sábado, 4 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 22




Paula empezó, de forma irracional, a odiar el timbre. No por quien pudiera ser, gente de la cadena, su representante, que no parecía entender la palabra «no», sino por quien no era.


¿Se podía ser más tonta?


Primero dejaba a Pedro porque era un marido frío y luego, cuando él le desnudaba su alma y admitía que estaba dispuesto a olvidar sus miedos para darle lo que quería, volvía a rechazarlo, poniendo a su hermana por delante. Le había dejado bien claro que él era el segundo y ningún hombre soportaría eso. Especialmente un hombre como Pedro Alfonso.


Paula levantó el telefonillo.


—¿Quién es?


—Soy Miranda. ¿Puedo subir?


Paula pulsó el botón. Nunca podría sustituir a Pedro, pero su hermana respiraba el mismo aire, hablaba con él, podría decirle cómo estaba…


—Bonito sofá —sonrió Miranda, entrando en el salón con uno de sus espectaculares conjuntos—. Muy llamativo. Pedro me dijo que tu apartamento tenía cierto encanto…


—¿Ah, sí? ¿Y qué más te dijo?


—Pensé que ese comentario estaba influido por la pasión, pero es verdad. Claro que lo que deberías hacer es reformar la casa de Belgravia, convertirla en un hogar. El piso de arriba podría ser un apartamento para Daniela. Allí hay mucho más sitio para una cuna…


Ah, claro, estaba siendo irónica.


—¿Se puede saber qué quieres, Miranda? —la interrumpió Paula, irritada.


—Nada, es con tu hermana con quien quiero hablar —contestó ella, volviéndose hacia Daniela—. Te vi en televisión el mes pasado. Tienes la misma sonrisa que tu hermana y, casi con toda seguridad, el resto de ti empezará a parecerse a ella dentro de poco. La maternidad puede hacer maravillas, tengo entendido. Soy Miranda Alfonso, la hermana de Pedro.


Pedro Picapiedra y Cruella de Ville —replicó Daniela—. Bonita pareja.


Miranda soltó una carcajada.


—Una Paula con mal genio. Me encanta, vamos a llevarnos bien.


Daniela y Miranda, por increíble que pudiese parecer, empezaron a charlar animadamente mientras Paula hacía un café. Pero cuando volvió al salón con la bandeja y abrió las ventanas su hermana protestó:
—¿Quieres matarnos de frío, Paula?


—¿No tenéis calor?


—¡No!


—Ah, pues no sé… a lo mejor he pillado un virus o algo.


—Sí, tienes los mismos síntomas que Pedro —dijo Miranda.


—¿No se encuentra bien?


—Nada que una noche de sueño no pudiese curar. ¿Por qué no te echas un rato?


—Estoy bien… —empezó a decir Paula. Pero el olor de la leche caliente la hizo ir corriendo al baño. Y se negó a dejar que Miranda o su hermana la atendieran—. Estoy bien, en serio. Debe de ser algún virus de ésos que andan por ahí. Voy a tumbarme un rato.


Miranda seguía allí cuando salió de la habitación una hora después, ligeramente mareada de la siesta y muerta de hambre.


—¿Y esa pizza?


—La hemos pedido por teléfono.


—Ah, espero que tenga anchoas.


—¿Qué pasa con vosotros dos y las anchoas? —suspiró Miranda.


—¿Anchoas? Pero si tú las odias —dijo Daniela, sorprendida.


—Es que me apetece algo salado —respondió Paula, engullendo un trozo de pizza—. ¿Qué? ¿Por qué me miráis así?


Daniela y Miranda sacudieron la cabeza al unísono.


—Me he involucrado en un proyecto para niños del Tercer Mundo —dijo Miranda entonces—. Por lo visto, después de tu excursión al Himalaya la gente ha protestado y a los políticos no les gustan las críticas. Hay que hacer algo, la cuestión es qué.


—¿Quieres ideas?


—Yo había pensado en algo más que eso, si quieres que te sea sincera. Lo que necesito es alguien que le enseñe al mundo cómo están las cosas. Un embajador de los niños de la calle, por así decir. Y, con tus credenciales, tú pareces la elección más acertada.


—Miranda quiere que vaya con ella —dijo Daniela entonces—. Como su ayudante.


—Pero estás embarazada.


—¿Y qué? Estamos en el siglo XXI, las mujeres embarazadas trabajan. Vamos a ir a Sudamérica, a Oriente…


—¿Qué?


—Yo cuidaré de ella, Paula —dijo Miranda.


—¿Ha sido idea tuya?


—¿Crees que Pedro está detrás de esto? Te lo aseguro, me ha prohibido expresamente pedirte ayuda.


—Ah —Paula se sentía como un neumático sin aire. Era como lo del timbre. Sabía que no podía ser él y, aun así, seguía esperando.


—Por favor, di que sí —le suplicó su hermana.


Paula lo pensó un momento. Daniela deprimida e irritable tumbada en el sofá todo el día o con un trabajo nuevo, un futuro por delante…


Y no solo Daniela. También era una oportunidad de hacer algo importante para ella.


—En fin, supongo que lo mejor será que vayas a solicitar un visado.



****

—¿La has visto? ¿Cómo está?


—Un poco cansada, la verdad —Miranda se tumbó en el sofá de la biblioteca—. Algún virus, seguro. ¿Sabes que el piso de abajo está en venta?


—Ya no.


—¿Lo has comprado tú?


—Sí.


—¿Y ella lo sabe?


—Aún no. Y también he comprado los otros dos —dijo Pedro entonces.


—¿Estaban en venta?


—Todo está en venta cuando uno ofrece la cantidad adecuada.


—¿Y tu plan es…?


—No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad.


—Cuando me haya llevado a Daniela a Sudamérica no habrá moros en la costa —sonrió Miranda—. Puedes mudarte al piso de abajo y perseguir a la señorita… invitarla a pizza. Pero que tenga anchoas.


—Paula odia las anchoas.


—¿Ah, sí? Pues quién lo diría. En fin, piénsatelo, ¿quieres?



****


—¿Se puede saber qué está pasando abajo? —preguntó Paula.


El ruido la estaba volviendo loca. No, todo la estaba volviendo loca. Incluyendo que su apartamento, que ella quería minimalista, hubiera sido invadido por un duende de la Navidad en forma de Daniela. Y que todo aquello sobre lo que se pudiera poner un adorno tenía un adorno, una bombilla, una guirnalda…


Que el congelador estuviera lleno de comida que la ponía enferma sólo con mirarla.


Que lo único que quisiera hacer fuera tumbarse en una habitación con las cortinas echadas…


—Los inquilinos del piso de abajo se mudan hoy —le informó Daniela.


—¿Qué es eso? —preguntó Paula al ver que su hermana llevaba un paquete en las manos.


—Un regalo de Navidad por adelantado. Algo que podría resultarte útil.


Paula se incorporó en la cama, pensando que no debía ser tan gruñona. Al fin y al cabo, Daniela merecía tener una Navidad feliz.


—Qué detalle, muchas gracias —besó a su hermana antes de rasgar el papel de regalo, pero arrugó el ceño al ver la cajita que había dentro—. ¿Qué es esto?


—Una prueba de embarazo. De última generación; ni siquiera tienes que buscar un puntito rosa. Directamente dice: Embarazada o No embarazada. ¿A que mola?


Paula tragó saliva. No molaba nada.


—Yo no estoy embarazada.


—Te encuentras mal todo el tiempo, no tienes apetito, estás agotada, tienes sueño… y en el armario de la cocina hay suficientes latas de anchoas como para que te duren toda la vida. Y ayer te pillé metiendo los dedos en el frasco de los pepinillos —sonrió Daniela—. Por no hablar de que te pones verde cuando hueles la leche. Hace dos meses, ésa era yo. Salvo por los pepinillos.


—A mí me gustan los pepinillos.


—¿Te duelen los pechos? He notado que últimamente no te pones sujetador.


—Sí, bueno, pero…


—Pero nada. Deja de poner excusas, Paula. Tienes que dejar de esconderte y admitir la verdad: estás preñada. O sea, en cristiano, que te han metido un gol.


—No, cariño —Paula apartó un mechón de pelo de su frente—. Tú no lo entiendes. No puedo estar embarazada.


—Pues lo disimulas muy bien.


—Es un virus. Algo que debí de pillar cuando estuve de viaje.


—No, Paula…


Pedro no puede tener hijos. Se hizo una vasectomía hace años.


—Ah, entonces alguien ha ido por ahí haciendo cosas malas.


—¡Oye!


—Era una broma —Daniela señaló la cajita—. El cuarto de baño es por ahí. ¿Quieres que te lea las instrucciones?


—Esto es una bobada…


—¿Ah, sí? Pues demuéstramelo.






MI ERROR: CAPITULO 21





—Deberías acostarte temprano —dijo Paula.


Daniela estaba tumbada en el sofá que ella misma había elegido, de terciopelo fucsia, no tan práctico pero más alegre que el de seda marrón que había elegido Paula, viendo la televisión.


—¿Acostarme temprano? ¿Por qué? No soy una niña pequeña.


«Entonces deja de actuar como si lo fueras», pensó Paula. 


«Crece de una vez. Yo he tenido que hacerlo, Pedro ha tenido que hacerlo».


Pero se contuvo. Aquello era culpa suya. Si hubiera estado allí, si hubiera luchado con los asistentes sociales para exigir derechos de visita quizá todo hubiera sido diferente.


Y si no hubiera pensado sólo en sí misma aquel día, poco a poco podría haber construido una nueva relación con Pedro


En lugar de eso, Daniela, egoísta, necesitada, desesperada, la había obligado a elegir entre Pedro y ella. No sabía que ya la había elegido cuando dejó a su marido.


Pedro se lo había puesto fácil, mucho más de lo que pensaba, dejando claro que no volvería a llamarla durante algún tiempo, poniendo como excusa su trabajo…


—No he dicho que seas una niña, pero mañana es mi último día en el programa. Y me gustaría que fueras conmigo.


—¿Qué? —Daniela se mostró emocionada durante un segundo, pero enseguida arrugó el ceño—. No, no… mira qué pelos tengo.


—Las chicas de peluquería se encargarán de arreglártelo.


—¿Y qué me pongo? ¿Me prestas uno de tus…? No, déjalo. Tú no quieres que vaya.


—Claro que sí. Quiero que todo el mundo sepa que tengo una hermana.


—¿Para demostrar lo caritativa que eres? No, gracias.


Paula, irritada, la obligó a levantarse del sofá. Sabía por qué lo estaba haciendo. Sabía que se sentía culpable por haber destrozado su vestido y ésa era su manera de esconderse.


—Ven conmigo.


—¿Dónde?


No había vuelto a entrar en el vestidor y el conjunto de Balenciaga, hecho trizas, seguía en el suelo. Allí estaban todos sus vestidos, colgados ordenadamente en perchas de madera. Había regalado muchos durante los últimos días, pero había conservado los que representaban algo especial para ella.


Paula pasó la mano por las perchas y tomó uno negro de lentejuelas, sin mangas. Nunca volvería a ponérselo. Lo había guardado porque tenía buenos recuerdos.


—Me lo puse para la entrega de premios el primer año. Entonces no me habían nominado, sólo era una famosilla más, invitada para hacer bulto.


Tomando las tijeras, empezó a cortarlo; las piezas de tela cayeron al suelo junto con los jirones de seda del vestido de Balenciaga. Sin hacer caso del gemido de Daniela, hizo lo mismo con otro vestido y otro, y otro… contándole cuándo se los había puesto, en fiestas, galas, aniversarios… Cuando llegó al último, su hermana tenía los ojos llenos de lágrimas.


Una sencilla túnica de seda gris era el primer vestido de diseño que había comprado en su vida: un Chanel clásico. 


Era el que llevaba el día que conoció a Pedro. Destrozar aquél iba a ser más difícil, pero sería un símbolo, una promesa a su hermana, aunque ella no pudiese entenderla, de que nada se interpondría entre la dos otra vez.


—No, por favor —dijo Daniela entonces—. No lo hagas —cayendo al suelo de rodillas, tomó los jirones de seda como si pudiera reunirlos de nuevo—. Lo siento mucho, Paula. Lo siento mucho, de verdad…


—Sólo es un vestido —suspiró ella, soltando las tijeras—. Lo que quería que entendieras es que tú eres más importante. ¿Me crees?


—Parecías una princesa esa noche —Daniela estaba secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Yo estaba fuera, en la puerta del hotel, esperando cuando llegaste. No pensaba meterme en tu vida, pero quería verte y cuando saliste del coche…


—Estaba muy nerviosa.


—Qué va, estabas muy guapa. Y luego me miraste y tiraste un beso. Pero no sabías que yo estuviera allí…


—Estaba pensando en ti.


—¿De verdad?


Y en Pedro.


No, no debía pensar en él. Nunca se perdonaría a sí misma por lo que le había hecho, pero Pedro era fuerte. Le dolería, pero sobreviviría sin ella.


Daniela no.


—Pensé que podrías estar viendo el programa. Y esperaba que pensaras que el beso era para ti.


—Debería haber confiado en ti, pero pensé…


—Sé lo que pensaste —la interrumpió—. Te defraudé una vez, no estuve a tu lado cuando me necesitabas, pero eso no volverá a ocurrir. Pase lo que pase, hagas lo que hagas, te querré y estaré a tu lado. Y mañana encargaremos una lápida para tu padre, ¿te parece?


Daniela le echó los brazos al cuello y estuvieron así un rato, sin decir nada, abrazándose la una a la otra entre las ruinas de sus vidas. Y Paula supo que aquella crisis había pasado. 


No la última, pero quizá sí la más grave.



* * *


Pedro se quedó en casa para ver el programa de Paula esa mañana. Las noticias, los periódicos, la entrevista a un taxista que había escrito un libro y a una mujer con cáncer que estaba haciendo campaña para que buscasen un nuevo tratamiento, el informe del tiempo…


Los ingredientes usuales de su programa; Paula, el pegamento que lo unía todo con su encanto, su carisma y una fuerza que a él le había pasado desapercibida hasta entonces. O quizá fuera nueva. Algo que había encontrado en las cordilleras del Himalaya. Algo que le hacía amarla aún más. Sólo esperaba que su hermana entendiese lo afortunada que era.


Aquél era su último día en el programa y el editor había hecho un montaje de los mejores momentos: el primer día, cuando hizo aquel torpe informe del tiempo que la convirtió en una cara conocida, su entrevista al secretario general de Naciones Unidas, Paula sobre un autobús de dos pisos, Paula con la gota de sangre cayendo por su rostro en el Himalaya…


Pedro pensó que pondrían los títulos de crédito sobre esa imagen, pero la cámara volvió a enfocarla a ella en el plató.


Paula Chaves tenía algo especial delante de una cámara, pero aquel día era algo nuevo, algo más. Una madurez que no tenía nada que ver con su nueva imagen. Había aprendido por fin a creer en sí misma e Pedro se encontró sonriendo.


—He sido parte de este programa de una forma o de otra durante nueve años —empezó a decir—. Y, a pesar de todo lo que han visto, lo único que he aprendido es que esto no es sobre mí sino sobre ustedes, la gente que ve el programa cada día. Es sobre ustedes, sobre sus vidas —la cámara se acercó un poco más—. Hoy, como saben, es mi último día en este plató y quiero usar los últimos minutos para hablar de mí. Bueno, en realidad no sólo de mí. Voy a contarles la historia de dos niñas…


Pedro se levantó del sillón mientras Paula le contaba al mundo la historia de su vida. Mientras hablaba de los horrores que había vivido, pero también del amor.


Cuando terminó, se volvió para sonreír a alguien y la cámara enfocó a Daniela sentada a su lado.


El público y los técnicos se quedaron en silencio un momento y luego todo el equipo entró en el plató, aplaudiendo, para abrazar a Paula y a su hermana.


Pedro no podía apartar los ojos de ella, incluso cuando la puerta se abrió y Miranda entró en la biblioteca.


—Yo también estaba viendo el programa. Es asombrosa tu Paula, ¿no?


—No es mía.


Sólo durante unos momentos inolvidables el día anterior, cuando la verdad los había hecho libres. Cuando pronunciaron palabras que habían estado guardadas bajo llave durante tres años.


Hasta el día de su muerte recordaría su voz cuando le dijo «Te quiero».


—Pero sí, es asombrosa —consiguió decir, con un nudo en la garganta.


—Yo estaba tan segura de que te haría daño… Pensé… pensé que sólo quería tu dinero, pero no es así. No la dejes escapar, Pedro.


—Su hermana la necesita más que yo.


—Pero Paula te necesita a ti —insistió Miranda—. Todos necesitamos a alguien, una roca a la que agarrarnos cuando las cosas van mal. Su hermana se recuperará, Pedro.


—Algún día.


Daba igual. La semana siguiente, el año siguiente, él estaría allí si Paula lo necesitaba. Siempre estaría allí.


—¿Qué va a hacer la hermana ahora?


—Le dije a Paula que tú podrías conseguirle un trabajo.


—Ah, gracias. En serio, por creer en mí. Por cuidarme, por salvarme —de repente, su antipática y severa hermana pequeña se quedó sin palabras—. Hablaré con ella. Le preguntaré qué le gustaría hacer.


—Es frágil —le advirtió Pedro.


—No la romperé. De hecho, puede que le resulte más fácil hablar conmigo que con su hermana —Miranda miró la pantalla, donde Paula sonreía con un ramo de flores en la mano—. ¿Qué va a hacer ella ahora?


—No tengo ni idea. Me habló sobre un documental sobre adopciones y yo sugerí que formase su propia productora.


—No la veo dirigiendo una productora, pero ¿quién sabe? Esperaré un par de semanas antes de hablar con Daniela, les daré tiempo para que se aburran de jugar a las familias felices. Pero tú no metas la pata enviándole flores o correos de ánimo, ¿eh?


—Si eso es psicología inversa, has elegido al hombre equivocado.


Nada de flores, nada de correos.


Sólo el silencio.







MI ERROR: CAPITULO 20





El edificio había sido asegurado contra los intrusos. Pedro se encargó de llamar a los propietarios personalmente para que lo hicieran rápido… y habían hecho un buen trabajo.


Daniela, que seguramente habría intentando entrar, tuvo que rendirse y ahora estaba sentada en el suelo, temblando, con las manos en los bolsillos de la cazadora.


Paula no dijo nada. Cuando le ofreció su abrigo fue invitada, de la forma más grosera, a marcharse, pero su respuesta fue quitarse el abrigo, tirarlo al suelo y sentarse a su lado.


—¿Vas a contarme qué ha pasado?


—Como que te importa.


—Si no me importase no estaría aquí. ¿Qué ha pasado?


—¡No estabas allí! —gritó Daniela.


Hablaba como una niña petulante y no como una adulta, pensó Pedro, pero la pobre había sufrido mucho. Necesitaría la ayuda de un psicólogo y el amor incondicional de Paula para reconstruir su autoestima. Y él sabía por experiencia que ése era un trabajo para toda la vida.


—¿Cuándo no estaba allí? —preguntó Paula pacientemente.


—Esta mañana, cuando llamaron de la agencia —respondió con desesperación.


—Estaba trabajando, Daniela, ya lo sabes. ¿Qué querían?


—Decirme que habían encontrado a mi padre.


—¿Qué? Pero no deberían…


—¿Por qué no? Era mi padre.


—Lo sé, pero yo habría querido estar allí cuando hablasen contigo. No deberías haber estado sola.


—No es nada nuevo para mí. Además, creían que hablaban contigo —dijo Daniela entonces, apartando la mirada—. Está muerto, Paula. Mi padre murió hace seis años. Fui a ver su tumba, le llevé flores. Ha sido horrible. No había lápida ni nada. Ni nombre, sólo un número.


—Cariño… —Paula le pasó un brazo por los hombros—. No deberías haber estado sola en ese momento —y no volvería a estarlo. Aquella tarde había visto a un Pedro diferente, cariñoso, capaz de demostrar sus sentimientos, el hombre del que se había enamorado. Y, sin pensar, lo había empujado a algo que era un error—. Lo siento mucho, Daniela.


—Por favor… —su hermana se apartó—. Tú lo odiabas, le culpabas de todo. Y yo no te importo nada. Él es la única persona que te importa —añadió, señalando a Pedro.


—No…


—Es verdad. Siempre te está llamando. Cuando hablas con él pones cara de tonta y, cuando volví a casa estaba allí, en tu habitación…


—Es mi marido, Daniela…


—Pero se supone que estás separada. No acostándote con él a media tarde.


Cuando Paula se volvió para mirarlo, Pedro supo que todo estaba perdido, que sacrificaría su felicidad, aquella promesa de un nuevo principio en su matrimonio… cualquier cosa para hacer feliz a su hermana por el error que creía haber cometido cuando tenía catorce años. La verdad era que Daniela necesitaba el cien por cien de su hermana en aquel momento y eso era lo que iba a tener.


Y no había nada que él pudiera decir o hacer para que cambiase de opinión. Incluso intentarlo sería un error.


Lo sabía porque él habría hecho el mismo sacrificio por Miranda.


—Lo de hoy ha sido… una de esas cosas que pasan cuando algo importante se ha terminado —empezó a decir Paula—. Pero ya no podemos volver atrás.


Estaba diciéndole que esperar no serviría de nada, que había tomado una decisión firme. Pero sus ojos, suplicándole que la entendiera, que la perdonase por poner a Daniela primero, estaban diciendo otra cosa. Y si Paula supiera que la estaban traicionando los habría cerrado.


—Tú eres más importante para mí que nada en el mundo, Daniela Porter. Tienes que creerme.


Había lágrimas en sus ojos pero Daniela, llorando por su propia pena, por un hombre al que no conoció, que nunca la había querido, que les había robado a las dos la posibilidad de ser felices, no las vio.


La vida tenía por costumbre hacer pagar por los errores, Pedro lo sabía. Él no se había ido tres años antes, no tenía el corazón de Paula, su capacidad de sacrificio. 


Pero esa vez era diferente. Paula le había enseñado el poder del amor.


Necesitaba estar sola con su hermana y él era lo bastante fuerte como para dar un paso atrás durante el tiempo que hiciera falta.


—Hasta que la muerte nos separe.


Repitió la promesa de su matrimonio en un susurro. La diferencia era que ahora entendía el significado. Y, sobre todo, creía en él.






MI ERROR: CAPITULO 19





Paula se dio la vuelta y descubrió que seguía en los brazos de Pedro. Se había quedado dormida y no le sorprendía, ya que se levantaba cada día a las cuatro de la mañana para ir al estudio.


Pero no era aquella siesta lo que la hacía sentirse como nueva. Era Pedro, abrazándola, estando allí.


Se había quedado dormida y él seguía allí.


Lo que siempre había soñado. O lo más parecido, pensó, sonriendo, tontamente feliz.


—Esto da un significado nuevo a la expresión «se acostaron juntos».


Entonces, sintiendo que aquello era el principio de algo nuevo, algo diferente y no un final, alargó una mano para ponerla sobre su corazón.


Pero él sujetó su muñeca.


—Paula…


Ella no le hizo caso. Pedro creía que quería más de lo que él podía darle y por eso la había mantenido a distancia.


Pero se equivocaba.


Ahora que sabía la verdad, un mundo de posibilidades se abría ante ella. Había muchos niños en el mundo por los que podía hacer algo con su tiempo, su cariño, su dinero. Pero sólo había un hombre. Y, con un brazo atrapado debajo de ella, una mano ocupada manteniendo la suya cautiva, estaba a su merced. Con una mano neutralizada, Paula hizo lo que haría cualquier mujer y usó la boca para romper su resistencia.


Oyó un suspiro de agonía cuando puso los labios sobre su corazón, escuchando los fuertes latidos. Su piel era cálida y suave como la seda.


Pedro intentó hablar, pero contuvo el aliento cuando ella rozó uno de sus pezones con la lengua. Paula tenía el poder y lo usó, besando su pecho, bajando hasta la cavidad de sus costillas. Pedro intentaba apartarse, intentaba detener aquel ataque a sus sentidos, pero había esperado demasiado y el roce de la lengua femenina en su ombligo lo hizo gemir más de dolor que de placer.


Era un hombre fuerte, pero su cuerpo lo traicionó. Y descubrió que una raíz cuadrada no era rival para su mujer cuando estaba decidida a seducirlo. Que cuando debería estar diciendo «no» la única palabra que parecía capaz de decir era «sí». Que cuando ella se colocó encima y se inclinó hacia delante, los turgentes pechos acariciando su torso, diciendo «Te quiero, ámame, Pedro»… la vocecita de advertencia en su cabeza estaba perdiendo el tiempo.


Hicieron el amor sin secretos, sin barreras entre ellos. Paula lloró después y Pedro la abrazó, apretándola contra su corazón.


—Lo siento —murmuró, secándose las lágrimas—. Yo no suelo… no esperabas esto cuando apareciste con una caja llena de botes de pintura, ¿eh?


—Si éste es el recibimiento que me espera, traeré una caja todos los días. O mejor, podrías volver a casa.


—No puedo. No puedo volver allí… —Paula levantó la cabeza—. ¿Has oído algo?


Un portazo y el ruido de pisadas atropelladas en la escalera no dejaban lugar a dudas. Paula se incorporó para ponerse una bata y salir del dormitorio.


—Oh, no…


Sonaba como si le hubieran dado un puñetazo, como si se hubiera quedado sin aire. Pedro no se molestó en ponerse los pantalones para salir al pasillo, pero se quedó inmóvil en la puerta al ver, en el vestidor de Paula, el conjunto que había llevado a la entrega de premios hecho jirones.


Daniela.


¿Cuánto tiempo habría estado en casa, oyendo los sonidos de dos personas que hacían el amor?


El instinto lo hizo abrazar a Paula para protegerla, pero ella se apartó, rechazando un gesto de consuelo que le había suplicado una hora antes, la clase de gesto que empezaba a convertirse en una segunda naturaleza para él.


—Ha debido de pasar algo… algo malo —Paula se volvió hacia él—. Me necesitaba y yo no estaba ahí para ella.


Pedro buscó algo que decir, algo que la ayudase, que lo ayudase a él. La dolorosa realidad era que a veces no había palabras.


—Habrá vuelto a ese edificio.


—¿Por qué? Sabe que iré a buscarla allí.


—Quiere que la encuentres, Paula. Ni siquiera se ha llevado el abrigo que le compraste —Pedro señaló el perchero.


—Se va a helar.


—Venga, yo te llevo…


—¡No! No, por favor.


Daniela los había ayudado a abrirse el uno con el otro, a enfrentarse con la realidad, pero era una chica problemática y, en su desesperación, igualmente capaz de separarlos.


Forzada a elegir entre lo dos, y Daniela la haría elegir, Paula, empujada por el sentimiento de culpa, lo sacrificaría todo para convencer a su hermana de que la quería. Su propia felicidad, si era necesario.


Y lo único que él podía hacer era permanecer allí. Hacer lo que pudiera para ponérselo más fácil.


—Querrá gritarle a alguien, culpar a alguien porque cuando te necesitaba tú estabas en la cama conmigo. Si yo estoy allí, podré servirle para que ventile su odio.


—Yo quería estar contigo, Pedro. Esto no es culpa tuya.


—Y esto no es sobre nosotros. Daniela te necesita, Paula. Yo no soy indispensable.