domingo, 28 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 23




Paula


Feliz cual perdiz. Esta expresión absurda y que solía utilizar cuando estudiaba en la universidad es la que describe a la perfección mi estado de ánimo tras los acontecimientos del último fin de semana.


Mi vida ha cambiado bastante en quince días y, aunque no es la que yo hubiera soñado, para que negarlo: me gusta.


Los días transcurren tranquilos en la oficina del banco pero con Juancho siempre hay una anécdota o un chiste del que reírse. A mediodía como en la posada de Elena, que se extraña al ver que Pedro —pese a ser de los que no comen más tarde de la una— se espera hasta las tres y media para comer conmigo y por las noches mi casero y yo cenamos juntos. ¿Dormir? Pues sí, también dormimos juntos, aunque la verdad es que ando bastante falta de horas de sueño. 


¿Por qué será?


Esta nueva rutina mía es tranquila y apacible y me lo noto en el cuerpo. Tengo mejor la piel y el cabello porque no sufro el estrés que tenía en Valencia. Eso sí, he cogido unos kilillos de más y no hay quien se los quite porque, otra cosa no pero comer… ¡Aquí la gente no perdona un plato! Pero bueno, que yo me veo estupenda y como mi hombretón no ha puesto objeción alguna sino que está encantado de que haya de dónde agarrar…


Le sigo pagando el alquiler a Pedro. Sé que le hace falta y, además, me gusta sentir que, si lo necesito, tengo mi propio espacio. Todavía no llevamos tanto tiempo juntos y prefiero ser precavida.


Lo que no esperaba es que Santi se lo tomara tan mal.


—Venga, ¡no me jodas Paula!


—No te jodo, Santi. Solo te estoy contando qué es de mi vida. Creí que te alegrarías.


—¿De qué? ¿De que de pronto te hayas vuelto una chica de pueblo que se pasa el día con un matrimonio casi de la tercera edad y que sale con un ganadero? ¡Con un ganadero!


—Pues mira, dicho así suena horrible —replico—. Pero sí, de eso. ¿No te das cuenta de que soy más feliz ahora que cuando trabajaba en Valencia? Ya no tengo contracturas, ni estrés, ni nada. ¡Estoy feliz!


—¿Pero a ti qué te han hecho? —Parece incrédulo.


—Nada, Santi, ya te lo he dicho. —Tengo que bajar la voz porque Juancho me mira desde su despacho con cara rara. No quiero que oiga esta conversación.


—Pues vale —gruñe enfadado.


—No te entiendo. ¿A cuento de qué te mosqueas? ¿No será que estás celoso?


Un silencio al otro lado de la línea me confirma que ese es justo el problema. Que a mí me guste o no el campo a Santi le importa una mierda. Lo que le fastidia es lo de Pedro.


—Santi, tú y yo no somos novios.


—Lo sé.


—¿Entonces?


De nuevo un silencio al otro lado del auricular que no me deja nada tranquila.


—Creía que querías volver a Valencia. —¡Toma pedazo cambio de tercio!


—Y quiero, Santi, y quiero… —Esta conversación empieza a agotarme mentalmente.


—Entonces no te preocupes por nada, déjalo de mi cuenta.


—¿De qué hablas? ¿Qué vas a hacer?


—Nada, mujer, nada —dice restándole importancia.


Cuando al fin colgamos, yo no me quedo nada tranquila. Hay algo en la actitud de Santiago que no me ha gustado ni un pelo y no puedo evitar tener una sensación agridulce en el cuerpo pese a que me ha jurado y perjurado que no haría nada.


Es el típico que siempre quiere tener la última palabra y, aunque hace mucho que dejamos de tener una relación seria, me considera un poquito suya. Creo que le gustaba demasiado esa relación nuestra sin ataduras. Tan cómoda. 


Tan fácil. ¿Me pondría celosa yo si fuera él el que hubiera empezado a salir con alguien?


Es posible. Al menos si yo no estuviera con nadie. Lo que pasa es que estoy segura de que a él no le faltan candidatas, así que no debería tomárselo tan a pecho.


En fin, trato de concentrarme en las tareas que me quedan pendientes y me olvido de Santi.


En qué mala hora le he llamado.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 22





Pedro


Me despierto empapado en sudor e instintivamente me llevo la mano a la frente, ¿tendré fiebre? No, no parece… La hostia. ¿Cuántas mantas tengo encima? El peso de las mantas sobre mi cuerpo es insoportable.


Me giro y veo que Paula está dormida a mi lado. Una sonrisa aparece en mi cara. Esto del calor debe ser cosa suya. 


¡Cómo no!


Sigiloso, me levanto y me acerco a bajar el termostato. 


Joder, ¡a veinticinco grados! No tiene remedio. Lo mejor de todo es que lo habrá hecho por mí y por el frío que cogí ayer.


Yo me encuentro de lujo. Es verdad que ayer pasé algo de miedo en la montaña, cuando pasaban las horas y no nos encontraban, pero para un montañero experimentado como yo tampoco fue para tanto.


Lo que más me jode es que se supone que ayer iba a ser nuestro primer día juntos y lo estropeé. Por no hablar del susto que le di.


Bueno, todavía podemos ponerle solución.


Miro el reloj y compruebo que son las siete de la mañana. 


¡Magnífico! Regreso a la cama y me meto dentro con la firme intención de despertar a mi chica de ciudad. Por lo visto anoche llegué tan agotado que lo único que hice fue ponerme el pijama y dormirme.


Me abrazo a ella y compruebo que lo que lleva puesto es una camisa de manga larga mía y unos gruesos calcetines.


Está preciosa. Le paso la pierna por encima de las suyas. 


¡Qué suaves!


Paula se da la vuelta, esconde la cabeza bajo las sábanas y gruñe.


—¿Qué hora es?


—Las siete.


—Es domingo. Odio madrugar en festivo. ¿Por qué me haces esto? —murmura cerrando los ojos y acurrucándose de nuevo.


—Lo siento. Siempre me levanto temprano. Y no he podido resistirme a tus suaves y torneadas piernas.


Entreabre los ojos y sonríe. Esto que he dicho le ha gustado.


De hecho, ha debido gustarle bastante porque, de pronto, mi camisa sale por los aires y los gruesos calcetines se pierden entre las mantas igual que el resto de su ropa interior. 


Paula, desnuda por completo, se tumba sobre mí y me besa lentamente.


¡Joder! Si hace esto levantándose de mal humor no me quiero imaginar lo que hará cuando la deje dormir hasta las once.


Me quita la camiseta del pijama al tiempo que yo me deshago del pantalón y me entretengo en acariciar sus pechos. Paula, todavía adormilada, deja escapar un gemido que me pone a mil.


Continúo acariciándole el pecho con una mano mientras dirijo la otra hacia esa parte de su cuerpo que sé que la va a hacer retorcerse de placer.


Paula gime de nuevo y se revuelve sobre mí. Nuestras lenguas se mueven al compás y sus labios saborean una y otra vez los míos.


—Si llego a saber que ibas a despertarme así no me habría quejado.


Satisfecho por su afirmación, continúo acariciándola, más rápido cada vez. Está muy húmeda pero quiero que lo esté todavía más cuando me hunda en ella.


Pedro


—No me jodas con lo de los preliminares, Paula. Es pronto, tenemos tiempo y voy a disfrutar de ti.


—Pero…


—Calla y disfruta. Deja que los hombres de campo hagamos el trabajo sucio.


Le doy la vuelta y la dejo tumbada boca abajo. Uf, ahora tengo dudas de ser yo el que aguante, la visión que tengo delante es demasiado maravillosa.


Me acerco a ella y la penetro despacio mientras sigo acariciándola con una mano. Joder, qué bueno.


La cojo por la espalda con la mano que tengo libre para sentirla más dentro mientras nuestros cuerpos se mueven buscando convertirse en uno. Noto cómo todos los músculos de Paula se tensan a mí alrededor y, yo, que tampoco puedo aguantarlo más me dejo ir también.


Ella se deja caer sobre la cama y cierra los ojos. Yo me tumbo a su lado y le paso un brazo por encima de la espalda.


—Ahora sí que necesito descansar un ratito más —suplica.


—Está bien, pero luego saldremos por ahí.


Le doy un beso en la sien y le acaricio el pelo. Dos segundos más tarde vuelve a dormirse con placidez.


A las once de la mañana, tras casi una hora encerrada en el baño, Paula por fin está lista y, por fin, nos ponemos en marcha.


—Joder, de verdad que es increíble lo que tardáis las mujeres en arreglaros.


—Si yo solo tuviera que afeitarme y ducharme también sería rápida. Prueba un día a depilarte las cejas, limpiarte la cara con leche limpiadora y tónico, cepillarte los dientes, ducharte y lavarte el pelo con champú y acondicionador, untarte el cuerpo de crema hidratante, ponerte crema en la cara, secarte el pelo y planchártelo, maquillarte… ¿Cuánto quieres que tarde? Yo creo que he sido hasta rápida.


Lo dice con un convencimiento que parece que se lo crea y todo. Bah, ¡mujeres!


—Pues yo te veía guapa con la cara lavada…


—Sí, y con el pelo revuelto. —Sonríe—. Pero prefiero ir así fuera de casa.


Salimos y comprobamos que la lluvia de estos días ha escampado y que el cielo luce azul. Hace frío, sí, eso es inevitable pero brilla el sol.


Paula cierra los ojos y deja que los rayos acaricien su rostro.


—Mmm.


—¿Echas de menos el sol?


—No voy a negarlo. En Valencia es raro el día que está nublado y en cambio aquí… ¡casi no recordaba lo que era ver un cielo despejado!


—¿Qué más echas de menos?


—El mar —responde sin titubear y yo me felicito a mí mismo por la excursión que he preparado para hoy. Voy a dar en el clavo.


Nos subimos en el coche y emprendemos la marcha. De reojo observo que Paula disfruta del paisaje y me digo que, en el fondo, esto no le disgusta tanto. ¿Quién podría no apreciar la belleza de un lugar como este?


Una hora y cuarto más tarde llegamos a San Juan de Luz.


—¡Bienvenida a Francia, mon amour!


—¿En serio? —me mira ilusionada.


—Oui, nous sommes à France.


—¿Hablas francés?


—Hay muchas cosas que todavía no sabes de mí. —No hay necesidad de que lo sepa todo aún. Quiero que me vaya conociendo poco a poco.


—Al final vas a tener razón con lo del huevo Kinder. Eres una auténtica caja de sorpresas.


Sonrío satisfecho al ver que le gusta.


—Bueno, venga, vamos, que hoy vamos a pasar el día en la costa.


Aparcamos el coche y nos dirigimos al centro de la localidad mientras ejerzo de guía.


—Estamos en el País Vasco francés. San Juan de Luz es una localidad de veraneo, menos ajetreada que Biarritz, de ambiente más relajado. Supongo que por eso me gusta más.


—¿Tú vienes mucho por aquí?


—Ya te comenté que me gustan los deportes con cierto riesgo y, además de la escalada, practico el surf. Como comprenderás, en Navarra eso me resulta imposible así que cojo la carretera de la costa desde Zarautz y me sumerjo en la «ruta surfer». Imprescindibles Capbreton y Hossegor.


—Joder con el chico rural… Me parece a mí que me tienes engañada. Pero —me parece que pone cara de susto—, ¿vas a llevarme hacer surf?


—Pues… —¡Como no se me había ocurrido, es una idea genial! —, primero vamos a pasear un rato por el casco antiguo. Te gustará. Después almorzaremos y ya veremos lo que pasa esta tarde.


Recorremos la rue Gambetta, la arteria principal, una calle llena de tiendas y, aunque es festivo, es un lugar tan turístico que todo está abierto. Aquí Paula disfruta como loca comprando productos locales, chocolate, ropa y zapatos. 


¡Hasta servilletas y manteles de algodón y lino de la llamada Linge Basque!


—Son preciosas estas coloridas telas a rayas —exclama.


—¡Por Dios! Deja de comprar ya. No he visto a nadie sacar la Visa tan rápido de la cartera.


—Ya he terminado —afirma.


—¡Toma, claro! Si no te ha quedado un producto por cargar.


—No te enfurruñes tanto —dice mimosa—. ¿Vamos a comer?


Nos acercamos hasta la plaza Luis XIV, que se encuentra justo a nuestra izquierda. Es un lugar repleto de restaurantes y cafeterías de estilo francés. En verano está lleno de pintores y artesanos que estoy seguro de que le hubieran encantado pero es lo que tiene el invierno, todo está mucho, mucho más tranquilo. Paseamos un rato más y, al final, nos dirigimos a una callecita de las que dan al paseo marítimo y en la que sé que está el lugar indicado para tomar unos buenos crêpes.


Piper Beltz. Nos sentamos en el interior del local y nos comemos uno salado riquísimo de jamón y queso cada uno que acompañamos con los dulces que ha comprado Paula.


—¿Macarons? Joder, habiendo pastel vasco y, con lo bueno que lo hacen aquí, ¿compras macarons?


—Están buenísimos. No te quejes sin haberlos probado. Además, los he comprado en Maison Adam.


—¿Y?


—Esta pastelería es famosa porque la receta que utilizan para elaborarlos es secreta, pasada de padres a hijos desde el siglo XII.


—Eh, se supone que el guía soy yo, ¿cómo sabes eso?


—Ha habido un rato que te has quedado en la calle porque ya no soportabas tanta compra. He aprovechado para charlar con las dependientas.


—Menuda maruja estás hecha.


Cuando terminamos de comer nos acercamos con tranquilidad hacia el paseo y la playa. Lo de hacer surf es una idea genial. Y si Paula no sabe, me encantaría darle una clase particular… Sujetarla por la cintura para enseñarle las posturas básicas… Así que, después de recorrer la familiar playa en forma de media luna y protegida por tres enormes diques para que no entren las olas subimos al coche y nos dirigimos a la playa de Cenitz, ideal para principiantes.


—¿Vamos de regreso?


Niego con la cabeza antes de responder:
—No, señorita. Nos vamos a hacer surf.


Ella entorna los ojos y me mira raro, pero no replica. Espero no estar cagándola.


Llegamos a la playa y nos dirigimos a una de las múltiples escuelas de surf. Como no he traído material tendremos que alquilar las tablas, por no hablar de unos trajes de neopreno. 


No creo que mi chica sea resistente al agua helada sin él.


Una vez listos nos plantamos en la playa. Hoy voy a darle una clase magistral a Paula. Coloco las tablas que he alquilado en el suelo y nos colocamos a un lado.


—Te he alquilado un longboard. Son más estables y te será más sencillo coger las primeras olas. Cuando entremos en el mar, un error muy frecuente es colocarse demasiado hacia delante o hacia atrás mientras remamos. Nuestro pecho debe quedar aproximadamente a tres cuartas partes de la tabla. El ombligo lo haremos coincidir con el centro de la tabla para sentarnos encima a esperar la serie, así se evitan desequilibrios —me giro hacia Paula que mira el mar con ensoñación—. ¿Me estás escuchando?


Entonces, cuando voy a empezar a explicarle cómo levantarnos encima de la tabla me guiña un ojo, coge la tabla y sale corriendo hacia el mar.


—¡Espera, Paula, todavía no te he explicado…! ¡No vayas sola! ¡El mar es peligroso!


Cojo mi tabla y salgo corriendo tras ella porque, por extraño que parezca, no veas qué rapidez. Cuando me doy cuenta, está mar adentro remando con fuerza y, hay algo que me resulta muy extraño, porque la veo tranquila. Demasiado tranquila.


Es entonces, cuando la veo coger una ola igual o mejor que yo, cuando me doy cuenta de ya sabe surfear.


¡La tía me ha estado tomando el pelo!


Por momentos me siento estúpido pero luego me digo: ¡qué demonios! Resulta que Paula está hecha una surfera. 


Quién lo hubiera dicho. Me tumbo en la tabla y empiezo a remar hacia ella.


Si enseñarle a hacer surf me parecía un gran plan, surfear con ella todavía es mejor. Es un regalo caído del cielo.


Una horas más tarde salimos del agua, agotados, con los músculos entumecidos por el frío y la humedad pero sonrientes de oreja a oreja.


Me acerco a ella y le doy un abrazo.


—Está visto que no soy el único que es una caja de sorpresas.


—Ya sabes lo que decía Forrest Gump sobre las cajas de bombones… ¡nunca sabes cuál te vas a tocar!


—Sí, sí, sí. No hay duda de que eres un bombón —murmuro antes de besarla en los labios.


Cuando regresamos al caserío, cada uno nos vamos a nuestra casa, necesitamos asimilar todo lo bueno que nos está pasando y mañana comienza una nueva semana.


Me meto en la cama sintiéndome como un crío enamorado. 


Tengo en la cara una sonrisilla estúpida que no puedo borrar.


Tampoco hay por qué hacerlo, me siento feliz.




ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 21




Paula


A la hora de comer, a la hora de comer… son las cuatro de la tarde, ¡eso se considera, por lo menos, la hora del café! A Pedro le ha pasado algo. Se ha perdido ido bien temprano esta mañana, son demasiadas horas en la montaña, le ha pasado algo, seguro. No puedo creerlo, perdido en medio de la montaña.


Me llevo las manos a la cabeza y empiezo a dar vueltas, nerviosa, por la habitación. ¡Con la que está cayendo!


Descuelgo el teléfono, hay que ponerle solución a esto antes de que pase una desgracia.


—¡Maria! Llama ya a Protección Civil.


—¿Paula? Creí que iba a ir Pedro a buscar a mi marido.


—Eso ha hecho. Por eso mismo hay que alertar ya a Protección Civil.


—Mujer, si tu ganadero ha ido a buscar a Juan Ignacio ni hay de qué preocuparse.


Empiezo a irritarme.


Pedro ha salido temprano esta mañana y no ha vuelto. Diluvia y hay una niebla espesa. ¿Qué más necesitas para que demos la alarma?


—Pero ahora cobran…


—¡Por Dios, Maria! —la interrumpo—. ¿Es que no tienes miedo de que le haya pasado algo a tu marido?


No contesta.


—Porque yo sí tengo miedo de que le haya pasado algo a Pedro. Puede que solo haga un par de semanas que lo conozco pero me gusta y quiero seguir teniendo muchas semanas más para conocerlo. ¡Me niego a perderlo ahora! ¡Y menos por vuestra imprudencia! Si no avisas tú, avisaré yo.


La escucho gimotear asustada al otro lado del teléfono.


—Yo… yo también tengo miedo… ¡Ay, mi pobre Juancho! Si sale de esta me lo llevo de viaje a que recuperemos el amor. ¡Lo juro! Lo quiero mucho. Sé que no se lo demuestro y que no paro de darle órdenes, pero es que se pasa la vida huyendo de mí.


Pobres, se han ahogado en la rutina y ahora no saben cómo salir. La única vía de escape de Juancho son sus salidas a la sidrería y eso está desembocando en un problema con el alcohol que si sigue así se convertirá en algo serio.


—Eso es lo que tienes que hacer. Tanta bebida no es buena.


—¡Ay, ay, ay! —se sigue lamentando—. Voy a dar aviso ahora mismo.


—Gracias —suspiro aliviada.


—Vente a mi casa y los esperamos juntas, ¿quieres?


Aunque estoy molesta con ella porque si hubiera hecho las cosas como tocaban desde el principio Pedro no estaría en esta situación, en el fondo me da lástima, así que acepto. 


Además, si sigo sola en casa voy a ponerme todavía más histérica conforme pase el rato.


Unas horas más tarde estoy sentada frente a la chimenea del caserío de los Oquiñena con una taza caliente de tila en la mano y mucho, mucho más tranquila. Estos son los efectos de la infusión y del Valium que me he tomado.


Porque desde luego, noticias que nos tranquilicen no hay ni una. Maria y yo llevamos toda la tarde esperando y ¡nadie nos dice nada!


Después de que Maria diera la alerta a emergencias, un dispositivo ha salido en su búsqueda. Nos han dicho que seamos optimistas, que lo más probable es que simplemente estén extraviados y no encuentren el camino de vuelta. 


Aunque eso sí, la niebla es espesa y si el clima empeora dejarán la búsqueda para mañana.


Maria dice que no hay por qué ponerse en lo peor.


Sin embargo, yo no puedo evitarlo.


Toda clase de desgracias pasan por mi cabeza. No puedo creer que ahora cuando parecía que Pedro y yo íbamos a empezar algo… No, no quiero ni decir las palabras. No quiero ni imaginarlo.


Maria, que parecía mucho más calmada esta mañana también ha empezado a intranquilizarse. Está acostumbrada a que Juancho desaparezca y se meta en líos pero la mala climatología ha empezado a asustarla y no puede parar quieta.


Mientras yo permanezco sentada y dejo que la procesión vaya por dentro, ella está de pie, recorriendo el salón de arriba abajo una y otra vez, y hablando consigo misma. «Ay, mi Juancho… mi Juancho con lo que yo te quiero», la escucho decir entre dientes.


Ya podía quererlo menos y tratarlo un poquito mejor. Así el hombre no tendría esa manía persecutoria de salir todas las noches y beber como un cosaco y hoy nos habríamos ahorrado el disgusto.


Pero Maria sigue dando vueltas, cada vez más nerviosa. 


«Ay, mi Juancho, como termines como el cura de Arrarats…», la oigo decir.


—¿De qué hablas? —pregunto alarmada.


—Esta Navidad el cura se adentró en el bosque a coger musgo para montar el Belén —lloriquea la mujer del director—, se perdió porque lo sorprendió la niebla y… —Un repentino llanto ahoga las palabras de Miren.


—¿Qué le pasó al cura?


—Cuando lo encontraron, unos días después, ya era tarde. Nunca montó ese Belén.


Escuchar que hace tan solo unos meses alguien murió por una imprudencia muy parecida a la que han cometido Pedro y Juancho enciende en mí todas las alarmas. Ahora ya no me calma ni un Valium.


Las horas pasan lentas y, a las ocho de la tarde, cuando ya empezamos a desesperar, suena el teléfono.


—¿Dígame?


A Maria le tiemblan las manos al descolgar, como si presintiera que van a comunicarle una tragedia.


—¡Ay, ay, ay, Dios mío! —la oigo decir antes de colgar el teléfono.


Maria se ha quedado blanca y sin habla; no dice nada. ¿Qué desgracia ha pasado?


—¡Los han encontrado! —exclama alborozada cuando consigue recuperar la voz.


—¡Te mato, Maria! Pues no parecía por tu cara y tus comentarios que se habían muerto por lo menos. ¡Menudo susto me has dado!


—Lo siento, hija, es que he sentido tanto alivio al recibir la noticia que me he quedado muda.


Más relajadas, nos sentamos de nuevo en el sofá. Por lo visto, estaban en una pequeña gruta no lejos del sendero principal. Maria y yo esperamos a que los traigan a casa. 


Ahora que sabemos que están sanos y salvos, la mujer de mi director se permite el capricho de cotillear sobre mi relación con Pedro.


—Creí que la otra noche dijiste algo de un tal Santi. Un amigo tuyo de Valencia.


Asiento.


—Pero, amigo, ¿cómo de amigo?


—Santi era un amigo con derecho a roce. Un follamigo, como dicen ahora.


—¡Jesús, María y José! —Maria se lleva las manos a la boca escandalizada por la palabra que utilizo—. Y Pedro, ¿qué es?


—Todavía no lo sé. Me gustaría que fuera algo más. Es especial, es diferente. Es el típico hombre con el que nunca hubiera salido y, sin embargo, no puedo dejar de pensar en él a todas horas.


—Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti, chica de asfalto. —La voz, aunque afónica y ronca, es, inconfundiblemente, la de mi casero, la de mi chico del norte.


Me pongo en pie de un salto, corro hacia él y lo abrazo con fuerza.


—No sabes qué miedo he pasado —susurro con la cabeza escondida en su cuello.


Él me estrecha entre sus brazos y me acaricia el cabello.


—Tranquila, ya ha pasado todo.


—Me dijiste que estarías de vuelta a la hora de comer.


—Lo siento, cariño, la puntualidad no es una de mis virtudes.


Levanto la cabeza y veo el brillo en sus ojos. Está feliz y con ganas de guasa. Le golpeo el pecho con los puños a modo de riña.


—No se te ocurra bromear con esto. Tuve miedo de verdad de que os hubiera pasado algo o de que no lograran encontraros. La montaña puede ser peligrosa.


Maria prepara chocolate caliente para que entren en calor y, cuando Pedro se la toma, nos vamos de allí. Juancho y Maria tienen mucho de qué hablar si quieren solucionar sus problemas, por lo que lo mejor que podemos hacer es dejarlos solos.


Además, están empapados y no quiero que Pedro coja una pulmonía. Hay que ir a casa para que se cambie cuanto antes de ropa.


Salimos del caserío y, cuando veo que Pedro abre el coche y va directo al asiento del conductor niego con la cabeza, le quito las llaves y lo mando al asiento del copiloto.


—No estás en condiciones. Estás agotado y no creo que puedas ni ver con claridad. Ya conduzco yo.


—¿Pero tú has conducido alguna vez un todoterreno? ¿Y por carreteritas como está?


—Mira, no voy a negarte que estoy acostumbrada a coches pequeños y a moverme por ciudad o por autovías… en cualquier caso tú no vas a coger ahora el coche, así que siéntate y cállate si no quieres que me enfade.


—Está bien —suspira—. Prométeme que irás despacio. Odio estas carreteras cuando llueve, son muy traicioneras.


—Desde luego, no tienes miedo a adentrarte en el monte con el día que hacía hoy pero resulta que el coche te da respeto.


—Malas experiencias, supongo —replica encogiéndose de hombros.


No sé de qué habla pero por hoy ya hemos tenido suficientes problemas. Mañana será otro día.