jueves, 16 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 18




NO FUE un fin de semana para recordar. Pau llevó a Adrian al aeropuerto el domingo a primera hora. Le dio un beso de despedida justo delante de la puerta de embarque y le prometió que estaría de vuelta en San Francisco por lo menos el viernes, un día antes de la gala benéfica. Sin embargo, todo era muy extraño. Se suponía que tener a Adrian cerca la iba a ayudar a sacarse a Pedro de la cabeza, pero…


La cosa no hizo más que empeorar.


Dos horas más tarde, Mariana y Dario se presentaron en la puerta de la casa de la abuela.


—¿Dónde está? —exclamó Mariana, mirando a su alrededor con impaciencia—. ¿Dónde está mi bebé?


—Está durmiendo la siesta.


Estaba a punto de pedirle que no le despertara, pero Mariana pasó por delante de ella como una bala y fue directamente hacia el dormitorio. Al llegar a la puerta, aminoró el paso y abrió suavemente. Pau solo podía verla de perfil, pero con eso bastaba. Vio cómo desaparecía la tensión en el rostro de Mariana, vio el amor maternal que ella misma sentía cuando veía dormir a Hernan… Y entonces se volvió hacia el hombre que todavía estaba junto a la puerta de entrada.


—Ven aquí —le susurró, extendiendo una mano hacia él—. Ven a ver a tu hijo.


Dario vaciló un instante. Echó a andar, miró a Pau un instante y asintió con la cabeza. Pau le devolvió el saludo y se quitó de su camino. Se detuvo junto a la cuna y contempló al pequeño en silencio. Respiró hondo y estiró un brazo para tocar la suave mejilla de Hernan.


—Te debo una, Pau —dijo Mariana de repente, para sorpresa de Pau. Pero había auténtica sinceridad en sus palabras. Sus ojos azules brillaban; tenía las mejillas húmedas.


Y antes de que Pau pudiera reaccionar, la joven corrió hacia ella y le dio un sentido abrazo. Después de un momento de titubeo, Pau se lo devolvió. Era el primer abrazo verdadero que habían compartido…


—Hernan te va a echar mucho de menos —Mariana le dijo a Pau a la mañana siguiente.


Dario había guardado todas las cosas de Hernan y las había metido en el coche de Mariana. Esta, sujetando a Hernan en brazos, había encontrado a Pau en el jardín, sitio al que había ido porque no sabía dónde estar ni qué hacer. Había pasado la noche en el sofá a regañadientes. Les había dicho que podía irse a un hotel a pasar la noche para darles algo más de privacidad, pero ellos no habían querido. Habían insistido en que se quedara con ellos.


Al ver acercarse a Mariana, dejó las malas hierbas que estaba quitando y se incorporó.


—Yo también le voy a echar mucho de menos —dijo con sentimiento—. Es un niño encantador —sonrió, a pesar del dolor que ya empezaba a sentir por dentro.


—Deberías venir a verle. Puedes venir —dijo Mariana—. El valle no está tan lejos. Eres bienvenida en cualquier momento.


Pau le dio las gracias.


—Me gustaría mucho.


Se miraron durante unos segundos. Años y años de recuerdos y discusiones pasaron ante sus ojos. Ambas apartaron la vista al mismo tiempo.


Mariana le dio otro abrazo de hermana.


—Gracias. Por cuidar de Hernan, por ocuparte de todo, por ayudarnos a ser una familia.


—Ha sido un placer —le dijo Pau a duras penas.


—¿Cómo es que tengo tanta suerte?


Pau dudaba mucho que hubiera una respuesta para esa pregunta.


Estaba sola. Ni abuela, ni Adrian, ni Misty, ni Dario, ni Hernan… No tenía familia. Pau miraba a su alrededor y trataba de disfrutar del silencio. Si se fijaba mucho, casi podía ver cómo golpeaban las ventanas las gotas de lluvia. 


Había empezado a llover cuando regresaba a casa del hospital esa tarde. Muy apropiado para su estado de ánimo. 


Mariana, Dario y Hernan ya se habían ido.


De repente llamaron a la puerta. La abrió y se encontró con Pedro, de pie bajo el umbral, en vaqueros y cazadora. 


Estaba empapado hasta los huesos. Él era la última persona a la que quería ver esa noche.


—¿Qué?


Él no contestó, y tampoco esperó a obtener una invitación para entrar. Pasó por delante de ella y entró en la casa directamente.


Pedro. No me apetece tener compañía hoy.


Estaba chorreando agua sobre la alfombra, pero no se iba. 


Pau suspiró. Probablemente debía decirle que se quitara la chaqueta.


—¿Se fue Milos?


—Sí. Vino a despedirse, pero no estabas.


—Oh, lo siento. Dame su dirección de correo electrónico y le mando una nota.


Pedro hizo crujir sus nudillos. Había una emoción indescifrable en su mirada. Finalmente se quitó la chaqueta y buscó algo dentro.


—Hernan se dejó esto —le puso el conejito de peluche en la mano.


Esa era la gota que colmaba el vaso…


Pau agarró el juguete.


—Oh, Dios —dijo Pedro al ver que estaba a punto de echarse a llorar—. No llores.


—¡No estoy llorando! —gritó ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas.


—¡Solo es un peluche! —dijo Pedro. Trató de quitárselo, pero ella se apartó y se aferró al muñeco como si estuviera defendiéndolo de algo.


—¡Ya sé lo que es!


—Pau —Pedro le habló en un tono paciente—. Todo va a estar bien. Ya le mandaremos el muñeco.


—No es el muñeco. Es la fa… familia… No importa —intentó limpiarse la cara con el brazo.


Pero él la hizo detenerse, estrechándola entre sus brazos.


—Pe…


—Sh —la besó.


El aguante de un hombre tenía un límite. El deseo se podía dominar, y la necesidad también. Las palabras se podían neutralizar… Pero Pedro no soportaba verla llorar al ver el muñequito de peluche. No podía verla llorar. No quería verla llorar. No quería nada más excepto lo que tenía en ese momento; ella en los brazos, su rostro contra el pecho, su cabello exquisitamente rizado sobre los labios, el aroma de su perfume en la nariz… Respiró hondo, saboreó la fragancia, la sujetó de la barbilla y probó la sal de sus lágrimas. No era ese el motivo por el que había ido a verla. 


Había ido a la casa para hacerla entrar en razón, para ser su amigo, para decirle la verdad… Para decirle que no estaba enamorada de Adrian Landry.


No había dicho nada al final. Pero sus actos hablaban por sí solos. Pau deslizó los brazos por dentro de su chaqueta mojada y se acercó aún más, cerró los ojos y sintió el tacto de sus labios sobre la cara, las mejillas, la mandíbula, la boca… Los besos habían sido suaves y tiernos durante unos segundos, pero al alcanzar sus labios se habían vuelto desesperados, bruscos… El fuego que siempre había ardido entre ellos se había desatado. El control que siempre habían tenido se estaba resquebrajando. Pau entreabrió los labios. 


El corazón se le salía por la boca. El muñeco de peluche se le cayó al suelo y ni se dio cuenta. Le levantó la camisa con ambas manos y palpó su pecho caliente y musculoso. Él se estremeció; siempre lo hacía. Trató de quitarse la chaqueta, pero estaba tan mojada que se le pegaba al cuerpo.


—Déjame a mí —le dijo ella y se la quitó de los hombros, echándola al suelo un momento después.


—Pau…


—Por aquí —le dijo ella, señalando el dormitorio con un gesto.


Él la besó durante todo el camino hasta la cama y la acorraló contra ella. Quería caer encima de ella, arrancarle la ropa y hacerle el amor con desenfreno. Sus dedos torpes intentaban liberarla de la ropa. Le rompió la camisa, le quitó los pantalones a toda prisa. Pero un momento después, por fin, estaban desnudos, piel contra piel. Ella se puso de lado, y él deslizó dos dedos por encima de su cadera y a lo largo del muslo, alisándole la piel, igual que hacía con la madera… 


Después la hizo ponerse boca arriba, le separó las rodillas y se arrodilló entre ellas. Deslizó las manos por sus piernas muy lentamente, atormentándose tanto como la atormentaba a ella. Pau se movía, inquieta, le observaba con los ojos entreabiertos. Se lamió los labios. Pedro le acarició la ingle, palpó su sexo, abrió sus labios más íntimos y empezó a jugar. Ella gimió. Él volvió a bajar un poco la mano, la subió, la tocó, más adentro esa vez… Ella entreabrió los labios, levantó las caderas, como si así pudiera hacerle llegar más adentro.


Podía. Podía hacerlo. Y entonces… mientras deslizaba las manos a lo largo de sus piernas hasta sus rodillas, ella estiró un brazo y le tocó. Deslizó un dedo con cuidado sobre su erección, haciéndole tensar cada músculo de su cuerpo para no sucumbir en ese preciso instante.


—Pau… —le agarró la mano.


—¿Tú puedes hacerlo y yo no?


Él sacudió la cabeza, sonriendo. Así era ella. Siempre llevaba la contraria, incluso en la cama. Se tumbó sobre ella y entró en su sexo. Durante unos segundos se mantuvieron inmóviles. Él se quedó quieto, observándola, sintiendo cómo se tensaba su cuerpo a su alrededor. Pau levantó la vista hacia él. Su rostro estaba en sombras, pero sus labios estaban hinchados, colmados de besos, las mejillas rojas…


—¿Y bien? —preguntó ella, llena de expectación, meneándose debajo de él.


Pedro se rio. Risas y sexo… Era tan típico de Pau.


—Estaba pensando… —murmuró él.


No era cierto. No estaba pensando en absoluto. Estaba disfrutando. Y empezó a disfrutar mucho más en cuanto comenzó a moverse. Pau se movía con él, contra él, tomando el ritmo y haciéndolo propio. Sus miradas se engancharon, sus corazones retumbaban al unísono. Pau movió la cabeza a un lado y a otro. Levantó las caderas, suplicándole… Él empezó a moverse más deprisa, apretó los dientes… Ella se estremecía a su alrededor. Le apretó el trasero con ambas manos. Le clavó los talones en la parte de atrás de los muslos. Pedro empujó una vez más y entonces ya no pudo aguantar más.


Se dejó llevar… Se desahogó. 


Ella le hacía completo.






FUTURO: CAPITULO 17




Adrian Landry no parecía banquero. Parecía uno de esos dioses griegos que Pedro había tenido que dibujar en clase de arte en el instituto. Era alto, de espaldas anchas, piel bronceada como un jugador de tenis, y un corte de pelo que debía de haberle costado cien dólares. Le estrechó la mano con firmeza y sonrió con sus dientes perfectos. Pedro le tomó aversión nada más verle.


—¿Eres pariente de Tom? —le preguntó, fijándose en cómo le agarraba la mano Pau.


—¿Tom? —Adrian no parecía entender.


—Supongo que no.


Pedro no se sorprendió. Era poco probable que el prometido de Pau pudiera ser pariente de uno de los mejores entrenadores de fútbol americano.


—Es de los Landry de Atherton —apuntó Pau, como si eso lo explicara todo.


En realidad, probablemente sí que lo explicaba todo, sobre todo sabiendo que Atherton era una pequeña ciudad situada al norte del estado de California, un sitio precioso y muy exclusivo, una de las comunidades más ricas de todo el país. 


Pedro se sorprendió al ver que aquello parecía importarle mucho a Pau. Ella nunca había sido de las que adoraban la opulencia, aunque a lo mejor, si venía en un envoltorio tan apetecible como Adrian Landry, las cosas eran diferentes.


Pedro sintió ganas de apretar los dientes, pero finalmente prefirió esbozar una sonrisa perezosa, cómplice.


—Debería habérmelo imaginado —dijo, manteniendo el tono de voz.


Pero Pau no era ninguna tonta. Su sonrisa se desvaneció.


Le lanzó una dura mirada.


—Le he llevado a ver a la abuela —le dijo ella—. Y ahora hemos venido a buscar a Hernan.


—Hernan está durmiendo.


Pedro no sabía si estaba durmiendo o no. Milos se había quedado con el niño desde que habían regresado de la playa, para que él pudiera adelantar algo de trabajo. De hecho, llevaba una hora y media devolviendo llamadas y haciendo pedidos, tratando de no pensar en nada más. Pero en ese momento tenía delante a la mujer que tanto había intentado sacarse de la cabeza, y no iba a dejarla llevarse a Hernan con Adrian Landry de los Landry de Atherton así como así.


—Entrad y tomaros una cerveza —les dijo.


—No podemos —dijo Pau.


El gesto risueño de Adrian se transformó en una sonrisa agradecida.


—Genial. Me vendría bien tomarme una. Y encantado de conocerte. He oído hablar mucho de ti.


—¿Ah, sí? —le preguntó Pedro, arqueando las cejas.


—¡Por mí no! —exclamó Pau.


—No —dijo Adrian—. Por tu abuela. La última vez que estuve aquí… —dijo, dándole explicaciones a Pau—. Le gustan tus flores —le dijo a Pedro.


Pedro sonrió.


—Sus flores —señaló Pau en un tono de pocos amigos.


La sonrisa de él se hizo más grande y entonces se enco gió de hombros.


—Entrad —les dijo, abriendo la puerta.


Dio media vuelta y les condujo hacia la cocina. Al entrar fue directamente a la nevera y sacó unas cervezas. Le dio una a Adrian y después abrió otra y se la dio a Pau.


—Relájate.


Pero ella no lo hizo.


Pedro pensó que su reacción era muy interesante. Desde su llegada, parecía caminar sobre brasas ardientes… Estaba tensa y saltaba con cualquier comentario suyo… Se empeñaba en explicarle cosas a Adrian, pero este no decía mucho… Los únicos que parecían estar relajados eran Milos y Hernan, que entraron unos minutos después. Hernan sí había estado durmiendo e iba frotándose los ojos, en brazos de Milos.


—Este es Hernan —dijo Pau, tomando al niño de los brazos de Milos y volviéndose hacia su prometido—. ¿No es adorable? —le preguntó, sonriente.


Adrian asintió. No parecía muy convencido, no obstante.


—Dámelo —dijo Pedro y se lo quitó de los brazos a Pau. Le dio una galletita para que masticara algo.


Pau lo fulminó con una mirada.


—Solo trato de ayudar —dijo Pedro, encogiéndose de hombros.


—Últimamente solo sabes ayudar, ¿no?


—¿Ah, sí? —exclamó él al oír su tono de voz.


—¿Vas a invitar a la abuela a quedarse contigo?


—¿Supone algún problema?


Ella abrió la boca y la cerró de nuevo. Le dio la espalda.


—¿Fuiste a hacer surf esta tarde, Milos?


Al ver que ella le ignoraba por completo, Pedro se limitó a observarla. Esa no era la Pau que conocía… Delante de Adrian Landry de los Landry de Atherton se convertía en una mujer sumisa, deferente, cohibida…


—Lo compré en la tienda de regalos del hospital —estaba diciendo, recordando algo que había comprado para Hernan—. Pero lo dejé en el coche. Ahora vuelvo.


Cuando se marchó, Pedro se volvió hacia Adrian.


—¿No crees que Maggie debería estar en San Francisco contigo y con Pau?


Adrian sacudió la cabeza.


—Definitivamente no. No le gustaría nada… Además, no es bueno para Pau. Está demasiado obsesionada con su abuela.


—Es la única familia que tiene —señaló Pedro.


—Sí. Y yo sé que Pau le debe mucho. Pero estaría preocupada todo el tiempo si su abuela viviera con ella. Necesita un poco de espacio.


Pedro guardó silencio. En ese momento regresaba Pau con una caja amarilla perfectamente envuelta.


—Aquí está —dijo, con una sonrisa radiante.


Pedro puso a Hernan en el suelo de la cocina para que ella pudiera ponerle el paquete sobre el regazo. Juntos abrieron la caja. Dentro había un conejito de peluche muy suave. 


Hernan lo agarró rápidamente y empezó a morderle la nariz.


Pau agarró el conejito y le hizo cosquillas en la barriga al niño con el muñeco.


—Al conejito le gusta mucho Hernan. Dale un beso.


Hernan se rio, rodeó al muñeco con ambos brazos y le dio un beso. La cara de felicidad de Pau era digna de ver. Casi parecía que iba a llorar de alegría.


Pau y Adrian se llevaron a Hernan a dar un paseo antes de cenar. Milos se había ofrecido a cuidar del niño para que pudieran salir por la noche.


Pedro se quedó con su primo en la casa.


—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó, con cara de pocos amigos.


—Cocinando —Milos le ofreció su mejor sonrisa.


Para sorpresa de Pedro, se había ofrecido a preparar la cena, y se desenvolvía bastante bien.


—O lo intento. Oye, me voy mañana. Es mi forma de darte las gracias por la hospitalidad. Aunque a lo mejor debería agradecérselo a tu madre y no a ti —la sonrisa se hizo más grande. Le dio un golpe en el codo a Pedro para quitarle del medio y poder acceder a la nevera—. Me estás estorbando.


—¿Sabes cocinar?


Milos se encogió de hombros.


—Ya lo averiguaremos.


Aquello no sonaba muy prometedor.


—¿Crees que ella diría que sí si se lo preguntaras?


Pedro se le quedó mirando, confundido.


—¿Crees que él es el hombre adecuado para ella?


—¿Y yo qué sé? ¡No le conozco!


—Exacto —dijo Milos—. Y, si pasas un poco de tiempo con ellos, a lo mejor lo averiguas.


—No importa. No voy a ser yo quien se case con él.


—¿Y ella?


—¿Qué pasa con ella? —Pedro se le quedó mirando fijamente—. ¿Qué?


—Solo era una pregunta —Milos se encogió de hombros—. Toma —se volvió hacia Pedro y le puso un paquete en las manos—. Limpia los camarones.


La cena no estuvo del todo mal. Milos era mejor cocinero de lo que parecía y además tenía razón. Mientras comían tuvo oportunidad de observarlos mejor. Y cuanto más sonreía ella, más furioso se ponía.


«Sí, Adrian. Estoy de acuerdo, Adrian. Tienes razón, Adrian…».


Eso era todo lo que le decía.


Pero Pedro se mordió la lengua y guardó silencio. No dijo ni una palabra. No tenía por qué. Adrian Landry hablaba por los dos y Pau estaba de acuerdo con todo lo que decía. Milos seguía haciendo su papel de joven encantador y Hernan tiraba la comida a su alrededor.


Pedro se limitaba a engullir los alimentos y los fulminaba a todos con la mirada.


Fue todo un alivio cuando sonó el teléfono. Era su madre.


—Tengo que contestar.


En cuanto lo hizo, se dio cuenta de que había sido un error. 


Su madre volvía a quejarse de su padre. Otra vez.


—Dice que no sabe si puede venir a la reunión familiar —le dijo a Pedro, indignada—. Tiene una reunión de negocios en Grecia.


—Mmm —murmuró Pedro. Se había ido al salón para atender la llamada, pero todavía podía ver lo que estaba ocurriendo en la mesa.


Adrian hablaba, Milos se reía y Pau… Pau había dejado por fin de adorar a su prometido y en ese momento observaba a Hernan mientras este engullía una galleta. De repente ella se volvió hacia él y le miró a los ojos. Sus miradas se encontraron, un segundo, dos, tres… Más. No podía apartar la vista de ella.


Pedro lo vio todo con claridad en ese momento. Adrian Landry podía ser el mejor hombre del mundo, pero no era el hombre adecuado para ella.


—¿Pedro? ¿Sigues ahí? ¡Pedro! —su madre le estaba hablando al oído.


Él sacudió la cabeza.


—Aquí estoy.


—Me estoy volviendo loca. ¡No sé qué voy a hacer con él!


—No te preocupes —le dijo Pedro, intentando apaciguarla—. Te las arreglarás bien. Ya se te ocurrirá algo. Siempre se te ocurre.


Se despidió de su madre y volvió a mirar a Pau, metiendo las manos en los bolsillos. Tenía que recapacitar antes de que fuera demasiado tarde. Alguien como ella, brillante, inteligente e ingeniosa, no podía casarse con el hombre equivocado





FUTURO: CAPITULO 16





Tenía intención de dejar a Hernan en casa de Clara durante una hora el sábado por la mañana, pero el teléfono la despertó a eso de las siete.


—Déjame a Hernan aquí cuando te vayas al hospital —le dijo Pedro.


—Puedo llevarle a casa de Clara —dijo Pau, intentando despertarse.


Hernan también se había despertado.


—¿Estabas dormida?


—No, eh, bueno, sí. ¿Qué más da?


Él murmuró algo.


—Lo siento. Pensaba que Hernan ya te habría despertado.


—Hernan me ha dejado dormir un rato —Pau miró al niño y sonrió.


El pequeño se había incorporado del todo y la observaba con atención. De pronto extendió los brazos para que ella le pudiera recoger.


—Tenemos un acuerdo —le dijo.


—Suerte que tienes —dijo Pedro en un tono seco, pero parecía que lo decía de verdad.


Y era cierto. Se sentía afortunada de haber pasado esos días con Hernan. Hacían un buen equipo. Y no le gustaba la idea de que Mariana regresara tan pronto y se lo llevara. 


Suspiró.


—Mariana vuelve a casa.


—¿Qué? ¿Cuándo? —Pedro parecía tan sorprendido como ella.


Hernan dejó escapar un grito al ver que ella no le tomaba en brazos como esperaba.


—Mañana. Tengo que irme.


—Tráele —le dijo Pedro antes de que colgara.


—Pero…


—Hazlo. Ya me contarás lo de Mariana.


Viendo que no le quedaba elección, vistió a Hernan, le dio el desayuno, se dio una ducha y le llevó abajo. Pedro abrió la puerta del patio al mismo tiempo que ella, así que no tuvo oportunidad de cambiar de idea. Él tenía el pelo alborotado y una barba de medio día, pero por lo menos estaba vestido.


 Iba descalzo, no obstante. Le quitó a Hernan de los brazos.


—Pensaba que Maggie había dicho dos semanas.


Pau se encogió de hombros.


—Sí, bueno, por lo que se ve tiene un instinto muy maternal en el cuerpo. O a lo mejor es que no se fía mucho de mí.


—¿Te dijo eso? —le preguntó Pedro, claramente ofendido.


—Lo insinuó —dijo Pau, encogiéndose de hombros—. Pero no me sorprende. Siempre ha sido así conmigo. Pero esta vez creo que realmente estaba preocupada por Hernan. Se ha casado con su marine y vienen los dos. Dario también, para conocer a Hernan.


Pedro sacudió la cabeza y entonces esbozó una sonrisa.


—¿Qué te parece eso, Hernan? Vas a conocer a tu padre.


Hernan le devolvió la sonrisa y dio palmas.


—Pap… —dijo, agarrándole de las mejillas—. ¡Pap…!


Pau se sorprendió al ver que Pedro se sonrojaba.


—Yo no —le dijo al niño, como si Hernan tuviera idea de lo que estaba diciendo.


Pero a Hernan ya no le podían parar.


—Pap —volvió a decir, golpeando las mejillas de Pedro con ambas manitas—. Pap, pap, pap…


Era la primera vez que veía ponerse nervioso a Pedro.


—Creo que no está insistiendo en lo de la paternidad. Creo que solo está practicando con las consonantes.


Pedro la miró con ojos escépticos y entonces se enco gió de hombros.


—No quiero que se le meta ninguna idea rara en la cabeza.


—No.


Pau tampoco quería que se le metieran ideas raras en la cabeza, pero verle con ese bebé en los brazos resultaba una visión difícil de ignorar.


«Piensa en Adrian…», se dijo.


Y lo intentó. Pero fue un gran alivio que llegara el sábado por la tarde y que Adrian se presentara por fin.


—Paula —una sonrisa iluminó el rostro de Adrian cuando la vio junto a la cinta transportadora del equipaje.


—Por fin —Pau respiró hondo. Prácticamente se lanzó a sus brazos y le devolvió el beso con frenesí.


Fue Adrian quien rompió el beso y retrocedió. Arqueó las cejas, sorprendido.


—Vaya. A lo mejor deberías irte más a menudo —sonrió.


—No —Pau sacudió la cabeza—. ¿Has traído algo de equipaje?


—Solo voy a quedarme una noche.


Era cierto, pero una parte de ella esperaba que él decidiera quedarse algo más de tiempo.


—Regreso mañana por la tarde.


Pau trató de esconder su decepción y le agarró del brazo.


—No importa. Lo pasaremos muy bien mientras estés aquí.


Adrian esbozó su mejor sonrisa.


—¿Dónde está ese niño del que me has hablado? —le preguntó mientras caminaban hacia el coche. Miró a su alrededor, como si esperara encontrarse al niño escondido en algún sitio.


—Está con el vecino de la abuela —dijo Pau.


No había sido idea suya. Hubiera llevado a Hernan a conocer a Adrian, pero al volver del hospital se había encontrado con Milos en la puerta.


Pedro se lo llevó a la playa.


—¿Ahora? Hernan tiene que dormir su siesta.


—Y puede dormir mientras estés en el aeropuerto. No tardarán mucho. Pensó que te gustaría —le había dicho Milos—. Así tendrás más tiempo para estar con tu chico —Milos había arqueado una ceja de forma sugerente.


—¿Pedro te dijo eso?


—Bueno, en realidad dijo que iba a enseñarle a ligar con chicas.


Pau sí se creía esa parte.


—Ya sabe hacerlo —le había dicho ella—. Volveremos a recogerle tan pronto como podamos —le había dicho, dirigiéndose hacia el garaje.


Desde el momento en que Adrian subió al coche, se dedicó a mirarle, tratando de memorizar cada rasgo, recordando todo lo que le gustaba de él… Todas aquellas cosas en las que le ganaba a Pedro. Y no era difícil.


—Vamos a un centro comercial lujoso —le dijo al tiempo que ella salía del aeropuerto y se dirigía hacia el oeste—. ¿Hay alguno en el sur de California?


Ese era su único fallo. Como buen norteño que era, no se encontraba muy a gusto en el sur del estado.


—Sorprendentemente, sí que tenemos.


Él pareció dudarlo.


Le llevó a Neiman Marcus. No se podía ir a un sitio más chic que ese, ni siquiera en San Francisco. Adrian suspiró aliviado cuando atravesaron las puertas.


—Sí. Podemos encontrar algo aquí.


Pau encontró algo en un par de minutos. Adrian quería que se probara varias cosas, comparar vestidos, evaluar los pros y los contras. Pero Pau no necesitaba desfilar con vestidos que la envolvían en volantes y la hacían parecer una tarta.


El traje que había escogido bien podría haber sido una copia de un despampanante vestido que había llevado una dama de honor en la última boda de la realeza británica, pero el azul era más oscuro. Se lo probó. Le quedaba muy bien y se ceñía a sus curvas lo suficiente como para permitirle enseñar que sí las tenía. El escote era discreto, pero insinuante. Y sobre todo, el modelo no chocaba con su pelo rojo. ¿Por qué iba a mirar más?


—A lo mejor ves algo que te gusta más.


—No —le aseguró Pau.


Debió de ser muy firme con su respuesta porque Adrian pareció rendirse. Miró el reloj.


—Te ha llevado menos de una hora. Debes de ser la única mujer en el mundo capaz de hacer eso.


Pau lo dudaba, pero no iba a discutir.


Adrian también quería comprarle zapatos, pero Pau se negó.


—Tengo zapatos. Quiero llevar zapatos cómodos.


—No irás a llevar esas viejas sandalias.


—No, no —le aseguró ella.


Sabía a cuáles se refería. Solía llevarlas al trabajo. Eran las sandalias más cómodas del mundo.


—Tengo otro par más elegante —le dijo, sabiendo que esa palabra aplacaría sus miedos—. Será mejor que nos demos prisa. Quiero pasar por el hospital antes de ir a recoger a Hernan.


Llevar a Adrian al hospital entrañaba cierto riesgo. No sabía muy bien qué haría o diría la abuela, pero por lo menos así sabría si era buena idea proponerle lo de San Francisco.


Cuando entraron en la habitación, Pau contuvo el aliento. 


Pero Adrian siempre se mostraba educado y agradable y, al parecer, la abuela estaba de muy buen humor. Estaba mucho más animada que cuando Pau había hablado con ella el día anterior. Debía de haberse dado cuenta de que ir a San Francisco no era una mala idea. Adrian le puso el brazo
sobre los hombros.


—¿Y cómo iba a resistirme cuando me dijo que me necesitaba? —exclamó, dirigiéndose a Maggie.


La abuela levantó las cejas. Le miró y después miró a Pau.


—¿Dijo eso?


Adrian asintió, sonriente, y le dio un apretón de hombros a su prometida.


Maggie la miró fijamente, aguzando la mirada. Pau se puso nerviosa.


—Le echaba de menos —dijo, a la defensiva.


—Claro —dijo Maggie, pero no parecía muy convencida.


Adrian, por el contrario, parecía pensar que la anciana estaba totalmente de acuerdo.


—Yo pensaba que estabas demasiado ocupada —dijo Maggie.


Pau no contestó a eso. Cambió de tema. Abrió la bolsa del vestido y se lo enseñó a su abuela mientras le contaba lo de la fiesta.


—¿Es el próximo fin de semana? —le preguntó, después de admirar el vestido durante unos segundos.


—El sábado —dijo Pau.


—¿Te vas? —una luz se apagó en su mirada—. ¿Y si te necesito?


Pau abrió los ojos, sorprendida, y entonces arrugó los párpados, haciendo un gesto de sospecha. Sin embargo, la abuela se limitó a devolverle la mirada sin artificio alguno, con las cejas arqueadas como si albergara una gran esperanza.


—No me iré para siempre —le dijo Pau—. Y tú puedes venir en cuanto te den el alta.


Todavía no estaba segura de si debía sugerirle que se quedara con Adrian durante esas semanas.


—Adrian me puede ayudar a buscar un sitio para ti —le dijo finalmente.


—Oh, no —dijo Maggie de inmediato—. Eso no es necesario. Me quedo con Pedro.


—¿Qué?


—Ya hablamos de eso ayer. Me dijo que te lo había comentado —le lanzó una mirada acusadora a Pau.


—Me lo comentó de pasada, cuando estabas en el quirófano. No hemos hablado de ello desde entonces. No sabía si él seguía pensando en ello.


—Bueno, pues sí que lo tiene en mente. Me lo dijo.


—No sé —dijo Pau.


No parecía que Maggie fuera a ser fácil de convencer.


—Es muy amable de su parte —dijo Adrian—. Y mucho menos estresante para tu abuela que venir a la ciudad. No creo que eso sea fácil para ella.


De repente Adrian y la abuela se confabularon en su contra.


 Pau sabía que era inútil ponerse a discutir.


—Ya veremos —dijo.


—Es un chico entrañable —dijo la abuela, satisfecha.


¿Pedro? ¿Un chico entrañable? En absoluto. ¿Y por qué no le había dicho que había hablado con la abuela?


—Vino a verme anoche —dijo Maggie—. Me trajo unas flores —le dijo a Adrian con orgullo, señalando el bouquet de margaritas que estaba junto a la ventana.


Pau había reparado en las flores que estaba en la mesa, pero en ese momento las miró mejor.


—¡Son tus flores!


Estaban en un tarro de mermelada. Y podía reconocerlas muy bien. Crecían en el jardín que estaba al lado de la casa.


—Ahora también son las flores de Pedro —dijo la abuela—. Es su casa. Además, aunque yo fui quien las plantó, fue él quien pensó en traerlas. Es el pensamiento lo que cuenta.


Pau sabía que no iba a conseguir decir la última palabra, así que fue hasta la cama y besó a su abuela en la mejilla.


—Te veo mañana —le prometió.


Su abuela le tocó la mejilla y la miró a los ojos un instante. 


Después miró a Adrian, que estaba parado junto a la ventana. Pau creyó verla fruncir el ceño, pero no quiso darle demasiadas vueltas. Se incorporó, esbozó una gran sonrisa para su abuela, se despidió con un gesto y agarró la mano de Adrian con firmeza.


—Vámonos, Adrian.