martes, 26 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 29

 


Paula se quitó la blusa y la dejó en el respaldo de una silla, junto a la piscina. Pedro dejó escapar un prolongado silbido.


—Debo decir que tengo un gusto excelente.


Paula se encogió de hombros, cohibida. Pedro estaba de pie con las manos apoyadas en las caderas, mirándola con evidente aprecio.


—Hice un buen trabajo eligiendo ese bañador, pero lo cierto es que tú tienes un cuerpo estupendo para lucirlo.


Muy a pesar suyo, el cumplido de Pedro hizo que Paula sintiera un repentino calor por todo el cuerpo.


—Deja de echarte flores y empecemos con la clase.


—Ven aquí.


Más irritada por cómo la estaba haciendo sentirse Pedro que por sus palabras, Paula señaló las escaleras junto a las que se hallaba.


—Por aquí es por donde tenemos que entrar.


—Aún no. Ven aquí.


El tono ronco de la voz de Pedro hizo que la irritación de Paula se esfumara. Avanzó hacia él, esforzándose por no mirar más arriba de donde acababa su bañador.


Cuando llegó hasta donde estaba, él la tomó por los hombros y le hizo darse la vuelta.


—¿Qué…? —de pronto, Paula sintió sus manos en la espalda, extendiendo algún tipo de crema.


—Nadie debería ir a ningún sitio en estas islas sin protector solar, pero sobre todo tú, que tienes la piel clara.


—De acuerdo, pero puedo ponérmelo yo sola.


Cuando Paula trató de volverse, Pedro se lo impidió.


—No puedes extendértelo por la espalda. Este bañador deja al descubierto demasiada piel.


—¿Y de quién es la culpa?


—Del diseñador, supongo.


Paula miró a lo alto, exasperada, pero Pedro estaba tras ella, de manera que su expresión cayó en saco roto. Pero, un instante después, la exasperación se transformó en placer.


Tras aplicarle la loción en los hombros, Pedro fue descendiendo de un modo muy concienzudo y sensual por su espalda. Sus largos dedos no pasaron por alto ni un centímetro cuadrado de piel, introduciéndose incluso bajo la tira del biquini y acercándose peligrosamente a los lados de los pechos.


Paula apenas podía respirar. Si Pedro avanzaba un poco más… solo un poco más… sus dedos le rozarían los pezones.


Cerró los ojos y sintió que se balanceaba. Quería pedirle que parara, pero no lograba encontrar su voz. Quería irse, pero las piernas no la obedecían.


Unos momentos después, sin dejar de masajearla, de acariciarla, Pedro llegó a su cintura. Cuando alcanzó el borde del bañador, introdujo los dedos bajo el elástico, pero solo un poco, lo justo para hacer que Paula volviera a contener el aliento.


A continuación pasó a los muslos y a los laterales de las nalgas. Paula tuvo que apoyarse contra el respaldo de una silla.


—Yo… puedo ocuparme del resto —dijo, aunque su voz fue solo un susurro.


Sin responder, Pedro continuó hasta las pantorrillas y los tobillos. Luego se colocó frente a ella.


Paula no podía ver. Solo podía sentir las manos de Pedro en sus espinillas, en sus rodillas, más arriba… Estaba utilizando ambas manos, una para cada pierna, con la misma concentración que Leonardo da Vinci debió necesitar para pintar la Mona Lisa.


Paula se aclaró la garganta.


—Creo que…


Al llegar a lo alto de sus muslos, Pedro deslizó los dedos bajo el bañador, lo suficiente como para sentir los pequeños rizos que había debajo.


Paula dejó escapar un gritito ahogado.


Él se quedó paralizado, pero no movió los dedos. Su respiración era claramente irregular. Miró el lugar en que se unían los muslos de Paula.


De pronto, se levantó, dio varios pasos hacia la piscina y se lanzó al agua. Y mientras su cuerpo se arqueaba contra el cielo, Paula captó un destello de su dura y poderosa erección contra la tela del bañador.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 28

 


Avanzó hacia él, pero se obligó a apartar la mirada para observar el resto de la terraza. Tras Pedro había una zona de estar con coloridas tumbonas y un par de mesas. Incluso había una chimenea, y en lo alto giraba un ventilador de techo.


Él estaba tan concentrado mirando el mar que no vio que Paula se acercaba, cosa que ella agradeció. Cuando apenas le separaban dos metros de él, vio algunas gotas de agua en su musculoso cuerpo y en su pelo.


—Buenos días —saludó.


Pedro se volvió hacia ella con una sonrisa de bienvenida en los labios.


—Buenos días.


Al ver su sonrisa, Paula sintió una calidez que nada tenía que ver con el sexo. Afortunadamente.


—La verdad es que no tengo ni idea de la hora que es. Todo lo que sé es que anoche me dormí como un tronco en cuanto me metí en la cama, y cuando he despertado el sol ya había salido.


—Eso es todo lo que necesitas saber. La hora carece de importancia en estas islas —Pedro miro a Paula de arriba a abajo—. Estás muy guapa.


—Gracias —dijo ella e, instintivamente, trató de desviar la atención de sí misma—. Esta isla es una maravilla.


—Me alegra que te guste —la sonrisa de Pedro hizo, ver a Paula que sabía lo que estaba haciendo.


Había vuelto a leerle la mente.


—¿Ya has estado nadando?


Pedro asintió.


—El agua está estupenda. Te va a encantar.


Paula miró hacia el mar.


—Eso aún está por verse.


—Es cierto —Pedro tomó una camiseta azul que se hallaba sobre el respaldo de una silla y se la puso. El agua empapó rápidamente los lugares en que aún no estaba seco, como su pecho, donde Paula acababa de ver el brillo de unas gotas—. Lo primero es lo primero —dijo, enérgicamente—. Ya que anoche no cenaste, apostaría lo que fuera a que estás hambrienta.


—Ganarías la apuesta —dijo Paula, que en ese momento se fijó en una mesa larga y rectangular que se hallaba en un lateral de la zona de estar. Estaba dispuesta para dos.


Pedro la tomó de la mano.


—Ven conmigo.


Paula tenía la sensación de que aquello era lo único que había hecho durante los tres días anteriores.


Ocupó la silla que Pedro apartó para ella y él se sentó a su derecha. Había varios recipientes cubiertos en la mesa, junto con un gran cuenco lleno de fruta.


En ese momento salió de la casa una joven belleza de piel color caramelo y pelo corto y negro con un termo blanco en la mano.


—¿Quiere café, señorita?


—Sí, gracias. ¿Habría algún problema en que fuera descafeinado?


—Es descafeinado.


—Paula, esta es Liana. Liana, esta es mi amiga Paula.


—Hola —saludó Paula, que en respuesta recibió una cálida sonrisa.


—Bienvenida a Serenity —dijo Liana mientras servía el café.


—¿Serenity?


—Es el nombre de la isla.


—Liana y su familia son los encargados de la isla —dijo Pedro.


—Supongo que es un trabajo agradable —Paula miró sucesivamente a Liana y a Pedro—. El nombre de la isla parece muy adecuado.


Liana y Pedro intercambiaron sonrisas y, por algún motivo, el corazón de Paula se encogió. Sus sonrisas desprendían una íntima familiaridad. ¿Mantendrían una relación? ¿Sería Liana la mujer de la que se había enamorado Pedro? Y si era así, ¿Cómo le había roto el corazón? Era evidente que su relación seguía siendo cálida.


Liana la miró con sus bonitos ojos negros.


—¿Le apetece comer algo en especial, señorita Chaves?


—No estoy segura —dijo Paula, pensando que Pedro siempre tenía a su alrededor alguna mujer guapa. El día anterior había sido Jacqui. Ahora era Liana. Suspiró con suavidad. ¿Pero qué más le daba a ella?—. Pero lo cierto es que tengo hambre.


—Di lo que te apetece —dijo Pedro—. Si no lo tenemos, habrá que pensar en otra cosa.


—De acuerdo. ¿Qué tal unas tostadas con huevo y beicon?


—No hay problema, señorita.


—Estupendo —Paula miró a Liana con una cálida sonrisa y decidió que no podía culparla si estaba enamorada de Pedro. A veces parecía que la mitad de las mujeres que conocía estaban enamoradas de él—. Y, por favor, llámame Paula.


—Gracias, Paula. ¿Pedro?


—Quiero lo mismo que ella.


—Mamá y yo nos pondremos enseguida a prepararlo —Liana se volvió y desapareció en el interior de la casa.


Justo en ese momento, un golpe de viento recorrió la terraza y revolvió el pelo de Paula. Instintivamente, ella alzó el rostro hacia la brisa.


—Parece que eres de aquí —murmuró Pedro.


Ligeramente avergonzada por haberse dejado atrapar desprevenida, Paula le devolvió el comentario.


—Tú también. Debes venir aquí a menudo.


—¿Por qué dices eso?


—Porque tú y Liana parecéis conoceros bastante bien.


Pedro asintió.


—Es cierto que vengo bastante a menudo, o tan a menudo como puedo, al menos. Y sí, Liana y yo nos conocemos bastante bien.


—¿Hasta qué punto? —Paula quiso retirar sus palabras en cuanto surgieron de su boca.


De pronto, los ojos de Pedro empezaron a brillar.


—¿Qué está pasando por esa bonita cabeza tuya? ¿Crees que Liana y yo somos amantes?


—¿Lo sois?


Pedro negó con la cabeza.


—No, Paula. Conozco a Liana y a su familia desde hace diez años, que fue cuando empecé a venir aquí. Somos buenos amigos, y eso es todo. Además, no creo que a su marido le gustara —ladeó la cabeza y miró a Paula pensativamente—. ¿De acuerdo?


Paula se encogió de hombros, como si le diera lo mismo.


—Claro. Así que llevas diez años viniendo aquí —dijo, tras dar un sorbo al café.


—Sí.


—El dueño de la isla debe de ser muy buen amigo tuyo.


—Lo es.


—Tú eres el dueño, ¿verdad?


Pedro sonrió.


—Junto con Darío.


—No sabía que fuerais tan amigos.


—Te dije desde el principio que lo éramos.


Paula se mordió el labio inferior. Suponía que Pedro le había hecho un gran favor llevándola a una isla de la que Darío era dueño a medias. De manera que, ¿por qué estaba sintiendo aquel repentino pánico?


—¿Por qué no me dijiste quién era el dueño de la isla?


—Porque temía que te sintieras atrapada si te decía que era en parte mía.


Paula comprendió en ese momento que su pánico no tenía nada que ver con Darío, sino con Pedro. La tenía atrapada en un lugar del que no podía huir… huir de él.


—Si en cualquier momento quieres irte, no tienes más que decírmelo —añadió él.


Paula asintió. Una vez más, Pedro le había leído la mente, pero ya empezaba a acostumbrarse. Tal vez se debía a que le había dicho que podía irse cuando quisiera, pero de pronto ya no se sentía atrapada. Y, extrañamente, un burbujeante sentimiento de anticipación se apoderó de pronto de ella. ¿Pero qué estaba anticipando?


—¿Planeáis Darío y tú promocionar la isla?


—Nos gusta tal y como está, pero puede que algún día construyamos otra residencia para las ocasiones en que queramos traer a nuestras familias al mismo tiempo.


Paula estaba a punto de mencionar el dinero que podrían ganar si decidían desarrollarla como centro turístico, pero pensar en Pedro con una familia hizo que se le formara un nudo en la garganta.


Pedro con una esposa e hijos… Evidentemente, debía tener planeado formar una familia, o de lo contrario no habría mencionado la posibilidad de construir otra residencia.


—He pensado llevarte a dar una vuelta por la isla mientras digerimos el desayuno, pero si lo prefieres, podemos ir directamente a la piscina.


—¿A la piscina? —preguntó Paula, extrañada—. ¿Hay una piscina en la isla?


Pedro asintió.


—Está muy cerca, aunque no se ve hasta que llegas.


—¿No resulta un poco absurdo tener una piscina aquí?


Pedro río.


—Es cierto, pero Darío y yo decidimos hacerla de todos modos. Hay algunas personas a las que les gusta ver lo que tienen debajo cuando se bañan de noche.


—Seguro que tú no eres una de esas personas.


—Así es. El océano es maravilloso de noche.


Paula se sintió atrapada por los ojos de Pedro. No era de extrañar que las mujeres se colaran por él.


—¿Y vas a enseñarme a bucear en la piscina? Para eso podíamos habernos quedado en Dallas. Yo tengo piscina en mi jardín, y tú también.


—Primero practicaremos en la piscina, para que luego puedas manejarte allí —Pedro señaló con la cabeza en dirección a la playa—. Después podremos ir al arrecife que he elegido para ti.


—Oh —Paula dio otro sorbo a su café—. Supongo que eso es una buena idea. Pero, por lo poco que sé, bucear parece algo relativamente fácil.


—Lo es, una vez que se han aprendido los principios básicos.


—Comprendo. Pero no os imagino a ti y a Darío buceando tan solo por la superficie. Seguro que practicáis el submarinismo con botellas.


La sonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.


—Tienes razón, pero antes de practicar el submarinismo conviene que aprendas a bucear con gafas, tubo y aletas. Después, si convences a Darío para que se case contigo, él podría enseñarte a bucear con botellas.


Paula pensó que, una vez más, la respuesta de Pedro resultó totalmente razonable. Lo que no era razonable era que a ella le desagradara tanto.


—Por cierto, ¿sabes nadar?


Paula no pudo evitar reír.


—¿De verdad crees que me plantearía aprender a bucear si no supiera nadar?


—De acuerdo, pero, ¿hasta qué punto sabes hacerlo?


Paula pensó un momento en la pregunta de Pedro.


—Solía nadar bastante bien, pero no he vuelto a hacerlo desde que terminé mis estudios en el colegio. Mi padre se aseguró de que mis hermanas y yo aprendiéramos a nadar.


—Teniendo en cuenta que hay un lago enorme junto al Double B, comprendo por qué. Supongo que no quería correr el peligro de que os cayerais y os ahogarais.


—Ni siquiera habría parpadeado si alguna de nosotras se hubiera ahogado.


—Supongo que no lo dijese en serio.


—Te aseguro que, el día después del funeral, habría vuelto a sus ocupaciones como si tal cosa.


—Las personas tienen distintos modos de llorar a sus muertos, Paula.


—No tiene importancia —Paula hizo un gesto con la mano, como queriendo dejar el tema a un lado—. Pero el verdadero motivo por el que se aseguró de que supiéramos nadar fue para que pudiéramos competir entre nosotras. Todo formaba parte de su estrategia para volvernos competitivas. Por eso nos enseñó también a jugar al golf, al tenis y al baloncesto. Y ese es el motivo por el que dejé de nadar en cuanto pude. Por eso no estoy segura de hasta qué punto estoy en condiciones de volver a hacerlo.


Pedro la miró unos momentos como si quisiera decirle algo, sin duda algo sobre su padre, pero finalmente cambió de opinión.


—No tienes por qué preocuparte. Llevarás un cinturón que te mantendrá a flote, y un chaleco salvavidas en caso de que no te sientas segura. En cualquier caso, nunca se me ocurriría enseñar a bucear a alguien que no supiera nadar.


—Entonces, ¿por qué no me lo preguntaste antes de venir?


Pedro sonrió.


—Porque si no hubieras sabido nadar, te habría enseñado.


—Tan fácil como eso, ¿no? ¿Sabes lo que creo? Que te has equivocado de profesión. Deberías haber sido profesor.


—¿En serio?


Paula asintió.


—Estoy segura de que enseñar historia o matemáticas no es muy distinto a enseñar a una mujer a aceptar la caricia de un hombre, o a bailar arrimada, o a bucear. Solo sería otra lección en una larga lista de ellas, ¿no te parece?


Pedro volvió a sonreír.


—Correcto —dijo y volvió la cabeza hacia la puerta—. Ah, aquí está nuestro desayuno. Gracias, Liana.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 27

 


Paula se estiró lentamente en la cama. La luz del sol y una suave brisa entraban por una gran puerta, acompañados del aroma de flores tropicales y del sonido del mar.


Todo era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que permaneció tumbada unos minutos más, tratando de orientarse.


La noche anterior, cuando llegaron a la isla, Pedro le indicó cuál era su dormitorio y le dijo que cuando estuviera lista podía salir a cenar algo a la terraza. Pero Paula estaba demasiado cansada y, tras tomar una ducha, se fue directamente a la cama. El torbellino interior que había soportado durante los últimos días la había dejado agotada.


Salió de la cama y se acercó a la puerta, que daba a una amplia terraza. El día anterior, Pedro le explicó que la casa había sido cuidadosamente construida para que no pudiera verse desde ningún punto de la isla, excepto desde el aire.


Ni siquiera tuvo que salir a la terraza para darse cuenta de que la casa se hallaba sobre una colina cubierta de vegetación, que descendía hasta una playa de arena blanca. Flores de colores tan brillantes que apenas parecían reales formaban enormes ramos entre árboles y arbustos.


Había tomado una buena decisión aceptando ir allí, pensó. La isla era un mundo completamente diferente, con una belleza muy distinta a la que estaba acostumbrada. Si algún lugar podía sacarla de la rutina a la que estaba acostumbrada era aquel.


Y ya que iba a pasar allí algunos días, lo mejor que podía hacer era vestirse y salir a ver qué encontraba.


Pedro había dicho que el propósito de aquel viaje era enseñarla a bucear, de manera que rebuscó en sus maletas y encontró seis biquinis diferentes. Tomó uno de color rosa oscuro y lo miró con ojo crítico. Pequeño. Muy pequeño. Pero los demás no eran más grandes.


Suspirando, fue con él al baño y se lo puso. Luego se miró en el espejo y frunció el ceño. La parte baja empezaba varios centímetros por debajo de su ombligo y el corte de las piernas era muy alto. El sujetador era poco más que dos trocitos de tela sujetos por una cuerda. De todos modos, nada vital quedaba expuesto, y no resultaba demasiado escandaloso. Giró para verse desde otro ángulo y la conclusión a la que llegó resultó sorprendente: el bañador le sentaba muy bien.


Sonrió. El hecho de estar allí con aquel diminuto biquini era otro indicio de que estaba cambiando. Lo que no sabía aún, y lo que pretendía averiguar durante su estancia en la isla, era si esos cambios le gustaban.


Tras lavarse la cara, cepillarse los dientes y darse crema protectora en la cara y el cuello, se centró en su pelo y descubrió que tenía poco que hacer.


El peluquero que la había atendido el día anterior se lo había cortado a capas. El corte lo había aligerado de peso y revelaba la tendencia natural a rizarse contra la que Paula había luchado toda su vida. El peluquero también le había cortado las puntas, de manera que le llegaba justo hasta los hombros. Como resultado, lo único que tenía que hacer era pasar los dedos por él para que adquiriera el mismo aspecto que tenía nada más salir de la peluquería.


Después de mirarse un momento en el espejo y decidir que el corte de pelo era un cambio al que aún no se había acostumbrado, volvió al dormitorio, se puso una blusa y un par de sandalias que encontró en una de las maletas y salió a la terraza.


Pero se detuvo tras dar tan solo unos pasos. Pedro estaba de pie en un extremo de la terraza, mirando hacia el mar, con una taza de café en una mano y la otra apoyada contra un poste.


Y lo único que llevaba puesto era un bañador azul marino, ceñido y corto.


Muy corto. Y muy ceñido.


Se ruborizó y sintió que se le secaba la boca. Viéndolo de perfil, el abultamiento de su sexo era evidente.


Se quedó paralizada ante aquella visión, y el corazón empezó a latirle como si estuviera a punto de salirse de su pecho. Pero, ¿por qué? Ya había sentido su tamaño y forma cuando bailaron. Entre sus brazos, en la pista de baile, estuvo a punto de desvanecerse al sentirlo presionado contra la parte baja de su cuerpo. Aún podía recordar el deseo que se apoderó de ella.


Pero no podía permitir que sucediera algo parecido en aquel lugar. No podía y no lo permitiría.


Además, estaban en una isla, y lo normal era ir en bañador. Más le valía acostumbrarse a la visión del magnífico cuerpo de Pedro, y de su sexo…


Un deseo incontrolable recorrió sus venas, haciéndola sentirse febril. Apenas pudo contener el impulso de retirarse a su dormitorio. Aquel no era un buen modo de empezar su estancia en la isla. Hacía tiempo que había dejado de ocultarse en el armario de su dormitorio, y no tenía intención de empezar a hacerlo de nuevo.