viernes, 1 de septiembre de 2017

NECESITO UN MEDICO: EPILOGO




HABÍA llegado el día de la boda y Paula estaba ya en la iglesia con el estómago en la garganta. Ines, la madrina, se había llevado a los niños para dejarla unos momentos a solas con Graciela, quien vestida de amarillo mecía en los brazos a Ana, ya de siete meses.


—Llegará, no temas —dijo—. Los novios siempre llegan tarde a la iglesia. Jorge hizo lo mismo.


—Lo sé, pero...


Mildred entró en la sacristía con el pequeño velo torcido.


—Ya está aquí, ya está aquí. Pero juro que si ese viejo buitre vuelve a hacerme algo así, no llegará a su setenta y seis cumpleaños.


A continuación fue Ines la que asomó la cabeza.


—Ya que todos los novios están presentes, el reverendo dice que podemos empezar.


Las damas intercambiaron una ronda de besos y salieron a la parte de atrás de la iglesia. Mildred, quien aseguraba que T.J. le había dicho que era hora de que siguiera con su vida, al principio se había negado a una boda doble porque no quería quitar protagonismo a Pedro y Paula. Hasta que la joven le hizo ver que no estaba en contra de un día lleno de felicidad. Bajaron, pues, hacia el altar. Los pequeños delante, aunque Karen paró en cierto momento para subirse el vestido y rascarse la pierna; luego iba Graciela, con Ana en los brazos; a continuación Ines, de azul pálido, con las trenzas alrededor de la cabeza; después Mildred, con un vestido de raso rosa con chaqueta a juego; y finalmente Paula, con el vestido de novia color marfil de Maria Alfonso, las piernas temblorosas pero la sonrisa tan brillante como el sol de mayo que entraba por los ventanales. Ocupó su lugar al lado de Pedro, que le sonrió y le tomó la mano. La joven miró a Nicolas, que se apoyaba en el bastón y le guiñó un ojo. Mildred y él habían decidido quedarse a vivir en la casa de Emerson, donde los niños irían a verlos siempre que quisieran. Miró después a Noah, que sonreía de oreja a oreja, y posó al fin los ojos en Pedro. Y después de que hubieran intercambiado sus votos y el reverendo los declarara maridos y mujeres, miró a Nicolas y a Pedro y movió la cabeza diciendo:
—Y el buen Dios sabe que ya era hora de que los dos demostrarais algo de sentido común.


Y la congregación gritó: «Amén».





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 31




Al día siguiente, a Paula le dio un vuelco el corazón al ver acercarse la camioneta de Pedro. Cuando le abrió la puerta, él le entregó un ramo de tulipanes y ella lo miró esperanzada.


—¿Te has decidido?


Él enarcó las cejas.


—Me había decidido antes de ese asunto con Hernan, pero tú no te callaste ni un rato para que yo dijera lo que quería.


—¿Y qué es lo que quieres decir?


Pedro la miró con exasperación.


—Que pensar en ti con otro hombre me vuelve loco, pero no tanto como intentar vivir sin ti. Así que aquí estoy, con el corazón en la mano. ¿Es suficiente?


Ella le tendió la mano.


—Sí.


Pedro le tomó la mano y la siguió.


Nadie dijo nada en los siguientes minutos, en los que estaban demasiado ocupados besándose e intentando subir las escaleras sin matarse para hablar. Pero cuando llegaron al dormitorio, Pedro preguntó dónde estaba todo el mundo.


—Han salido — Paula se sacó la camiseta por la cabeza—. Noah y Karen están en una fiesta de cumpleaños. Ines se ha llevado a Ana un par de horas.


—¿Y Nicolas? —Pedro se quitó también la camisa.


—En casa de Mildred. Quítate los pantalones.


Él obedeció con torpeza. Paula estaba ante él con sujetador y bragas blancos de algodón y el labio inferior entre los dientes. A pesar de los siete u ocho kilos que había aumentado en los últimos meses, parecía tan delicada como una mariposa.


Pero no lo era.


—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él.


Ella sonrió.


—Suficiente, imagino —dejó caer el sujetador al suelo—. Tócame —susurró.


Y él lo hizo.


Exploró su cuerpo, vacilante, despacio, desesperado por complacer hasta que ella lo montó a horcajadas y le puso las manos en los hombros. Un rayo de sol besó sus pechos pequeños y perfectos y Pedro hizo lo mismo.


—Te quiero, Paula —susurró. Y vio lágrimas en los ojos de ella.


La joven se inclinó a besarlo y él volvió a colocarla debajo. 


La poseyó pensando que era media tarde de un sábado, que estaban solos y que, además de estar haciéndole el amor a la mujer de su vida, estaba haciendo las paces consigo mismo.


Reclamando un regalo que casi había sido demasiado estúpido para aceptar. Los dedos de ella le acariciaron la mejilla y la boca. Sonrió.


—Ahora —dijo.


—No he traído... no esperaba...


—¿Importa eso?


Pedro la miró a los ojos.


—¿Te casarás conmigo?


Ella lo miró con malicia.


—¿Puedo pensarlo?


Pedro se echó hacia atrás. Paula soltó una carcajada.


—Vale, vale, sí. Me casaré contigo, Pedro —susurró con los ojos fijos en los de él—, porque está claro que vine aquí para eso.


Ninguno de los dos dijo nada en mucho rato. Paula fue la primera en hablar.


—¿No llevas teléfono móvil? —preguntó.


—No.


Ella lo miró a los ojos.


—¿Te has unido al centro médico?


—Sí. La semana pasada. Tengo una noche de cada dos libre y un día entero a la semana.


—¿Y estás seguro de que es eso lo que quieres?


—Sí —la besó en la boca—. Estoy seguro.


—Entonces me alegro por ti —apoyó la cabeza en el pecho de él—. Pero a mí me daría lo mismo.


—Lo sé —dijo él—, pero al fin entendí que lo que me daba miedo no era quererte, sino perderte y que te fueras.


—Eh, yo no soy Susana.


—Lo sé.


—Y no quiero que te sientas responsable de mi felicidad. ¿Está claro?


—¿Ah, no? —la abrazó con fuerza y se echó a reír—. Si quiero hacerte feliz, lo haré. Y tú no podrás impedírmelo.


—Bueno, vale —musitó ella—. Si significa tanto para ti...


—Claro que sí.


Se abrió la puerta de la casa.


—¡Paula! —gritó Ines—. Hemos vuelto — se echó a reír—. Y si el coche de Pedro está ahí fuera y no estáis abajo, no hay que ser muy listo para adivinar lo que pasa, así que Ana y yo nos vamos otra vez... No tengáis prisa.


Paula y Pedro se miraron y se echaron a reír.


Y decidieron aceptar la oferta de la mujer porque no sabían cuándo volverían a tener una tan buena.





NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 30




GRACIELA Idlewild sí tenía varias ideas sobre el tema de petardos en el trasero, pero Paula no se decidió a ponerlas en práctica y optó por quitarse de en medio y acudir a trabajar cuando sabía que él no estaría allí y, en conjunto, dejar las cosas como estaban durante enero... febrero... y marzo.


La vida no se detuvo durante aquellas semanas largas y miserables. Graciela permaneció una semana con ellos antes de volver a Arkansas y prometió volver en la primavera. Nevó tres veces más, una de ellas lo bastante para cerrar la escuela, y tuvieron una racha de varios días buenos en los que empezaron a brotar los tulipanes.


Karen cumplió cuatro años y aprendió a escribir su nombre. Ana echó tres dientes más y dejó claro que había terminado de tomar el pecho. Noah empezó a hacer amigos nuevos y acabó por olvidar que Paula era el enemigo.


Nicolas y Mildred acudieron juntos al baile anual de invierno de los jubilados, mostrándose así oficialmente como pareja.


Paula pidió prestada una Singer vieja a Didi Meyerhauser y cosió cortinas de cuadros blancos y azules para la cocina, añadió tartas de natillas a su repertorio, cumplió veinticinco años sin decírselo a nadie y pasó el primer aniversario de la muerte de Javier sin decírselo tampoco a nadie.


Ruby y Jordy compraron un sofá nuevo y le dieron el viejo a Paula.


Pedro le dio otro aumento de sueldo. La joven pensó que era por remordimientos, pero lo aceptó de todos modos.


Y a principios de abril, se dio cuenta de que el agujero de su corazón, si no curado, al menos había dejado de doler tanto. Por lo que cuando Hernan Atkins la invitó a salir por cuarta o quinta vez, aceptó.



***


En las semanas y meses que siguieron a la primera semana de enero, Pedro diagnosticó veintitrés casos de gripe, retiró media docena de objetos de orificios infantiles, arregló cuatro huesos rotos y permaneció despierto a menudo por la noche pensando si había perdido el juicio.


La echaba mucho de menos. Aunque todavía la veía cuando iba a trabajar o se la encontraba por el pueblo, no era lo mismo.


No era lo mismo en absoluto.


Y durante esos meses recordó una y otra vez las palabras de Nicolas y de Hector y acabó por reconocer la verdad que encerraban: que en los últimos años había empleado mucha más energía en salvar su pellejo que en curar a sus pacientes.


Y de ningún modo estaba mejor sin Paula, pensara lo que pensara Hector.


Cuando decidió que tenía que hacer algo sobre aquella revelación, decidió también que necesitaba un corte de pelo.


 Y mientras estaba en la barbería, a Coop Hastings se le escapó que Hernan Atkins había presumido de que Paula Chaves había aceptado al fin salir con él.



****


Paula creía haberle dejado claro a Hernan que salían sólo como amigos y él le había asegurado que estaba de acuerdo. Y durante la primera parte de la velada, en que la llevó a un asador popular cerca de Prior, se mostró como un caballero.


Hasta la mitad de la comida, en que se hizo evidente que no sabía beber y tres cervezas lo emborrachaban. Y aunque Paula sabía que podía llamar a distintas personas para que fueran a buscarla, no sabía cómo salir del problema sin poner en evidencia a su acompañante.


—¡Hernan! —le dio un golpecito en el brazo—. Le he pedido a la camarera que te traiga café.


La miró sorprendido.


—No quiero café —la camarera no hizo caso y se lo sirvió de todos modos —. Estás muy guapa con ese vestido, Paula.


Era un vestido de punto, de color malva, con flores blancas pequeñas.


—Pero seguro que estás más guapa sin él — terminó el hombre.


—Tómate el café.


—No quiero...


Paula se inclinó hacia él.


—O te tomas ese café o me largo. ¿Está claro?


Él parpadeó varias veces, pero al fin se llevó la taza a los labios. Paula suspiró. Los hombres eran criaturas patéticas.


—¿Paula? ¿Estás bien?


El corazón casi se le salió del pecho. Se volvió y vio a Pedro de pie con los brazos cruzados y mirando a Hernan con tal rabia que éste se puso en pie y cerró los puños.


—¿De dónde narices sales tú? —preguntó.


—Eso no importa. Estás borracho.


—No lo estoy.


—Vamos, Paula. Te llevaré a casa y llamaré a Mario para que venga a buscar a Hernan.


—No —dijo ella.


Pedro la miró como si se hubiera vuelto loca.


—No puedes dejar que te lleve él.


—Claro que no. Pero puedo solucionar sola esta situación. 


¡Oh!


Hernan había lanzado un puñetazo contra Pedro, falló y cayó sobre la mesa contigua. Pedro lo agarró, se disculpó con los clientes y lo sacó fuera antes de que hiciera más daños.


—¡No puedes meterte en mi cita! —protestó Hernan. Cuando Pedro lo soltó, se tambaleó y lo amenazó con el puño—. Es mía. Tú la dejaste marchar. Ella te quiere pero tú eres demasiado... —eructó— tonto para reconocer algo bueno cuando lo ves.


Cuando terminó de hablar, Hernan se derrumbó en las escaleras de fuera del restaurante y cerró los ojos.


—Luego no recordará nada de lo que ha pasado —dijo Pedro, cuando aparcó delante de la casa de Paula.


—¡Pues qué lástima! —exclamó ella, con los brazos cruzados.


Pedro se ajustó el sombrero con un suspiro.


—Querida, yo fui a la escuela con Hernan. Es poco recomendable y siempre lo ha sido. Cuando me enteré de que ibas a salir con él, yo...


—¿Cómo te enteraste?


—Hernan se lo dijo a medio pueblo. Además, vuestra camarera me avisó en cuanto entrasteis en el restaurante.


—Y sentiste que tenías que acudir al rescate.


Pedro apretó el volante.


—Tú no lo entiendes.


—Claro que lo entiendo. Pero algunos no tenemos intención de pasarnos la vida sentados en casa llorando por lo que hemos perdido. Puede que Hernan no sea la mejor elección, pero podía haber solucionado sola el problema. Y quiero que entiendas que no necesito tu protección, así que déjame en paz. ¿Vale?


Salió de la camioneta y dio un portazo.


—Y por cierto —dijo antes de alejarse—. Que a mí me parece que la terquedad tampoco es una muestra de madurez.


Pedro se quedó un momento sentado; después puso el coche en marcha y se alejó. Dejaría que se calmara y luego hablaría con ella.