lunes, 31 de agosto de 2015

ATADOS: CAPITULO 6




Era martes por la noche. Se había duchado, se había puesto una falda vaquera algo corta, un suéter de Penélope Glamour que había comprado en unos grandes almacenes, unas bailarinas, y se había prometido mantener la calma. 


Horas después del incidente en su empresa, Pedro le había mandado un mensaje pidiéndole verse de nuevo la noche siguiente en el mismo italiano. Dado que en sus prisas por salir de allí había dejado la documentación sobre su mesa, pidió a una compañera de carrera que sí ejercía, que les echara una ojeada. Al parecer todo estaba en orden aunque para ella todo fuera un caos.


Esta vez no pensaba discutir. A pesar de haber perdido las formas estaba convencida de estar haciendo lo correcto. Se negaba a dar por buena la denegación de su nulidad. Y a permitir que él le pagara los gastos de un costoso divorcio. 


Quizá lo segundo fuera un arranque de orgullo, pero lo primero era cuestión de principios. En su casa le habían enseñado que violar los ideales de uno era la peor de las denigraciones.


Entró y le vio. Estaba en la misma mesa de la otra vez. E igual de atractivo. Sonrió, indecisa. No sabía cómo sería recibida. Vio el taco de papeles a un lado y se repitió que no iba a ponerse histérica a pesar del nudo que atenaza su estómago. Pedro se levantó al verla, sonriendo también con aire arrepentido.


—Bonita camiseta. «Penélope Glamour» te sienta. No sé de qué forma, pero te sienta.


—Gracias, supongo. —Sonrió tímida, sintiéndose halagada y absurda.


En su camiseta se veía a una rubia vestida de rosa con un coche descapotable con una sombrilla igual de rosa. Y le había gustado que para él «le sentara».


—Ensalada, por favor —pidió al camarero.


Declinó el vino. De nuevo escogió él los entrantes, a ella esta vez sí le importó, pero lo dejó pasar. Hablaron del tiempo como dos desconocidos a la espera de que les sirvieran y pudieran entrar en materia. Los contratos, colocados a la vista de ella sin duda de forma expresa, eran su espada de Damocles. Respiró hondo y se sumergió en una aburridísima conversación sobre las condiciones meteorológicas. Diez minutos después y ya con la cena delante por fin cambió de tema.


—Lamento lo que ocurrió ayer. —Supo que era sincero.


—También yo.


Suspiró agradecido y le acercó los papeles.


—Me alegro de que estemos de acuerdo. Fírmalos y acabemos con esto.


Lo miró estupefacta. Contó hasta diez. Y después hasta veinte. Solo cuando supo que se mostraría tranquila respondió.


Pedro, siento haberte gritado. Sin embargo no lamento mi decisión. Sigo convencida de que la sentencia del juez es injusta y que hay que recurrirla. —Levantó la mano impidiendo que hablara—. Sé que esto no es fácil para ti; para ninguno de los dos lo es. Pero no voy a renunciar a lo que soy y a lo que creo por esto.


«Ni siquiera por ti.»


—No trates de hacerme creer que me entiendes. Tú no sabes nada de matrimonios porque no crees en ellos. —Sus palabras destilaban rencor en cada sílaba.


No se dejó provocar.


Pedro, quizá no desee casarme, pero eso no significa que no valore el matrimonio como institución. —No pensaba darle más explicaciones—. Me pides que me olvide de mis principios; no obstante te niegas de plano a renunciar a los tuyos. Vive con Amparo ahora y cásate después.


La miró como si estuviera loca.


—Tú me hablas de principios cuando en realidad lo que tienes es una pataleta porque un juez no ha cumplido con tus expectativas. Yo te hablo de Dios, Paula. Deberías ser capaz de entenderlo, al menos.


Sintió la rabia agolparse en sus venas. Esta vez hubo de contar hasta treinta. Pero no iba a cabrearse. No. De repente se sintió inspirada. Sonriendo con sorna se encogió de hombros, tomó el fajo de hojas que solicitaban el divorcio y le pidió un bolígrafo. Visiblemente aliviado le pasó el suyo. 


Paula estampó su firma y alzó su copa en un brindis silencioso. Vio cómo tomaba el otro contrato y se lo ponía delante. «Veamos de qué pasta estás hecho».


—Me temo que ese no lo firmaré.


La miró sin entender.


—¿Quieres el divorcio? Ya lo tienes. —Le indicó con la vista el contrato firmado—. Pero no firmaré la renuncia de los bienes.


—¿De qué coño hablas, Paula? —El tono gélido pudo haber congelado el desierto del Sáhara.


Debió haberse amedrentado, pero dos meses antes había despedido a siete compañeros. Eso sí era terrorífico. Podía lidiar con su rabia.


—Ninguneas mis principios. Veamos ahora cuánto valen tus creencias. Ahí tienes tu libertad, cógela. —Hizo una pausa dando dramatismo a su conclusión. Quizá, después de todo, era digna hija de su madre—. ¿Cuánto vale tu dios, Pedro? ¿Exactamente la mitad de tu fortuna?


Él se levantó con tal fuerza que tumbó la silla. La miró como si deseara matarla. Cogió los papeles, lanzó un par de billetes sobre la mesa que cubrían de sobra la cena de ambos, y salió del restaurante con paso furioso. Paula notó las miradas de todo el mundo sobre su espalda. A pesar de ello no pudo evitar mirarle el trasero mientras se iba. Era prieto, perfecto. «Si tuviéramos hijos, tendrían seguro un culo estupendo».


El camarero se acercó a recoger la silla y le preguntó si retiraba los platos. Negó con la cabeza. Su orgullo le impedía salir de allí con el rabo entre las piernas cual mujer abandonada. Hizo de tripas corazón y se acabó la ensalada, que le supo a serrín.


«Paula, céntrate. No puedes ponerte a cien por un tío que no te respeta.»


«Ya, pero es que está taaaaan mono cuando se enfada. Y además tiene razones para estar cabreado. Lo de la firma me ha quedado sublime.»


«No se te ocurra defenderle.»


«Realmente, tras su apariencia impávida hay un volcán. Debe de ser la bomba en la cama.»


«A ver, céntrate: no es para ti, ¿te acuerdas? Va a casarse con otra y además ahora no eres precisamente su persona favorita.»


«Me da igual. Por fantasear un poco tampoco pasa nada.»


«Paula, vuelve a meter a ese tío en el huequito en el que estaba guardado y cierra la puerta. Si te enamoras de él otra vez, te vas a meter en un buen lío.»


Reconoció, con resignación, que ya estaba metida de lleno en ese buen lío.







ATADOS: CAPITULO 5





Dos meses después Paula estaba en su despacho. No había vuelto a saber de él desde aquel ya lejano sábado. 


Tras los despidos en la empresa el ratio de eficiencia había aumentado, pero seguían necesitando con urgencia capital externo. En cualquier caso, no estaba en sus manos encontrar un inversor y trataba de no preocuparse por aquello que no podía controlar. Estaba hojeando evaluaciones de algunos gestores cuando sonó su teléfono de mesa. El tono indicaba llamada interna.


—¿Sí?


—Paula, hay un caballero en la entrada preguntando por ti.


—¿Quién es?


Sintió las dudas de la recepcionista y supo de quién se trataba antes de que se lo confirmara.


—Dice ser tu esposo.


El estómago le dio un vuelco. Pidió que subiera deseando que su voz hubiera sonado más firme a través del teléfono de lo que le había parecido a ella. Un minuto después la puerta de su despacho se abría y un Pedro vestido con traje de chaqueta y corbata entraba con un montón de papeles en la mano. Se le veía alterado. Le indicó con la mano que tomara asiento. Apartó los informes de su mesa y esperó. 


Parecía que necesitara aclarar sus pensamientos, así que le dio un tiempo manteniéndose callada. Vio que se pasaba la mano por el pelo antes de decidirse a hablar.


—Nos han denegado la nulidad.


Saltó de su silla asustada.


—¡¿Qué?!


Estar casada durante unos meses antes de que le concedieran la nulidad tenía un punto divertido. Tener que divorciarse ya no le hacía ninguna gracia. Se obligó a tranquilizarse y recapacitar. Era imposible. Repasó los requisitos del Código Civil para que un matrimonio se considerara válido asegurándose de no cumplir ninguno: no habían convivido, no habían tenido intención de contraer matrimonio, no compartían las tareas domésticas, ni ninguna otra cosa en realidad. Miró a Pedro con ojo crítico. 


¿Estaría bromeando, por fin? Pero no parecía contener su alegría sino todo lo contrario.


Pedro, es imposible —hablaba despacio, tratando de convencerlo a él tanto como a sí misma—. Es un caso claro de nulidad. Incluso yo que no he ejercido nunca lo sé.


Volvió a sentarse mientras él la observaba con atención.


—Al parecer el juez ha desestimado ya varias solicitudes de nulidad. Es ultraconservador, cree que el matrimonio es una institución sagrada y que por tanto la ley no puede estar por encima de Dios. Además de los recursos interpuestos hay varias demandas contra su persona.


Trataba sin éxito de serenarse. No había ni rastro de la mujer tranquila que solía ser.


—¿Y no sabíamos eso antes de presentar la demanda? —Su mirada le dio la respuesta—. ¿Y por qué, si puede saberse, la presentamos allí y no en mi ciudad, donde no hubiéramos corrido riesgos innecesarios?


—El juzgado de mi ciudad tiene menos dilaciones: resuelven en menos tiempo.


«¿Está de broma, ¿no? Tiene que estar de broma.»


—Lógico, si los casos se resuelven así —le estaba gritando, pero no le importó—. Joder, Pedro, esto ya no tiene ninguna gracia.


Eso le hizo reaccionar.


—¿Ya no tiene ninguna gracia? ¿Ya no? —repitió, imitando con voz chillona su tono—. ¿Acaso antes sí la tenía? Pues explícamela y nos reiremos juntos.


Estaba demasiado enfadada como para apreciar su respuesta.


—¿Qué quieres que te diga? Lo dejé todo en tus manos, confié en ti, y mira lo que ha ocurrido. Otra vez.


Sabía que era injusto culparle por las rebeldías de un juez pero se sentía acorralada.


—¿Otra vez? ¡¿Otra vez?! —también él, un hombre habitualmente sereno, vociferaba—. ¿Te refieres a lo que pasó en Las Vegas, no? Me tenía que encargar de pagar y me equivoqué. Es eso, ¿no es cierto?


—Tú lo has dicho, no yo.


Se levantó ofendido y comenzó a dar vueltas por el despacho. Lo vio hacer un hercúleo esfuerzo para recuperar el control.


—Paula, no quiero discutir. —Regresó a la silla—. He traído la solicitud de divorcio.


Lo miró sorprendida. Tenía frescas en su mente las disposiciones básicas de las cláusulas jurídicas en materia matrimonial.


—Estamos en gananciales, Pedro. No es tan sencillo como estampar una firma. Me correspondería la mitad de tu patrimonio por ley. No estamos en Estados Unidos, aquí no se puede renunciar a la parte proporcional de la masa conyugal.


—Mi abogado ha pensado en todo. Además de la solicitud del divorcio, donde nos lo repartimos todo a medias, ha preparado un contrato en el que vuelves a donármelo después.


La mente de Paula trabajaba a toda velocidad.


—¿Y qué hay del impuesto de transmisiones? Será carísimo.


—Yo soy el donatario: yo me hago cargo.


Le tendió dos tacos de documentación. Uno era la demanda de divorcio con la repartición de los bienes. El otro, un contrato de donación.


Tomó la estilográfica de su escritorio con la sensación de que no hacía lo correcto. Iba a firmar cuando su dignidad se lo impidió.


—¿Y así se arreglan las cosas? ¿A base de talonario? Me temo que las cosas no funcionan así en mi mundo, Pedro. No voy a salvarle el culo a un juez meapilas. —El insulto no le debió pasar desapercibido, debió sentirse aludido incluso, pero no le dejó discutir—. Interpondremos un recurso y una demanda. No pienso admitir semejante falacia. Yo quería ser juez, ¿lo sabías? Esto es una cuestión de principios. —Y era cierto. No iba a permitir que la justicia se saltara su petición, ni iba a saltarse ella la justicia con dinero. No podía hacerlo. 


Simplemente no podía.


Él se levantó y colocó las manos sobre el escritorio. Su alta figura volcada sobre ella resultaba amenazante.


—Paula, mientras tú te haces la ofendida yo tengo una boda esperándome.


Lejos de ofenderse o amedrentarse se sintió insultada.


—Simula una boda y haz vida de casado. Ya te lo dije. —Había suficiencia en su tono.


—Y yo te dije que soy católico. —Dio una palmada en la mesa sobre uno de los tacos de papel que había traído—. Firma los papeles y déjate de estupideces.


«¿Estupideces? ¡¿Estupideces?! Estás jodido.»


—Ahora resultará que tus creencias religiosas son más importantes que mis principios. —Había perdido el control. Estaba gritando y al borde de las lágrimas. Se aferró a su ira para no romper a llorar—. ¡Escúchame, capullo! ¡La has jodido! ¡Con mayúsculas! Debiste presentar la demanda en otro sitio y haber tenido paciencia. Pero noooo, el señor quería la nulidad ya. ¿Para qué esperar como el resto del mundo?


Vio que también él estaba fuera de sí.


«Mejor.»


—¡Firma los jodidos papeles y déjate de gilipolleces!


—No pienso firmarlos. ¿Me oyes? ¡¡No voy a hacerlo!! —Con seguridad todo el edificio la estaba oyendo, tanto vociferaba—. Tú, que la has cagado, arréglalo. Pero no cuentes conmigo para nada que no sea la nulidad. Y ahora, lárgate.


Pedro no se movió. Paula rodeó su escritorio. Lo echaría si era necesario. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera pensó que no sería capaz de moverlo ni un ápice si se negaba a irse.


—Fuera. He. ¡¡¡Dicho!!!


Él cerró la distancia que los separaba. Parecía que iba a estrangularla, pero la tomó por los hombros y ella creyó que la zarandearía, pero la cercanía entre ambos, el contacto, cambió la atmósfera de repente. Toda la furia pareció convertirse en deseo. Sus manos dejaron de presionar para reposar casi acariciantes sobre la piel desnuda que la camisa revelaba. La respiración de ella se aceleró y él pudo sentirlo tanto como Paula pudo ver la pasión en sus ojos color miel. Se acercó más y Paula cerró los suyos, esperando. Pasaron los segundos.


—Maldita seas, Paula. ¡Maldita seas mil veces!


Los abrió justo para oír el portazo.







ATADOS: CAPITULO 4




Era sábado por la mañana. Hacía menos de dos días que habían cenado juntos e iban a verse de nuevo. Habían quedado con un abogado para pedir juntos la nulidad matrimonial. Paula había desempolvado sus libros de derecho la tarde anterior y se había dado cuenta de un detalle fundamental: se habían casado en gananciales antes de que él hiciera su fortuna. Así que en ese momento era la feliz propietaria de la mitad de un montón de millones de euros. Sonrió al pensar en hacer creer a Pedro que quería una compensación económica pero desechó la idea un segundo después. Habría que hacer algo con su sentido del humor. O la falta de este.


Había hablado también con su madre, era absurdo postergar lo inevitable. Había habido gritos, exigencias, y más gritos. 


Paula no esperaba menos. Su madre tenía un carácter de mil demonios y explotaba con facilidad. Quizá por eso ella procuraba mantenerse siempre fría, porque le habían criado en una casa que tendía al drama en cuanto se presentaba la ocasión.


Llegó a Valencia, dejó el coche en un parking en el centro y volvió a mirarse en el espejo. Después de la juerga de la noche anterior estaba blanca y tenía ojeras. Entre copa y copa mantuvo bien en secreto a su flamante esposo, recordó mientras salía del coche. Nunca había hablado a sus compañeras de él, ni de la boda ficticia —bueno, no tan ficticia— y tampoco le apetecía hablar ahora. Pedro era un tema privado. Muy, muy privado.


Salió a la calle, torció a la derecha, saludó al portero y entró en el edificio de oficinas que se alzaba hasta el cielo. Pulsó el botón de la decimoquinta planta y esperó. Cuando las puertas se abrieron tuvo la sensación de haber bajado quince plantas en vez de subirlas pues ante ella se mostraba el mismísimo infierno. En la sala de espera estaba Pedro, por supuesto, pero también sus padres, y su propia madre, y las cuatro hermanas de Pedro, y su hermana con su esposo y la niña, y para rematar, la prometida de Pedro. Todos los ojos se posaron sobre ella. «Elegí un mal día para ir de resaca», decidió con fastidio.


Saludó con una sonrisa general. Casi de manera providencial apareció un hombre de unos cincuenta años trajeado que se presentó como su abogado y, tras el protocolario apretón de manos, los invitó a pasar a una sala donde poder hablar. Todos los presentes sin excepción se desplazaron en bloque hacia allí.


Ah, no. Lo suyo con Pedro era algo privado. ¿Acaso habían publicado la convocatoria de aquella reunión en el diario?


Entró la última pero ni cerró la puerta ni se sentó. No se dirigió a nadie en concreto cuando habló con engañosa calma.


—Todos los miembros de la familia Chaves pueden salir. Esto no es el circo ni yo soy un maldito mono de feria.


Su madre iba a montar en cólera cuando su hermana, bendita fuera, la tomó del brazo, la hizo callar y la sacó de allí acompañada de su esposo y la pequeña Alma. La familia de Pedro, siempre correcta, tomó ejemplo y salió detrás.


El abogado le sonrió. Parecía sentirse aliviado también. 


Pedro apenas la miró. Seguía sentado y parecía relajado con la «peliteñida» a su lado. La taladró con la mirada y esta lo miró a él suplicante. «Patética, ni siquiera sabe defenderse sola».


—Paula, a Amparo este asunto le atañe directamente. —Su voz sonaba hastiada.


Cedió con la sonrisa torcida. Sabía que él no tenía sentido del humor, pero veríamos cuánta cuerda tenía ella. Se sentó y escuchó al letrado resumir su historia y explicar cómo iba a funcionar el proceso de nulidad. Apenas escuchaba. Amparo tenía la manicura francesa hecha, un maquillaje discreto y vestía ropa carísima. Se maldijo a sí misma por sus uñas cortas, su aspecto resacoso y sus vaqueros. Volvió a la sala cuando le pusieron delante una pila de papeles para que los firmara. Echó un vistazo rápido comprobando que todo estaba en orden, tomó el bolígrafo… y lo volvió a dejar sobre la mesa.


—Dado que mi esposo ha hecho toda su fortuna durante nuestro matrimonio —su voz sonaba firme, exigente—, creo que merezco una compensación.


La reacción no se hizo esperar. La rubia gritó, la insultó, pataleó e incluso trató de darle una bofetada. Fue Pedro quien detuvo el golpe; ella iba escueta de reflejos. «Así que yo tenía razón y de frágil nada de nada». Lejos de admirarla le cayó todavía peor.


—Amparo, estoy convencido de que Paula solo bromeaba. —Él seguía tranquilo.


La otra no se aplacó y continuó con los improperios. Cuando estos afectaron a su madre sintió que su autocontrol cedía. 


Prefirió pasar a la acción antes de que la situación se le fuera de las manos. Cogió el carísimo bolso de ella, separó la cremallera, abrió la puerta y lo lanzó cual jabalina, dejando a su paso un reguero de pintalabios, pañuelos de papel, tampones, llaves… Como estaría corta de reflejos, pero tonta no era, se apartó de la trayectoria de la rubia, que gritó con más ardor y salió corriendo para recoger sus pertenencias. Con la mejor de sus sonrisas cerró la puerta y pasó el pestillo. La mirada de Pedro mostraba un disgusto patente.


«Bueno, ha sido divertido y al menos ahora tengo toda su atención.»


—No me mires así. Ella debió salir con los demás. Corrijo: nadie debió venir.


—Paula, mi familia está preocupada por la situación. He tenido que anular una boda de seiscientos invitados. Todo el mundo está muy nervioso. Cuando me pidieron venir no pude decirles que no.


—A mí tampoco pudiste decirme que no y mira la que se ha armado. Quizá debieras aprender a decir que no. «Ene-O». —Vocalizó como si fuera un inepto al tiempo que tomaba los papeles y los firmaba. Guiñó un ojo al abogado—. Se lo pedí yo, ¿sabe?


El letrado simuló una sonrisilla carraspeando. Pedro no reaccionó. Una vez más. ¿Qué le pasaba a ese tío? Y qué tenía en las venas, ¿horchata? ¿Y por qué ella seguía pensando que era el hombre más sexy del mundo si era un soso? No debía haber una gota de pasión en su sangre y a pesar de ello su cuerpo cosquilleaba de deseo por él. Se levantó tratando de aliviar su propia pasión y estrechó de nuevo la mano del abogado, besó la mejilla de Pedro, frivolidad que le pareció absolutamente necesaria, y salió sonriente.


Fuera la esperaban en silencio. Se despidió de la familia Alfonso e invitó a la suya a comer para celebrar que en breve volvería a ser una mujer soltera y pobre. Todos rieron ante el comentario. Todos excepto Amparo. Ya en el ascensor y justo antes de que se cerraran las puertas se dirigió precisamente a ella.


—Ah, y te equivocas, Amparo. Mi madre es maestra. Maestra, no puta.


Se cerró la puerta. Adoraba las salidas a lo grande. 


Sonriendo, tomó a su sobrina en brazos y la abrazó. Esta le besó la mejilla antes de mirarla con los ojos a rebosar de curiosidad.


—Tía, ¿qué es una puta?


Mierda. Afortunadamente su hermana se lo tomó a risa.