domingo, 11 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 26




Ella se inclinó sobre la taza y vomitó una y otra vez, sintiendo el dolor de las arcadas y cómo se vaciaba su estómago. Cuando se le pasó, se apoyó contra la pared, muy débil. Intentó no dejarse llevar por la amargura. ¿Qué había esperado?


La semana que pasó en el Pájaro Azul él había parecido tan comprensivo, tan amable, y…


Hay un abismo entre una semana en el camarote de su barco, y un anillo en el dedo anular, ¡estúpida!


«Vale, así que me toca cargar con las consecuencias», pensó, mientras se lavaba la cara y se enjuagaba la boca. « Y ahora ¿qué hago?»


«Bueno, son otros tiempos. La madres solteras están a la orden del día».


¡Alicia!


Paula se miró el estómago liso. Seguramente no se le notaría por lo menos en otros tres meses. 


Para entonces la empresa se habría afianzado, y Leonardo recuperado para hacerse cargo de ella. 


Quizás podría marcharse, o…


Tenía tres meses para decidirlo. Se pintó los labios, se peinó y enderezó los hombros.


Abrió la puerta y chocó contra él.


—Ven, Paula. Vamos a algún sitio donde podamos charlar.




LA TRAMPA: CAPITULO 25





Se sentó en el bar, sin tocar el martini que tenía ante él, mirando fijamente la entrada. Sabía que había llegado pronto, pero estaba deseando verla.


¿Por qué?


Porque no se la podía sacar de la cabeza. 


Incluso en el lugar salvaje donde había pasado las últimas semanas, la había sentido cerca. Su risa musical reverberaba sobre el ruido de las corrientes de agua, mientras bajaba los rápidos de un estrecho cañón boliviano. El brillo de una estrella le recordaba sus brillantes ojos azules. Incluso la sinfonía del canto de los pájaros la traía a su memoria. «Me siento como un pájaro. Podría volar».


Era extraño que recordara cada una de sus palabras. Una mujer que había conocido tan sólo una semana, y ni siquiera completa. Una noche.


Una mujer que no podía olvidar. Quería decírselo, compartirlo con ella, escuchar su risa y ver el asombro de sus ojos. Decidió llamarla en cuanto regresara.


Le agradó que ella lo hubiera llamado. «Hace una semana» dijo Sims, «Me pidió que te pusieras en contacto con ella en cuanto regresaras. Aquí tienes el número de teléfono.»


El mismo número que había en el cheque, pensó, sorprendido de habérselo aprendido de memoria.


—¡Pedro! Gracias por llamar —sonaba aliviada. 


¿Acaso no confiaba en que contestara a su mensaje?


—Gracias a ti. Sims me dijo que llamaste cuando estaba en Bolivia.


—Sí. Necesito… es decir, me gustaría verte.


—Bien. A mí también me gustaría verte a ti. ¿Cuándo? Por cierto, ¿dónde vives? Podría pasar…


—¡No! —exclamó, agitada. Respiró profundamente y continuó, con tranquilidad forzada—. Mañana tengo que ir a Wilmington. Por negocios —añadió—. ¿Podríamos encontrarnos en algún sitio, a la una? ¿Te vendría bien?


—Perfecto —dijo él. Quedaron en encontrarse en Aldo, para comer.


La una y diez. Llegaba tarde. ¿Negocios? ¿Qué tipo de negocios podía tener en Wilmington?


La una y cuarto. Impaciente, miraba la entrada una y otra vez. La una y media.


Y… ¡Por fin llegó! Con los hombros erguidos, la cabeza alta y su dorada melena balanceándose de lado a lado. Había algo raro en su postura. 


Determinación, casi beligerancia. La misma impresión que le dio cuando tiró su velo de novia a la basura.


La estudiaba tan detenidamente que no se le ocurrió moverse. Cuando vio que se acercaba al maître, se acercó presuroso.


—Hola, Paula. Te esperaba en el bar.


—Oh. Hola —sonrió ella, pero los labios le temblaban y lo miraba con una cierta aprensión—. ¿Cómo estás? ¿Qué tal fue tu viaje?


—Muy bien. He reservado una mesa —señaló hacia el bar— ¿Te apetece tomar algo antes?


—Sí, eso sería… —se interrumpió y negó con la cabeza—. No, es mejor que no. Tengo que conducir de vuelta enseguida. Siento haber llegado tarde —dijo, mientras les conducían a la mesa—. Mañana trasladan a Leonardo a una clínica de recuperación, y he tenido que resolver algunos papeleos.


—¿Leonardo?


—Mi padrastro. Lo han operado a corazón abierto.


—Lo siento —se preguntó si ella necesitaba ayuda, pero no se atrevió a decirlo en voz alta.


—Fue muy bien. Sólo necesita unas cuantas semanas de convalecencia. Mi madre no se apaña muy bien.


—Ya. Si te puedo ayudar de alguna manera… ¿Necesitas…?


—Nada, gracias. Leonardo no es el mejor de los pacientes, pero todo va bien. El caso es que… hay otra cosa —musitó. Jugueteó, desganada, con la ensalada, levantó la copa de vino y volvió a dejarla sobre la mesa—. Tengo un problema. Necesito tu ayuda —dijo, y quedó en silencio.


¿Por qué estaba tan nerviosa? Vio cómo sus ojos parpadeaban rápidamente, sus pequeños dientes mordisqueaban su labio inferior. Esos mismos dientes le habían mordido la piel aquella noche cuando, abrazada a él, repetía su nombre sin parar. Un temblor le recorrió al recordarlo. 


Esa turbulenta y maravillosa noche. ¿Por qué dudaba? ¿Acaso no sabía que haría cualquier cosa por ella?


—Lo que tú quieras —le dijo—. Sólo tienes que pedirlo.


—Quiero que te cases conmigo.


Tenía que ser una broma.


—Cariño, me parece algo precipitado —bromeó, y se echó a reír. Se controló en seguida. No era una broma. Lo decía en serio.


—Estoy embarazada.


—¿Embarazada?


No hizo falta que dijera nada más. Ella lo leyó en sus ojos. ¿De una sola noche? No te he visto en dos meses. Podría haber pasado de todo… ¡con cualquier otro! Ella tragó saliva. Claro, él esperaba más detalles, pruebas.


—Mis negocios hoy eran con el Doctor Alden. Un tocólogo de esta ciudad. Es la segunda visita que le hago. Lo confirmó en la primera: estoy embarazada de dos meses.


Toda imagen romántica se disolvió ante esa pesadilla. Lo habían cazado. Una trampa que siempre había tenido cuidado de evitar. Pero aquella noche… con el barco balanceándose salvajemente en mitad de una tormenta y con una mujer entre los brazos, una mujer apasionada y deliciosa que olía a jabón de lavanda y agua de mar, que le suplicaba… ¿quién diablos se hubiera acordado de los preservativos, que, en cualquier caso, estaban en la mesilla de la otra cabina?


—¡Maldita sea!


—Exactamente lo que opino yo —la amargura de su voz le era tan desconocida que lo sorprendió. Ella se suavizó de inmediato, y le suplicó—. Mira, no tiene por que ser tan horrible. No sería un matrimonio de verdad, y desde luego no duraría. Sólo hasta que nazca el bebé, o el embarazo esté bastante avanzado. Podríamos decidir que somos incompatibles en cualquier momento… en seis meses, o cuando a ti te parezca bien. Divorciarse es muy fácil.


«Y muy caro», pensó él, recordando: «No quería a Benjamin. Fue por dinero».


—¿Para qué entonces? —preguntó—. Pagaré. ¿Cuánto quieres? Para el niño, o para… para lo que quieras hacer. Eso también es muy fácil, ¿sabes?


—No pretendo hacer nada más que tener este niño, que da la casualidad que es tuyo. Lo único que te pido es que me ayudes a parecer respetable para…


—¡Respetable! Ésa es una palabra muy anticuada.


—No para mi madre. Es tan parte de ella como los ángeles, la moralidad y el matrimonio. La mataría que me convirtiera en madre soltera.


—¿Sí?


—Sí. Y ya ha pasado por mucho. Era muy feliz, planificando mi boda, la destrozó lo ocurrido, y me echa a mí la culpa. Quizás tenga razón. Y ahora la operación de Leonardo, de la que aún no se ha recuperado —volvió a morderse el labio—. No puedo hacerle esto. No puedo.


Él se negó a dejarse conmover. No pensaba dejar que lo afectara.


—Así que esta propuesta matrimonial es por tu madre. En ese caso, podríamos simular que nos hemos…


—No —dijo ella, mordiéndose el labio con tanta fuerza que él pensó que iba a hacerse sangre—. También quiero respetabilidad para mi hijo. O llámalo legitimidad, si quieres.


—¡Ah! Llegó la hora de la verdad. Tu amor por tu hijo. Tu deseo de que él, o ella, tenga derecho legal a mi apellido y, de paso, claro, a mi fortuna.


Ella se quedó sin respiración, conmocionada por sus palabras, por el desprecio de su cara. 


¿Pensaba que iba a por su dinero? ¿Que lo había planeado para atraparlo? La invadió una oleada de ira.


—¿Cómo te atreves a pensar algo así? Tú, maldito egoísta hijo de… —calló al oír movimientos en la mesa contigua y darse cuenta de que había elevado la voz.


—No he dicho que lo planearas.


—Vaya. Pues es lo que yo he oído. Alto y claro —replicó. No era lo que esperaba del hombre amable que la había rescatado de la iglesia. Las lágrimas le quemaron los ojos, y sintió nauseas. No se pondría enferma. Ahora no. Lo miró con ojos centelleantes—. Escucha esto, no soy una asesina. No pienso matar al bebé, ¡ni por tu conveniencia ni por la mía!


—No te estoy pidiendo que te libres de él. Lo único que digo es que no es necesario el matrimonio.


—El matrimonio es por mi propia conveniencia. Por seguir las convenciones. Por respetabilidad. Créeme, lo he pensado mucho antes de recurrir a ti. He considerado otras posibilidades: buscar un trabajo en California, o algún otro sitio, hasta que tenga el bebé. Pero no puedo marcharme por Leonardo… el negocio depende de mí. Aún así, tendría que explicar la criatura, una responsabilidad de por vida.


—Mira, te dije que pagaría…


—Es mi responsabilidad. Económica y todo lo demás. Pide a tus abogados que redacten unos de esos acuerdos prenupciales.


—No valen ni el papel en que están escritos si hay un hijo de por medio.


—Firmaré lo que tú quieras. Y no te pido que cambies tu vida. Lo único que pido es que te cases conmigo por unos meses.


—¿Y si me niego?


—Entonces, no hay más que hablar. Gracias por la comida —dijo, levantándose de golpe, luchando contra las náuseas.


—Espera, Paula. Vamos a hablarlo —dijo, agarrándole la mano.


—No. No importa. Olvídalo —lo rechazó, intentando soltarse para salir antes de vomitar todo lo que había comido.


—No. No puedes enfrentarte a esto sola. Yo…


—Perdonen. Señora, ¿la está molestando? —preguntó a Paula el hombre de la mesa de al lado, mirando a Pedro amenazador; Pedro le devolvió la mirada.


—No, gracias. No me molesta —casi gritó Paula, controlando las arcadas—. Simplemente me despiden —añadió cuando Pedro aflojó la mano y pudo soltarse.


—Espera, Paula —exclamó Pedro, apartando al hombre. La siguió y la vio entrar en el aseo de señoras. Maldición. No había querido herirla. Sólo quería aclarar las cosas.


«Sin comprometerte ¿eh?»


«Bueno, no puedes escaparte. Sabes perfectamente que el niño es tuyo».


«Hoy en día ninguna mujer se queda embarazada a no ser que lo desee».


«¿Una chica inocente, virgen? Quizás se sienta tan atrapada como tú».


«Quizás, pero ahora es distinta».


«¿Distinta?»


«No es como fue en el Pájaro Azul. Bueno, quizás no fuera diferente: Nunca quise a Benjamin. Fue por dinero».


Era su hijo.


Miró la puerta cerrada del lavabo. ¿Es que no iba a salir nunca?


LA TRAMPA: CAPITULO 24




No podía ser verdad. ¡No! Era el peor momento posible. Miró al doctor… ¿Alien? No, Alden. No había ido a su médico de cabecera, temiendo la verdad. Y era verdad. ¿Qué iba a hacer?