lunes, 17 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO FINAL



—No llores, cariño.


—Es que... son tan pequeños...


—Tienen casi cinco años, cariño. ¡Y mira lo contentos que van en su primer día de colegio!


—Lo sé —contestó Paula observando a Cata y a Marcos jugar en el patio con sus amigos y vecinos, justo antes de comenzar el curso—. Soy tonta, voy a echarles mucho de menos.


—Te darán un pequeño descanso —comentó Pedro, divertido—. Solo por las mañanas. Son muy considerados pensando así en sus padres, ¿verdad?


—¡Tonto! —rió ella.


Paula y Pedro permanecieron apoyados sobre la valla, junto al resto de padres, observando a sus hijos. El pueblo era tan pequeño, que todo el mundo se conocía. Por eso Paula sabía que a los gemelos no les costaría integrarse.


Cata era alta para su edad, de cabellos largos y muy vivaz. Macos era fuerte como su padre, una persona fiel. Ninguna mujer podía evitar sonreír al verlo. Pero ella sabía que no sería un rompecorazones. En eso, Marcos era igual que su padre. Trataría a las mujeres con amabilidad y cortesía, y no les haría daño.


—¡Les quiero tanto! —exclamó Paula.


—Y yo. Y a ti también —la besó Pedro—. Entonces, señora Alfonso, tenemos la mañana para nosotros solos. ¿Alguna idea sobre cómo entretenernos?


—Yo tengo que lavar ropa, y tú seguro que tienes que trabajar —bromeó ella, fingiendo inocencia.


—¡Lavar, ya! —sonrió Pedro mirándola de arriba abajo—. Sí, no nos vendría mal lavarnos a ninguno de los dos. Un buen baño.


—Con las cortinas echadas y con velas. ¡Y chocolate ! ¡ Y música...! —sugirió Paula.


—¡Adiós, Cata! —se despidió él—. ¡Adiós, Marcos!


Los gemelos se volvieron sonrientes. Corrieron a la valla para besar a sus padres y se despidieron por última vez.


—¡Que os lo paséis bien! —exclamó Paula.


—¡Sí! —gritaron los dos.


—Eso vamos a hacer nosotros también —murmuró Pedro—. Créeme.


—Te creo —susurró ella—. Te creo.






EL ENGAÑO: CAPITULO 26



A la mañana siguiente, los vecinos de Lewes, preocupados por sus casas, se levantaron y prepararon todos juntos el desayuno. Durante dos días enteros, el nivel del agua permaneció al límite. Los adultos inventaron juegos para distraer a los niños, y todos se ofrecieron para ayudar a la pareja con los gemelos. Sentados junto al fuego, charlaron durante dos largas y oscuras noches. A Paula le encantaba observar a Pedro: las llamas alumbraban su rostro, y su felicidad era tan patente, que todo el que lo miraba se veía obligado a sonreír.


Quizá la casa pareciera un caótico refugio, lleno de camas y ropa por todas partes, pero también estaba llena de risas, diversión y solidaridad. Paula y Pedro habían pasado a formar parte del pueblo: eran de la familia.


Por fin, el nivel del agua comenzó a bajar, permitiendo a los vecinos volver a sus casas. Pedro fue con ellos para echarles una mano, sacando muebles y alfombras. De pronto, durante su ausencia, Paula se encontró frente a una asustada Celina, llamando a la puerta. Para sorpresa de Paula, iba vestida con un traje de ejecutiva que no tenía nada que ver con el atuendo seductor de meses atrás. Ella era demasiado feliz como para permanecer enfadada. Su sonrisa sorprendió a Celina, que enseguida comenzó a sollozar.


—Corre, ven al despacho de Pedro —sugirió Paula rodeándola por los hombros—. Es el único lugar en el que podremos tener algo de intimidad.


—¡Oh, Paula, lo siento tanto! —exclamó Celina, arrepentida—. ¿Puedo explicártelo?


—Por supuesto, siéntate.


Celina se explicó de manera muy correcta, haciendo patente su arrepentimiento. Respiró hondo y comenzó a hablar deprisa, pálida y asustada:
—Comenzaré por el principio. En realidad, he hecho el ridículo. Pedro no hacía más que hablar de ti en la oficina, de que estaba preocupado porque tú no eras feliz en esta casa y de que apenas os veíais. Trabajaba mucho porque quería comprarte un piso en Londres, ¿sabes? Iba a ser una sorpresa...


—¿Un qué? —preguntó Paula, asombrada—. ¡Pero si cuestan una fortuna!


—Lo sé, pero a él no le importaba. Pensaba que era la solución. Estaba aterrado pensando que cualquier tipo de tu empresa acabaría por conquistarte —explicó Celina bajando la cabeza—. Oh, estoy tan avergonzada por lo que hice, Paula. Pedro es maravilloso. A mí me daba tanta lástima, que creí estar enamorada de él. Se me metió esa idea en la cabeza, pensaba que tú no lo apreciabas lo suficiente. Por eso creí que él se enamoraría de mí si lograba llevármelo a la cama. Estoy muy avergonzada. Él no hizo nada en absoluto para alentarme, en serio. Yo no era consciente de lo locamente enamorado que estaba él de ti, no me daba cuenta de que se pondría hecho una furia conmigo por poner en peligro vuestro matrimonio. Escondí su ropa... —añadió tendiéndole una bolsa que había dejado en el suelo.


Paula abrió la bolsa y miró. Eran el traje y la camisa perdidos con las manchas de café. Alzó la vista y Celina continuó:
—Lo escondí detrás de la cómoda, en el vestíbulo, antes de... de quitarme la ropa —confesó, ruborizada de vergüenza.


—¿Y luego fuiste tirando tu ropa por la escalera?


—Sí —asintió Celina—. ¡Me avergüenza confesarlo! Cuando... cuando me fui en taxi, recogí la bolsa, la guardé en mi casa y luego me olvidé. Pedro vino a verme y se enfadó de tal modo que me quedé destrozada. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mal que me había portado. Fue algo vil, ahora lo sé, y te suplico que me perdones, Paula. Quiero volver a empezar desde el principio, sin resentimientos. Esta historia es para mí como la espada de Damocles. Quiero arreglarlo todo antes de casarme, sentirme bien, decente, otra vez. Por favor, perdóname.


—Por supuesto que te perdono —contestó Paula sentándose junto a ella, que temblaba—. ¿Cómo voy a culparte por adorar al hombre más maravilloso del mundo? —sonrió y abrazó a Celina, que se echó a llorar—. ¡Casi me molesta que te hayas enamorado de otro! —bromeó.


—¡Oh, Paula, Juan es perfecto! Jamás había conocido a nadie tan amable, encantador y comprensivo. Él me hace sentirme bien conmigo misma. He encontrado una felicidad que jamás creí posible que existiera, verdadera felicidad. Basada en el amor.


—Cuéntame cosas de él —pidió Paula.


—Yo estaba organizando los registros de la parroquia y Juan era mi contacto. Es el párroco de mi iglesia...


—¿Es párroco? —la interrumpió Paula parpadeando asombrada.


—¡Sí, lo sé, yo tampoco puedo creerlo! —rió Celina—. Pero ahora que lo conozco sé qué tipo de hombre es.Pedro también es maravilloso, por supuesto. Quizá sea por eso por lo que creí estar enamorada de él. He sufrido siempre tanto, Paula. Jamás he sabido elegir al hombre adecuado... todos ponían el sexo por delante, ninguno me trataba con ternura y consideración. Pero he recuperado el juicio, Paula. Juan... bueno, él estuvo casado, es viudo. Es mucho mayor que yo, pero me adora y piensa que soy maravillosa, a pesar de que yo no lo merezca...


Paula escuchó con atención la descripción de Celina y, al final, dijo:
—Sí, es perfecto para ti.


Pedro dice que eres fantástica —declaró Celina—, y tiene razón. Gracias por escucharme, significa mucho para mí. Ahora será mejor que me vaya, que me aparte de tu camino...


—No, quédate. Deja que Pedro vea que no hay resentimientos entre las dos —sugirió Paula.


Ambas mujeres se abrazaron y Paula llevó a Celina, aún llorosa, a la cocina. Poco después volvió Pedro, que enseguida sostuvo a sus dos hijos, sentado en el sofá, mientras relataba al resto de vecinos lo ocurrido y explicaba el estado en el que se hallaba el pueblo. Al ver a ambas mujeres sonrió con especial ternura. Paula se sentó a su lado y tomó a Cata en brazos.


—¿Va todo bien, cariño?


—Perfecto.


El beso que ambos compartieron arrancó exclamaciones y risas de los testigos. Pero ella estaba orgullosa de su valiente y leal marido, y no le importó.





EL ENGAÑO: CAPITULO 25




Nada más llegar, ella se ocupó de aquella familia sin tomarse tiempo apenas de abrazar a Pedro. Después, cuando todos estuvieron acomodados, Paula se acercó a su marido y lo besó en la frente. Las cosas se arreglarían. Toda aquella gente había confiado en él, y ella debía hacer lo mismo.


—¿Dónde vamos a dormir, cariño? —preguntó Pedro.


—Con los niños. Dos hombres me ayudaron a llevar las cunas al cuarto pequeño. La cama es individual, pero tendremos que arreglárnoslas.


—Vamos, todos están durmiendo. Tratemos de dormir nosotros también —dijo él—. Hay que organizar el desayuno mañana por la mañana.


—Creo que habrá suficientes galletas para todos —rió ella subiendo las escaleras.


Paula echó un vistazo en su dormitorio. La cama la ocupaban la madre y sus hijos, y todos estaban durmiendo. 


Pedro y ella se miraron.


—Te quiero —dijo él en voz baja.


—Lo sé —contestó Paula, más convencida que nunca.


—Te haría el amor, pero estoy destrozado. ¿Te conformas si te abrazo?


—Sí, por favor —contestó ella ayudándolo a desnudarse—. ¿Ha sido muy arriesgado?


—Sí, tengo que admitir que lo ha sido. La corriente era tan fuerte que me costaba mantener el coche en la carretera. Eso, cuando la veía. Pero alguien velaba por mí, estaba seguro de que lo conseguiría. Sabía que era imposible que nada ni nadie me arrebatara la felicidad, justo cuando acababa de encontrarla —rió Pedro arrastrando a Paula a la cama—. Me llamaron por el móvil mientras salvaba al anciano. Creí que serías tú, así que metí al pobre hombre en el coche y contesté. ¡Resultó que era Celina!, ¡qué oportuna! Pero ella no sabía dónde estaba, claro.


—¿Y qué quería? —preguntó él conteniendo el aliento, tratando de reaccionar con naturalidad.


—Fijar fechas para reunimos con los clientes. Y si te estás preguntando por qué sigo viéndola, bueno... puedo decírtelo —murmuró Pedro besándola en la nuca y estrechándola con fuerza—. Es mi ayudante. ¿Te molesta?


—¿Debería?


—Túmbate —ordenó él sin dejar de besarla—. Después de lo ocurrido, podrías estar molesta. Cuando supe que íbamos a tener gemelos, me di cuenta de que necesitaba a alguien que conociera el negocio. Diane me dijo que solo había una persona capaz de hacerse cargo de él, sin necesidad de entrenamiento. Así que llamé a Celina y le ofrecí un aumento de sueldo. Me costó mucho convencerla. Tuvimos una discusión muy fuerte después de aquella escena con ella medio desnuda. Le dije cosas muy duras en aquel entonces. Pero hablamos y, al final, ella cedió.


Paula se preguntó en silencio qué más le había ofrecido Pedro, aparte del aumento de sueldo. Pero enseguida desechó las dudas. También se preguntó cómo había logrado él convencerla para que volviera.


—Es una trabajadora brillante, Paula —continuó él—. Me ha conseguido contratos sustanciosos. El negocio va viento en popa. Voy a hacerla mi socia.


Ella cerró los ojos. No se libraría jamás de aquella mujer, sería como un fantasma para siempre. Un espectro, persiguiéndola, negándole la felicidad que había imaginado poseer...


—Debes saber que te amo, Paula —añadió Pedro en voz baja—. Tú lo eres todo para mí. Me enamoré de ti nada más verte, con el uniforme y las coletas, hablando con aquel chico de la bicicleta. Me gusta tu forma de ser, tus bromas, tu optimismo y tus graciosas exageraciones. Adoro cada parte de ti —continuó con la declaración, con voz trémula—. Nunca, jamás te he sido infiel, ni siquiera lo he pensado. No podría. Tú me absorbes por entero, en cuerpo y alma. Todo mi ser está dedicado a ti, única y exclusivamente a ti. Y seguiré sintiéndome así hasta el día de mi muerte.


Cada una de aquellas palabras era cierta. Paula trató de reflexionar más allá de las pruebas circunstanciales que le hacían dudar de él, para concentrarse en su forma de ser exclusivamente. Y, de inmediato, sus dudas se despejaron.


—Lo sé —respondió ella con voz ronca.


—Cuando me casé contigo, supe que sería para siempre —continuó Pedro estrechándola con más fuerza que nunca—. Cuando nos viste a Celina y a mí, con ella medio desnuda en una aparente escena de amor, me quedé paralizado de miedo —rió él—. Me quedé tan boquiabierto, que supongo que estaba cómico.


—Yo creí que estabas atónito ante la belleza de Celina.


—Lo que estaba era incrédulo —la corrigió Pedro—. No podía creerlo, era como una pesadilla. Jamás olvidaré ese momento en toda mi vida. Y tu reacción fue intolerable. Estaba tan enfadado, tenía tanto miedo, que apenas podía pronunciar palabra.


—¿Enfadado conmigo? —preguntó Paula.


—Sí, y con ella. Sé que debimos parecerte culpables, pero yo estaba rígido, paralizado ante la idea de que tú pudieras creer que había sido capaz de engañarte. Ese estúpido juego de Celina había puesto en peligro nuestro matrimonio. Lo único que yo podía hacer era esperar que tú confiaras en mí, que comprendieras que yo jamás arrojaría nuestro amor por la ventana. Pero luego Celina echó más leña al fuego, fingiendo que hacía tiempo que éramos amantes.


—Y no era cierto, ¿verdad?


—No, cariño. ¡Te quiero tanto! —exclamó Pedro con pasión—. Pero después volví a echarlo todo a perder, llamándola por teléfono. Quería que ella te dijera la verdad...


—Y yo te oí, y creí que estabas concertando otra cita con ella —lo interrumpió Paula acariciándole la mejilla—. Pobre Pedro, has debido pasarlo fatal.


—Sí, la habría llamado por teléfono otra vez, inmediatamente después, pero tú te desmayaste y entonces comencé a pensar que estabas embarazada. Traté de localizarla varias veces, pero ella cambió el número de su móvil. Luego, por fin, Diane me consiguió el número nuevo. Celinq necesitaba referencias para otro empleo, y fue entonces cuando volví a contratarla. Pero ella se negó a hablar contigo, estaba demasiado avergonzada. Por eso comprendí que mi única esperanza era que te dieras cuenta de que podías confiar en mí.


—Pero no dijiste nada cuando te amenacé con mencionar tu infidelidad en el proceso de divorcio.


—No podía. Mis sentimientos eran tan fuertes, que era incapaz. Estaba a punto de derrumbarme.


—Oh, pobrecillo. Te quiero. Y te creo —susurró Paula.


—Entonces... ¿vendrás a la boda de Celina?


—¿A su qué?


—Se ha enamorado perdidamente de uno de mis clientes —explicó Pedro riendo a carcajadas—. Y, por fin, se ha decidido a decirte la verdad porque no quiere que guardes malos sentimientos. Me llamó antes. Creyó que me había dejado un mensaje, pero algo ha debido ir mal en la conexión. Es un momento crucial para ella, ¿comprendes? Necesita atar todos los cabos, aclararlo todo antes de marcharse de luna de miel.


—Comprendo —sonrió Paula recordando el mensaje.


—De hecho, está tan ansiosa por verte, que ha venido aquí. Hoy. El médico la recogió en el pueblo, se la llevó a su casa —explicó Pedro besándola en los labios—. No me pareció correcto traerla a esta casa hasta que no hubiera hablado contigo.


—¿Por si le arrancaba la cabellera?


—Es que estuviste terrible —sonrió él moviendo la mano por el cuerpo de Paula, excitándola.



—A dormir.


—Al diablo con dormir.


—¡Pedro! —exclamó ella, encantada.


—Te deseo —murmuró él con pasión—. Te deseo, te necesito, te adoro, siempre estoy sediento de ti. Ámame, Paula.


Los labios de Pedro reclamaron apasionados los de ella, que sucumbió al placer. La barba incipiente del mentón de él raspó su hombro, mientras Pedro la besaba frenético, gimiendo de pasión. Paula creyó que moriría de amor, sintió que caía y caía cada vez de forma más profunda en un torbellino de mágica sensualidad, en el que el centro era el cuerpo de Pedro. Él ocupaba su mente, su corazón y toda su alma.


Él la amaba, pensó Paula extasiada. La amaba. Ella lo besó, mordisqueó y exigió más, mientras abría su corazón. 


Delicadas, eróticas llamas comenzaron a prender por todo su cuerpo. Paula trató de reprimir los gemidos, los gritos. 


Abrazó a Pedro con las piernas, echó la cabeza atrás y alzó los pechos para él, incitando a sus dedos a bajar más y más, seduciéndolo con los ojos y besando su pecho masculino.


El calor del cuerpo de Pedro dentro del de ella estuvo a punto de arrancarle un grito de placer. La firmeza de la boca de su marido sobre la suya era una prueba evidente de lo que aquello significaba para él. Aquel era el comienzo de su nueva vida juntos como familia. Era una promesa de amor y felicidad, de confianza y apoyo, la promesa de una vida entera de amor.


—¡Te quiero! —exclamó él con voz ronca—. Más de lo que nunca puedas imaginar.


—Cariño —susurró Paula con ojos brillantes por las lágrimas de felicidad—, lo sé. Lo sé.


Dentro de ella, el cuerpo sedoso de él comenzó los primeros movimientos rítmicos. Paula cerró los ojos y se entregó por entero al placer. Y a Pedro.


Él la agarró por los hombros con fuerza y ella abrió los ojos para contemplar su expresión en el momento del clímax. Él era hermoso: sus pestañas se entrecerraban en una deliciosa agonía, sus labios se entreabrían susurrando su nombre una y otra vez. De pronto, Paula no fue consciente de nada más, excepto del rapto de su cuerpo y de su mente en una entrega total, en el instante en que se convirtieron en un solo ser.


—¡Cariño, cariño! —gimió él.


—¡Pedro!


Sus cuerpos se fundieron, sudorosos y tensos, al alcanzar la cima y comenzar el cálido descenso.


—Y eso que estabas cansado —musitó ella, somnolienta, instantes después.


—Tú serías capaz de excitar hasta a un muro de ladrillo.


—Soy yo la que gasta las bromas.


—Olvídalo.


Paula sonrió y se acurrucó en brazos de Pedro. Su matrimonio había estado al borde del precipicio, pero había sobrevivido. Por fin podía relajarse y disfrutar con total plenitud de la vida.






EL ENGAÑO: CAPITULO 24




A ESO había quedado reducida la fidelidad, pensó Paula sintiendo el corazón partírsele en dos. Se sentía traicionada. 


Una vez más. Deseaba gritar y romperlo todo, de pura desesperación. Pero tenía que conservar la calma y dar de comer a los bebés. Sus hijos eran lo primero. Antes incluso que el dolor.


Paula oyó ruido en la planta de abajo. Los invitados se despedían. En un impulso, borró el mensaje del teléfono, incapaz de decidir qué hacer. Su vida estaba destrozada. 


Pedro subió poco después mientras ella le cambiaba el pañal a Marcos.


—Pareces cansada, cariño —comentó él—. ¿Quieres que siga yo?


—Me duele la cabeza —musitó ella sin mirarlo. 


—Están durmiendo —añadió él acariciando el cabello de Paula, mientras ella pensaba que no era más que un hipócrita—. Debes descansar. Te despertaré a la hora del té.


Ella se dejó meter en la cama. El sueño la ayudaría a evadirse de la realidad. Se quedó con los ojos abiertos, mirando al vacío, paralizada. Pedro lo quería todo: esposa, hijos... y amante. Un hogar y diversión. Quizá todos los hombres fueran así. Pero, por supuesto, ella jamás aceptaría el arreglo. Él tenía que marcharse. Le exigía demasiado. De pronto, Paula oyó sus pasos apresurados por la escalera. 


Pedro entró en el dormitorio sin hacerle caso y corrió al armario.


—¿Qué sucede?, ¿qué estás haciendo? —preguntó Paula, asustada.


—Ha llamado el doctor, el río se ha desbordado —contestó él sacando unos vaqueros viejos y poniéndoselos.


—¿Estamos en peligro? Dijiste que...


—No, no estamos en peligro —negó Pedro recogiendo el móvil de encima de la mesa y guardándoselo—. Son los demás los que lo están —añadió desde el umbral de la puerta—. El nivel del agua ha subido. Tendrás que quedarte sola, Paula. Voy a buscar a la gente y a traerla aquí.


Ella salió de la cama y corrió escaleras abajo tras él, con el corazón acelerado.


—¡ Pedro, es peligroso...!


—Para ellos también —contestó él—. Prepara toallas, sopa caliente, lo que sea. De eso te encargas tú —continuó Pedro besándola en la boca—. Adiós, ten cuidado —añadió, poniéndose las botas de agua.


Al abrir la puerta, Paula vio hasta dónde había llegado el agua. La carretera estaba inundada, los campos ni siquiera se veían. El desbordamiento era de importancia y no dejaba de llover. Y Pedro había salido ahí fuera.


—¡Pedro! —gritó ella, asustada por él.


—¡Entra dentro, no te preocupes por mí! —gritó él a medio camino, hacia el coche—. Hasta luego.


Pedro se marchó. Paula no pudo dejar de pensar. Encendió el micrófono de vigilancia de los niños y comenzó a sacar toallas de un armario para bajarlas al piso de abajo. Él tenía que sobrevivir, aunque fuera para marcharse con Celina. Lo único que importaba era que estuviera a salvo.


Paula esperó casi una hora delante de la ventana, observando cualquier señal de su llegada. Por fin, para su alivio, vio luces en medio de la tormenta y, después, el coche llegando a casa. Encendió el fuego de la tetera y corrió a abrir la puerta a los recién llegados. Durante las horas siguientes, Pedro fue trayendo a gente y más gente mojada. Muchos de ellos eran los que les habían preparado la fiesta de bienvenida.


Paula estuvo muy ocupada sirviendo té y sopa a todo el mundo. A pesar de ello, no dejaba de pensar en Pedro, de temer por su vida. Era de noche. De pronto, alguien puso una mano sobre su hombro.


—Tranquila, él está bien. No se arriesgará innecesariamente, contigo y con los niños aquí.


—¿Tú crees? —preguntó Paula la señorita Reid.


—Vamos, estás agotada. Descansa, nosotros nos ocuparemos de todo. Ya sabemos dónde están las cosas.


—Pero hay que organizar las camas...


—Y cuidar de dos bebés. Tú ocúpate de ellos y de tu marido cuando vuelva. Nosotros sacaremos sábanas y almohadas: montaremos un camping en el salón. Siéntate, tómate un té y recupera las fuerzas —recomendó la señorita Reid.


Paula se sentó. Se había hecho muy tarde. Muchos de los invitados roncaban, otros se calentaban en la cocina. 


Desesperada, volvió a dar de comer a los niños y los echó de nuevo a dormir. Luego, se quedó mirando por la ventana. 


No había ni rastro de Pedro. Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó.


—¿Sí?


—Soy yo, volveré en diez minutos —dijo él—. El médico y yo estamos comprobando que todo el mundo está a salvo. ¿Te encuentras bien, cariño?


—Sí, ¡gracias a Dios que tú también! ¡Estaba tan asustada! Vuelve pronto. Ten cuidado...


—Por supuesto, no estoy dispuesto a arriesgar nuestra felicidad.


—¿En serio? —sollozó Paula.


—Jamás, cariño mío. Ni en un millón de años.


La voz de Pedro la tranquilizó. Tenía que haber un error, pensó ella de pronto. O quizá Celina estuviera preparando de nuevo una de sus trampas. Aquella era una prueba para ella, tenía que demostrar si creía o no en él. ¿Debía arriesgar su corazón y confiar en él?


—Vuelve sano y salvo, por favor.


—No lo dudes, espérame. ¿Crees que cabrá otra familia más en casa? El médico tiene la suya llena. Siete personas. Una madre con sus cinco hijos y el abuelo. Uno de los niños tiene solo dos meses. Podremos arreglárnoslas, ¿verdad? El médico los ha examinado. El abuelo está congelado y la madre muerta de miedo...


—Tráelos —accedió Paula, resuelta—. Aquí hay mucha gente dispuesta a ayudar.