martes, 13 de julio de 2021

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 9

 


Pedro no prestaba atención a las vidrieras que proyectaban una luz caleidoscópica en la iglesia, sino que permanecía en tensión detrás de la pareja de novios que en aquel momento se juraban amor eterno.


De reojo, miró hacia la dama de honor, a la que se había propuesto ignorar. Durante la cena de la noche anterior apenas había pronunciado palabra, y eso que, a pesar de sus amenazas, Miguel y Sonia no habían sido precisamente discretos en sus esfuerzos porque surgiera algo entre ellos. Pero Pedro tenía claro que cuando volviera a salir con una mujer, lo haría meramente por sexo y, desde luego, no con otra mujer casada con su trabajo.


Su actitud el día anterior la había mostrado como una mujer con tendencia a las jaquecas más que al sexo tórrido. De hecho, a las once de la noche se había excusado para retirarse, y cuando él se había ofrecido a llevarla, lo había mirado como si se tratara de una serpiente y había dicho que tomaría un taxi.


Tenía que reconocer que presentaba mucho mejor aspecto que el día anterior. Tanto, que le había costado reconocerla al verla a la puerta de la iglesia, a pesar de que destacaba por su altura. El conjunto austero de falda y camisa había sido sustituido por un vestido ajustado de gasa que hacía que su piel pareciera de nácar, y llevaba el cabello recogido en lo alto de la nuca con dos mechones sueltos que acariciaban sus hombros.


El hecho de que su piel le resultara tentadora le irritó. Al contrario de lo que pensaba Miguel, lo último que necesitaba en su vida era una mujer, y menos aquélla.


Se hizo un profundo silencio en la iglesia y, al mirar, vio que Miguel le ponía el anillo en el dedo a Sonia. Viendo que se trataba de una sencilla alianza se arrepintió de no haberle aconsejado que le comprara una joya con diamantes. Todas las mujeres adoraban las joyas.


El cura dio permiso a Miguel para que besara a la novia y la ceremonia se dio por concluida. En cuanto la gente empezó a salir, Pedro sacó su Blackberry del bolsillo y apuntó una cita para ir a buscar oficinas para su nueva compañía. Con el rabillo del ojo vio que la dama de honor, cuyo nombre no lograba recordar, le lanzaba una mirada incendiaría.


—Podrías esperar —dijo ella cuando se encontraron en lo alto de la escalinata de salida—. Puede que Sonia y Miguel quieran hacerse unas fotos en la puerta.


¿Paola? ¿Cómo se llamaba?


—Hay un fotógrafo profesional —dijo Pedro—. Yo no he traído cámara.


—Querrán que estemos en la foto. Deberíamos sonreír y parecer contentos.


—Vale.


Ella lo miró como si su sarcasmo no le hubiera pasado desapercibido.


No se llamaba Paola, pero tenía un nombre anticuado. ¿Pamela? No.


La aparición de Miguel y Sonia en la puerta de la iglesia con los rostros iluminados le salvó de tener que decir nada más. Y cuando sintió envidia de ellos se recordó que sólo quería relaciones pasajeras.




UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 8

 


A lo largo de los años que había jugado al squash con él habían forjado una amistad que valoraba por encima de todo. Miguel solía seguir sus consejos relacionados con el dinero, excepto en dos ocasiones. En la primera, había perdido un montón de dinero en una promoción de viviendas que no había llegado a hacerse. La segunda. Pedro le había dicho que no se metiera en la compra de una vieja casona eduardiana, para la que Miguel tenía que usar como depósito un dinero que había heredado de una tía abuela. Pedro le había advertido de la enorme suma de dinero que tendría que invertir en su restauración, pero Miguel la había comprado de todas formas y le había dedicado todo su tiempo libre.


Pedro había adoptado la costumbre de echarle una mano cada domingo, en contra de los deseos de Dana. Poco a poco, Pedro había tenido que admitir que estaba equivocado y que, a pesar de la cantidad de tiempo y de dinero que Miguel había tenido que dedicarle, la casa lo merecía. Era un lugar especial, y trabajar en ella le había recordado a Pedro los inicios con Jeremias, cuando, llenos de entusiasmo, soñaban con la recuperación de edificios olvidados.


¿Cuándo habrían perdido el idealismo? ¿Cuándo habían dejado de soñar? ¿Cuándo habían pasado a preguntarse de dónde saldría el siguiente millón?


Aun así, que Miguel hubiera estado en lo cierto respecto a la casa, no justificaba que una boda precipitada fuera también a salirle bien.


—Sonia no tiene nada que ver con Dana —comentó Miguel al llegar a un semáforo.


Pedro sintió un escalofrío al oír nombrar a su ex novia.


—No he dicho que se parecieran —masculló.


Miguel lo miró con incredulidad.


—No permitas que lo que ha pasado con Dana te amargue. Has tenido suerte de librarte de ella. Ya sabes que nunca me gustó. Te mereces algo mejor.


—Ahora mismo no estoy de humor para hacer conquistas —farfulló Pedro.


—Ya se te pasará. Encontraremos a alguien que te consuele y junte los trozos de tu corazón roto.


—Yo no tengo el corazón roto.


—Tienes razón —dijo Miguel—. Sólo tienes el orgullo herido.


—¡Gracias, compañero, justo lo que necesitaba oír!


Sin dejar de reír, Miguel detuvo el coche delante de la iglesia, donde estaban Sonia y Paula. A pesar de la belleza rubia que era Sonia, Pedro se dio cuenta de que era su compañera quien reclamaba su atención.


Tenía un aura de contención. No había en su blusa blanca ni en su falda negra larga el mínimo destello de coquetería femenina, y, sin embargo, avanzó hacia el coche con una elegancia y una sensualidad que contrastó radicalmente con su aspecto.


—La mejor terapia en este momento sería otra mujer: Paula…


—Ni hablar —Pedro clavó una mirada severa en Miguel—. No pienso volver a mantener una relación con otra mujer obsesionada con su carrera profesional, así que ni se te ocurra hacer de Cupido esta noche o tendrás que buscarle otro padrino para la boda.



 

UNA GRAN NEGOCIACIÓN: CAPÍTULO 7

 


«¿Qué mujer en su sano juicio querría estar con alguien como él?».


Pedro se alejó diciéndose que la animadversión era recíproca, pero eso no impidió que aquellas palabras le dolieran.


—Esa mujer es una víbora —dijo al llegar junto a Miguel, que buscaba algo en el maletero de su modesto Toyota.


Miguel clavó sus ojos marrones en Pedro, que reconoció al instante, bajo su dulce apariencia, la mirada acerada del competitivo amigo con el que jugaba un partido de squash cada semana.


—Sonia va a ser mi esposa, Pedro, así que ten cuidado con lo que dices.


Pedro lo miró desconcertado.


—¡Tranquilo, hombre, no hablaba de ella, sino de la dama de honor!


—¿Paula? —Miguel cerró el maletero—. Ella y Sonia son amigas desde pequeñas. De hecho…


La mirada risueña que lanzó a Pedro hizo que éste alzara las manos a la defensiva.


—Ni se te ocurra insinuarlo —exclamó—. No es mi tipo.


Aquella mujer tenía demasiado carácter.


Miguel insistió.


—Quizá te convenga un descanso de las rubias. Sonia y yo pensábamos que podría ser el perfecto antídoto contra Dana.


Pedro sintió que le hervía la sangre al recordar cómo Sonia le había contado a su amiga que su novia le había dejado, y su expresión comprensiva cuando había dicho que estaba «disgustado». Pero ése no era su estado de ánimo, sino que se sentía furioso. Con Dana y hacia Jeremias.


Furioso con Miguel por haberlo contado. Furioso con la irritante bruja que le había obligado a pedir disculpas. Tomó aire.


—Veo que le has contado a Sonia lo de Dana.


Miguel sacó el llavero del bolsillo y apretó el botón del control remoto para abrir las puertas.


—Claro. Se habría enterado de todas formas.


—Mi novia y mi socio… Y yo ni lo sospechaba —Pedro intentó reírse mientras iba hacia el asiento del acompañante—. Parece una telenovela.


Sintió el mismo dolor que lo había atravesado dos días antes.


—Lo que ha hecho Jeremias es imperdonable —dijo Miguel con gesto severo—. Y Dana no era sólo tu novia. Llevabais dos años viviendo juntos. Hasta la nombraste directora de Harper-Alfonso.


Pedro cada vez se arrepentía más del arranque emocional que había tenido el miércoles por la noche, en el que» bajo la influencia de un exceso de alcohol, le había abierto su corazón a Miguel, contándole todos los detalles de cómo, al volver de un viaje de negocios a Sidney, Dana le había anunciado que tenía un amante, que resultó ser el hombre con quien él había ido a la universidad y con quien había fundado su negocio; su mejor amigo. O mejor, su antiguo mejor amigo.


—Durante las tres semanas que estuve de viaje, mi mundo se colapsó Pedro se pasó una mano por el cabello con brusquedad—. Mi vida estaba patas arriba y tú estabas organizando tu boda —sacudió la cabeza —. ¡Qué locura!


—No es ninguna locura. Aunque sólo llevemos un mes saliendo, conozco a Sonia desde hace tiempo.


—¿Un mes? —Pedro enarcó las cejas—. Después de dos años, yo no tenía ni idea de que Dana fuera capaz de traicionarme. Deberías haberte dado más tiempo.


—Un mes, un año, el tiempo no va a cambiar lo que siento por Sonia.


—¿Por qué estás tan seguro de que Sonia no quiere tu dinero?


Miguel rió.


—Porque, al contrario que tú, no soy millonario ni visto trajes caros — miró con sorna el que Pedro llevaba—, ni conduzco un Maserati, ni vivo en una mansión.


—Yo tampoco.


Pedro apretó los dientes al recordar que Jeremias ya se habría mudado a su antigua casa con Dana. Pero se vengaría de ellos sacándole lodo el dinero que pudiera a cambio de la casa y de su parte de Harper-Alfonso.


Tendrían que sufrir las consecuencias de sus actos.


—Perdona —la sonrisa desapareció de los ojos de Miguel—. Te aseguro que Sonia no se casa conmigo por dinero. Como yo, es profesora, así que tenemos sueldos muy parecidos.


Dana había intentado de todas las maneras que le diera un anillo de compromiso, y Pedro se preguntó súbitamente si Sonia habría recurrido al truco más viejo de la humanidad para atrapar a su amigo.


—¿Habéis hablado de tener hijos? —preguntó. Dana le había suplicado que los tuvieran. Él no había querido casarse y sospechaba que ése era el verdadero motivo de que Dana quisiera ser madre. Habría sido un terrible error. Ninguno de los dos tenía tiempo para niños.


Al ver que su amigo apretaba los dientes al poner el motor en marcha, se apresuró a decir:

—No te estoy preguntando si está embarazada. Me refería a si ya es madre y quiere que adoptes a sus hijos.


Miguel era tutor de alumnos con dificultades y sería el padre perfecto de los hijos de una madre soltera que necesitara apoyo económico y emocional.


—No tiene hijos —dijo, cortante.


—Qué alivio. Pensaba que podía estar desesperada.


Avanzaban por un camino estrecho que bordeaba el patio de la iglesia.


—Está divorciada, pero no desesperada —dijo Miguel con una expresión tensa que Pedro reconoció, pero que normalmente permanecía oculta tras su natural afabilidad—. Si le das una oportunidad, Sonia acabará gustándote, Pedro. No es ninguna trampa.


Pedro miró el perfil de su amigo y la sensación de que había perdido el control de su vida se incrementó. Sacudió la cabeza.


—No me estás escuchando. Siempre hay una trampa.


—Claro que te escucho.


—¿Pero…?


Algo en la actitud de Miguel convenció a Pedro de que era una de las pocas ocasiones en las que no lograría convencerlo.