viernes, 16 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 41





Él canceló la última reunión. Estaba deseando volver a casa, para verla.


Ella no estaba cuando él llegó, aunque eran más de las cinco. Encendió el fuego en la sala, paseó por la habitación, esperando. Cuando oyó el coche en el garaje, salió al vestíbulo a recibirla. 


Llevaba puesto el conjunto verde esmeralda «diseñado para disimular la abultada tripita». 


Pero no la ocultaba del todo, ni siquiera con la chaqueta. Con la cara pálida y el pelo revuelto, se movía con los andares inconfundibles de las mujeres embarazadas. Estaba adorable.


—Hola, amor —saludó, acercándose para tomarla entre sus brazos.


—¡Hola a ti! —Sonrió ella, pasando por su lado a toda prisa—. Deja que vaya a dejar todo esto y a lavarme las manos. Sé que Sandra tiene la cena preparada.


La esperó hasta que regresó, sin chaqueta y sin bolso, con el pelo menos despeinado.


—¿Qué tal fue el viaje? —preguntó con una gran sonrisa, totalmente artificial, al pasar apresurada por su lado.


—Bien —replicó él, preguntándose si lo había oído mientras la seguía.


Siempre que estaban solos comían en la salita para el desayuno. Siempre hablaban de naderías, y Sandra participaba en la conversación mientras les servía la comida.


Entonces, ¿qué era lo que parecía distinto? ¿Por qué Paula hablaba a toda velocidad, con una especie de animación forzada? Estaba haciendo que se sintiera muy incómodo. ¡Como un invitado no deseado en su propia casa!


Le pareció que ella iba a pasarse la salita de largo y no le dio esa oportunidad. Se paró ante ella y le abrió la puerta.


—Tenemos que hablar.


Por un momento le pareció que iba a negarse, pero al final ella asintió con desgana. Entró y se paró ante él, con la mesa de ajedrez entre ellos. 


Parecía muy pequeña, vulnerable y, ¿dolida, quizás?



LA TRAMPA: CAPITULO 40





De acuerdo. Pero la mañana del pinchazo, la lluvia la empapaba cuando se apoyó contra el coche, sintiéndose tan mal que apenas podía mantenerse en pie. Él había bajado a medio vestir, la había sujetado mientras vomitaba. ¡Eso no podía haberle parecido sexy!


Ese día había sido encantador. Había ido a Richmond. Le había comprado un coche, y no un coche cualquiera, sino el Cherokee que a ella le gustaba con locura. Había dicho que quería que pareciera una profesional, como si estuviera orgulloso de ella.


Además, eran compatibles. Habían compartido muchas tardes en la sala de estar, lo habían pasado bien reuniéndose con el grupo. Había creído que…


«Admítelo. Te enamoraste de él la primera semana, en el Pájaro Azul. Y anoche ¿recuerdas? Te pusiste un vestido color lavanda con aberturas a los lados. Y cuando se tragó el anzuelo, pensaste que era tuyo».


«Eso pensaste tú, Paula, no él».


Sacó la nota del bolsillo y volvió a leerla.


«Buenos días, amor» no significa «te quiero». 


«Eres especial para mí» tampoco. Igual que «somos compatibles» no quería decir que debían seguir casados.


Ella había entendido esas cosas. Él no las había dicho.


Ni siquiera tenía derecho a enfadarse por su relación con Meli o con cualquier otra mujer. «No te pido que cambies tu vida», le había dicho. «Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses».


Eso fue en junio y estaban en noviembre. 


Quizás fuera hora de devolverle la libertad.




LA TRAMPA: CAPITULO 39




A la mañana siguiente Paula durmió hasta muy tarde. Se resistió cuando un ruido, la lluvia golpeteando las ventanas o un tronco quemado que se movió en la chimenea, penetró en su inconsciente. Cerró los ojos con fuerza, negándose a dejar que se le escapara el sueño. 


Sus caricias suaves y cariñosas, sus susurros de amor. El éxtasis de la satisfacción. La felicidad.


La lluvia repiqueteó contra la ventana con más fuerza. Sonrió. ¡No era un sueño! Anoche sus brazos la habían rodeado, su amor por ella había sido real.


Se estiró con placer, acercándose hacia él. Abrió los ojos de repente. No estaba allí.


Se sentó, echándolo de menos, pero sin preocuparse. Se estaría duchando, o quizás estaba abajo preparando café. Los Hunt no estaban durante el fin de semana. Sería agradable pasar todo el domingo a solas con él. 


Deseosa de verlo, se levantó para ponerse la bata.


Había una nota en el espejo del armario, donde no podía evitar verla:
Buenos días, amor. Eres preciosa, totalmente adorable, muy especial para mí. Odio tener que dejarte, sobre todo esta mañana. Pero me reclama el trabajo, en Nueva York. Tú, sexy brujita tentadora, conseguiste hechizarme para que no me marchara anoche. Me alegro mucho de haberme quedado. Fue increíble. Somos totalmente compatibles, ¿no crees? Tenemos que hablar. Pásalo bien hasta que vuelva, seguramente el martes. P.


Apretó la nota contra su cuerpo. «Buenos días, amor». Ella era su amor. La consideraba especial. Se aprendió las palabras de memoria, rememoró el placer de la noche, y disfrutó de una satisfacción que era nueva para ella. No era simplemente satisfacción. Estaba loca de alegría. Su mundo inestable se había enderezado de repente. El la amaba. Lo había reconocido en sus susurros, en la ternura con que la había hecho el amor. Y ella lo quería, más de lo que nunca había pensado que podía llegar a amar.


Recogió el vestido de color lavanda, que estaba tirado en el suelo, y se lo acercó a la mejilla.


—Tú fuiste el culpable, ¡tan sexy! Gracias, gracias, mil gracias—. Murmuró, colgándolo en el armario.


Casi bailando, bajó las escaleras y fue a la cocina. Llenó la cafetera con agua fría y sacó el café en grano del armario. Se paró, sobrecogida por una idea. Esa cocina era suya, estaba en su casa. Vivía allí con un marido que la quería. Él había crecido en esa casa y el hijo de ambos también crecería allí. Acarició la encimera, sintiéndose posesiva de repente. Se ocuparía de esa casa. Cuidaría a su hijo. Y a Pedro. Serían felices.


Sonó el teléfono y se sobresaltó. Levantó el auricular de la pared.


—¿Le enseñaste los trajes a Pedro? —era Lisa.


—Sí.


—¿Le gustaron? Oh, ya sé que sí. Te quedaban perfectos. Sobre todo el de color lavanda. ¿Qué dijo?


«Que me quería, que yo era especial.»


—Dijo que le gustaba, que le gustaban todos —tartamudeó. No se acordaba de nada de lo que había dicho.


—Yo no me atrevía a enseñarle el mío a Sergio. Temía que creyera que estaba embarazada y luego se desilusionara al descubrir que no era cierto. Paula, ojalá… voy a tocar el vestido todos los días y pedir un deseo.


—Yo también lo pediré para ti, Lisa.


Charlaron un rato más sobre cosas varias y, cuando colgaron el teléfono, Paula sintió otra oleada de satisfacción. Ya formaba parte del grupo por completo, una mujer felizmente casada, igual que Lisa y Doris. Sintió una patada en el vientre, la consideró una confirmación de lo que acababa de pensar, y se echó a reír.


—De acuerdo, yo también me muero de hambre —dijo, abriendo la nevera para sacar huevos y beicon.


Le hubiera gustado pasar el domingo con Pedro, pero fue casi igual de agradable pensar en él. 


«Café y beicon, mis olores favoritos por la mañana», le había dicho el primer día que pasaron en el Pájaro Azul y él preparó el desayuno.


No paró de llover, y el día era frío y desagradable. Pero Paula no se sentía aburrida ni sola cuando se sentó a desayunar, con el periódico dominical abierto sobre la mesa.


Sonó el teléfono.


Sería Doris, pensó Paula acercándose. Quizás fuera Pedro, pensó emocionada.


No eran ni Doris ni Pedro. Era una voz femenina, profunda y musical, que nunca había oído antes. Preguntó por Pedro.


—¿Está allí todavía?


—¿Aquí? —preguntó, confundida—. No, no está.


—¿Ha salido hacia Nueva York?


—Salió está mañana. Probablemente llegará…


—¡Esta mañana! ¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.


—¿Quién es? ¿Quiere que le deje un mensaje? —preguntó intrigada.


—Soy Meli. ¿Quién eres tú? No importa, no hay mensaje. Lo veré cuando llegue. Gracias.


Paula aferró el teléfono hasta que se cortó la llamada.


Meli. Como si hubiera ocurrido ayer, recordó los pantalones cortos de Armani y el top que había sacado de un cajón en el Pájaro Azul. Recordó los pantalones y vestidos que había en el armario. Las sandalias y las zapatillas de deporte, de un número mayor que el suyo.


El albornoz que había utilizado aquella noche fatal.


Sintió un pitido en los oídos, pero provenía del teléfono. «Si desea hacer una llamada…». 


Colgó. Lo miró fijamente, paralizada por la impresión.


«No hay mensaje. Lo veré cuando llegue.»


Estaba claro. Por eso iba, para verla a ella.


¡Derecho desde su cama! Fue como si la hubieran golpeado. Se agarró a una silla, intentando recuperar el equilibrio, mientras la invadía una furia intensa. Había mentido. La había traicionado. Lo odiaba. Odió la voz melosa de la mujer que había llamado por teléfono.


Meli. Por fin había aparecido. ¿Había desaparecido alguna vez?


«¡Maldita sea! Tenía que haber llegado anoche.»
Pero anoche había estado con ella. «¡Tú, mi sexy brujita tentadora!»


¡O sea, que era eso! Sexo y nada más. Una aventura de una noche. Bueno, de dos.


«¿No habré sido más que eso?» La invadió la vergüenza cuando recordó las palabras de Lisa: «Me da la impresión de que primero una y luego otra».


Pero siempre Meli. Si está con ella, seguro que la ha estado viendo todo este tiempo. Todos esos viajes a Nueva York, o a dónde haya ido.


Sentía presión en los oídos, como si la estuvieran martilleando en la cabeza, y le hervía la sangre de pura furia. La había engañado. ¡La había utilizado! Le había hecho creer que era amor cuando no era ¡nada!


El dolor le retorció el corazón, subiendo por su garganta como si fuera bilis. Deseaba escupirlo fuera. Quería aplastar algo.


Con sólo un movimiento del brazo podía tirarlo todo al suelo, los huevos que se endurecían en el plato, el café, ya templado, de la taza. La porcelana, los cubiertos de plata.


No eran suyos, no tenía derecho a hacerlo.


Con movimientos deliberados y cuidadosos, vació los restos del desayuno en el cubo de la basura, aclaró y apiló los cacharros y dobló el periódico. Dejó la cocina tan limpia como la había encontrado.


Ya en su dormitorio, miró la cama revuelta, las cenizas de la chimenea. Hacía frío.


Pero no el suficiente. Su dolor, cólera y odio la abrasaban por dentro. Se acercó a la ventana y apoyó la febril frente contra el cristal.


El ruido de la lluvia golpeando contra el cristal y del viento silbando entre los árboles le resultó reconfortante. Vio las gotas de lluvia caer, formando pequeños riachuelos en el suelo del patio.


Lluvia. Era extraño que pudiera consolarla y reconfortarla. Anoche el ruido de la lluvia contra los cristales había formado parte de la cálida protección que sintió entre los brazos de Pedro. 


Igual que cuando repiqueteaba sobre el techo del Pájaro Azul, esa primera noche que había experimentado las delicias del amor. Había gritado de felicidad, inmersa en la culminación de su placer erótico.


Movió la cabeza de lado a lado, frotándola contra el frío cristal. No era amor, tonta. Sólo sexo.