lunes, 13 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 25





Pedro, lo siento tanto, tanto.


—Ya me lo has dicho —y por enésima vez él repitió—: Y yo no dejo de decirte que está bien. No fue culpa tuya.


—Pero jamás tendría que haberte empujado de esa manera. No sabía que habías perdido el sentido...


—Estaba aturdido, no inconsciente.


—Pensé que estabas...


—Lo sé. Insinuándome de forma grosera. Ya me lo has contado también. Delante del personal de seguridad en la sala de primeros auxilios.


Y a juzgar por sus amplias sonrisas, a los hombres les había encantado. Pedro no podía culparlos. Desde luego, no hablaba muy a favor de su técnica de seducción que Pala no supiera si se insinuaba o estaba inconsciente.


Apretó la mandíbula y eso hizo que le palpitara la cabeza. 


Aceleró el paso. A su lado, Paula dio un saltito para mantener su ritmo y le pasó la mano por el brazo.


—De verdad, Pedro, te agradezco lo que has hecho —le apretó el bíceps en gesto de gratitud y añadió con voz llena de admiración—: Y la gente en el estadio quedó muy impresionada. Pasaron todo por los monitores gigantes. 
¿Oíste los aplausos de la gente cuando conseguiste ponerte de pie?


—Sí, fui un héroe de verdad al parar una pastilla con la cabeza y todo eso —se sentía como un idiota. Había estado tan concentrado en besar la mano de Paula, tan ensimismado en la reacción jadeante de ella, en la pasión que le nublaba los ojos, que no había visto cómo la pastilla volaba en su dirección hasta que casi fue demasiado tarde. Instintivamente había tratado de protegerla y a duras penas había podido alzar la mano para desviar la pastilla... a su sien.


Suspiró y se frotó el chichón. Bueno, al menos no le había dado a ella.


Se detuvieron junto al coche. Pedro iba a abrirle la puerta cuando Paula alargó la mano.


—Dame las llaves. Yo conduciré.


La miró fijamente. Se dijo que quizá la pastilla sí había llegado a golpearla, porque decía locuras.


—Tú no vas a llevar mi Porsche.


Suspiró exasperada. Mantuvo la mano extendida con la palma hacia arriba. Movió los dedos con gesto imperativo.


—Entonces no pienso subir. Acabas de recibir un golpe y no estás en condiciones de conducir. No es seguro.


Intentó intimidarla con la mirada, pero ella ni se movió. 


Respiró impaciente. ¿Cómo iba a poder discutir sobre su seguridad?


—Muy bien. Toma —plantó las llaves en su mano.


Subieron. Llevaban unos minutos en el coche cuando Paula anunció que lo iba a llevar al hospital.


—No, no lo harás.


—Sí. Llevas un kilómetro haciendo muecas de dolor.


—Eso es por el ruido que haces cada vez que pisas el embrague para meter las marchas.


—Oh. Lo siento —movió el pie—. Pero aún creo que deberías ir al hospital.


—Pues yo no.


Después de eso, Paula permaneció en silencio. Varios minutos más tarde, aparcó delante de su casa y bajó, todavía sin hablar. La nieve centelleaba a la luz de la luna. 


Subió las escaleras que conducían a su apartamento. Abrió la puerta y entró con Pedro pisándole los talones. Cerró con firmeza detrás de él y de inmediato lo ayudó a quitarse la cazadora.


Él enarcó las cejas con sorpresa. Era un cambio. Había esperado que intentara sacarlo por la puerta, no que lo desnudara.


—¿Paula?


Al quitarle la cazadora, se volvió para colgarla en el armario.


—Ve al salón a sentarte —ordenó por encima del hombro—. He de subir la calefacción, luego iré a buscarte algo de hielo para ese chichón. Es lo menos que puedo hacer después de haberme salvado la vida.


Pedro respiró hondo para hacer acopio de paciencia.


—No te salvé la vida y no necesito hielo. Mi cabeza está bien.


—¿Sí? —se volvió para mirarlo y cruzó los brazos antes de apoyar el hombro contra el marco de la puerta—. Si está tan bien, ¿entonces por qué me dejaste conducir tu preciado coche?


Abrió la boca, luego la cerró. Quería responderle, pero no se le ocurría ningún buen motivo.


—¡Porque me ordenaste que te diera las llaves! —explicó al final.


—Eso fue una prueba para ver cómo ibas a reaccionar. 
Jamás me lo habrías dejado conducir si te hubieras sentido bien al cien por cien. Y ahora siéntate mientras me quito el abrigo y los zapatos. Están mojados.


—Paula...


—¡Siéntate! —señaló el salón.


La vio desaparecer en el pasillo, luego fue al sillón que había junto al sofá y se sentó. No quería hielo; solo quería seguir adelante con su seducción. Cruzó los brazos, estiró las piernas y miró de malhumor sus pies. También tenía los zapatos mojados. Alzó una mano para frotarse la frente.


Sentado y quieto, de pronto se dio cuenta de que la cabeza le palpitaba... un poco. También le dolía la mano, en la palma derecha... probablemente donde le había dado la pastilla.


Bajó la mano en el momento en que Paula regresaba. Se había quitado el abrigo y los zapatos, pero aún llevaba los vaqueros y el jersey azules. Tenía los pies cubiertos por unos gruesos calcetines de lana. Pasó ante él en dirección a la cocina.


—Iré a buscar el hielo. ¿Quieres beber algo?


—No, gracias —tampoco quería el hielo, pero decidió no decírselo para no empezar otra discusión. Pelearse con ella no formaba parte de sus planes.


Oyó agua correr, la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse. 


Unos minutos más tarde, entró con una bolsa de hielo en la mano. Se detuvo junto a la lámpara y redujo la luz.


Debió de ver la expresión de sorpresa en él, porque explicó:
—El resplandor parecía molestarte.


Pedro sintió que los músculos alrededor de sus ojos se relajaban y comprendió que así era. Paula rodeó el sillón, se situó detrás de él y con suavidad apoyó la bolsa en su sien.


Se encogió, más en reacción al frío que por el dolor.


—¿Te duele?


—No —le gustó la preocupación que notó en la voz de ella. 


Pensó que quizá había ideado una forma equivocada de seducción. Después de todo, se encontraba en el apartamento de Paula, a solas con ella, y deseando cuidarlo. 


Echó la cabeza atrás, pero el sillón era demasiado bajo para sostenerle el cuello, así que volvió a erguirse.


—Aguanta un momento.


Le dejó la bolsa mientras se alejaba. Luego regresó y le acomodó algo detrás del cuello. Algo peludo y suave.


—¿Qué es?


—Mi oso de peluche. Reclínate —volvió a quitarle la bolsa y con suavidad le apoyó la cabeza sobre el oso.


Esperó que se retirara, pero no lo hizo. Se quedó detrás de él, sosteniéndole el hielo contra el chichón, sin que ninguno de los dos hablara.


—Paula...


—Sshhh. Relájate.


La calidez de ella, la luz tenue que reinaba en el apartamento, la bolsa de hielo... tuvo que reconocer que era agradable. Fue aun mejor cuando ella le apartó el pelo de la frente. Los dedos finos le masajearon el cuero cabelludo. 


Pedro contuvo un suspiro de alivio y placer. Cerró los ojos. 


No recordaba que nadie le hiciera jamás eso.


—¿Pedro?


Abrió los ojos un poco. El rostro de Paula, invertido desde su ángulo, lo miraba con preocupación.


—¿Estás seguro de que no necesitas ver a otro médico? El del estadio dijo que si te sentías mareado o débil deberías hacer que te examinaran.


—Paula, estoy bien.


Se sentía mareado y débil, pero no tenía nada que ver con el golpe recibido. No necesitaba un médico. Solo necesitaba que ella siguiera acariciándole el pelo.


Y lo hizo. Volvió a cerrar los ojos. Podía oler el perfume de Paula, el caramelo que había tocado y la fragancia tentadora y femenina que procedía de ella misma.


Abrió los ojos. Ella aún lo miraba con expresión solemne, con ojos oscuros y serios. Cuando sus miradas se encontraron, habló con voz trémula:
—Me sentiría muy mal si te sucediera algo, Pedro. Y más porque todo ha sido al salvarme. Me... me asusté al darme cuenta de que estabas herido de verdad.


Algo en el interior de él se suavizó. Parecía tan preocupada.


 Alzó el brazo y cerró la mano detrás de la cabeza de ella. 


Despacio, la bajó hasta que sus labios se unieron en un beso breve y dulce.


Al soltarla, lo miraba con extrañeza.


—¿Qué ha sido eso? —musitó—. ¿Otro desafío?


—Solo un beso, Paula —repuso con voz ronca, y carraspeó—. Para darte las gracias por cuidar de mí.


—Comprendo —volvió a pasarle los dedos por el pelo—. Olvidé decirte una cosa. Ganaron los Blues.


El pulso de Pedro se disparó cuando ella se inclinó despacio para besarlo. Durante un largo momento, él no se movió. 


Después sintió la punta de la lengua invertida de Paula tocar la suya y el calor estalló en su cuerpo.


Tiró la bolsa de hielo al suelo. Se dijo que de todos modos se habría derretido en unos momentos.


—Ven aquí —susurró sobre los labios de Paula.


La tomó de la muñeca y la hizo girar alrededor del sillón hasta situarla sobre el regazo. Ella le pasó el brazo por el cuello y el hombro y apoyó una mano sobre su pecho. 


Cuando volvió a tomarle la boca, Pedro se preguntó si podría sentir su corazón desbocado.


Movió los labios por la mejilla de Paula y la sintió contener el aliento.


Pedro. Tu cabeza...


—Olvídate de mi cabeza —no era la sien palpitante lo que lo preocupaba, sino la palpitación en su entrepierna. Cerró otra vez los labios sobre la boca de Paula y en esa ocasión gimió en voz alta. A pesar de que solo habían pasado unos días, le parecía que hacía más tiempo que no la tenía en brazos. 


Como una vida entera.


Besarla era como llegar a casa. Un lugar cálido, dulce y bienvenido. Paula sabía a azúcar y a cacahuetes. Sabía como si fuera suya.


Quería besarla para siempre... en todas partes. De forma íntima y completa. Sentirla derretirse como el algodón de azúcar sobre la lengua. Sin separarse, deslizó la mano bajo el jersey suave y encontró una piel más suave y delicada. Le acarició la espalda, bajó los dedos por la columna vertebral. Le pasó la palma por el estómago, luego la subió.


Sin dejar de besarla, le tomó un pecho. La protuberancia compacta del pezón se clavó en su mano por debajo del encaje del sujetador. El cuerpo de Pedro se endureció al sentirla temblar y al captar el gemido que anidó en la garganta de Paula. El beso se hizo más hambriento, sus dedos más urgentes. No quería parar, no parecía poder parar... pero ella le apoyó las manos en las mejillas y con delicadeza se separó.


Pedro —susurró sobre la boca de él—. ¿Estás seguro de que esto no es demasiado para ti? ¿Y si tuvieras una conmocion?


Las palabras susurradas lo sacudieron. Lo invadió una oleada de calidez... y de vergüenza. A ella solo le preocupaba su salud.


La observó. Junto a la preocupación había deseo. La pasión le había suavizado las facciones. Tenía la boca roja y las mejillas rosadas por el calor sensual. El cuerpo era cálido y dócil sobre su regazo.


Le acarició la nuca. Le estaba preguntando si quería parar... al tiempo que dejaba claro que ella deseaba continuar.


Al mirarla a la profundidad de los ojos, supo que lo único que tenía que decir era que estaba bien, y ella dejaría que le hiciera el amor. ¿Acaso no era eso lo que había planeado en todo momento? Seducirla, y aprovechar el deseo por él para conseguir su entrega. Demostrarle que era el hombre que ella deseaba.


Subconscientemente había planeado que hacer el amor fuera lo primero, y que luego hablaran. Con cualquier otra mujer, no habría resultado ningún problema. Sabrían perfectamente cuáles eran las reglas, las conocerían.


Pero Paula era diferente. Especial. Ella le importaba de verdad, mucho más que lo que había imaginado. Quería que estuviera segura de que sabía lo que hacía. No deseaba que aceptara hacer el amor con él por gratitud, porque creía que la había salvado de esa maldita pastilla.


Suspiró, le tomó la barbilla con una mano y la miró a los ojos.


—Necesitamos hablar.


La determinación en la voz de Pedro pareció atravesar la bruma sensual en la que se encontraba Paula. Sintió que se ponía rígida y vio que las mejillas se le acaloraban al sacar el brazo de sus hombros.


Cuando intentó alejarse, la retuvo.


—Me importas, Paula. Para mí eres especial. Jamás he conocido a alguien como tú, eres tan increíblemente dulce —le acarició el cabello—. No quiero hacer nada que pueda herirte —ella lo miró con desconcierto—. Así que quiero que estés muy, muy segura de que es esto lo que quieres. No deseo que luego te arrepientas. Anhelo que nuestra primera vez sea perfecta.


Los ojos de ella se tornaron luminosos. Los labios se le suavizaron.


—Oh, Pedro...


—No... —la voz le sonó áspera por la tensión de resistir. Le puso los dedos sobre los labios—. No me respondas ahora. Quiero que lo medites cuidadosamente —se levantó, alzándola con él, y la puso de pie—. Nos vamos pasado mañana a Hillsboro, y para ese entonces habrás tenido tiempo de tomar una decisión. Sea la que fuere, me la podrás contar allí, cuando estemos solos. Y te prometo que lo entenderé —se inclinó para rozarle los labios una vez más—. Y también te prometo que si me aceptas, me aseguraré de que no lo lamentes







UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 24




Paula podía sentir la excitación en el aire gélido mientras se unían a la multitud que entraba en el United Arena. 


Respiró hondo, y dejó que el aire temblara a través de ella mientras se arrebujaba en el abrigo.


Pedro la miró.


—¿Tienes frío? —le tomó la mano para sentir los dedos—. ¿Dónde están tus guantes?


—Los olvidé —reconoció. También él debió olvidarlos, porque los llevaba desnudos. Era agradable sentirlos alrededor de los suyos. Demasiado. Alarmada por el hormigueo que le producía ese contacto, quiso retirarlos, pero Pedro no se lo permitió.


—No quiero perderte —murmuró en respuesta a la mirada de Paula—. Hay mucha gente aquí esta noche.


Era verdad, y como tampoco ella quería perderlo, dejó que la guiara de la mano mientras bajaban por un ancho pasillo.


—Casi todo el mundo va de negro —comentó; miró la camisa de Pedro, que llevaba bajo la cazadora también negra de piel—. Incluso tú.


Se frenó en seco. Sin prestar atención a la gente que pasaba a su alrededor, la miró de arriba abajo con detenimiento.


—Oh, oh —comentó con tono ominoso.


Paula sabía que se burlaba de ella; no podía ser de otra manera. Pero no pudo evitar mirar sus vaqueros y el jersey azules con cierta aprensión.


—¿Qué? ¿Qué sucede? ¿Se me ha roto algo?


—No. No lo creo... espera... date la vuelta un minuto —la hizo girar para comprobarle la espalda.


—¡Pedro! —volvió a girar.


El movía la cabeza.


—No, no es eso. Es peor. Mucho, mucho peor —aseveró con voz convencida—. Luces los colores del otro equipo. No estoy seguro de que quiera sentarme a tu lado.


—Pues no lo hagas —espetó con sequedad. Comenzó a alejarse, pero la mano de Pedro volvió a impulsarla hacia atrás.


—No tengo más remedio —inició la marcha y la miró de reojo—. Los asientos son numerados.


—Muy gracioso.


Él rio entre dientes.


En realidad, los asientos eran estupendos, situado, justo al lado del banquillo de los jugadores y por encima del cristal que circundaba la pista.


—¿Dónde están los Benton? —preguntó ella mientras se quitaba el abrigo.


Pedro se encogió de hombros.


—Joe mencionó que quizá llegaran un poco tarde. Viven fuera de la ciudad, y Norma y él iban a ir primero a cenar.


Paula asintió y le entregó el abrigo, que Pedro dejó con el suyo en el asiento vacío al lado de él. Ella se sentó junto al banquillo.


El aire estaba impregnado de olor a comida y el ruido de la multitud zumbaba a su alrededor que aun aún llegaba, pero Paula notó que los jugadores habían salido a calentar al hielo. Le sorprendió los agiles que eran los jugadores sobre los patines. Le recordó a un ballet: el equipo negro moviéndose en un lado de la pista y el azul en el otro.


El calentamiento terminó y los equipos se dirigieron hacia sus banquillos. Al entrar en los cubículos con los patines puestos,Paula se dio cuenta de que ella estaba sentada junto al banquillo del equipo visitante, los St. Louis Blues. Notó que los uniformes que llevaban eran exactamente del color de su jersey. La hizo sentir una cierta afinidad con ellos.


—Voy a ir a favor de los Blues —le informó a Pedro.


—Te aseguro que los Blackhawks los aplastarán —movió la cabeza.


—No lo harán.


—¿Quieres apostar algo? —la miró fijamente.


Paula sintió que el calor inundaba sus mejillas. Las palabras representaban definitivamente un desafio, alzó el mentón.


—Bien. Diez dólares a que gana St. Louis.


—Paula, Paula —reprendió—. ¿No me estás contando siempre que jugar dinero es ilegal? Yo pensaba en una apuesta más amistosa.


—¿Como qué? —preguntó con suspicacia.


—Oh, no sé. ¿Qué te parece un beso?


—¿Tendría que besarte si pierdo? —lo miró con ojos entrecerrados.


Él abrió mucho los ojos.


—Claro que no. Tendrías que besarme si ganas.


Ella quiso reír, pero no se atrevió. El solo pensamiento de besarlo le desbocaba el corazón.


—Me parece que no —repuso con toda la indiferencia que pudo mostrar.


—De acuerdo —suspiró—, lo haremos a tu manera. Si pierdes, yo te beso.


No le respondió, fingiendo que no lo había oído. Él se acercó y la provocó con un susurro:
—A menos que... tengas miedo.


El aliento cálido le acarició la oreja y la puso rígida. Por supuesto que tenía miedo... pero no pensaba reconocérselo al señor Sabelotodo. Si se veía obligada a ello, estaba segura de que podría sobrellevar un beso rápido en la mejilla.


—Apostado.


Volvió a mirar a «su» equipo con la esperanza de que metiera un montón de puntos, cuando sus ojos se encontraron con la mirada de uno de los jugadores, un rubio atractivo con la nariz torcida.


Él le sonrió. Era una sonrisa encantadora, de modo que Paula le devolvió el gesto. Él le guiñó un ojo. 


Involuntariamente, la sonrisa de ella se amplió.


—¿Qué haces?


Miró a Pedro, sorprendida por el tono irritado.


—Animo a mis jugadores —enarcó las cejas—. ¿Tienes algún problema con eso?


Claro que lo tenía. Y si ese aprendiz de Romeo no dejaba de coquetear con ella, también él iba a tenerlo.


Adoptó su expresión más severa.


—Sí, me temo que sí. Verás, Paula, estamos en un partido de hockey. Sonreírle a un jugador tal como tú acabas de hacer... bueno, lo hace feliz. Y eso lo debilita... le quita el deseo de lucha. Creía que querías que los Blues ganaran, y veo que intentas debilitarlos.


—Para, Pedro —ordenó. Apartó el rostro y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír—. Sé que no puede ser verdad.


—Claro que sí. Si de verdad quieres desearle suerte, ayudarlo a conseguir la actitud apropiada para jugar, entonces se supone que debes mirarlo con ojos de furia. Así.


Le hizo una demostración. Por encima de la cabeza de Paula, le envió al jugador de los Blues una mirada en la que iba codificado un mensaje silencioso. «A lo tuyo, amigo. O te enrollaré el stick al cuello. Y es una promesa».


—Creo que funciona —comentó Paula con voz seca—. Ahora sí que parece furioso.


—Bueno, es lo mínimo que puedo hacer después de que tú trataras de quitarle su actitud competitiva —trató de parecer modesto—. Lo justo es justo. Inténtalo tú ahora —la animó con una mano en el hombro. Volvió a mirar al jugador. «¿Lo ves? En tus sueños, amigo. Es mía»—. Míralo con ojos centelleantes —instó, apretándole el hombro.


Paula lo hizo... pero en la dirección equivocada.


—A mí no —reprochó él—. Yo no juego al hockey esta noche. Y ya has llegado tarde. Empieza el himno —se puso de pie.


Cuando terminó el himno nacional, dio comienzo el juego. 


Los jugadores golpearon la pastilla de un lado a otro de la pista. La golpeaban en el aire. Cada quince minutos aproximadamente, se golpeaban entre ellos con los sticks, o los hacían a un lado para darse con los puños.


A Paula le encantó.


—Son tan... bárbaros —musitó, ganándose una expresión divertida de Pedro.


No fue hasta el primer descanso, cuando las hordas de espectadores salieron hacia los puestos de bebidas y comida, que Paula recordó a los Benton.


—Todavía no han llegado —le comentó a Pedro—. ¿Crees que les habrá pasado algo?


—En ese caso, Joe tiene el número de mi móvil —no parecía preocupado—. Se habrán entretenido.


Paula iba a sugerir que intentaran llamar ellos a la pareja en el momento en que los jugadores regresaron a la pista. 


Olvidó a los Benton y se puso tensa cuando los adolescentes comenzaron a abuchear a un jugador de los Blues que de inmediato se separó del grupo. Patinó con frenesí hacia la portería guiando la pastilla con el stick.


Llevada por la excitación, gritó:
—¡Marca! —justo después de que el jugador disparara y fallara.


La palabra flotó en el aire y cayó en uno de esos raros momentos de silencio que a veces se crean en una multitud. Varios ojos se volvieron hacia ella, y un tipo enorme que había detrás de ellos bufó:
—Ni lo sueñes. Potocki no podría marcar ni aunque la portería tuviera todo el ancho de la pista.


—¡Sí que podría! —exclamó Paula con lealtad.


Pedro sonrió, pero también se volvió para lanzarle una mirada de advertencia al gigantón. Al acomodarse de nuevo en el asiento, le tomó la mano y la sostuvo sobre su muslo cálido.


Paula contuvo el aliento. Pedro parecía absorto en el juego. 


Quizá no se daba cuenta de que le había agarrado la mano. 


Sin duda lo había hecho sin pensar. Quizá había olvidado que era ella quien estaba a su lado... y no Emma, Malena o Nancy. Despacio, intentó liberar los dedos...


Y él apretó más.


Giró la cabeza y lo miró a los ojos. La mirada oscura de él centelleaba con una expresión burlona. Sonrió levemente antes de preguntar:
—¿Qué sucede,Paula?


Otro desafío. Como la apuesta. Y de pronto todo se aclaró. 


Por qué no habían aparecido los Benton. Por qué la había invitado al partido. Entonces Paula supo que si separaba la mano, estaría reconociendo que su contacto la afectaba. 


Que no era tan indiferente a él como le había dicho.


—Nada —sonrió con dulzura.


Miró hacia el hielo, negándose a mirarlo a él. ¿Qué creía? ¿Que era tan susceptible a su encanto que no podría resistir? ¿Que porque le tomara la mano se arrojaría a sus brazos?


Se concentró en el juego. El caos volvía a estallar y los jugadores perseguían con más ahínco el pequeño disco negro. Los aficionados gritaban a voz en cuello. Y sin embargo, Paula solo podía pensar en la mano de Pedro envolviendo la suya.


Y no solo la sostenía, sino que jugaba con sus dedos. 


Mientras miraba el partido, giraba con gesto distraído un anillo de perla que le había regalado su madre.


Paula también intentó mirarlo. Pero en ese momento Pedro enlazó los dedos con los suyos y le frotó el dedo pulgar sobre la palma en un movimiento circular breve. 


Casi le provocó un cosquilleo.


Paula tragó saliva al sentir una oleada de calor que subió de sus pies a las mejillas. Jamás habría imaginado que la palma de su mano sería tan sensible. Pedro volvió a acariciarla. 


Una sensación excitada y palpitante surgió entre sus muslos... en su núcleo más sensible y femenino.


Conmocionada por su reacción, retiró la mano al tiempo que el pánico la impulsaba a ponerse de pie.


—Eh, ¿por qué no te sientas, por favor? —pidió exasperado el hombre gordo que había detrás de ella—. ¡Hay un partido en juego!


Automáticamente, ella volvió a dejarse caer en el asiento. 


Pedro la miró. En su rostro había aparecido otra vez esa irritante sonrisa.


—Tengo... hambre —explicó Paula a la defensiva. Desesperada, miró a su alrededor y tuvo la suerte de ver a un vendedor ambulante cerca de su pasillo—. Quiero algo de... eso —señaló la bolsa de plástico rosado que agitaba el hombre.


«Eso» resultó ser algodón de caramelo. Pedro le compró una bolsa y unos cacahuetes para él.


Paula rompió el envoltorio de plástico con dedos temblorosos. Se dijo que no debía preocuparse, que solo había sido un revés momentáneo. Podía resistir a Pedro. Lo único que necesitaba era mantener la ecuanimidad, sin mostrarle que atravesaba sus defensas. Al menos él va no le sostenía la mano.


Arrancó un poco de algodón y se lo metió en la boca. Intentó concentrarse en el dulzor que la invadió y no en el hombre que a su lado comía cacahuetes. El aroma limpio y masculino que emanaba de él parecía tentarla a inhalarlo con profundidad.


—Otro fuera de juego. Necesitan mantener la cabeza en el partido.


—Desde luego —convino Paula, sin tener la menor idea de lo que hablaba.


—¿Quieres un poco? —Pedro le ofreció la bolsa de cacahuetes y luego le echó unos cuantos sobre la mano.


Se los comió uno a uno, con miedo a que si no iba con cuidado pudiera atragantarse por el nudo que sentía en la garganta. Cuando terminó los cacahuetes, metió la mano en la bolsa rosa para sacar algodón de caramelo. Más por mantener las manos ocupadas que por tener hambre.


Desprendió un trozo pegajoso... y Pedro le detuvo la mano para llevarse la golosina rosa a la boca. La mordió y se la quitó de los dedos. Tragó y sonrió, una sonrisa que no aligeró la expresión intensa que exhibían sus ojos.


Luego cerró los labios sobre los dedos de ella. Succionó con delicadeza, provocándole un cosquilleo. Aturdiéndola.


—Mmmm, dulces —murmuró. Mordisqueó hasta llegar a la palma de la mano para lamérsela—. Y salada.


Era erótico... y una locura. La gente vitoreaba a su alrededor, pero Paula sentía como si Pedro y ella flotaran en su propia y silenciosa burbuja.


Le giró la mano y le besó la piel delicada de la muñeca, pegando los labios a los latidos acelerados. Volvió a mordisquear su regreso a los dedos y se llevó la punta del meñique a la boca. Paula pudo sentir el filo de los dientes sobre la yema sensible, y luego cómo la acariciaba con la lengua. Era evidente que tenía el cuerpo absolutamente confundido. Los pezones empezaban a contraérsele como si se los estuviera succionando.


Contuvo el aliento cuando Pedro intensificó la succión. La mirada intensa y abrasadora de él se clavó en sus ojos mientras la mordía un poco.


Paula jadeó. La multitud rugió. La mirada de Pedro se encendió de satisfacción... luego se desvió. Y se arrojó sobre ella.


Tenía el cuerpo pesado e inerte. Paula se puso rígida de indignación debajo de él. ¡Había ido demasiado lejos! Estaba tendido justo encima de ella... ¡y en un lugar público!


Tenía el rostro enterrado bajo su camisa. Luchó por girar la cabeza y con voz apagada exigió:
—¡Pedro Alfonso, levántate en este mismo instante! —le empujó los hombros.


—¡Dale un respiro! —espetó el hombre gordo detrás de ella—. Te salvó de la pastilla, ¿no? Creo que ha perdido el conocimiento.