domingo, 19 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 11




Paula estuvo callada en el camino de vuelta a casa. Pedro le echó un par de vistazos. Había estirado sus largas piernas y las había cruzado por los tobillos. Tenía las manos sobre el vientre. 


Él pensó que se quedaría dormida con el frescor del aire acondicionado de la furgoneta, pero cuando llegaron a casa ella seguía teniendo los ojos abiertos y sus labios aún se curvaban con una sonrisa secreta.


Él lo había pasado bien esa tarde. Casi había olvidado lo que era pasar una tarde agradable con una mujer bonita. Paula ocultaba un sorprendente sentido del humor tras sus elegantes modales. Pensó en invitarla a cenar esa noche. Tenía un par de filetes que podría asar en su nueva parrilla de alta tecnología. Su hermana se la había regalado por su cumpleaños, hacía un mes, pero aún no la había probado. No sería una auténtica cita, sólo dos personas cenando. Al oír la protesta de la voz de su conciencia, Pedro se justificó pensando que no había nada malo en compartir una comida, aunque una de las personas estuviera casada.


Aparcó el coche y pensó en cómo plantearlo.


—Me preguntaba sí...


Un coche aparcó detrás de la furgoneta de Pedro.


Era un lujoso Mercedes plateado, que parecía recién salido de fábrica. El hombre que bajó de él también parecía de exposición. Gafas de sol de diseño, una camisa de lino sin arrugas y pantalones tostados. La expresión de su rostro era de irritación.


Pedro pensó que se había perdido. Debía haberse saltado la salida de la autopista y estaría molesto por encontrarse en un lugar apartado, en vez de ante su hotel de cinco estrellas.


—¿Necesita ayuda?


El hombre se quitó las gafas de sol. Sus ojos destellaban disgusto.


—Sí. ¿Podría decirme dónde puedo encontrar a mi esposa?


MILAGRO : CAPITULO 10




Pidieron sus helados en la ventanilla; uno de vainilla para ella y uno doble de chocolate para él, y buscaron un sitio donde sentarse. Las mesas seguían llenas, pero una pareja mayor estaba abandonando un lugar en la hierba, a la sombra. Pedro le dio su cucurucho a Paula, se sacó la camisa por la cabeza y la extendió en la hierba, bajo el árbol.


—No tiene sentido que los dos volvamos a casa manchados —aclaró, cuando ella lo miró interrogante.


—Gracias —se sentó sobre su camisa sin protestar, sobre todo porque era un excusa para no mirar su torso desnudo. El hombre tenía el cuerpo de un dios. Estaba lo bastante bronceado como para adivinar que trabajaba al aire libre sin camisa. Y estaba en forma, los duros contornos de su pecho sólo quedaban suavizados por un leve vello oscuro.


—Más vale que tengas cuidado —advirtió Pedro.


—¿Por...por qué?


—Eso va a gotear.


Como ella siguió mirándolo sin comprender, él se inclinó y lamió su cucurucho. Paula tragó aire al ver cómo su lengua acariciaba el helado.


—Perdona —él alzó la vista y se rió, entre avergonzado y divertido—. Es increíble que haya hecho eso.


A ella también le costaba creerlo. Ni lo que su acto de buena voluntad había provocado en su pulso.


—No importa.


—¿Quieres parte del mío? —le ofreció su cucurucho—. Adelante.


—No, gracias.


—¿Segura? Es de chocolate —la tentó él, moviendo las cejas.


—Me gusta el chocolate —dijo ella con voz suave. Los ojos de él eran como el chocolate oscuro.


—¿A quién no? —frunció el ceño—. Si te gusta, ¿por qué no lo pediste?


—No lo sé. Supongo que el de vainilla me pareció más seguro si se derretía, con el calor que hace.


—¿Siempre haces lo más seguro, Paula?


Ella lamió su helado antes de que empezara a gotear de nuevo y envolvió la punta del cucurucho con una servilleta.


—Me temo que sí —contestó.


—Aburrida —murmuró él.


—Ésa soy yo. Aburrida Paula.


—¿Era tu apodo cuando eras pequeña? —rió él.


—Por desgracia.


—¿Y qué hiciste para ganártelo?


—Nada —protestó ella, algo ofendida.


—Vamos, Aburrida Paula. Tu secreto estará seguro conmigo —lamió su helado.


—Me negué a salir con el resto de las chicas después del toque de queda —como él la miraba confuso, lo aclaró—. En el campamento de verano.


—Ah. ¿Cuántos años tenías?


—Doce.


Sus padres se habían ido a Europa un mes, unas vacaciones salpicadas de seminarios y talleres de trabajo. Paula había tenido su primer periodo mientras estaban fuera. Arrugó la nariz al recordarlo. Se había sentido incómoda y desabrida ese verano. No había tenido a nadie en quien confiar, excepto una tutora del campamento.


—Apuesto a que en realidad sí querías escaparte.


—Puede. Pero siempre he seguido las normas.


—Bueno, ahora tienes una oportunidad de hacer una locura —la retó él. Le quitó el cucurucho y lo sustituyó con el suyo—. Adelante. Atrévete.


—Oh, no, en serio...


—Más vale que te des prisa, o pronto lo llevarás puesto —las cejas se curvaron sobre un par de ojos divertidos—. Y esta vez no voy a rescatarte.


Ella no tuvo otra opción que obedecer. Al principio lo lamió con suavidad, pero cuando un río marrón empezó a deslizarse hacia su mano, dejó el disimulo y se puso a ello en serio. Acabó la primera bola antes de que Pedro hiciera mella en la de vainilla. La segunda bola se terminó justo cuando él mordisqueaba el borde del cucurucho.


—Tienes buen apetito cuando te dejas llevar —rió él.


—Más te vale acabar con ése antes de que yo acabe el tuyo, o te lo quitaré —contestó ella, feliz y de buen humor.


—Sigue comiendo así, niña, y dentro de poco no entrarás en esos pantalones cortos —le advirtió él.


Ella abrió la boca para protestar. Pero lo pensó mejor y se limitó a sonreír.


MILAGRO : CAPITULO 9



—Esto parece ser el sitio de moda hoy —dijo Pedro cuando llegaron a la heladería.


Era un local pequeño sin mesas dentro. Había una fila de seis personas ante cada una de las ventanas para pedir, y todas las mesas de fuera estaban llenas. Niños de distintos tamaños, aparentemente inmunes al intenso calor, corrían por el jardín persiguiéndose.


Mientras iban hacia la ventanilla, un niño de unos cinco años chocó de frente con Pedro.


—Eh, amigo —Pedro lo equilibró.


Otro niño aprovechó la oportunidad para darle un golpecito en la espalda.


—¡Te pillé! Persigues tú —gritó con entusiasmo.


Mientras la pareja se alejaba, Pedro miró su camisa e hizo una mueca al ver la mancha. 


Paula sabía exactamente cómo habría reaccionado Lucas al ver una mancha de chocolate en una de sus camisas. De hecho, el niño no habría conseguido alejarse sin recibir una severa reprimenda. Pero Pedro movía la cabeza de lado a lado, risueño.


—Debería haberme dejado puesta la ropa sucia —le guiñó un ojo a Paula y agarró unas servilletas de papel para frotar la camisa—. Esto me pasa por querer impresionarte.


Lo dijo con ligereza, en broma. Pero Paula estaba más que impresionada, y no tenía nada que ver con la ropa que lucía.


—Eres muy... —hizo una pausa—, paciente.


—Sólo es una camisa y él sólo un niño —se encogió de hombros, como si eso lo explicara todo. Paula supuso que en realidad sí lo explicaba. Y su reacción resumía la personalidad de Pedro.


—Serías un buen padre —dijo ella, sin pensar. 


No había pretendido decirlo en voz alta, y menos con un deje de añoranza en la voz.


—Espero serlo algún día —afirmó Pedro, sin inmutarse por sus palabras.


—¿Quieres tener hijos?


—No ahora mismo —contestó él, ligeramente sorprendido—. Pero sí, claro. ¿Tú no?


Paula tragó saliva. Los sueños destrozados del pasado y el milagro del presente formaron un nudo en su garganta. Antes de que pudiera contestar, una mujer de unos treinta años fue hacia ellos. Parecía acalorada, tensa y, a juzgar por su ojeras, agotada. Y no era de extrañar. 


Llevaba a un bebé apoyado en la cadera y a un niño de cara pegajosa agarrado a su pierna.


—Cielos, lo siento mucho —señaló la mancha de la camisa de Pedro—. Ha sido mi hijo, Tomas, quien chocó con usted.


—Ha dejado una impresión indeleble —dijo Pedro con una risita.


La mujer se cambió el bebé a la otra cadera y empezó a rebuscar en un enorme bolso lleno de pañales y cosas varias. Sacó un trozo de papel y un bolígrafo.


—Le daré mi dirección. Puede enviarme la factura de la tintorería.


—Bah, no hace falta. En serio —le aseguró Pedro—. Saldrá en la lavadora.


—¿Está seguro?


—Desde luego —estiró el brazo e hizo cosquillitas en la barbilla al bebé, consiguiendo una risita babosa—. Parece que le están saliendo los dientes.


—Sí, y está haciéndonos a todos pagar por ello —la mujer acunó al bebé—, ¿verdad, cielito?


—Tres niños —se maravilló Paula—. Debes tener las manos bien llenas.


—¡Y pensar que quería tener cuatro! —la mujer soltó una carcajada—. Eso fue hasta que llegó el primero y dormir una noche entera se convirtió en un recuerdo del pasado. Tomas tenía cólicos —en ese momento el niño de unos dos años se encaminó hacia un cubo de basura—. Más vale que vaya. Gracias por ser tan comprensivo sobre la camisa —le dijo a Pedro. Los miró a los dos—. Sabéis cómo son los niños.


La sonrisa cortés de Paula se desvaneció. Ella no lo sabía. De hecho, no tenía ni idea. Sintió una oleada de pánico. Iba a descubrirlo en un futuro no muy distante, y lo haría como madre soltera, sin haber tenido experiencia ni siquiera como canguro.


—Oh, Dios —susurró. Le temblaron las piernas.


—¿Paula? —Pedro la agarró del codo—. ¿Estás bien?


—Sí. Es sólo por hacer cola con este calor —justificó ella.


—La espera no será larga —él le guiñó un ojo.


Eso era exactamente lo que a ella le daba miedo.