miércoles, 21 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 6





Permanecieron un buen rato fondeados frente a la antigua iglesia de piedra, mecidos por el suave balanceo del barco y charlando amigablemente.


—Dime, Pedro, ¿por qué trabajas tanto? —preguntó Paula en un momento dado, mientras dejaba resbalar una mirada soñadora por el pintoresco paisaje.


—No trabajo tanto —contestó Pedro, tumbado perezosamente sobre el banco de plástico de la bañera, mientras estudiaba a Pau con disimulo por entre sus párpados entornados.


—Una persona que está más de un mes sin pasar por su casa, tiene pinta de trabajar un montón, ¿no? —comentó la joven, al tiempo que alzaba su cara hacia el único rayo de sol que había logrado traspasar la espesa capa de nubes.


—Era una operación especial que me llevó más tiempo de lo que pensaba. Normalmente, aunque viajo mucho, no suelo pasar más de dos o tres días fuera. Y tú, Paula, ¿a qué te dedicas? —interrogó a su vez, deseoso de conocer algo más de su desconcertante vecina.


Al oír su pregunta, Paula abrió los ojos, volvió el rostro hacia él y contestó:
—Soy profesora de dibujo. Trabajo con personas discapacitadas. —Pedro se la quedó mirando con fijeza; era lo último que esperaba oír—. ¿No te lo crees? —preguntó ella adivinando sus pensamientos—. Seguro que pensabas que soy una chica superficial, a la que lo único que le interesa es ir a fiestas y divertirse lo más posible.


—Reconozco que me has sorprendido.


—En cambio tú a mi no —respondió ella con las pupilas chispeando, traviesas—. Sé con exactitud la imagen que tienes de mí, eres un tipo tan predecible como el tiempo en Inglaterra.


Paula cerró los párpados dispuesta a gozar una vez más de los débiles rayos de sol que de vez en cuando conseguían atravesar las nubes, cada vez más densas. De nuevo, a Pedro le irritó que se burlara de él. Predecible, ¿eh? Se iba a enterar esa pequeña bruja de lo predecible que era.


—¿De verdad crees que lo soy? —Con lentitud, bajó sus largas piernas del banco.


—Ajá —respondió ella sin abrir los ojos—, eres el tipo de hombre que mi amiga Fiona y yo siempre hemos clasificado como TOP.


—¿TOP? —preguntó acercándose a ella con sigilo.


—Trabajador obsesivo y prejuicioso.


De repente, unos brazos poderosos la aferraron con fuerza y la obligaron a ponerse en pie. Sin saber muy bien cómo, Paula se encontró atrapada contra un pecho duro como el hormigón.


—¡Eh! ¿Se puede saber qué haces?— preguntó Pau, abriendo los ojos, sobresaltada.


—Solo quiero demostrarte que no soy tan predecible —respondió él en un tono sosegado, a pesar de que sus ojos grises despedían destellos malignos.


Una enorme sonrisa iluminó la cara de la joven al ver su expresión y, divertida, le preguntó:
—¿Qué vas a hacer? No creo que puedas violarme en este pequeño cascarón, la verdad, resultaría terriblemente incómodo y, además, podríamos volcar. —Por un instante, Pedro se quedó desconcertado; al menos había esperado asustarla un poco.


—Creo que no llegaré a tanto —Pedro sujetó la barbilla femenina entre el índice y el pulgar y la obligó a alzar su rostro hacia él, mientras su cabeza empezaba a descender con lentitud.


—Será mejor que no lo hagas —advirtió Paula muy seria.


—¿Por qué?, no creo que sea la primera vez que te besan. 
—Su rostro se detuvo a menos de cinco centímetros del de la chica.


—Tengo que hacerte una advertencia.


Curioso, Pedro se quedó mirando esos iris castaños, salpicados de polvo de oro, que despedían destellos cegadores desmintiendo su aparente gravedad.


—Me estás asustando. ¿Qué es lo que debo saber?


—Todo aquel que me besa, se enamora irremediablemente de mí... —anunció Pau con voz tonante sin que su rostro perdiera ni un ápice de su seriedad, pero su vecino alzó una ceja, escéptico, se acercó un poco más a ella y declaró muy decidido:


—Me arriesgaré.


Con suavidad, Pedro posó sus labios sobre la tentadora boca femenina dispuesto a darle, de una vez por todas, una lección a esa mujer irritante. Los labios de Paula estaban fríos y sabían ligeramente a chocolate. Pedro utilizó su técnica más depurada; quería que ella se diera cuenta de que no era el tipo aburrido y predecible que pensaba, pero no estaba en absoluto preparado para la explosiva secreción de hormonas que provocaron los suaves labios femeninos al
moverse contra los suyos. ¡Por Dios!, se dijo, aturdido. ¡Esa chica debía haber hecho un cursillo avanzado de «cómo volverle la cabeza del revés a un hombre con un solo beso»!


—Está bien, Pedro. —Pedro no supo cuánto tiempo pasó hasta que sintió las palmas femeninas apoyadas contra su pecho, en un infructuoso intento de apartarlo, mientras escuchaba la voz de Paula que parecía llegarle desde una distancia de cientos de kilómetros—. Reconozco que besas muy bien y espero que aceptarás que yo tampoco lo hago del todo mal...


—No me quejo, no. —Le alegró de que el tono de su voz, aunque algo más ronco, se aproximase al suyo habitual.


—Pero no debemos aficionarnos. Lo último que me apetece es enredarme con un tipo como tú —afirmó Pau, serena, aunque su aparente tranquilidad quedaba desmentida por la velocidad a la que su pecho subía y bajaba debajo de su jersey.


—Te devuelvo el cumplido —respondió él, bastante picado, al tiempo que daba un paso atrás para alejarse un poco de ella.


—No te enfades, anda, admito que eres un hombre guapísimo y que hoy lo he pasado muy bien contigo, Pedro, pero reconocerás que no podemos ser más distintos.


—No te estaba pidiendo que te casaras conmigo —replicó Pedro, cortante.


—Lástima —suspiró Paula, mirándolo con fingida tristeza—. Ya me parecía a mí que eras uno de esos hombres con alergia al compromiso.


Con algo parecido a un gruñido, Pedro la soltó por fin y anunció:
—Será mejor que regresemos, el cielo se está poniendo muy negro. —A Pau se le borró de golpe la sonrisa de la cara.


—¿No habrá peligro, verdad? Solo de pensar en caerme en estas aguas se me pone la carne de gallina —declaró la joven frotándose los brazos.


La mirada de Pedro se suavizó al posarse sobre su cara asustada y trató de calmarla.


—Soy un buen marino. Confía en mí. —Con sorprendente agilidad teniendo en cuenta su gran envergadura, el hombre saltó al interior del pequeño camarote y, segundos después, reapareció con un par de impermeables amarillos—. Ponte esto. Lo vas a necesitar.


Paula se lo puso en el acto y, obediente, se colocó donde Pedro le indicó. El velero se deslizaba a toda velocidad cabeceando sobre las agitadas aguas del Támesis, pero apenas llevaban media hora navegando cuando comenzó a diluviar. Sin dejar de sujetar el timón con mano firme, Pedro lanzó una mirada de soslayo a Pau que, sentada a su lado, le ayudaba a hacer contrapeso y no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios. A pesar de la capucha, el pelo de la joven chorreaba y el impermeable le quedaba tan enorme, que parecía una niña disfrazada. De pronto, le asaltó una súbita oleada de ternura y pasó un brazo sobre sus hombros, tratando de reconfortarla.


—¡Tranquila, no hay por qué asustarse! —gritó.


—¡No estoy asustada! —contestó ella, tratando de hacerse oír por encima del estruendo de la lluvia y el viento. A juzgar por el resplandor de sus pupilas, Paula decía la verdad y Pedro sintió una súbita admiración por esa chica a la
que nada parecía amedrentar.




MAS QUE VECINOS: CAPITULO 5






Pedro le ofreció unos zapatos de goma y un salvavidas y le ordenó que se sentase en la popa, asegurando que él se ocuparía del resto. Paula obedeció en el acto, tratando de molestar lo menos posible. A bordo de un barco no se encontraba en su elemento y le daba pavor resbalar y caer a las aguas sucias y revueltas del río Támesis. La chica observó a su vecino con interés; él también se había calzado unos zapatos más adecuados y se movía con soltura por la cubierta, atando y desatando nudos y enrollando cabos con unas manivelas metálicas. No tardó mucho en encender el motor y soltar amarras, y pocos minutos después la embarcación abandonaba el pantalán con lentitud.


Navegaron a motor hasta que llegaron a una zona más tranquila del río.


Allí Pedro desplegó las velas, le indicó que se sentara a su lado y comenzaron a deslizarse silenciosamente sobre las turbias aguas, en dirección a Greenwich. A pesar de que vivía en Londres desde sus tiempos de estudiante, Paula nunca se había subido ni siquiera a uno de esos barcos rebosantes de turistas que recorrían el río; era la primera vez que veía la ciudad desde el Támesis y el espectáculo le pareció maravilloso. Al principio, Pau se asustó bastante cuando la embarcación se inclinó hacia un lado debido a la fuerte brisa que hinchaba las velas y, aunque no dijo nada, se aferró con tanta fuerza a la barandilla metálica que los nudillos se le pusieron blancos.


—No tengas miedo, no vamos a volcar —le aseguró Pedro mirándola divertido, mientras movía la caña del timón con pericia para no perder ni una gota de viento.


—No tengo miedo —negó Paula, sin caer en la cuenta de que sus ojos eran de lo más expresivo.


—Ya lo veo, Paula —declaró él, burlón.


—Llámame Pau, nadie me llama Paula; solo mi madre cuando se enfada.


—Entonces estamos en paz. A mí nadie me llama Pepe.


La joven se encogió de hombros y al ver que, a pesar de que el velero iba bastante escorado, no volcaban consiguió relajarse y empezó a disfrutar del placer de sentir el aire frío acariciando su cara y su pelo. Poco después, los altos edificios se hicieron cada vez más escasos y dieron paso a la pintoresca campiña inglesa.


—¿Quieres llevar un rato el timón?


Pau lo miró con cierto sobresalto.


—Creo que no me atrevo —confesó, temerosa.


—No te preocupes, yo te ayudaré.


Paula cogió la caña con precaución y Pedro colocó su mano, grande y cálida, sobre la suya.


—¿Ves? Muévelo con suavidad en dirección contraria a la que quieras tomar. Si mueves la caña hacia babor, el lado izquierdo, la proa irá hacia la derecha y viceversa.


—Menudo lío. —Sin saber por qué, Paula se sentía un poco incómoda por la cercanía masculina; estaba tan cerca de él, que incluso podía oler el sutil y agradable aroma de su aftershave.


Por fin, Pedro soltó su mano y dejó a Pau llevar el timón en solitario. Al sentir cómo la pequeña embarcación respondía al más mínimo de sus movimientos, la embargó una sensación de poder y libertad que le hizo soltar una carcajada de contento.


—¡Es maravilloso!


El hombre observó su rostro ligeramente enrojecido por la brisa y el entusiasmo, el cabello revuelto y los ojos centelleantes y, una vez más, pensó que la señorita Chaves era la persona más llena de vida que había visto jamás. Paula desbordaba pasión por todos los poros de su piel, lo cual resultaba un fenómeno fascinante e inquietante a la vez y Pedro era aún incapaz de decidir si la burbujeante señorita Chaves le agradaba o no.


Después de un par de horas navegando, Alfonso decidió echar el ancla en un bucólico tramo del río desde el que se divisaba una antigua iglesia de piedra, rodeada de verdes prados en los que pastaba tranquila alguna que otra vaca, ajena por completo a la inmensa urbe que se erigía a pocos kilómetros. Estaban teniendo mucha suerte con el tiempo. A pesar de que el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes grises, de vez en cuando salía el sol y, por el momento, la lluvia parecía que iba a respetarlos. Mientras Paula sacaba de la bolsa las provisiones que había traído, Pedro hizo aparecer, como un mago de la chistera, un par de copas y una botella de vino español.


—Espero que te guste el vino, Paula. En tu honor he traído un vino español, un Ribera de Duero —anunció, mientras descorchaba la botella con habilidad.


—Sí, me encanta, pero te advierto que no puedo tomar más de una copa —le advirtió Paula muy seria.


—¿Solo una copa? ¿Tienes algún tipo de alergia? —preguntó, sorprendido.


—Se trata más bien de una pequeña enfermedad...


—¡No me asustes!


—Bueno —dijo ella encogiéndose de hombros—, no es nada grave. Simplemente, no tolero el alcohol. Si tomo un poco más de la cuenta pierdo los papeles de manera lamentable.


—Parece un fenómeno interesante —afirmó Pedro, al tiempo que le tendía una de las copas.


—Créeme, no lo es —Paula suspiró y luego, con expresión pensativa, bebió un poco de vino y añadió—: Está buenísimo.


—Y, si no es indiscreción, ¿a qué le llamas perder los papeles, exactamente? ¿Te da por irte a la cama con extraños? ¿Por ponerte desnuda cabeza abajo? —insistió Pedro, zumbón.


—No te rías. No tiene ninguna gracia. Por lo que me han contado, aún no he llegado a esos extremos —comentó muy seria y le tendió uno de los sándwiches que había preparado.


Pedro le dio un buen mordisco y exclamó:
—¡Hmm, delicioso!


—¿Verdad? —El rostro de Pau se animó de nuevo—. Estos sándwiches son mi especialidad. Mi única especialidad, en realidad. Confieso que en la cocina soy un cero a la izquierda.


—Son los mejores sándwiches que he tomado jamás, pero volviendo a nuestra conversación, ¿qué efectos tiene el alcohol sobre ti? —Paula observó los ojos grises de su vecino que ahora no parecían tan fríos; era la primera vez que lo veía sonreír y tenía que reconocer que resultaba un hombre muy atractivo.


«Bueno», se dijo, «quizá el pobre tenga solución después de todo».


Pau dio otro sorbo de vino y prosiguió:
—Verás, al día siguiente no recuerdo nada de lo que he dicho ni de lo que he hecho. Los que me han visto en ese estado dicen que me pongo enormemente cariñosa.


—Eso está bien —afirmó, irónico.


—No lo creas. Solo me ha ocurrido dos veces en mi vida. La primera fue cuando tenía dieciséis años; una compañera de clase me invitó a una fiesta y, por primera vez, bebí bastante alcohol. Hasta ese momento solo le había dado algún que otro sorbo a una cerveza. Lo único que recuerdo fue que, cuando me desperté en mi cama, me dolía la cabeza como si tuviera un millar de alfileres clavados en el cerebro y otros tantos en los globos oculares. Había vomitado dos veces en el suelo del baño y una en la alfombra del salón, y mi madre estaba tan furiosa que pensé que le estallaría una vena del cuello. Mi amiga Fiona me contó más tarde que no había parado de abrazar a todo el mundo, chicos, chicas, una vagabunda que dormía en la plaza y que por lo visto empezó a gritar llamando a la policía, un perro callejero lleno de pulgas...


Al ver su expresión desolada ante aquellos recuerdos, Pedro no pudo contenerse más y soltó una carcajada. Pau alzó los ojos hacia él y lo miró indignada.


—Perdona, Paula, sigue contando, por favor —rogó tratando de recuperar la seriedad.


—En resumen, cuando volví el lunes al colegio había dos chicos y una chica, que decían ser mis novios, a los que había jurado amor eterno. —Pedro empezó a reírse de nuevo y, a pesar de que le irritaba que se tomara a broma su triste historia, Paula pensó que estaba guapísimo.


—¡Menos mal que también se me ocurrió meter algunas latas de coca-cola en la nevera! —exclamó él algo más calmado, mientras le pedía otro sándwich—. Cuéntame qué pasó la segunda vez que bebiste.


—Creo que no lo haré. Son historias muy íntimas y no pretendo resultar graciosa —replicó Paula con el ceño fruncido.


—Por favor, por favor —suplicó su vecino, con los iris grises chispeando de diversión.


—Está bien —asintió la chica, resignada—, pero prométeme que no te reirás.


—Palabra de boy scout —respondió él con expresión solemne, al tiempo que alzaba la palma de la mano.


Paula lo miró con desconfianza, pero a pesar de ello continuó con su historia:
—La segunda vez que bebí fue hace unos cuatro años. También fue en una fiesta. Estaba un poco triste porque mi novio me había dejado.


—¿Te dejó él a ti? —preguntó Pedro, extrañado.


—Pues sí, me dejó él, no sé por qué te sorprendes tanto. Aunque, si te soy sincera, en realidad no me sentía triste porque me hubiera dejado. Lo que en realidad me angustiaba era que, después de haber estado más de dos años juntos, notaba que no estaba excesivamente apenada por el hecho en sí. No sé si me entiendes...


—Vamos, que tú tampoco estabas muy enamorada de él —afirmó Pedro tratando de aclarar la cuestión mientras alargaba el brazo y cogía el tercer sandwich.


—En efecto, pero me daba rabia sentirme así porque, justo antes de darme la patada, Jason me había acusado de eso mismo y de ser una bruja sin corazón, y yo lo había negado indignada. Y al final resultó que él tenía razón y... volviendo a lo que te estaba contando, pues eso, que me sentía triste y un poco deprimida y decidí tomarme unas copas para animarme. Pensé que quizá lo que me ocurrió cuando tenía dieciséis años no tenía por qué volver a repetirse.


—Pero se repitió.


—Así es. No dejé que Fiona me contara todos los detalles, pero me dijo que dos hombres se habían peleado por mí y que otro tipo, bastante bebido, había amenazado con tirarse por el balcón si no le prometía en ese mismo instante que me casaría con él. —Cuando Pedro al fin consiguió dejar de reír se dio cuenta de que Paula lo observaba irritada.


—Creo que debiste ser un boy scout lamentable —declaró la joven con rencor.


—Reconozco que nunca me aceptaron entre sus filas, pero... —Pedro se interrumpió y examinó con recelo la copa casi vacía de la chica. Con un rápido movimiento se la arrebató de la mano y la dejó a un lado, luego rebuscó en la nevera portátil y sacó una lata de coca-cola.


—Será mejor que no bebas más.


—No te preocupes —le dijo Pau lanzándole una mirada malévola—. No te veo perdiendo la cabeza con facilidad.


—No, pero tampoco me gusta correr riesgos innecesarios —contestó Pedro muy serio, sin dejar de masticar.


—Bueno y ahora que has devorado todos mis sándwiches —comentó ella al ver cómo se tragaba el último pedazo del cuarto emparedado—, solo puedo ofrecerte esta humilde tableta de chocolate como postre.


—Perfecto, me encanta el chocolate —afirmó su vecino, satisfecho.


—Vaya, por fin hemos descubierto que tenemos algo en común...






MAS QUE VECINOS: CAPITULO 4





Después de recoger, Paula se fue por fin a la cama, agotada. 


Por fortuna, no necesitaba dormir muchas horas, así que puso el despertador temprano para que le diera tiempo a prepararlo todo al día siguiente. Cuando se levantó, se sentía como nueva. Se dio una ducha, se lavó el pelo y lo dejó secarse al aire mientras se enfundaba sus viejos vaqueros y una abrigada cazadora. Abrió la nevera y vio que dentro de ella reinaba el vacío más absoluto pero, sin perder el entusiasmo, cogió la correa de Milo y se fue con él de compras. Unas calles más abajo, un pequeño supermercado regentado por una pareja de indios mantenía sus puertas abiertas a cualquier hora del día.


Mientras preparaba unos sándwiches rellenos de delicias secretas que eran su especialidad, Paula empezó a pensar en Pedro Alfonso. Desde el principio, su vecino le había parecido un tipo frío y distante. La rigidez de su figura y de sus gestos indicaban que procuraba mantenerse al margen de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, era un hombre demasiado educado para dejar traslucir el desdén que a veces sentía por sus semejantes, y esa misma educación era una coraza con la que se protegía de ellos. Se notaba que no le gustaba que nadie se acercase a él más de lo necesario, pero Paula no era el tipo de persona que se arredraba ante las dificultades, así que decidió convertir a su vecino en su nueva misión.


Paula Chaves poseía una gran empatía. Desde muy pequeña, cuando no recogía de la cuneta a un perro atropellado al que le faltaba una pata, era un gatito sarnoso y medio tuerto que había encontrado en un cubo de basura. 


En el colegio, cualquier niño que sufriera el acoso de sus compañeros sabía que podía contar con el apoyo de la pequeña de los Chaves, capaz de enfrentarse a chicos de tres veces su tamaño sin parpadear. Sus hermanos mayores se burlaban de ella llamándola Santa Paula de Asís y se reían en cuanto la veían llegar con cualquier lamentable criatura trotando detrás de ella con adoración.


«Lo haré», se prometió, resuelta. «Enseñaré a este pobre hombre a disfrutar un poco de la vida. Es muy triste ver lo infeliz que es y darse cuenta de que ni siquiera es consciente de ello».


Satisfecha, recogió la cocina mientras tarareaba una alegre melodía, puso agua limpia en el cuenco de Milo, cogió la bolsa con la comida y fue a llamar al timbre de la casa de su vecino. Enseguida se abrió la puerta y Pedro, impecablemente vestido con unas bermudas claras y un grueso jersey azul marino de cuello alto, la invitó a pasar. 


Pau miró a su alrededor con curiosidad. La casa estaba decorada con elegancia y saltaba a la vista que un buen interiorista se había encargado de todos los detalles. No había ni un libro fuera de su sitio y todo relucía impoluto. En opinión de Paula, era tan acogedora como la fría habitación de un hotel.


—Qué casa tan maravillosa —dijo poco sincera.


Pedro se la quedó mirando un rato con sus inescrutables ojos grises y en su tono más educado contestó:
—No es necesario que mientas. —Paula se mordió el labio inferior y lo miró, mitad turbada, mitad risueña.


—La decoración es preciosa, de verdad. Simplemente, resulta un poco impersonal, no sé... no parece un hogar.


Aunque no lo dejó traslucir, su comentario irritó a Pedro. No era que hubiese traído a su casa a muchas mujeres; en general, prefería ir a casa de ellas o a algún hotel, pero las pocas que habían pasado por allí le habían felicitado por la elegante decoración de su piso. La cruda sinceridad de la señorita Paula Chaves era un caso único de malos modales, decidió, y él, Pedro Alfonso, creía firmemente en la buena educación como un pilar indispensable para impedir el desmoronamiento de la sociedad.


—Lamento que no sea de tu agrado —respondió con un velado sarcasmo que a Pau no le pasó desapercibido.


—Perdóname, Pepe —suplicó ella juntando las manos en un teatral ademán de plegaria—. Como diría mi madre: el exceso de sinceridad es una imperdonable falta de educación. Te prometo que no diré nada más que pueda molestarte.


Al ver su expresión contrita, Pedro sintió un impulso casi irrefrenable de extender la mano y acariciar la suave piel de su mejilla. A duras penas logró reprimirlo y se preguntó cómo era posible que esa imprevisible criatura le hiciera pasar en menos de un segundo del enojo a la ternura, siendo esta, además, una emoción con la que no estaba muy familiarizado.


—Será mejor que nos vayamos ya o perderemos la marea —declaró en un tono que no delataba las confusas emociones que se agitaban en su pecho.