martes, 26 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 52




Cuando se miró al espejo, no obtuvo ninguna respuesta. Se miró una y otra vez el abdomen, se puso de perfil pero nada. No podía ser, no podía estar ahí.


Pero así era. El día anterior le habían dado la confirmación médica y ella había vomitado varias veces. Claro que eso podía no ser por el bebé, sino por el miedo que se le aferraba al corazón cuando pensaba en cómo había llegado ese niño ahí.


Pedro no quería tener un hijo y lo sabía con más seguridad que el que no quería estar con ella.


Ahora no tenía otra opción que ofrecerle lo que no querría. Puso una mano protectora sobre su vientre, un gesto nada familiar pero muy natural. 


No podía decírselo. Ya se lo había planteado antes, pero siempre había llegado a la conclusión de que no sería leal no decirle a Pedro lo de aquel niño.


Pero daba igual cuál fuera su posición en aquel momento. Siempre sería el mejor amigo que había tenido y no decirle que había una persona en el mundo que era mitad suya sería inconcebible. Tenía que decírselo, le gustase o no, y no le gustaría, le gustase a ella o no. No le tenía miedo, pero temía hacerle daño y sabría que esto le dolería.


Tendría que decírselo pronto. No era algo que pudiera ocultar durante años.


Sacó unas braguitas del cajón de la ropa interior y al ponérselas se preguntó si le seguirían valiendo al cabo de unos meses. Llevaba semanas sin saber nada de Pedro y, si seguía así, podría hacer que el niño llegara a octavo sin que él se diera cuenta. ¿Cómo se las apañaba para evitarla si vivía en el piso de abajo? Antes se encontraban de la forma más inesperada todo el rato y ahora era como si lo hubiera tragado la tierra.


Como el tiempo aún era cálido, las ventanas seguían abiertas mucho rato, pero no había oído la televisión en su piso, ni el ruido del agua ni nada. Lo único que había oído había sido el teléfono sonando sin parar, sin que nadie respondiera para acallarlo. ¿Dónde demonios se había metido?


Estaba preocupada, pero conocía a Pedro y a Damian, y sabía que si algo hubiera ocurrido, Damian habría estado allí para él. Y tal vez también se lo hubiera contado a ella, aunque esto era sólo una suposición optimista.


Se puso un vestido verde de flores y se ató las cintas que le ceñían la cintura. Después lo pensó mejor y aflojó un poco el cinturón. 


Mientras tomaba la bolsa de clase, pensó que aquella mañana habría allí un niño más y ella sería la única que lo sabría.


Al final hubo un chico más en la clase. Mike Crowley, después de faltar tres días seguidos, apareció en el aula. Al segundo día de falta, Paula se lo comunicó al director, y éste, tras hablar con su madre, le dijo que estaba con gripe y su madre parecía muy apenada por que tuviera que faltar.


Paula le mostró la mesa que le había reservado y los otros niños lo llamaron para saludarlo. Todo parecía ir bien hasta que después de comer, Paula les dio permiso para salir al recreo, aprovechando el buen tiempo que no duraría mucho. Cuando los llamó a clase, los niños entraron a toda velocidad por la puerta de clase y le costó un rato calmarlos. El último en tranquilizarse fue Mike, y cuando ella intentó llamar su atención, no dejó de jugar con el muñeco articulado de plástico de un compañero. 


Ella fue hacia él y le puso las manos sobre los hombros para guiarlo hacia su sitio, pero el niño se revolvió y le hizo una mueca de dolor.


Paula sintió que la sangre le hervía y se le erizaban los pelos de la nuca. Entonces empezó a atar cabos: las clases canceladas, la ausencia los tres primeros días de clase, las excusas apresuradas de la madre... Y aquel gesto.


Paula les pidió que sacaran sus cuadernos de lengua y la respuesta fueron un montón de gruñidos y ruido de papeles. Mientras, un niño se frotaba el hombro inconscientemente con la mano.


Con la clase en manos de Aly, Paula guió en silencio a Mike hacia el aula de música. Había sido una agonía esperar cuarenta y cinco minutos a la clase de música, pero Paula había pensado que eso sería más natural para Mike. 


Lo había oído toser por la mañana y pensó que si se había equivocado, podría decirle a su madre que lo había llevado a la enfermería por aquel motivo. Pero su intuición le decía que no necesitaría aquella excusa.


—¡Señorita Chaves! ¡Qué alegría verla! —saludó Jake en cuanto llegó a la enfermería—. Lamentablemente, eso significa que alguien se siente mal. ¿No serás tú? —dijo, mirando a Mike.


—Yo estoy bien —dijo el niño, apartando la vista hacia la puerta.


Jake se levantó de su mesa con su bata blanca sonriendo, pero al ver la expresión torcida de Paula pareció adivinar el motivo de su visita y se le borró ligeramente la sonrisa.


—Estoy seguro de ello, amiguito —Paula se sintió aliviada al ver que Jake la ayudaría—. ¿Cómo te llamas?


—Mike.


—Bien, Mike, no has vomitado en ningún sitio hoy, ¿verdad?


—No —dijo el niño, sonriendo sorprendido por la pregunta.


—Eso está bien. ¿Sabías que muchos niños vomitan en el colegio? Vaya desastre —el niño volvió a sonreír—. ¿Has estado enfermo?


—No.


—Mike —le recordó Paula con dulzura—, has faltado tres días a clase. Has estado enfermo, ¿verdad?


Mike dio un salto como si hubiera recordado algo de golpe.


—Sí.


Jake miró a Paula un momento. Ella se frotó el hombro y luego miró al hombro de Mike. Jake asintió muy levemente.


—Estaba tosiendo —explicó Paula, pero sabía que no tenía que decir mucho. Jake ya sabía por qué estaba allí.


—Mike, quiero asegurarme de que estás bien para estar en el colegio. Seguro que estabas deseando volver después de las vacaciones. Voy a pedirte que te quites la camisa para ponerte el estetoscopio en el pecho. Si aún hay ahí algún germen del catarro, tendría que poder oírlo —el niño pareció nervioso y se aferró al borde de la camisa—. Pero primero vamos a mandar salir a todas las chicas de aquí. Lo siento señorita, es usted la única chica que veo y tiene que esperar fuera.


Paula forzó una sonrisa y salió al pasillo. Se mordió el labio y esperó.


Cuando la puerta se abrió, Jake sacó medio cuerpo por ella y le dijo:
—Ve al despacho del director. Nos reuniremos allí.



PAR PERFECTO: CAPITULO 51




A la hora de la comida del primer día de clase, Paula estaba casi más aliviada que los niños. Se sentía cansada tras unas pocas horas de clase. 


Tal vez estuviera envejeciendo. Una vez que los niños estuvieron en el comedor, ella volvió a clase, se sentó y dejó caer la cabeza entre los brazos. Se había traído un sandwich, pero pensar en comer le provocaba náuseas. Cerró los ojos y dejó libres a sus pensamientos.


Sólo había faltado un niño a clase aquella mañana: Mike Crowley, el pequeño cuya madre había cancelado las clases particulares en numerosas ocasiones durante el verano. 


Cuando había acudido había estado inquieto y poco concentrado, sin haber asimilado lo aprendido en la clase anterior. La falta de concentración preocupaba a Paula, puesto que el niño no tenía problemas de aprendizaje y era listo, así que intentó hablar con su madre para que trabajaran con el chico en casa, pero ella apenas la había escuchado. Paula había decidido vigilar a Mike de cerca, pero no podría hacerlo si no estaba en clase.


Como no podía hacer nada, intentó pensar en otra cosa, y así llegó al omnipresente tema de Pedro, que no podía borrar de su mente.


—Toe, toe —Aly estaba en su puerta.


—Hola.


—¿Por qué no vienes a comer a la sala de profesores? Hay una sorpresa. Han traído una máquina nueva de refrescos. Ya era hora, ¿verdad? —Paula miró a su amiga y sonrió débilmente—. ¿Estás bien?


—Oh, es el tiempo, que me tiene un poco deprimida. Me he despertado sintiéndome mal y llevo así toda la mañana. Intentaba estar un rato tranquila.


—¿Necesitas una aspirina o algo?


—No, gracias. Creo que acabaré las clases y me iré a casa a descansar. Estoy bien.


—¿Seguro? —dijo Aly, sentada en el borde de la mesa—. Apenas hemos hablado en varias semanas. Te he echado de menos y estaba preocupada por ti. ¿Hablaste con él?


Paula sacudió la cabeza. Le había contado a Aly la versión resumida de su tragedia, que Pedro y ella habían estado juntos y roto en cuestión de veinticuatro horas, pero no le había dado detalles. Ya era bastante complicado vivir con ellos.


Como si le estuviera leyendo la mente, Aly dijo:
—Sé que no has querido darme detalles y no te presionaré. Quiero que sepas que puedes contar conmigo para lo que necesites.


Paula le apretó la mano.


—Lo sé. Créeme si te digo que esto no tiene nada que ver con no confiar en ti. Es sólo que es un problema de Pedro y no puedo traicionarlo.


—Lo entiendo, pero en ese caso, ¿no debería intentar solucionarlo para estar contigo?


—Eso mismo pensaba yo, de verdad, pero tal vez todo el mundo tenga algo que no puede superar, y él no puede superar esto.


—¿Puedes superarlo tú a él?


—No estoy segura.


—Entonces los dos habéis quedado marcados...


—... en el pasado.


—Y no podéis avanzar hacia el futuro.


—Y el presente es un infierno.


—Lo siento, Paula. A veces es necesario ser muy valiente para enfrentarse al futuro. No conozco a Pedro, pero a ti sí, y si hay alguien capaz de tirar hacia delante, esa eres tú.


—Eso creo yo, y también me preocupa. ¿Qué hará él?


—No lo sé.


Paula se quedó mirando el patio desde la ventana.


—Aly, gracias por hablar conmigo.


—De nada —dijo, saltando de la mesa—. Me voy a comer, pero te traeré un refresco de la nueva máquina. Vuelvo en un momento.


—Gracias —Paula tomó una bocanada de aire y decidió pensar en algo, así que tomó un calendario y empezó a pensar en los proyectos que iba a hacer con la clase.


Tal vez fuera bueno estar en clase de nuevo; echaba de menos a Aly y a los niños y aprendía de ellos tanto como les enseñaba.


Pero echaba de menos a Pedro terriblemente: su cara seria, su sentido común, su sonrisa, su ceño fruncido. Y después de una noche, se moría por tener sus manos sobre la espalda, sus labios en su garganta desnuda, en sus pechos, en sus labios.


Y al examinar el calendario un momento, se dio cuenta de algo que había estado demasiado estresada para notar. Contó, volvió a contar, pasó la página y después se le hizo un nudo terrible en el estómago.


Tenía una falta.



PAR PERFECTO: CAPITULO 50




Pedro se despertó temblando, con el cerebro lleno de ruidos y la respiración agitada. Mientras se le aclaraba la mente, se dio cuenta de que los gritos eran reales.


Se levantó de un salto. ¿Estaba allí su padre? ¿Cómo podía ser? ¿Por qué lo había dejado Damian pasar?


Tenía las piernas agarrotadas por la posición en la que había dormido durante bastantes horas, porque la luz brillante de la mañana se había tornado en otra vespertina.


Según avanzaba hacia la habitación de su hermano, los gritos eran cada vez más fuertes. 


Cuando llegó a la habitación se encontró a Damian mirando el contestador.


—Siento que te haya despertado —dijo Damian al verlo—. Me acordé de quitarle el sonido al teléfono para que no te despertara, pero supongo que subí el volumen de este chisme. Tenía curiosidad por saber qué me decía esta vez.


—¿Esta vez? —preguntó Pedro?—. ¿Te ha llamado antes?


—Sí, un montón de veces desde la cena en casa de Paula —al mencionar su nombre, Pedro hizo una mueca, pero su hermano no debió de verlo—. Tal vez haya llamado también a tu casa, pero nunca estás allí, así que siempre me pregunta dónde estás. Normalmente filtro las llamadas o le cuelgo. Gritaba porque quería saber dónde ibas a dormir para llamarte. Tiene unos modales estupendos por teléfono. Parece creer que si me insulta muchas veces, te localizaré para él. ¿No te ha llamado?


—No, no he recibido ningún mensaje. Nadie me llama a casa —desde que Paula había dejado de hacerlo—. Mi teléfono no aparece en la guía, así que tal vez no lo tenga. Pero tampoco me ha llamado al trabajo.


—Lo que creo es que tiene miedo de llamarte al trabajo porque vosotros metéis a los delincuentes en la cárcel, y él es uno de ellos. Es un cobarde.


Tal vez, pero Pedro se sentía como si el verdadero cobarde fuera él. Sentía el pecho latir a toda velocidad contra su pecho. Su padre seguía allí y amenazaba con no marcharse nunca. Tal vez en su futuro nunca hubiera paz; no podía huir ni esconderse, ni tenía quién lo pudiera ayudar. No había sitios seguros para la gente como él.


Se giró para salir del piso a tomar una bocanada de aire.


—Pedro, espera —Damian lo interceptó y le bloqueó el paso—. Quédate a cenar. No tenemos que escucharlo ni darle nada; ya se cansará. No tienes nada que temer, a no ser que... ¿Dónde está Paula? —Pedro se encogió de hombros —. Has roto con ella, ¿verdad? —algo en su rostro lo debió de confirmar—. ¿Cuando me marché aquella noche? Muy listo, Pedro. Aquella relación había durado doce horas y podía haber durado para siempre, pero tú lo tiraste todo a la basura.


—No saques ese tema. No quiero discutirlo contigo.


—¡Lo sacaré si me apetece! Eres mi hermano.


—Ya no somos niños y no puedes mandarme a tu gusto, por si lo habías olvidado —intentó pasar por delante de él, pero Damian se lo impidió.


—No lo he olvidado, pero tú sí que estás actuando como un niño.


—¡No tienes por qué juzgarme! —gritó Pedro—. ¿Qué sabes tú de todo esto?


—Lo mismo que tú, Pedro.


—No, no lo sabes. No conoces a nadie como ella.


—Cuando la conozca, intentaré no deshacerme de ella.


—No. Lo que sabrás es que nunca podrás merecerla.


—¿Eso es lo que crees? ¿En tu fuero interno piensas que soy una persona horrible que no puede hacer feliz a una mujer?


—No, yo...


—¿Crees que yo soy igual que papá?


—¿Sabes que no es así?


—No lo sé, y no lo sabré hasta que me case y tenga hijos. Pero nunca hasta ahora he sido como él, y al menos voy a intentar vivir la vida y descubrirlo por mí mismo.


—¿Cuántas veces voy a tener que oírte decir eso? Deberías estar de mi lado.


—Y lo estoy, Pedro. Eres mi hermano y te quiero. Siempre he estado de tu lado. Pero tú también tienes que estar de tu lado.


—Tengo que marcharme.


—¿Adonde?


—A casa, supongo. Si algo he aprendido hoy es que no puedo escapar de nada de esto, estoy entre sus llamadas y tus acosos, así que tal vez deba ir al sitio que pago todos los meses.


—Claro, huye. Pásate la vida limpiando el polvo del suelo. Sigue luchando con el pasado para no poder tener un futuro. De hecho, tal vez tengas razón. Tal vez eso sea lo que deba hacer yo también. En cuanto te vayas voy a desconectar el teléfono, borrar mi matrícula de la universidad y acurrucarme en un rincón para negarme a mí mismo. No ha servido de nada que me partiera la espalda para que tuviéramos esa vida.


—Te estoy devolviendo todo, ¿o no? —dijo Pedro, con la cara enrojecida—. Estoy pagándote los estudios.


—Sí que lo estás haciendo, pero me siento insultado porque seas así de desagradecido.


—Nunca he sido desagradecido.


—Entonces, demuéstralo, idiota. Muestra que estás agradecido por la vida viviéndola, en lugar de tirarla por la borda. Me haces pensar que no ha servido para nada.


Los dos hermanos se quedaron mirándose y entonces sonó el teléfono. Al tercer timbrazo, Pedro apartó la mano de Damian del marco de la puerta y se marchó.