domingo, 29 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 17





Habían pasado dos años desde la última vez que se presentó en la puerta de la casa de Carla, la casa que habían compartido. Pero todo seguía igual; las flores del jardín eran las mismas y las ventanas del salón tenían las mismas cortinas.


Sin embargo, Pedro no se sintió como si volviera al hogar. 


Se sintió como si caminara hacia una trampa.


Durante unos momentos, consideró seriamente la posibilidad de dar la vuelta y regresar sobre sus pasos. Pero la puerta se abrió.


—¡Papá! —Tomy salió corriendo de la casa y se abalanzó hacia él—. ¡Has venido!


—Por supuesto que he venido —dijo Pedro entre risas.


Cuando lo abrazó, se dio cuenta de que estaba más alto y de que había perdido la carita regordeta que le hacía parecer un querubín. Crecía tan deprisa, que sintió un profundo dolor por no estar a su lado.


—¿Qué has estado comiendo últimamente, campeón? —preguntó—. Ya casi eres tan grande como yo…


—Mamá dice que voy a ser más alto que tú.


La sonrisa de Pedro desapareció. Tomy podía ser más alto, más bajo, más delgado o más fuerte, pero su constitución no tenía nada que ver con él. Sin embargo, no le podía decir la verdad. Era demasiado pequeño para entenderlo.


Justo entonces, oyó un ruido en la entrada de la casa. 


Cuando alzó la mirada, vio a su ex mujer y tuvo la impresión de que en sus ojos había lágrimas, pero supo que se engañaba a sí mismo. Era la Carla de la que se había divorciado, no la Carla de quien se había enamorado a los dieciséis años; aquella jovencita había desaparecido para siempre.


—Anda, despídete de tu madre y ve a buscar tu mochila, campeón. Si no nos vamos enseguida, llegarás tarde al colegio.


El niño no necesitó que se lo repitiera. Le dio un beso a su madre, alcanzó la mochila y se despidió.


—Adiós, mamá…


—Que tengas un buen día —dijo Carla al pequeño—. Pasaré esta tarde a recogerte. Iré en el coche de la tía Binky.


—De acuerdo, mamá.


El niño tomó a Pedro de la mano y tiró de él hacia el coche.


—Venga, papá, vamos a comprar donuts. Ya sabes, esas cosas con un agujero en medio… Antes nos los comíamos por toneladas. ¿Te acuerdas?


Pedro rió.


—Claro que me acuerdo. ¿Quieres que pasemos por la pastelería de Lulu?


—¡Sí, por favor! —exclamó con entusiasmo.


—Entonces, te llevaré. Pero no podemos llegar tarde al colegio…


Tomy subió al coche y se puso a hablar del colegio y del árbol de Navidad de su casa, pero Pedro era demasiado inteligente para pensar que las cosas volvían a ser como antes. Sabía que Carla estaba tramando algo. Si era verdad que su coche se había estropeado, podía haber llamado a Bianca, su hermana, para que lo llevara al colegio y lo recogiera por la tarde. Además, Tomy adoraba a Bianca.


Pero en lugar de eso, le había pedido a Tomy que lo llamara a él.


No podía ser más sospechoso.







NO TE ENAMORES: CAPITULO 16




—No sabemos por qué lo compró tu padre. De hecho, aquí hay tantas cosas que dudo que ni él mismo supiera lo que tenía… Es posible que lo adquiriera en un lote y que lo dejara por ahí sin prestarle atención.


—Mi padre no habría hecho eso.


—Tu padre no lo habría hecho cuando era joven, pero la gente cambia cuando envejece y enferma. Seguro que al final no era el hombre que conociste de niña; es ley de vida… Pero eso carece de importancia en este momento. Sospecho que la persona a quien le compró el diario, es la misma que ha intentado entrar esta madrugada. No puede ser casualidad. Buscaba el diario de Washington.


Paula pensó que era más que probable. El diario era un objeto extraordinariamente valioso. Y un objeto tan conocido que no se podía vender en ferias de coleccionistas.


—¿Qué hacemos ahora? Quien se lo vendiera a mi padre, sabe que he cambiado las cerraduras y el código de la alarma. ¿Cómo lo vamos a atrapar? No sabemos quién o quiénes pueden ser…


—Ya se nos ocurrirá algo cuando terminemos de comprobar las pertenencias de tu padre —le prometió—. Pero de momento, descansemos un rato. Vamos, ven conmigo… Te llevaré a desayunar.



***


Quince minutos después, entraron en un bar que se encontraba a dos manzanas del Capitolio. Eran poco más de las seis de la mañana, pero a Paula no le extrañó que estuviera lleno de gente.


Se dirigieron a la única mesa libre y se sentaron. Una camarera se acercó a toda prisa, les sirvió dos cafés y les dejó un menú antes de marcharse.


Paula miró a su alrededor y se sintió mucho mejor con el ruido de la multitud. Era justo lo que necesitaba tras los sucesos de la noche.


Café y huevos fritos con panceta. No quería nada más. No quería preocuparse con las posesiones de su padre, ni con el deseo que sentía por Pedro. Sólo quería desayunar y relajarse un poco.


Mientras esperaban a que la camarera se acercara de nuevo, Pedro estiró las piernas por debajo de la mesa y la rozó. El corazón de Paula se aceleró de inmediato, aunque sabía perfectamente que lo había hecho de forma inadvertida, sin intención alguna de coquetear. De hecho, ni siquiera la estaba mirando; seguía leyendo el menú.


Pero no se podía decir lo mismo de ella.


Intentó justificarse y se dijo que estaba agotada, que la noche había sido difícil y que la cercanía de Pedro no la habría afectado tanto en otras circunstancias. Incluso se dijo que sólo era un amigo, pero no sirvió de nada; a fin de cuentas, había sobrepasado la línea de la amistad cuando la besó.


Y deseaba que la besara otra vez.


Frustrada, intentó recobrar la cordura y dejar de pensar en esos términos. Sin embargo, era demasiado tarde. Su mirada se clavó en la sensual curva de los labios de Pedro y sintió un vacío que necesitaba llenar. Ardía en deseos de probar su boca, aunque sólo fuera para comprobar si sus besos eran tan embriagadores como le habían parecido la primera vez.


Al otro lado del bar, un hombre estalló en carcajadas por una broma de su acompañante. El sonido interrumpió la deriva de Paula, que volvió a la realidad y se ruborizó como una adolescente cuando Pedro la miró.


—Te has ruborizado…


—¡Qué tontería! Es que…


—No puedes dejar de mirarme —la interrumpió.


—¡No te estaba mirando!


—Por supuesto que sí.


—Yo…


—¿Qué? Te escucho atentamente. Di lo que tengas que decir —la desafió—. Me encantaría saber lo que estabas pensando.


Paula recobró el aplomo de inmediato. Si Pedro pensaba que la había atrapado, estaba a punto de descubrir que se equivocaba.


Sonrió con más dulzura de la cuenta, le acarició la mano con un dedo y dijo:
—Estaba pensando que puedes ser muy atractivo cuando quieres. Eres tan… Masculino.


Él rompió a reír y le atrapó el dedo antes de que ella lo pudiera retirar.


—Así que masculino, ¿eh?


—No puedo quitarte los ojos de encima.


—Sí, claro. ¿Y esperas que me lo crea?


—Claro que sí. ¿Por qué no me ibas a creer? Eres fascinante y…


Pedro contempló la sonrisa de Paula y supo que se había buscado un buen problema.


—¿Por qué tengo la sensación de que estás a punto de destrozar mi ego?


—No lo sé —respondió ella con inocencia fingida—. Sólo iba a decir que hasta tus besos son relativamente aceptables.


Pedro se puso tenso.


—¿Relativamente aceptables?


—Sí, la forma de besar es importante —respondió—. Denota la forma de ser y los defectos de cada uno.


—¿Insinúas que tengo defectos?


Ella se encogió de hombros.


—Es lamentable, pero todos los tenemos… Unos más que otros, desde luego —puntualizó—. En cualquier caso, te recomiendo que sigas practicando los besos. Por si acaso…


Pedro rió, llevó su mano a los labios y se la besó.


—¿Crees que necesito practicar? ¿Tan mal lo hago?


Paula se ruborizó otra vez. Su intención de incomodar a Pedro había fracasado miserablemente, y se empezaba a volver contra ella.


Pedro jugaba en una división superior a la suya.


—No, ni mucho menos —se defendió—. Aunque resultan algo previsibles.


Él soltó una risotada.


—Parece que te he subestimado, Paula. Felicidades. No suelo cometer ese error.


—Reconoce que te lo merecías. Eres insoportable.


—Gracias. Es lo que pretendo —bromeó.


Paula no pudo hacer otra cosa que reír.


—Dios mío, tu madre debió de volverse loca contigo cuando eras pequeño.


—No, qué va, mis hermanos eran peores que yo. Y mi padre, por supuesto… Siempre fue la única persona que podía hacer reír a mi madre en cualquier situación.


—¿Podía? —preguntó ella, más seria—. ¿Es que ha muerto?


—Sí, murió cuando yo tenía once años. Patrullaba las calles y le pegaron un tiro cuando quiso detener a un conductor que se había saltado un semáforo en rojo. No podía saber que aquel canalla acababa de atracar una tienda y que estaba totalmente drogado.


—Lo siento mucho, Pedro. Debió de ser terrible para todos
vosotros… Sobretodo para tu madre, claro.


Él asintió.


—Sí, estaban muy enamorados. Tenían el mejor matrimonio que he visto nunca. Veinte años después, ella lo sigue echando de menos.


—¿No se volvió a casar?


—No. Ha tenido ocasiones, pero sigue estando tan enamorada de mi padre que ni se da cuenta cuando alguien coquetea con ella —dijo Pedro.


Paula sonrió.


—A mi padre le ocurría lo mismo. Cuando mi madre falleció, una vecina del barrio le empezó a llevar guisos todas las noches. Lo hizo durante un año entero, y mi padre no notó que estaba loca por él.


—Pero tú lo notaste. Y seguro que la odiabas.


Ella volvió a reír.


—¿Cómo lo sabes?


—Lo sé porque yo también odiaba a los amigos de mi padre que pasaban por casa e intentaban convencer a mi madre de que estaba muy sola y necesitaba compañía. Menos mal que a ella no le interesaban, porque mis hermanos y yo no los tratábamos precisamente con cortesía… Aunque hubo una excepción: Neal.


—¿Neal?


—Sí, el compañero de patrulla de mi padre. Nos ayudó mucho cuando él murió. Mi madre se habría vuelto loca sin él. Criar a tres preadolescentes puede ser muy difícil.


Pedro se disponía a darle ejemplos de lo rebeldes que sus hermanos y él habían sido, cuando su teléfono móvil sonó.


—¿Quién llamará a estas horas? —preguntó, frunciendo el ceño.


Cuando miró la pantalla del teléfono, se llevó una sorpresa. 


Era el número de Carla.


No salía de su asombro. Su ex mujer sólo lo había llamado una vez en dos años, y sólo lo había hecho para decirle que Tomy no era hijo suyo y que dejara de molestarla y de perder el tiempo, porque jamás permitiría que lo volviera a ver.


—¿Te encuentras bien, Pedro? —preguntó Paula, notando su inquietud—. ¿Por qué no respondes?


—¿Cómo? —dijo él, desconcertado—. ¡Ah, sí…! Sí, estaba a punto de contestar.


Se llevó el teléfono a la oreja y aceptó la llamada.


—¿Dígame?


—¿Papá?


Pedro no esperaba oír la voz de Tomy, pero disimuló su emoción.


—Hola, amigo… ¿Qué tal estás?


—El coche de mamá no arranca. Me ha pedido que te llame para preguntarte si me puedes llevar al colegio.


Pedro desconfió inmediatamente. No era normal que después de rechazarlo durante años, Carla quisiera que llevara al niño.


Pero obviamente, no se podía negar.


—¿A qué hora tienes que salir?


—Mamá ha dicho que estés aquí a las ocho.


—Entonces, te veré a las ocho —le prometió.


Tras despedirse del niño, Pedro cortó la comunicación y se disculpó ante Paula.


—Lo siento, pero me tengo que ir.


—No te preocupes. Pero, ¿qué ocurre? Si te ha surgido alguna urgencia, puedo volver a casa andando. Sólo está a cuatro manzanas de aquí.


Él la miró con humor.


—No digas tonterías, Pau. Te llevaré yo. Sólo lamento que debamos dejar el desayuno para otro día…


—Creo que sobreviviré a esa desgracia —bromeó.


Pedro rió, pagó la cuenta de los cafés y dejó una propina generosa.


—Venga, salgamos de aquí.


Segundos más tarde, salieron de la cafetería. Pedro estaba tan silencioso que Paula supo que seguía pensando en la llamada telefónica. Por su tono de voz, sabía que había estado hablando con un niño. Y habría dado cualquier cosa por saber si era un sobrino, el hijo de algún amigo, el hijo de alguna novia, o quizás su hijo.


Fuera quien fuera, su reacción le había parecido extraña. 


Era obvio que no esperaba la llamada del niño y que lo había alterado mucho.


Quiso preguntar para salir de dudas, pero no tuvo ocasión. Pedro detuvo su coche delante de la librería, salió del vehículo, y le abrió la portezuela.


—Siento tener que marcharme así, tan de repente —se disculpó otra vez—. Es que… Me ha surgido un imprevisto.


Entonces, volvió al interior del coche y se marchó sin dar más explicaciones.




NO TE ENAMORES: CAPITULO 15






Armados con un café tan fuerte que habría servido para quitar pintura de un metal, pasaron a la sala de lectura y echaron un vistazo a su alrededor.


Las estanterías y los expositores de cristal de la sala y del resto de las zonas públicas, estaban llenas hasta arriba con los objetos que el padre de Paula había adquirido a lo largo de toda una vida de trabajo. Y los tenían que comprobar todos, uno a uno.


Cualquiera se habría arredrado ante la perspectiva; pero lejos de sentirse intimidado, Pedro se acercó al expositor que le quedaba más cerca.


—Será mejor que empecemos. Busca cualquier marca o nota que se parezca a las de los documentos oficiales.


—Si buscamos eso, perderemos el tiempo. Mi padre lo habría notado. No encontraremos nada por el estilo.


—Espero que tengas razón, pero el intruso busca algo y necesitamos saber qué es.


Durante las dos horas siguientes, comprobaron todos los objetos de la sala. Paula hizo entonces un descubrimiento que la deprimió: Unos bocetos de William Thornton, del siglo XVIII. No tenían ninguna señal que indicara que procedían de los Archivos Nacionales, pero le extrañó que su padre no hubiera sospechado de ellos; eran bocetos del Capitolio en varias fases de su construcción.


—¿Qué has encontrado? —preguntó él.


Ella se los dio sin decir una sola palabra y Pedro los examinó.


—Esto no significa nada. Es posible que pertenecieran a un
coleccionista privado… Estoy seguro de que Thornton hizo muchos bocetos antes de presentar el plan definitivo del Capitolio al Gobierno.


Paula ya había considerado esa posibilidad, pero el comentario de Pedro no sirvió para tranquilizarla.


—Aunque así fuera, mi padre debería haber guardado la
documentación sobre su origen. Siempre lo hacía… La gente se presentaba en la librería con todo tipo de mapas y libros antiguos, pero él se negaba a comprarlos si no tenían la documentación adecuada — comentó—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué dejó de ser cuidadoso?


—Quizás, porque estaba viejo y enfermo —respondió—. Mira a tu alrededor, cariño… Es obvio que era demasiado trabajo para él. Sospecho que llegó un momento en el que ya no podía pensar con claridad.


—Debería haber estado a su lado… —declaró, al borde de las lágrimas—. Me necesitaba y no estuve con él.


—Deja de responsabilizarte. Tenías tu propia vida. Nadie te puede culpar por ello, y seguro que tu padre, tampoco.


—Lo sé, pero…


Pedro dejó los bocetos a un lado.


—Además, ni siquiera sabes qué intenciones tenía cuando compró los bocetos. Si su procedencia es dudosa, es posible que los comprara para que no acabaran en manos de un coleccionista privado y se perdieran para siempre. Puede que tuviera intención de devolverlos a los archivos y que no pudiera por algún motivo.


Paula lo miró con asombro.


—¿Te he oído bien? ¿Esas palabras las ha pronunciado el agente especial Alfonso? ¿El hombre que estaba dispuesto a meterme entre rejas?


Pedro sonrió.


—Está bien, lo confieso… A veces soy un blandengue. Si me pillas en el día adecuado, hasta es posible que crea en Papá Noel.


—¿En serio? —bromeó.


Paula se dejó llevar por un impulso. Se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios.


Pedro se quedó anonadado.


—¿A qué ha venido eso? —preguntó.


—Es un premio por ser tan bueno conmigo —dijo ella—. Lo he hecho porque me apetecía y porque podía hacerlo.


Paula intentó alejarse, pero él la tomó de la muñeca y la detuvo.


—No tan deprisa, pequeña… Creo que empiezo a conocerte. Eres una de esas mujeres que se aprovechan de los hombres cuando bajan la guardia, y cometen el error de enseñar su lado más vulnerable —dijo en tono de broma.


Ella lo miró con malicia.


—No sé de qué estás hablando.


—¿Ah, no? Tal vez te lo debería demostrar…


Pau rió, se soltó y se alejó de él.


—¡Oh, no, nada de eso! Por si lo habías olvidado, tenemos mucho trabajo por delante. Por no mencionar que tienes que capturar al lobo feroz.


—De acuerdo, por esta vez dejaré que te salgas con la tuya; pero si cambias de idea, dímelo. Puedes aprovecharte de mí siempre que te apetezca.


Paula se ruborizó levemente, y él se intentó convencer de que sólo estaba bromeando con ella. Sin embargo, no se engañó. Cuanto más la conocía, más le gustaba. Habría hecho cualquier cosa por seducirla.


—Bueno, volvamos al trabajo —dijo él, molesto con el rumbo que sus pensamientos habían tomado—. Seguiré por la zona de los mapas.


Ella sintió el rubor de sus mejillas y pensó que ningún hombre le había sacado los colores de ese modo. Ni siquiera Hugo, cuya amistad se transformó con el paso del tiempo en pasión, aunque nunca había estado enamorada de él; durante los dos años que estuvieron juntos, jamás se sorprendió soñando con él en pleno día ni fantaseando con sus caricias por la noche. Nunca había sentido lo que sentía por Pedro.


Desconcertada, estuvo a punto de dejar caer un ejemplar de pastas de cuero que cuyo estado era sorprendentemente bueno a pesar de su antigüedad. Lo dejó sobre el montón de libros que había sacado antes para inspeccionarlos. Y sólo entonces, en ese momento, lo miró bien.


Era un libro muy antiguo, sin título en la portada o en el lomo. Lo abrió por la primera página, dominada por la curiosidad, y estuvo a punto de dejarlo caer otra vez.


Una nota manuscrita, cuya tinta negra había adquirido un tono siena con el paso de los siglos, afirmaba que aquel libro era propiedad personal del general George Washington. Y la fecha que indicaba era Diciembre de 1777.


No lo podía creer. Era el diario que Washington había escrito en Valley Forge. Un diario que indiscutiblemente pertenecía a los Archivos Nacionales. Un diario tan famoso, que su padre tenía que haber sabido que era robado.


Pedro


Paula sólo pronunció su nombre. No dijo nada más. Pero él captó su tono de desesperación y se acercó a grandes zancadas.


—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?


—Es el diario de Washington. El de Valley Forge.


Paula se sentía derrotada. Su padre, la persona a la que había amado y respetado durante toda su vida, no había sido el hombre que ella creía.


Pedro le quitó el libro, lo dejó a un lado y la abrazó.


—No te preocupes sin motivo… —murmuró para animarla—. Puede que no signifique lo que piensas.


—¿Cómo? —dijo ella con lágrimas en los ojos—. ¿Es que se te ocurre otra explicación? Mi padre investigó en los archivos durante años… Sabía distinguir lo que pertenecía al Estado. Por muy enfermo que estuviera, habría reconocido ese diario en cualquier circunstancia. ¡Es el diario de George Washington!


Si la situación no hubiera sido tan terrible para Paula, Pedro habría sonreído. Estaba tan indignada que le pareció muy graciosa.