domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 49

 


Al final de la semana, Paula ya tenía la sensación de conocer a Pedro. Habían pasado juntos todo el tiempo posible. Haciendo el amor, riendo, rescatando a Tofu de la perrera local y disfrutando en cada momento de su mutua compañía.


Compartían cenas deliciosas y veladas interminables frente al fuego, enfrascados en largas y profundas conversaciones. Pedro le habló de sus ajetreados días en el instituto, de sus estudios en Boston y del alivio que había supuesto para él regresar a Sugar Falls.


Por eso le resultó tan asombroso descubrir una parte oculta de Pedro. Ocurrió después de vaciar las cajas de su habitación. Tras ellas, encontró unas sillas, un escritorio y mesitas que distribuyó por toda la casa.


A continuación, se dispuso a abrir las cajas que había en el desván. Desván del que Pedro jamás le había hablado y que no habría descubierto si no hubiera confundido la puerta que conducía hasta él con la de un armario.


En aquellas cajas encontró los más inesperados tesoros: tallas de madera, cerámica, cuadros, alfombras... Casi todas las piezas estaban firmadas por Dora y Saul Alfonso. Paula se imaginó que se trataría de los padres de Pedro. Descubrió también una guitarra, una pandereta, una armónica, una flauta y un equipo estéreo. Pero lo que más le sorprendió fue encontrar numerosas cintas con los títulos de las canciones rotulados a mano. La mayor parte de las canciones estaban escritas y arregladas por Saul Alfonso.


Una de las cintas era de canciones de Pedro Alfonso.


Paula llevó el equipo de música al cuarto de estar y escuchó la cinta de Pedro. Su voz, la música y la letra de sus canciones la conmovieron profundamente. En aquella época, Pedro debía de ser un adolescente.


En un par de canciones, cantaba acompañado por otro hombre de voz grave. Al escuchar las otras cintas, reconoció que se trataba de su padre. El padre de Pedro.


Sin saber muy bien por qué, Paula se echó entonces a llorar.


Pasó toda la tarde del miércoles acompañada de aquellas canciones y decorando la casa con todo lo que había encontrado. Estaba tan concentrada que perdió la noción del tiempo y ni siquiera había empezado a preparar la cena cuando los ladridos de Tofu le avisaron de la llegada de Pedro.


Salió a recibirlo. Y lo primero en lo que se fijó Pedro fue en su rostro.


—Has estado llorando —le dijo preocupado—. ¿Que ha pasado?


—Nada —le sonrió y lo besó—. Sólo me he emocionado.


—¿Emocionado?


Y fue entonces cuando se fijó en el tapiz que había colgado en el cuarto de estar, y en la cerámica que adornaba las estanterías, y en los cuadros y tallas que cubrían los rincones antes vacíos.


Paula esperaba expectante. Aquellos detalles habían añadido calor y personalidad a la casa.


—Quita todo eso.


Paula pestañeó asombrada.


—¿Perdón?


El rostro de Pedro se había convertido en una máscara de granito.


—Pensaba vender todo esto a un comerciante de Denver.


—¡Venderlo! ¿Pero no son cosas que han hecho tus padres?


Un rayo de inquietud atravesó el semblante de Pedro, pero rápidamente desapareció.


—Vete a cualquier tienda de la ciudad, compra todo lo que te apetezca, cárgalo a mi cuenta y decora la casa a tu gusto. Pero quita todas estas cosas —se dirigió hacia la puerta trasera de la casa sin haberse cambiado siquiera de ropa—. Voy a montar un rato. Quiero que todo esto haya desaparecido cuando vuelva.


Paula lo siguió a la cocina, herida y desconcertada por su fría reacción.


—¿Y qué me dices de las cintas?


Pedro giró bruscamente hacia ella.


—¿Has encontrado las cintas?


Paula asintió, temerosa de su posible reacción.


—Dámelas.


Paula comprendió, sin ningún tipo de dudas, que las destrozaría.


—No —contestó.


—¿Que no? —repitió Pedro con incredulidad.


—Exacto —Paula alzó la barbilla—. No.


—Paula, quiero esas cintas.


—Y yo. Y también toda la artesanía que encontrado. Te lo compraré todo. Me llevará algún tiempo pagártelo, pero...


—Maldita sea, Paula. No puedes quedarte con nada de eso —tronó—. Esos objetos no tienen nada que ver contigo.


—Pero tienen mucho que ver contigo —gritó ella a su vez—. En caso contrario, no te afectarían tanto.


Con una furia que Paula jamás había visto en él, Pedro salió a grandes zancadas de la casa. Paula, enfadada, descolgó hasta el último tapiz que había colgado, lo llevó todo al desván, lo guardó en las cajas y se encerró después en la habitación.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 48

 


La visión de Paula apoyada contra el jaguar con un cálido brillo de bienvenida en la mirada disipó su enfado. El suave tejido de su vestido moldeaba suavemente sus curvas. Las mangas cubrían únicamente sus hombros, dejando los brazos provocativamente desnudos. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, pero algunos rizos escapaban rebeldes enmarcando su rostro. Las sandalias de tacón añadían una nueva sofisticación a sus largas y bronceadas piernas.


Aquella mujer podría poner a cualquier hombre de rodillas. Y él era el primero en estar dispuesto a hacerlo... para ir besando lentamente sus piernas y perderse bajo la falda de aquel vestido. Quería sentir aquellas piernas a su alrededor, como las había sentido aquella mañana...


Rodeó la cintura de Paula con el brazo y le susurró al oído: —No te quites ese vestido hasta que yo llegue a casa.


Una sonrisa iluminó el rostro de Paula. Pedro la besó, forzándose a sí mismo a mantener el control. Si no lo hacía, terminaría llevándola a casa y pasaría la hora del almuerzo haciendo el amor con ella.


Lo que no le parecía una mala idea...


Pero había prometido llevarla a almorzar y después al banco. Además, quería que todo Sugar Falls los viera juntos, que se enteraran de que Paula no estaba sola. Que lo que había ocurrido en Juneberry era mucho más importante que una simple aventura.


Entrelazó los dedos entre los suyos y fueron de la mano hasta una cafetería. Pedro le presentó a la camarera que los acompañó a la mesa, al propietario de la cafetería y a una pareja que estaba sentada a una mesa próxima a la suya.


Pidieron un par de sándwiches y Paula le contó los recuerdos que había recuperado aquella mañana. Pedro le hizo prometerle que le enseñaría a bailar. Y cuando Paula se mostró preocupada por la situación en la que podían encontrarse sus perros, le aseguró que ella no habría sido capaz de dejarlos con alguien que no fuera responsable.


—Eso me recuerda —añadió Paula— que me gustaría poder averiguar si realmente Laura ha echado a Tofu de casa.


—¿Y si es así?


—Debe de estar muy triste, Pedro. Y quién sabe si encontrará otro hogar. Es un perro muy inteligente y cariñoso y...


—Algo me dice que pronto voy a tener un Shih Tzu viviendo en mi casa.


Paula lo miró radiante.


—¿De verdad, Pedro? ¿No te importaría? De esa forma Teo y Julián podrían venir a verlo.


—Dios mío. No me estarás diciendo que también voy a tener que soportar a los Hampton, ¿verdad?


—Me temo que sí —y alargó la mano por encima de la mesa para tomar la de Pedro.


Justo en ese momento apareció un joven con mostacho al que Pedro reconoció como el camarero que había servido la cena en casa de Laura.


—¡André! —exclamó Paula con entusiasmo.


—¡Paula! Me había parecido que eras tú —contestó André con su particular acento francés—. Tienes un aspecto... magnifique.


Paula le dio las gracias, sonrojada por el halago.


—Quiero agradecerte el consejo que me diste sobre mi pájaro —continuó diciendo André—. Hice lo que me dijiste y voilá, ha dejado de atacar a mi compañera de piso y de escupirme en la nariz.


—¿Escupirte en la nariz? —repitió Pedro.


—En realidad —le explicó Paula en un discreto tono de voz— lo que pretendía era seducirlo. Eso forma parte de su ritual de apareamiento. Ya ves, el pájaro sentía un afecto por...


Pedro alzó la mano para interrumpirla.


—Creo que ya no quiero saber nada más.


Paula soltó una carcajada y se volvió hacia André.


—Me alegro de que la sugerencia funcionara. Estoy segura de que Lulú también estará más contenta.


André asintió, se despidió afectuosamente de ellos y se marchó.


—¿Lulú es su compañera de piso o un pájaro? —preguntó Pedro.


—Su gata.


Rieron al unísono, con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. Pedro se inclinó por encima de la mesa y la besó. Cuando el beso terminó, Paula miró avergonzada a su alrededor.


—La gente nos está mirando.


—No están acostumbrados a verme besar a nadie. Normalmente soy un hombre muy reservado.


—¿Entonces por qué me has besado a mí ahora?


—No he podido evitarlo —le aseguró, y volvió a besarla—. Además, quiero que todo el mundo se entere de cuáles son mis intenciones.


Paula arqueó las cejas con expresión cómica.


—¿Y cuáles son sus intenciones, señor?


Casarse con ella. Su corazón no lo dudaba. Quería estar siempre a su lado, quería que Paula fuera su compañera, su esposa, su amante. La madre de sus hijos.


Pero todavía no podía decírselo. Tenía que moverse lentamente, con mucho cuidado, o corría el riesgo de asustarla.


—Mi intención es mantenerte a salvo y feliz, a mi lado.


La ternura inundó los ojos de Paula, y Pedro comprendió que no podía volver a besarla, a menos que quisiera que terminaran dando un espectáculo.


Terminaron de comer y se dirigieron hacia el banco, donde Pedro firmó los papeles que ya le habían preparado. Cuando salieron, le entregó a Paula una tarjeta.


—Usa todo el dinero que quieras. El dinero de esa cuenta es tuyo.


Paula permaneció en silencio mientras se dirigían al ambulatorio. Cuando llegaron a la puerta trasera, alzó la mirada hacia él.


—Te devolveré hasta el último penique de este préstamo. Con intereses. Seré tu ama de llaves durante todo el tiempo que quieras y...


—Paula —Pedro la tomó por los hombros—. No estoy haciendo esto para recibir nada a cambio. Ni siquiera tu gratitud. Dios mío... —musitó, más para sí que para Paula—, y mucho menos tu gratitud —porque podía cometer el error de confundirla con amor.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—Sólo quería demostrarte lo mucho que aprecio todo lo que estás haciendo por mí.


Con una sensación cercana a la desesperación ante el temor de que la ternura y la pasión de Paula llegaran a transformarse en una anodina gratitud, susurró fieramente: —Entonces prométeme una cosa, Paula. Prométeme que no te irás sin avisarme primero.


—Jamás haría algo así.


—Júralo.


—Te lo juro —sobrecogida por la profundidad de los sentimientos que albergaba hacia él, Paula selló su promesa con un devoto beso.


Pedro la estrechó contra él y continuaron abrazados durante algunos segundos. Antes de separarse, él le susurró al oído:—No te quites ese vestido. Quiero hacerlo yo.


Y con una sonrisa en los labios, el corazón rebosante de amor y un dulce deseo fluyendo por sus venas, Paula le prometió no hacerlo.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 47

 


Esperó a que la joven hubiera cerrado la puerta para dirigirse a las dos empleadas.


—Por si acaso ha quedado alguna duda, me gustaría aclarar algo. Cada vez que Paula llame o venga a buscarme, quiero que se me avise inmediatamente. Aunque esté operando a corazón abierto al mismísimo Papa.


—Sí, doctor —contestó Joana, mirando a su compañera de reojo.


Monica apretó los labios.


—Espero que sepas en lo que te estás metiendo, Pedro. ¿Has mirado bien su informe médico? El número de teléfono de su médico anterior es falso. Y ni siquiera ha escrito correctamente el código de su supuesta ciudad. No ha dejado número de teléfono y...


—¿Qué has estado haciendo con su informe, Monica?


—Meter la información del seguro en el ordenador.


—Pero ella pagó en efectivo...


—¿En efectivo? Sí, bueno... supongo que se me habrá traspapelado sin que me diera cuenta y...


—Ese formulario estaba en un cajón de mi escritorio desde el día de su visita. Por lo menos yo lo dejé allí.


Monica se quedó mirándolo fijamente, con el semblante rojo como la grana.


—Sólo estaba intentando ayudarte, Pedro.


—Joana, ¿podrías perdonarnos un momento, por favor? Me gustaría hablar con Monica en privado —en cuanto Joana se marchó, Pedro se volvió hacia Monica y le dijo—: La confidencialidad de los datos sobre mis pacientes es algo que me concierne de forma directa, Monica. Y tú has violado una de las normas fundamentales en este consultorio. Así que estás despedida —llamó por el intercomunicador—: Joana, Monica se va. Ayúdala a recoger sus cosas.


Cuando Joana regresó, Pedro le dio algunas indicaciones y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de marcharse se volvió de nuevo hacia Monica.


—Ah, Monica, y si das a conocer alguno de los datos que has obtenido en esta oficina, tendrás que vértelas con mis abogados.


Sin más, se dirigió hacia el aparcamiento a grandes zancadas, preguntándose qué le habría dicho Monica a Paula.