.


—Noooo, hip, hip.


El hombre la miró unos segundos como si hubiera hecho un importante descubrimiento y, asintiendo complacido, se echó a reír estrepitosamente. Llegó a la conclusión de que la pequeña, tímida y asustadiza Paula era toda una aventurera. 


¿Quién lo iba a decir? Tanto decoro, saber estar y buenos modales, para que finalmente acabase pareciéndose a su alocada madre. Asintió complacido. Después de tanto esfuerzo, resultaba que su hermano Carlos no había podido evitar que la joven se descarriase. Rodolfo era consciente de que debería sentirse ultrajado al saber que su sobrina se comportaba de tal forma, que tuviese en tan baja estima el buen nombre del condado de Hastings, que actuara de forma tan atroz para una joven inocente. Aunque, claro, después de lo visto, de quién iba acompañada y de dónde se la había encontrado, dudaba de que aún fuese poseedora de ninguna inocencia. No en vano se disponía a salir de la casa de citas de Emilia acompañada de uno de los mayores libertinos de Londres, y al parecer nadie la estaba obligando a nada, sino que iba por propia voluntad a su cita amorosa con ese hombre, y de forma apresurada.


A decir verdad, pensó hastiado, no debería preocuparse tanto ante un escándalo, ya que siempre podrían defender su inmaculado apellido alegando que ella no era realmente una Hastings, y de ahí dicho comportamiento. Era la hija de la segunda esposa de su hermano, el padre de Ricardo, y, por lo tanto, tampoco era hermana de éste. ¿Por qué preocuparse entonces por una mocosa que andaba en busca de aventuras con hombres? Decididamente la muchacha no merecía ningún desvelo por su parte.


Observando de nuevo aquel rostro, sonrosado por el alcohol, y la mirada vidriosa de Paula, esbozó una sonrisa que no presagiaba nada bueno para su sobrina, aunque para Rodolfo aquello resultara de lo más estimulante. La idea de poder llegar a una especie de trato con la chica, del cual ambos podrían salir beneficiados, empezaba a tomar forma en su mente. Él era un hombre de cuarenta años con unos apetitos normales, atado a una esposa joven que no le proporcionaba ningún placer en la cama, y a la cual debía mantener ocultas sus salidas a prostíbulos y tabernas por miedo al abuelo de ésta, ya que no quería que una conducta escandalosa por su parte hiciese que el viejo baronet, más rico que Creso, desheredara a su insulsa nieta. A la que, por cierto, tenía que empezar a atar en corto.


—¿Y tus lentes? —le preguntó amablemente cuando hubo sopesado todas las posibilidades.


Paula no percibió el cambio de actitud de su tío.


—Me las quité, hip —le contestó con una sonrisa tonta.


—¿Y puedes ver?


—No demasiado, pero algo es algo.


—Está bien —se acercó a ella rápidamente y la tomó de los brazos—, esto es lo que haremos.


Paula lo miró sin comprender.


—¿Debemos hacer algo?


—Escucha atentamente, Pau. Yo no le diré a Ricardo lo que ha ocurrido esta noche —eso sí que lo entendió, puesto que era su mayor preocupación—, si me prometes que tú no le dirás nada a tu tía sobre mí si se desvela tu intervención en este escándalo.


—Aaaahhhh… hip. —¿Por un momento pensó que su tío Rodolfo iba a proponerle algo deshonesto? Menuda tonta.


 Simplemente no quería que Marianne conociese sus andanzas por casas de mala reputación. Su tío era un mujeriego, sí, pero no un sinvergüenza. «Tu exagerada imaginación te va a meter un día en un buen lío, Paula.»


—Yo no te he visto ni te he sacado de allí. ¿Entendido?


Algo sí que entendió, pero no tenía ganas de pensar qué era.


—Sí, hip.


—Estupendo —asintió sentándose de nuevo frente a ella—. Esta noche te vendrás a mi casa. Tu tía no está, pero creo que es lo mejor después de ver cómo te las gastas, así puedo mantenerte vigilada y me aseguro de que no te metes en más problemas por el momento.


—Yo quiero irme a mi casa —protestó sin mucha convicción.


—Por supuesto, podemos llamar a la puerta y esperar a que Thomas nos abra, te vea vestida de esta guisa, almacene la información en esa cabeza que tiene y, mañana, cuando todo Londres hable del nuevo escándalo de lady Penfried, saque sus propias conclusiones acerca de la identidad de la otra joven. ¿Qué crees que pasará entonces?


Paula era consciente de que el mayordomo de casa de su hermano no la tenía en gran estima debido al escándalo en que se vio envuelto el difunto conde, su padrastro, para poder casarse con su madre. Thomas parecía vigilarla constantemente para asegurarse de que no se desviaba.


—Que se lo dirá a Ricardo de inmediato.


—Cierto. Mañana te llevaré de vuelta a casa y no se hable más —le ordenó como siempre hacía todo el mundo—, ahora te vienes conmigo. Y si no tienes sueño y lo que quieres es diversión —le hizo un guiño que, no sabía por qué, no le gustó nada de nada—, puedes acompañarme. 
Estoy esperando a unos amigos. Tal vez tu noche no te resulte tan aburrida después de todo, dependerá de ti si quieres continuar… explorando el mundo.


Paula simplemente lo miró y volvió a hipar, pero sabía que no le gustaba lo que Rodolfo tenía en mente. Su tío, a pesar de su pose seria, era todo un crápula.







INCONFESABLE: CAPITULO 2




La habitación se hallaba totalmente a oscuras y la única luz existente procedía de la estancia anexa, separada de la primera tan sólo por un ventanal que ocupaba casi toda la pared a través del cual ellas podían ver todo lo que ocurría desde su cómodo asiento en la oscuridad. Se encontraban colocadas directamente frente a dicha ventana y, según habían sido informadas por Justino, las personas que iban a actuar tras el cristal sabrían que estarían allí en todo momento pero no podrían reconocerlas debido a la penumbra. Antes de que las dejaran a oscuras, Clara y ella se habían entretenido investigando la estancia y comentando con verdadero asombro cómo, para ser un lugar con tan mala reputación, todo estaba decorado con exquisito buen gusto. Resultaba extremadamente elegante y costoso. Allí se percibía el lujo y el dinero. Incluso podría asemejarse a sus propias residencias, cosa que no había dejado de sorprenderlas, puesto que esperaban hallar suciedad y desorden por doquier, así como comentarios vulgares y gente corriente que las molestara. Esperaban encontrar un lugar mezquino y depravado; sin embargo, para su sorpresa, había resultado todo lo contrario y estaban maravilladas. Es más, estaban seguras de que todo lo que habían
oído decir en los saloncitos de té referente a lugares como aquél sólo era producto del desconocimiento. Paula reafirmó su creencia de que no debía dejarse llevar por lo que opinaran los demás; después de todo, aquel sitio no estaba tan mal, y las habían tratado con toda la consideración que podían esperar dado su rango en la buena sociedad.


Gracias a su negro atuendo, el cual incluía llevar la cabeza cubierta con un velo, así como a las máscaras que habían utilizado para esconder su rostro, del mismo tono azabache que el de su vestido, habían pasado desapercibidas, o al menos habían resultado ser unas desconocidas para los caballeros que se reunían allí: despertando la curiosidad de éstos, aunque no sus atenciones. Incluso la mayoría de ellos eran conocidos de ambas, cosa que sorprendió a Pau, porque muchos habían sido los pretendientes más insistentes de Clara. Aunque por lo visto, a su amiga, aquel descubrimiento no pareció sorprenderla.


En cuanto estuvieron bien acomodadas, los sillones eran realmente cómodos y elegantes, con el tapiz floreado y la madera pintada en un dorado resplandeciente, les sirvieron champán por orden del futuro cuñado de Clara para que así se relajaran un poco y, según les dijo éste mientras les guiñaba un ojo sonriendo con socarronería, disfrutaran. 


Ellas, por supuesto, no protestaron, porque rara vez les permitían beber alcohol, por no decir ninguna, y, en cuanto estuvieron instaladas y a oscuras, se tomaron de las manos para darse ánimos en aquella loca aventura.


Paula empezó a sentirse audaz y desinhibida por una vez, quizá por las varias copas de aquella bebida burbujeante que le cosquilleaba la nariz y que sabía tan bien, o por culpa de la taimada Clara, e incluso un poco porque sentía libre ese yo escondido que tanto se esforzaba por mantener oculto, o tal vez debido al acto que estaba observando a través del cristal. Suspiró con envidia. Aquellos roces, los besos, las caricias, ¡ay, madre!, las embestidas.


—Clara… —Apenas podía articular palabra. Se sentía muy húmeda, muy necesitada de algo que parecía nacer de su feminidad y que la estaba poseyendo.


—¿Sí, Pau? —La voz de la otra era apenas un susurro.


Ninguna apartaba la vista de las imágenes que tenían delante, estaban poseídas.


—Nunca imaginé que pudiera ser así.


—Yo tampoco.


Sin poder evitarlo, Paula empezó a sentirse excitada y a preguntarse cómo sería su prometido. ¿Estaría tan bien proporcionado como el hombre que estaba contemplando? ¿Sería tan atractivo y musculoso? ¿Joven y apuesto? Se sentía intrigada y deseosa de ocupar el lugar de la mujer en aquella enorme cama de sábanas de seda blanca cubierta de pétalos de rosas de infinidad de colores, imaginándose que quien estaba en aquel enorme lecho era ella misma. Y es que lo que estaban presenciando era, era…, estaba acalorándose por momentos. Tragando saliva, tuvo que reconocer que, de no ser por su amiga, no estaría en aquella situación que se le antojaba tremendamente sensual.  Se llevó la mano al pecho a la vez que el hombre estrujaba los pechos de la mujer con ambas manos, llevándoselos hacia su masculina boca. Contrajo su vagina ante la sensación que se apoderó de ella. Tuvo escalofríos; tuvo calor; tuvo…


¿Era posible que su sangre estuviera alcanzando una temperatura tan elevada?


—¿Cómo se atreve a… —fue la pregunta sin terminar que Clara lanzó a alguien que acababa de entrar en la habitación de forma brutal provocando que Paula soltara la copa y que ésta se hiciera añicos en el suelo.


—¡Señor! —Paula no había reconocido aún al marido de Clara, por lo que actuó cual dama ultrajada, envalentonada por el alcohol y olvidándose del lugar en el que se
encontraba. Cualquiera hubiese pensado al verla que estaba echando de su casa una visita indeseada—. Haga el favor de salir inmediatamente. ¡Esto es una reunión privada!


La movía más el miedo a que su hermano descubriera que la habían encontrado en compañía de Clara presenciando aquello que el aspecto de matón que el esposo de su amiga presentaba en aquel instante. Lord Julian Penfried, el futuro conde de Strafford y esposo de Clara, había abierto la puerta de un fuerte golpe, resquebrajándola, y las estaba mirando echando fuego por los ojos. O algo mucho peor.


Enmudeció debido a la impresión de verlo en tal estado de cólera y empezó a temblar de terror. ¿Habría descubierto a Clara? Se encogió ante lo que podría significar aquello: el escándalo del siglo. ¡Oh, Dios santo! Esta vez sí que la iban a matar si Ricardo la descubría. Observó a su amiga estudiando nerviosamente su atuendo, el cual había escogido con esmero para acudir a dicho local. «No» decidió, no podría reconocerla. Ni a ella tampoco, se intentó convencer.


—Por favor, Julian —suplicó Emilia, la dueña de aquel establecimiento, temerosa de que el hombre armara un escándalo de tal calibre en su negocio que nadie lo olvidara y que, debido a ello, éste pudiera perder interés para la gran cantidad de caballeros que se habían vuelto clientela habitual—. La dama tiene razón. Salgamos de aquí inmediatamente.


Mientras le hablaba, le acariciaba el antebrazo al marido de la rubia platino, que era amiga de Paula, sin saberlo, en un intento de aplacar la furia del hombre a la vez que miraba a Clara con una disculpa en los ojos y se hacía mil preguntas.


 Las mismas que se habría hecho cualquiera ante tal escena. Y Paula temió lo peor cuando captó la rabia y los celos en Clara, al observar cómo su marido era manoseado por esa señora.


—¿Julian? —preguntó muy bajito, temerosa ante la certeza de que se trataba del hijo del conde de Strafford, marido de Clara—. ¡Oh, Dios mío! Mi hermano me va a matar —dijo mientras se volvía a mirar a Clara, quien se mantenía tercamente callada, lanzando puñales con los ojos a la señora Emilia—. ¿Qué hacemos? —planteó en un susurro casi inaudible. Sólo esperaba que su amiga tuviera un plan para salir indemnes de aquella situación, y se quedó mirándola, esperando alguna reacción por parte de ésta.


Clara pensó que su marido podía sospechar, pero que no estaba seguro de que fuera ella; en caso contrario, ya habría dicho o hecho algo escandaloso como era habitual en él. Por el momento sólo la miraba; eso sí, le enviaba dardos envenenados con los ojos, como ella a él, pero sólo la miraba.


—Querida —el hombre se dirigió a Clara en un tono que no admitía réplicas—, ¿harías el favor de acompañarme a casa?


Paula contuvo el aliento. Lord Penfried no pensaba dejar que su mujer se saliera con la suya, y estaba segura de que armaría una buena si ésta no lo obedecía. Un escándalo como el que llevó a Clara a casarse con él. Tragando saliva, rezó para que su amiga admitiera la derrota de ese encuentro. Hasta el momento nadie les había visto el rostro, porque lo mantenían bien oculto tras el velo y la máscara. Y ella debía salir con bien de aquella situación porque Clara ya estaba casada, pero, ella, sólo prometida. «¡Por favor, Clara!», le suplicó mentalmente esperanzada en que la oyese de alguna forma. «¡Se obediente por una vez! Esta batalla está perdida.»


—Creo que me confunde, señor. Mi esposo murió recientemente.


Paula no pudo evitar soltar un gritito de sorpresa al percatarse de que la cosa se complicaba por segundos. Y su hermano la mataría, de eso sí que estaba segura.


—Mi gozo en un pozo —murmuró provocando que Clara la mirara por detrás del oscuro velo con un mal gesto, a la vez que le propinaba un codazo, para que no metiera la pata—. Clara… —intentó avisarla, pero se llevó una verde e intensa mirada de reproche de la otra, la cual pudo percibir a través de la oscura tela. Insistió.


—Si ya te ha reconocido —le susurró impaciente—, ¿para qué alargar esta agonía?


—Cállate, Pau.


—Hazle caso —continuó terca.


—Ni hablar.


—Insisto en que obedezcas, porque me voy a meter en un buen lío.


Paula se había percatado de que el hombre mantenía fuertemente cerrado los puños y temió que su amiga lo enojara tanto que perdiera el control con ella. Si ya la había reconocido, ¿para qué prolongar aquella escena? Cuanto antes salieran de allí, mucho mejor; con suerte su hermano no se enteraría de quiénes eran las protagonistas de aquel nuevo escándalo. ¿Cómo explicar al estricto conde de Hastings que su hermanastra había demostrado ser tan casquivana como su madre? No podía, se estremecía sólo de pensarlo.


Por su parte, Julian forzó una irónica sonrisa ante el desliz que acababa de cometer Paula e intentó darle a entender a su mujer que no estaba para jueguecitos.


Sin embargo, ella prefirió ignorar su gesto de advertencia.


Sin que ninguno de los presentes, a excepción de Emilia, se diese cuenta, la estancia se había llenado de silenciosos curiosos, entre ellos Justino, quien las había acompañado al lugar y se suponía que las iba a proteger de miradas indiscretas; éste, para consternación de Paula, observaba la escena con una mueca de diversión.


—¿Seguro?


—Penfried —Emilia estaba deseando que todo aquello acabara de una vez. ¡Qué situación tan embarazosa!—. ¿Se conocen ustedes?


—No —respondió Clara al darse cuenta de que la mayoría de los hombres que antes ocupaban el salón de juego se encontraban dentro de la habitación o con la cabeza asomada a través de la desquebrajada puerta de ésta, gracias a la fuerza de su esposo. Decidió que, como Juliano la delatara delante de todo aquel gentío, quien lo iba a matar iba a ser ella. Ya había tenido suficientes escándalos desde que se conocieran.


Y Paula iba a desmayarse de un momento a otro debido a la presión. Ser testigo mudo de aquella escena, conociendo los antecedentes de ambos, la estaba llevando a la locura.


—¿No? —preguntó su marido arqueando una ceja mientras en un rápido movimiento le arrancaba la máscara del rostro.
— ¿Estás segura, querida esposa?


Paula enmudeció al oír el murmullo asombrado y jocoso de los hombres allí presentes, y al ver la mirada calculadora de la mujer que antes se había atrevido a tocar al esposo de Clara en su presencia. Discretamente, Emilia retiró la mano del antebrazo del hombre. Paula pensó que al menos uno de los presentes demostraba algo de cordura.


—Creo que, al final, no necesitarás que te lleve de regreso —intervino Justino risueño, atrayendo hacia su persona las miradas de las mujeres y de Julian.


«¡A mí, sí!», quiso gritarle Paula al hombre. ¿Es que nadie reparaba en ella? ¿En su comprometida posición?


Clara mantuvo la mirada fija en su esposo, midiéndolo, calculando hasta dónde sería capaz de llegar para conseguir que ella lo obedeciera. Al parecer lo que vio fue suficiente como para que accediera a cumplir sus órdenes por las buenas. Como dama de alta cuna que se consideraba, con gesto arrogante y altivo, cruzó por delante de él para obligarlo a seguirla en un vano intento de ponerlo en su lugar.


—¡Ni lo sueñes!


El hombre la tomó del brazo con brusquedad en el momento justo en que ésta pasó por su lado como si de la misma reina se tratara, para acto seguido arrastrarla hacia la puerta de salida ante la mirada lasciva de los hombres y burlona de las mujeres que trabajaban allí. Y Paula pensó que el mundo había llegado a su fin, porque esta vez sí que no lo contaba; eso pensó cuando la mirada de muchos de los presentes retornó en dirección al lugar donde permanecía ella en silencio. Afortunadamente, Justino la tomó del brazo en un gesto delicado y la acompañó hasta la salida del local, como si fuera lo más natural del mundo.


Tal vez tenía una posibilidad de salir indemne de aquella bochornosa situación. Y decidió que lo conseguiría.


—Lo estás haciendo muy bien, pequeña —le dijo su acompañante en un susurro para confortarla mientras ambos se dirigían hacia la puerta del establecimiento—. Un poco más y estaremos montados en mi coche. Y después, a casa.


—Creo que me estoy mareando. —Paula estaba verdaderamente aturdida, aunque era más bien por el champán, la lujuria insatisfecha y el temor de poder ser descubierta.


—Intenta respirar profundamente, piensa que nadie te ha reconocido, podrías pasar incluso por Sara.


—Sí, claro, por supuesto. —Qué otra cosa podía decir ante tamaña mentira. Sara Stanton era alta y corpulenta, a diferencia de ella, que era menuda y bajita.


—No te subestimes, Paula, eres una muchacha encantadora.


—Sólo quiero salir de aquí —gimió.


—Ya casi estamos, un poco más...


—¡Un momento! —exclamó una voz terriblemente familiar para ella y, en ese instante, fue consciente de que estaba muerta.