martes, 2 de marzo de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 43

 


«Una noche no puede cambiarte la vida», pensó Pedro molesto. Ni podía cambiarlo a él.


Era ridículo.


Lo único que sentía era frustración sexual y, además, tenía la extraña sensación de que alguien lo había rechazado incluso antes de conocerlo.


Si Paula quería privarlos a ambos de unas semanas de increíble sexo, peor para ella.


En cualquier caso, no iba a quedarse en casa esperándola esa mañana.


No. No quería sufrir el impacto de sus ojos grises azulados y recordar cómo se suavizaba su mirada cuando estaba excitada, ni quería verla con uno de sus trajes de chaqueta y pensar en ella desnuda.


No tenía ningún interés en torturarse solo.


Iba a marcharse mucho antes de que llegase con el tipo al que iba a enseñarle la casa. No quería conocerlo ni ver a Paula. No cuando ella lo estaba tratando como si su relación hubiese sido siempre meramente profesional.


Ya tenía suficientes problemas, como una fisioterapeuta nueva y las cenizas de su abuela encima de la mesa. Tenía que pensar en lo que quería hacer con ellas. En lo que habría querido su abuela. ¿Por qué no lo había dejado dispuesto en su testamento? ¿Por qué le había dejado la decisión a él?


Mujeres. Era increíble que lo estuviesen volviendo casi tan loco muertas como vivas.


No obstante, se sentía tranquilo, trabajando con la caja de cenizas encima del escritorio. Todavía no había empezado a hablar con su abuela muerta, pero había estado a punto de hacerlo una hora antes. Tenía que ponerla a descansar en otro lugar.


Hacía buena temperatura y el parque que había al otro lado de la calle le pareció un buen lugar para leer el periódico y hacer alguna fotografía. Poco antes de las once, Paula detuvo su coche delante de la casa y bajó de él con el dosier de Bellamy en una mano y su maletín en la otra. Era preciosa incluso en la distancia. Un rayo de sol brilló en su pelo, volviéndolo dorado. Iba vestida con un traje de chaqueta y zapatos de tacón, que realzaban sus piernas.


Pedro no pudo evitar recordar aquellas piernas pegadas a sus costados y se excitó al instante. En ese momento, se juró que volvería a acostarse con ella. No era posible que aquello se terminase con solo una noche.


Un segundo coche se detuvo detrás del de ella, un coche azul marino, elegante, de alquiler. Un tipo alto, vestido con vaqueros y una chaqueta de deporte salió de él. Paula se acercó con la mano extendida.


El tipo se la sujetó durante demasiado tiempo y a Pedro le entraron ganas de ir a darle un puñetazo.


Pero no tenía ningún derecho. Frunció el ceño y levantó el teleobjetivo para verlos más de cerca.


Como hacía buen tiempo, Paula dedicó unos minutos a señalar las características exteriores de la casa y, sin duda, habló de su historia y del barrio.


El cliente asintió e hizo algunas preguntas.


«Muy hábil», pensó Pedro. Parecía un vendedor. Iba recién afeitado, llevaba un buen corte de pelo, tenía el rostro ligeramente bronceado. Debía de tener unos cuarenta años. Él no llevaba nunca ropa cara, porque pensaba que era tirar el dinero, pero la reconocía cuando la veía. Formaba parte de su trabajo.


El tipo ni siquiera miraba el papel que Paula le estaba enseñando, solo la miraba a ella. A Pedro no le gustó. Ni un pelo.


Había visto suficiente. Se dispuso a guardar la cámara sin apartar la vista de la casa. Un camión se puso delante unos segundos. Había poco tráfico.


También pasó un autobús escolar y después, un coche de policía. El tipo le dio la espalda a la carretera en ese momento.


Cualquier otra persona habría visto aquello y no le habría parecido anormal, pero no todo el mundo había estado en los lugares en los que había estado Pedro, ni había visto las cosas que había visto él.


Pedro levantó la cámara y esperó a que volviese a mirar hacia allí para hacerle unas fotografías, sin saber por qué.


Entonces Paula y su cliente entraron a Bellamy.


¿Qué podía hacer?


¿Entrar cojeando a la casa y enfrentarse a un extraño? ¿Amenazarlo con el bastón de su abuela?


Su sentido común le dijo que aquel hombre no le haría nada a Paula. Lo que parecía interesarle eran las casas de la zona.


No obstante, no quería dejarla a solas con él. Guardó la cámara y cruzó la calle.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 42

 


Julia pasó una tarde horrible borrando todos los correos del hombre que había intentado estafarla.


Después, vio el primer correo que le había enviado John y volvió a leerlo.


John no era romántico ni emocionante; jamás le preocuparía que fuese demasiado guapo para ella ni la ponía nerviosa por si no le causaba una buena impresión. Era un buen hombre solo, lo mismo que ella era una buena mujer que estaba sola. Tal vez pudiese llamarlo para quedar a cenar o a ir al cine.


Cualquier cosa con tal de salir de casa y airearse un poco.


Antes de que le diese tiempo a cambiar de idea, sacó su tarjeta y lo llamó.


Le dijo quién era y después le costó continuar.


—Tengo un día raro y… me preguntaba si te apetecería salir a cenar conmigo. O a tomar algo.


Él tardó unos segundos en responder.


—Estoy terminando una cosa, pero podría estar libre en una hora. ¿Te parece bien?


Julia se sintió tan aliviada que le respondió:

—Muchísimas gracias.


John se echó a reír.


—¿Tan malo ha sido el día? ¿Te gusta el sushi?


—Me encanta.


—¿Te parece bien si vamos a Sushi Master?


—No lo conozco, pero lo encontraré.


Él le dio la dirección y después añadió:

—Estupendo. Nos veremos allí a las ocho.


—Estoy deseando que lleguen.


Después, colgó y se dijo, sorprendida, que era cierto.


Y, entonces, sin pensarlo dos veces, vació la papelera del ordenador y lo apagó. Sintió un poco de tristeza al saber que las fotos y los e‐mails sobre los que había tejido tantas ilusiones habían desaparecido para siempre.


Julia aparcó el coche y entró en el restaurante cinco minutos tarde. John ya la estaba esperando en una mesa, con una cerveza delante.


—Has llegado antes de tiempo —protestó ella mientras se sentaba.


—No. Eres tú la que llega tarde.


—¿Cinco minutos? Eso para mí es llegar puntual.


John negó con la cabeza.


—¿Cuántos aviones has perdido?


Ella tomó la carta de manera exagerada y la abrió. Ofrecía una amplia selección de rollos, sashimi y platos surtidos.


—¿Qué está bueno aquí?


Una camarera se acercó a tomarle nota de la bebida.


—Un vodka con tónica —pidió, y entonces se dio cuenta de que ya no tenía que seguir a régimen—. No, espera, tomaré una cerveza yo también. La misma que él.


Luego cerró la carta.


—¿Por qué no pedimos una bandeja de sushi variado?


—A mí me parece bien.


Julia miró a su alrededor, la decoración era bastante estándar, pero limpia, y el sitio estaba lleno. Muchos clientes eran asiáticos aquel martes por la noche, lo que debía de significar que la comida era buena.


El flequillo de John era completamente recto, como si su madre se lo hubiese cortado con la ayuda de un cazo. Llevaba una camisa vieja, pasada de moda, cuyas mangas le quedaban cortas.


Pero allí estaba. Y ella se lo agradecía.


—Así que has tenido un día horrible.


—Sí.


Hubo una pausa.


—¿Quieres hablar de ello?


—No.


—De acuerdo.


Hubo otro silencio. Julia intentó buscar algún tema de conversación neutral que no fuese el tiempo y tuvo la sensación de que él estaba haciendo lo mismo.


Suspiró.


—He hecho una enorme tontería y no quería estar sola toda la noche, dándole vueltas.


—No te martirices, todos hacemos tonterías.


—Jamás pensé que me enamoraría de… Bueno, creo que lo mejor será que te lo cuente.


Y lo hizo.


Se lo contó todo.


—Lo siento —le dijo John cuando hubo terminado.


—¿Eso es todo lo que vas a decirme?


—¿Qué quieres que te diga’


—No sé, algo que me haga sentir mejor, supongo.


La bandeja de sushi llegó y él le hizo un gesto para que se sirviese.


Después se sirvió él también, manejando los palillos como un profesional. Tal vez vistiese como un bobo, pero al menos sabía comer sushi sin hacer el ridículo.


John terminó de masticar su rollo de salmón y luego se echó hacia atrás y la miró.


—Hay quienes buscan el amor por Internet pensando que van a encontrar a la persona perfecta. Y tal vez esa persona perfecta no exista. Quizás deberíamos ser más abiertos a la hora de intentarlo con gente nueva, que pueda gustarnos aunque no cumpla todas nuestras expectativas.


—Pero, ¿y si existe la pareja perfecta?


Él la miró con incredulidad.


—No me puedo creer que pienses eso.


—No sé —dijo ella, avergonzada—. Quiero pensarlo. A pesar de todo lo ocurrido. A pesar de que… ya no soy tan joven como antes, sigo creyendo que en algún sitio hay una persona perfecta para mí. ¿Tú no?


—No. Creo que lo único que puedes esperar es no pasar el resto de la vida solo.


—Eso es muy triste.


John se encogió de hombros.


—A mí me parece realista.


—Pues seamos realistas. Háblame de tu éxito con las mujeres. Tiene que ser mucho más sencillo, siendo hombre. Hay muchas más mujeres que hombres en Seattle, seguro que has salido con unas cuantas.


—Te sorprendería —respondió él, tomó otro rollo y luego la miró—. ¿De verdad quieres que te lo cuente?


—Sí. Me parece que ambos sabemos que entre nosotros no hubo química y me gusta la idea de tener un amigo con el que hablar de esto.


—A mí me resulta raro.


—Después de lo que te he contado yo, no creo que nada de lo que me digas vaya a sorprenderme. De verdad.


—Bueno, al menos a mí no me han engañado, pero tampoco he tenido mucho éxito con lo de las citas a través de Internet.


Julia pensó en la rapidez con la que lo había descartado. Se dio cuenta de que era un hombre muy agradable. Lo que necesitaba era un cambio de imagen.


O a alguien que viese más allá de su pelo, su ropa y sus gafas viejas.


Deseó que hubiese alguna buena mujer ahí afuera esperándolo. Se lo merecía.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 41

 


No podía estar de peor humor cuando su teléfono volvió a sonar. No reconoció el número.


—¿Pedro Alfonso? —le preguntó una fría voz femenina.


—Sí.


—Lo llamo de la funeraria Keystone…


—Gracias, pero por ahora no tenía pensado morirme.


—Señor Alfonso, lo llamo acerca de Aurora Neeson. Su abuela, tengo entendido.


—Ah —dijo él—. ¿No les han pagado? Es el abogado quien se ocupa de las facturas.


—Sí, hemos recibido el pago. Y tenemos sus cenizas. ¿Podría venir a recogerlas?


—¿Las cenizas de mi abuela? —preguntó sorprendido—. ¿Y qué voy a hacer con ellas?


—Lo que quiera, señor. Si quiere, tenemos un camposanto en el que se podrían enterrar y poner encima una elegante placa.


¿Una placa? Pedro no podía imaginarse nada peor. Su abuela no iba a terminar en un campo con una placa, rodeada de otras placas similares.


—Pasaré a recogerlas, gracias.


Lo primero que se le pasó por la cabeza fue llamar a Paula y contárselo.


¿Cómo le podía haber hecho aquello? Había hecho que dejase de ser un hombre independiente, que tomaba sus propias decisiones, y que se convirtiese en alguien que quería preguntarle dónde podía poner las cenizas de su abuela.


Y lo más extraño era que estaba seguro de que Paula sabría qué era lo mejor.