sábado, 24 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 8





Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Pedro estaba sentado en el coche frente a la casa de su padre con los nervios de punta. Sólo tenía que acercarse y llamar, se dijo. 


Acabar de una vez por todas. Después podría marcharse lejos de Bedley Hills y deshacerse de las atractivas garras de Paula.


Golpeó el volante. ¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Por qué había tenido que caer en las garras de una mujer que podía volver a hacerle sentir? ¿Por qué tenía que estar obsesionado con aquella mujer de enorme corazón y preciosos ojos cuando se suponía que debería de estar pensando en su padre?


Respiró hondo y se esforzó por concentrarse en Lucas Alfonso. El abandono de su padre era la razón por la que no podía casarse y establecerse en un lugar fijo, la razón por la que se mantenía siempre ocupado... la razón por la que se había alejado de aquella parte del mundo, recapacitó. Si consiguiera olvidar su pasado quizá pudiera llevar una vida normal.


Había llegado el momento. Bajó del coche como si se lo llevara el viento, caminó hasta la puerta y llamó. Segundos más tarde se abrió, y entonces el tiempo se detuvo.


Una cosa era pensar y fantasear con aquel momento, y otra muy distinta encararse con su padre. Tenían el mismo color de pelo, observó, de un castaño tan oscuro que era difícil distinguirlo del negro. Sin embargo el de Lucas había comenzado a hacerse gris. Compartían también los anchos hombros y el estómago plano, a pesar de que según su madre, Lucas rondaba los sesenta años.


—Si viene usted a venderme algo puede ahorrarse la molestia, no tengo ni un duro —dijo su padre con acento de Kentucky.


—Sí, ya lo sé —contestó Pedro luchando contra la simpatía natural que le inspiraba el hombre.


No quería sentir nada por su padre, no quería preocuparse por él. ¿Por qué iba a hacerlo?, se preguntó. Él no se había preocupado de sus hijos durante años.


Lucas Alfonso, asustado quizá, dio un paso atrás y trató de cerrar la puerta, pero Pedro alargó la mano y se lo impidió.


—No, no cierres, soy yo, Pedro.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lucas sorprendido y esperanzado.


Una vez más, Pedro tuvo la sensación de que estaba a punto de darle una patada a un pobre perro destrozado, pero combatió esa sensación de culpabilidad recordando el rostro de su hermano. Se habían quedado solos, sin familia, durante veinte años.


—Entra, Pedro, por favor. Entra —dijo Lucas abriendo la puerta de par en par.


Una vez traspasado el umbral, Lucas dio un paso adelante en un intento de abrazar a Pedro, pero él se echó atrás. Lucas se detuvo, asintió despacio como si comprendiera su reacción, e hizo un gesto señalando el sofá.


—Por favor, hijo, siéntate.


Pedro ignoró el apelativo familiar y asintió. Ambos se sentarían y hablarían, pensó. Por fin conseguiría conocer las respuestas a las preguntas que durante tantos años se había hecho. ¿Por qué los había abandonado? ¿Por qué les había robado a Guillermo y a él su infancia y su juventud? ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado de esa forma de su familia? Después de que Lucas contestara a esas preguntas, Pedro tenía pensado ponerse en pie y marcharse sin mirar atrás.


Pedro miró a su alrededor y se sentó en el sofá. Según su madre, Lucas acababa de mudarse a Bedley Hills ese mismo año. Dónde había estado antes era, sin embargo, una incógnita. La rabia comenzó a apoderarse de él. Sentía deseos de gritarle, de echarle en cara el haber tenido que vivir en las calles, la amargura que sentía en su interior. 


Pero, por otro lado, no quería darle la satisfacción de saber que tenía tanto poder sobre él, que podía desbaratar todos sus intentos de ser feliz, de confiar en la gente y de sentir emociones como una persona normal.


—Espera un momento, hijo, iré a hacer un poco de café —dijo Lucas desapareciendo por el pasillo.


Pedro observó aquel austero salón y se pasó la mano por el cabello lleno de frustración. Por fin había llegado el momento, se dijo, pero no tenía la menor idea de por dónde comenzar.


Lucas volvió al salón con dos tazas de café y le ofreció una. 


Pedro la sostuvo un momento dejando que su temperatura le caldeara las manos. Podía enfrentarse a aquella situación, se dijo. Si algo había aprendido en la vida era precisamente que podía enfrentarse a todo lo que se le pusiera por delante. Paso a paso, recapacitó.


Lucas sonrió tanteando el ambiente, como si tuviera miedo de cometer un error.


—Sé que tienes muchas preguntas que hacerme — comentó.


—Sí —contestó Pedro—, de una en una. Mamá me mandó tu dirección, pero no me dijo dónde habías estado ni por qué te marchaste. Me dijo que viniera yo mismo a preguntártelo.


—Maria aún está enfadada conmigo —asintió Lucas—, pero me escribió y me lo contó. No estaba segura de que fueras a venir. La verdad es que ya casi había perdido la esperanza.


—No pensé que corriera ninguna prisa —comentó Pedro—. A ti te ha costado casi veinte años ponerte en contacto con mamá. Podrías haberme escrito.


Lucas se aclaró la garganta y contestó:
—Tu madre no quería que apareciera en tu vida de repente, imponiéndome sobre ti. No me dio tu dirección. Hijo...


—Preferiría que dejaras de llamarme así —lo interrumpió Pedro sacudiendo la cabeza—. Puedes llamarme Pedro, no finjamos una relación que nunca existió —Lucas hizo un gesto con la cabeza. Parecía avergonzado. Pedro se sintió inquieto y añadió—: Bueno, pues ya estoy aquí. ¿Por qué nos abandonaste?


Lucas se inclinó hacia adelante y tomó la taza de café con manos temblorosas. Mientras su padre se tomaba su tiempo para responder, Pedro volvió a mirar a su alrededor. Las paredes estaban vacías, no había cuadros ni fotografías familiares. ¿Acaso los había abandonado sin llevarse siquiera un recuerdo?, se preguntó Pedro.


—Yo bebía —afirmó Lucas al fin. Sus ojos tenían la misma intensidad de aquellos que él veía cada mañana en el espejo al levantarse—. Tu madre me dio a elegir: o la botella o... ella y los niños... y... elegí la opción equivocada —hizo una pausa—. Todo fue culpa mía, y lo siento mucho, terriblemente.


—Hmmm.


A pesar del calor del café, Pedro estaba helado. De pronto la imagen de Paula acudió a su memoria como una ola de calor. No debería de haber sido tan duro con ella, pensó. 


Eran tan distintos que probablemente ella sería incapaz de comprender los motivos que le obligaban a...


—Siento mucho que seas tan desgraciado —añadió Lucas sacándolo de sus dulces pensamientos.


Pedro frunció el ceño confuso, pero luego preguntó:
—¿Desgraciado?


—Tu madre me ha contado que las cosas no te han ido muy bien, que no te has casado ni nada. Lo siento. Vosotros, tu hermano y tú, fuisteis lo mejor que me ocurrió en la vida, pero fui tan estúpido que os cambié por la bebida. Hace dos años, por fin, me di cuenta y comencé a enderezar mi vida —hizo una pausa—. Pero lo importante no soy yo, Pedro. Tú eres quien importa. Desearía poder ayudarte de alguna manera...


—No necesito tu ayuda —contestó Pedro con dureza—, estoy bien.


De modo que su padre pensaba que él era un deshecho, se dijo Pedro. No deseaba su compasión, ni quería que pensara que su marcha había sido la causa de su desgracia, de su incapacidad para mantener relaciones con nadie. Aquello le hería en su orgullo.


—Sin embargo, Guillermo aún sigue desaparecido, y tú apenas mantienes contacto con tu madre...


—Ella sabe dónde encontrarme si me necesita — contestó Pedro.


Nunca le fallaría a Maria, pensó. Ella, al menos, había tratado de mantener a la familia unida. Pero la vida era difícil para una mujer sola, y seguía siéndolo. Si su padre hubiera sido distinto, soñó.


—Estás solo, no eres feliz... —añadió su padre.


—No estoy solo —se defendió Pedro.


Sabía que Lucas sólo trataba de entablar una relación con él, pero no era eso lo que él deseaba. Pedro quería que se diera cuenta de que tenía un hijo maravilloso, de que había perdido mucho echándolo de su vida. Y de que aún podía perderlo, en cuanto se marchara, recapacitó.


Sin embargo, tenía que darle una explicación. Por supuesto que estaba solo, se dijo. Endiabladamente solo. Era la persona más solitaria sobre la faz de la Tierra.


—Tengo una esposa —mintió.


—Tu madre no me lo dijo —contestó Lucas confuso.


—Es que ha sido algo repentino —añadió. Los ojos de Lucas se clavaron en él mientras esperaba una explicación. Pedro se encogió de hombros y continuó—: Después de visitar a mamá tuve que volver a Europa, pero en cuanto regresé mi novia y yo nos decidimos. 


—¿Es que tenéis problemas, Pedro? —preguntó su padre vacilando—. ¿Es ésa la razón por la que no se lo has contado a tu madre?


—No, no tenemos ningún problema, es sólo que no he tenido la oportunidad de avisar a nadie. No me gusta mucho escribir, y además tendré que marcharme enseguida. Trabajo en las fuerzas aéreas —añadió cambiando de tema—. ¿Es que no te lo ha contado mamá?


—Sí, me dijo que eras piloto en el ejército.


—Exacto —confirmó Pedro mirando a su padre a los ojos—. Fui al colegio, me encanta mi trabajo y adoro a mi mujer. Sólo me falta conseguir la Medalla al Mérito y seré todo un héroe americano. Puedes descansar tranquilo. Y olvídate de cualquier sentimiento de culpabilidad, no has destrozado mi vida. Me las he arreglado muy bien sin tus consejos, y me figuro que seguiré por el mismo camino de ahora en adelante — ¿acaso no era eso cierto también, en realidad?, se preguntó Pedro—. Así que sospecho que ha llegado el momento de que volvamos a separarnos.


Pedro se puso en pie y Lucas hizo una mueca. La expresión de su rostro reflejaba tal arrepentimiento y tristeza que Pedro se sintió extraño por segunda vez. Había esperado con ansiedad aquel momento, por fin tenía las respuestas que tanto había deseado, el encuentro estaba a punto de finalizar, pero para él nada había cambiado. Seguía enfadado, recapacitó. No tenía nada más que decir. Lucas, en cambio, sí parecía tener de qué hablar.


—No te creo, Pedro. Creo que lo único que ocurre es que no quieres que me preocupe por ti.


—¿Dudas de mi palabra?


—Me gustaría conocer a tu mujer y ver por mí mismo si eres feliz.


Pedro hubiera deseado negarse, pero si lo hacía nunca conseguiría demostrarle a Lucas que su abandono no le había afectado. No sabía por qué era tan importante para él, pero no podía evitarlo.


—De acuerdo —contestó tenso—. Ahora mismo ella está en Nueva York, visitando a sus padres, pero en cuanto vuelva la traeré y lo verás. Estaremos en contacto.


Pedro cruzó la habitación sin esperar a su padre, abrió la puerta y se dirigió al coche. Estaba subiéndose cuando escuchó que su padre lo llamaba y preguntaba:


—¡No me has dicho cómo se llama!


Cerró la puerta fingiendo que no le había oído y se marchó. 


No estaba muy seguro de cómo encontrar a una mujer que pudiera hacerse pasar por su esposa, pero podía preguntar en una oficina de empleo o poner un anuncio en el periódico, se dijo. En cuanto su padre viera a una tierna y amante esposa en sus brazos dejaría de pensar que su vida iba mal, y entonces podría marcharse y dejar de desear algo imposible: una verdadera relación familiar con su padre, con su madre y con su hermano. Mientras Guillermo siguiera desaparecido no podría perdonarlo, reflexionó. 


Quizá ni siquiera entonces.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 7




Paula no supo muy bien por qué deseaba contárselo, pero tampoco podía evitarlo. Cuando terminó de explicarle lo de la pintada Jeb Tywall, Pedro se echó a reír.


—No comprendo por qué te resulta tan gracioso que alguien moleste a un pobre anciano.


—Es que vi al artista que lo pintó —admitió Pedro—. Era una mujer mayor, con el pelo corto y canoso.


—¿La mujer de Jeb? —Preguntó Paula deteniéndose para mirar a Pedro de cerca—. ¿Fue la mujer de Jeb quien lo hizo?


—No sé quién era ella, pero te juro que la vi pintando cuando salí de casa una mañana. Fue la semana pasada. Créeme, es cierto.


—Pero todo lo demás... es imposible que lo haya hecho ella —comentó Paula riendo.


Babs Tywall era perfectamente capaz de pintar en su propio cobertizo y dejar que su marido creyera que había sido un vándalo. Aquel matrimonio fascinaba a Paula. Una luz se encendió en la casa del señor Stephen, así que Paula comenzó a caminar de nuevo.


—Ya hemos llegado —comentó Pedro al llegar a la puerta de la casa de Paula, que ella abrió mientras él añadía—: He resuelto uno de tus problemas, así que a cambio me gustaría que tú le dijeras a los vecinos que me dejen en paz. Odiaría tener que cavar un foso para aislarme.


—No desperdicies tu dinero cavando —lo avisó Paula—, los chicos lo cruzarían —Pedro rió. Resultaba tan atractivo cuando lo hacía que hasta deseaba que volviera a besarla, se confesó Paula mirándolo—. Pedro, si dejaras de hacer cosas raras te ahorrarías muchos problemas.


—Claro, entonces mañana me compraré un par de binoculares. Me van a hacer falta con tanta gente espiando.


—No puedo creer que estés en contra de la vigilancia, la seguridad es importante —contestó Paula pensando que Pedro resultaba exasperante.


—No lo estoy mientras no sirva para meterse en la vida de los demás.


—¿Es que hay algo en tu vida que quieras ocultar?


—Ésa es la cuestión, Paula —sonrió Pedro—. Este asunto te está convirtiendo en una cotilla —contestó dando la vuelta y marchándose a grandes pasos.


—Tengo que decirte algo —gritó ella—. ¡Siempre lo he sido!


Paula estaba cansada, de modo que en lugar de seguir con la vigilancia entró en casa. No sabía si volvería a seguir a Pedro o no, pero por el momento ya era suficiente, pensó. 


Se apoyó sobre la puerta y sintió cómo el estremecimiento interior se convertía en un puro deseo sexual. Pedro había logrado lo que se había propuesto, la había desviado de sus propósitos, pensó... directamente hacia sus brazos.


Se quitó la ropa y se dirigió al baño a darse una ducha. ¿No era increíble?, se preguntó. El primer hombre con el que se tropezaba tras la muerte de Ramiro, el menos interesante, y era el primero que le recordaba que seguía siendo una mujer. Tenía que sentir deseos precisamente por él. No respeto ni confianza, sino deseo. Lujuria, reflexionó. Debería de haberlo abofeteado cuando la besó.


Sentado, a oscuras, Pedro estuvo observando cómo se apagaban todas las luces de la casa de Paula. Él había arrojado el anzuelo, pero ella no era de las que picaban, recapacitó. No iba a dejarlo escapar, no era de ese tipo de mujeres.


Así que tendría que hacerlo, se dijo. Había estado pensando demasiado en ella, en lo que sentía mientras la besaba y estrechaba después de que sus brazos estuvieran vacíos durante tanto tiempo. Necesitaba abandonar la ciudad antes de volver a besarla o... de hacer algo peor.


Lo haría al día siguiente, se dijo. Iría a casa de Lucas y, aunque no supiera qué decir, haría lo que se había propuesto: enfrentarse a su padre.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 6




Paula Chaves seguía a su vecino calle abajo en la oscuridad. Pedro, medio divertido medio irritado, caminó más lentamente a propósito para que no perdiera la pista. Aquella vecina, vestida con vaqueros y una camisa tan ajustada que casi le quedaba pequeña, era una tentación para cualquier lunático, pensó Pedro. Y ya que había salido de casa a altas horas de la noche por su causa se sentía obligado de protegerla. Sin embargo, tenía que convencerla de que lo dejara en paz, se dijo jurando entre dientes.


Aquella era la tercera noche en que se encontraba demasiado inquieto como para dormir, y sin embargo tampoco se sentía capaz de hacer lo que se había propuesto. Después de muchos años por fin había conseguido encontrar a su padre. Se había quedado mirando su casa durante dos noches seguidas, pero no había llamado a la puerta. Seguía estando demasiado enfadado con Luas Alfonso.


Si hubiera sido a Guillermo a quien hubiera localizado no lo habría dudado ni un segundo. Durante los últimos diez años había estado poniendo anuncios en la prensa de los alrededores de Coresburg Junction, Kentucky, la ciudad en la que los servicios sociales los habían separado. Y hacía ya casi un año que esos avisos habían logrado, en parte, su objetivo. Su madre había leído uno de aquellos periódicos y le había escrito. Pedro había ido a visitarla nada más volver de Europa esperando obtener noticias de Guillermo.


El reencuentro había sido difícil, pero al menos habían hablado. Gracias a él, Pedro había conocido la versión de su madre de lo ocurrido. Maria le había contado que, después de que su padre los abandonara, había encontrado un trabajo, pero pronto lo había perdido. No tenía dinero ni parientes a los que recurrir, de modo que no había tenido más remedio que dejar a sus hijos al cuidado temporal de los servicios sociales. Sin embargo, cuando por fin consiguió un trabajo y volvió a recogerlos, Guillermo y él habían desaparecido, tragados por el sistema social de acogida familiar. Le habían advertido que era imposible recuperarlos, y todavía seguía sin conocer el paradero de Guillermo.


Tras aquel encuentro, Pedro había vuelto a Alemania, su destino en las fuerzas aéreas, paralizado y entumecido por el dolor. Trató de olvidar zambulléndose de lleno en el trabajo, e incluso consiguió el ascenso a capitán. Pero entonces su madre volvió a escribirle, y aquella misiva le había conducido a Bedley Hills, Ohio. Su padre le había escrito una carta a Maria contándole que quería rehacer su vida. Lucas Alfonso, ex-alcohólico, decía que estaba buscando a su familia, a las personas a las que tanto daño había hecho, para pedirles perdón y tratar de remediar la situación. Sin embargo, para Pedro, Lucas llegaba unos cuantos años tarde.


Pedro rodeó la verja de la casa de Lucas por la parte exterior esperando a Paula. En cuanto volvieran a casa le diría que lo dejara en paz, pensó. Necesitaba concentrarse en aquel reencuentro con su padre, pero no podía hacerlo con mamá osa siguiéndolo a todas partes. Bastante tenía ya con no poder quitársela de la cabeza, pensó. No podía dejar de fantasear con ella, de pensar en cómo se sentiría abrazándola, besándola. Desde la tarde en que ella se había colado en su propiedad a través de los arbustos no había podido apartarla de su mente.



—No estoy en absoluto metida hasta el cuello — decía Paula en voz alta mientras se acercaba—. No me importa lo que diga Chantie, no estoy para nada involucrada en la vida de ese...


¿En su vida? ¿Estaba hablando de él?, se preguntó Pedro, que la había oído. Aquello era peor de lo que suponía, se dijo entre dientes. 


Nunca conseguiría deshacerse de ella. La observó girar en la curva, detenerse, y mirar confusa a su alrededor.


—¿Me estás buscando a mí? —preguntó Pedro dando un paso hacia adelante. Paula giró, asustada y temblorosa, alumbrándolo con la linterna—. Se te están gastando las pilas.


—¿Qué estás haciendo a estas horas de la noche?


—Eso no es asunto tuyo —contestó Pedro sin poder desviar la vista de la camisa de Paula, cuyos botones la mantenían cerrada a duras penas.


—Sí que es asunto mío —contestó Paula con un gesto de la mano mientras Pedro tragaba e imaginaba que se abría—. Soy la jefa de la vigilancia nocturna, hemos tenido casos de vandalismo.


—Razón de más para que no salgas en mitad de la noche —contestó él—. ¿Es que no ves lo fácil que es asustarte para cualquier depredador vicioso?


—El único depredador con el que me he encontrado eres tú.


Nada más terminar de decir aquello, Pedro dio un paso hacia adelante y clavó los dedos en los hombros de Paula sacudiéndola y atrayéndola hacia sí. Paula no pudo escapar. Por un momento se quedó mirando para arriba con los ojos grandes y desafiantes.


—No te atrevas —advirtió sin apartarse.


No obstante, Pedro sólo pretendía demostrarle lo vulnerable que era, pero de pronto, al tenerla cerca, notó los latidos de su corazón y sus propias defensas comenzaron a fallar. Paula resultaba dulce y suave en sus brazos, y hacía tanto tiempo que no sostenía en sus manos un pedazo de cielo, que Pedro no pudo evitarlo. Se inclinó y besó las suaves curvas de sus labios.


Paula sintió que toda su carne temblaba. Abrió la boca y la presionó contra la de él. La linterna cayó dando tumbos y haciendo ruido contra el suelo. Luego deslizó las manos a tientas por los brazos de Pedro. Él tuvo la sensación de que ambos habían estado esperando aquel momento.


Pedro gozó de la exquisitez de aquel instante y saboreó el contacto de las manos de Paula sobre sus hombros y su pecho. Profundizó en aquel beso con la lengua y acarició la suave y cálida piel de su nuca con dedos temblorosos. 


Por lo general no le resultaba atractivo el pelo corto en las mujeres, pero a Paula le sentaba bien. La hacía sexy y descarada, pensó, y resultaba encantador rozar su cabello con los dedos. Un intenso deseo comenzó a surgir en él mientras trataba de recordar la última vez en que había deseado de esa forma a una mujer.


Pero justo cuando pensaba en ello, Paula lo empujó y se apartó de él. Pedro se quedó mirándola, convencido de que aquellos enormes ojos y aquellos labios lo perseguirían, de que no le dejarían dormir. Gracias a aquellos exquisitos instantes podía comenzar a creer que era capaz de sentir, de tener emociones. Podía dejar de pensar en sí mismo como en un iceberg, y ninguna mujer lo había conseguido hasta ese momento, recapacitó.


—¿Por qué me has besado? —preguntó Paula.


—Para asustarte, para que me dejes en paz —contestó él torciendo la boca.


—Bueno, en ese caso has fracasado rotundamente.


—Sí —contestó él serio—, ya me he dado cuenta.


—Voy a seguirte como si fuera tu propia sombra, voy a descubrir si eres el vándalo —aseguró Paula.


—Bueno, pero no te hagas ilusiones —bromeó Pedro—, no estoy disponible, no deseo tener relaciones.


—Magnífico, porque yo tampoco —contestó ella sintiendo que temblaba de cintura para abajo—: Escucha, voy a ser razonable. Con que me cuentes qué es pero desde luego sería incapaz de hacerle daño a nadie.


—¿Y no te importa que la gente encuentre extraña tu forma de comportarte? Si sigues así nunca vas a conseguir integrarte en una comunidad —añadió Paula tratando de aparentar normalidad mientras sus rodillas temblaban y sus labios reclamaban otro beso.


—No confío en la gente, no me preocupa lo que los demás puedan pensar de mí.


—¿No? —repitió Paula levantando las cejas sorprendida—. ¿Y te has dado cuenta de que tus ojos a veces dicen exactamente lo contrario? Dices que no quieres que te molesten, pero la expresión de tus ojos parece estar tachando ese «no».


Pedro sacudió la cabeza. No, no se había dado cuenta. 


Según creía la expresión de su rostro nunca delataba sus sentimientos. Al menos hasta conocer a Paula, recapacitó. 


Dieron la vuelta a la esquina y Pedro olió la fragancia a flores salvajes de su cabello. De pronto aquel aroma le hizo fantasear con un lecho de flores sobre el que ella se tumbara observándolo...


—¿En qué estás pensando? —preguntó Paula.


—No creo que quieras saberlo.


Pedro observó su rostro y vio que estaba dolida. 


Quizá aquella respuesta hubiera sido demasiado dura, pensó. Sin embargo no le importaba lo que ella pensara. Nunca le había importado nadie, ni a nadie había necesitado. Cada vez que lo hacía resultaba herido, de modo que, ¿para qué preocuparse?, se preguntó.


—Te he visto salir esta mañana —comentó cambiando de tema. Recordaba perfectamente su vestido azul. Nunca olvidaría su aspecto ni su forma de moverse. Sólo de recordarlo se le quedó la boca seca. Tragó y preguntó—: ¿Ibas a trabajar?


—Sí, tengo una tienda para novios. Se llama Weddings and Whatnot.


Pedro no contestó nada. No se sentía capaz, de modo que se concentró en las sombras de la noche. Si había algún vándalo en el vecindario debía estar preparado, se dijo. No quería que Paula corriera ningún peligro.


Paula suspiró. Habían vuelto a su calle, pero Pedro no le había dicho aún lo que necesitaba saber.


—Sales a pasear por la noche para no tener que hablar con nadie, ¿verdad?


—Sí, pero ya has visto que no me ha dado resultado —contestó Pedro. Paula enfocó su rostro con la linterna para ver su expresión y saber si le estaba tomando el pelo, pero sus ojos negros se mantenían oscuros e indescifrables—. Cuéntame lo de ese vándalo.




POR UNA SEMANA: CAPITULO 5



Paula caminó a grandes pasos por la tienda esperando a una cliente que tenía cita para las once. Nada había cambiado, se dijo. El incidente del cartel con su vecino sólo había servido para hacerla sospechar de Pedro Alfonso... hasta el punto de obsesionarse.


Si tan sólo pudiera hablar con su empleada, recapacitó. 


Estaba en la parte trasera de la tienda, en el almacén. Paula esperaba que Chantie la ayudara a combatir sus miedos.


Por desgracia, Deborah Osbourne, su cliente, entraba en ese momento de la mano de su novio. No había tiempo, se dijo.


—Ha llegado la señorita Osbourne —gritó acercándose a la puerta del almacén—. Ocúpate tú de los clientes que entren, y recuérdame que tengo que discutir de un problema personal contigo después, ¿de acuerdo?


—Claro, jefa —contestó Chantie —. Eso suena interesante.


—Lo será —añadió Paula dando la vuelta al mostrador y saludando a los clientes que entraban.


Deborah era una pelirroja de unos veinte años. Iba a casarse en el plazo de seis semanas, y llevaba a su novio a la tienda para preparar los últimos detalles. Pero Paula sabía que los futuros maridos apenas se interesaban por aquellas cuestiones, de modo que sentó a la pareja en un sillón y se dirigió a ella.


—Voy a daros una lista completa que os ayudará a decidirlo todo —comentó. Tenía una lista Standard que sólo alteraba ligeramente dependiendo del tipo de boda solicitada—. Tengo que haceros algunas preguntas para concretar ciertos puntos importantes. Tomaré nota de vuestras respuestas en la lista y así podréis consultarla después. ¿Habéis decidido algo en relación a los regalos de boda?


—No estoy segura —contestó Deborah sacando del bolso un catálogo que Paula le había dado y señalando una de las páginas—. No sé si escoger los collares o las cajitas de música. ¿Tú qué crees? —añadió volviéndose hacia su novio.


—Lo que tú quieras —contestó Joe acariciándole la mano.


Paula contuvo el aliento. Echaba de menos el contacto de un hombre, pensó. De pronto recordó a Pedro, pero de inmediato quiso olvidarse de su imagen.


—¿Y qué más? —preguntó Paula después de que la novia se decidiera.


Deborah se volvió de nuevo hacia Joe.


—A mí me da igual —dijo él—, lo que tú quieras.


Deborah escogió unas piezas de escritorio y después, con mala cara, volvió la vista de nuevo hacia su novio. 


Enseguida surgirían los problemas, se dijo Paula.


—Tendréis que poneros de acuerdo para ausentaros un día del trabajo e ir a pedir la licencia matrimonial —avisó Paula.


Deborah miró a Joe, y Paula contuvo el aliento. Cualquier respuesta podría servir, se dijo, excepto aquella tan típica de «cuando tú quieras».


—Cuando tú digas —contestó Joe amable.


—¿Por qué te has molestado en venir conmigo si no vas a ayudarme? —estalló por fin Deborah con los ojos llenos de lágrimas.


—Te esperaré en el coche —dijo Joe retirando la mano y poniéndose en pie para dirigirse a la puerta.


Deborah echó la silla atrás y lo siguió. Ambos comenzaron a discutir al otro lado del escaparate y, minutos más tarde, Deborah entró con ojos llorosos. Paula le ofreció un pañuelo y la hizo sentarse.


—¿Puedo ayudarte?


—No comprendo a Joe —explicó la novia agradecida dejándose caer en el sillón y enjugándose las lágrimas—. A veces me pregunto si de verdad me ama.


—Sólo tú puedes saberlo —contestó Paula con el mismo tono de voz con el que daba sus consejos matrimoniales—, pero yo creo que sí.


—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Deborah.


—Él se estaba comunicando contigo. Las mujeres hablamos, pero la mayor parte de los hombres no, sólo actúan. El hecho de que haya venido aquí, a tu territorio, demuestra lo mucho que te quiere. Y además te estaba acariciando la mano —sonrió—. Te deja decidir porque quiere que tengas la boda que deseas.


—¿Para hacerme feliz? —inquirió Deborah.


—Exacto —asintió Paula—. ¿Quieres que sigamos las dos, o prefieres que lo dejemos para otro día?


—Mejor otro día, traeré a mi madre. ¡Y gracias!


Aquello de llevar a su madre no era la mejor de las noticias, pero al menos había conseguido ayudar, se dijo Paula. Y eso la llenaba de felicidad.


Paula observó a Deborah mientras entraba en el coche donde la esperaba su novio. Ambos se abrazaron y comenzaron a besarse. Mientras los miraba, volvió a pasar por su mente la imagen de Pedro. Imaginó que la atraía hacia él con fuerza, con aquellos musculosos brazos, igual que hacía Joe, y que posaba una mano sobre su cintura y la otra sobre la cadera para deslizarlas luego por su trasero...


Chantie silbó desde detrás de ella.


—¡Whoooee! ¿Qué les has dicho a esos dos, Paula? Creo que van a tardar bastante en soltarse.


Paula se volvió. Sus fantasías volaron como un globo por el aire. Esperaba que sus mejillas no la delataran. Estaba contenta de haber ayudado a Deborah, pero también irritada. 


El matrimonio era algo sagrado, algo demasiado precioso. 


La lujuria, sin amor, no tenía sentido, recapacitó. ¿Por qué entonces tenía fantasías con Alfonso, con un hombre del que jamás podría enamorarse?, se preguntó.


—Sólo le he dado un consejo prematrimonial.


—Y si sabes tanto como para unir a dos personas así, ¿qué demonios estás haciendo sola?


—He renunciado al amor —repuso Paula mirando a la pareja con una sonrisa y cierta envidia—. No sale en mis cartas.


Chantie la miró divertida. A su alrededor las paredes llenas de corazones de papel, los vestidos de novia y las rosas recién cortadas indicaban lo contrario.


—Sí, seguro, lo que tú digas —comentó—. Pero no te des por vencida.


—Creo que la vida sentimental de tu jefa no es el tema más adecuado de discusión —replicó Paula.


—En eso tienes razón —contestó Chantie ruborizándose—. Tu vida amorosa no es un buen tema de discusión, querida, porque no la tienes. Y como no te pongas a buscar no la tendrás.


—No quiero una simple relación sexual, quiero una vida llena de amor. Tuve suerte una vez, pero dudo que vuelva a tenerla.


Paula no dejaba de pensar en Pedro y de maldecirlo en silencio mientras hablaba. Nunca se había derretido de esa forma bajo la atenta mirada de ningún hombre, recapacitó. 


Todo le recordaba a él, todo le hacía desear su contacto. Lo deseaba, se confesó. Pero era un error ofrecerle su cuerpo a un hombre al que no podía darle su corazón, o, peor aún, a un hombre que ni siquiera tenía corazón. Y sospechaba que, en el caso de Pedro, coincidían ambas circunstancias.


—¿Dijiste que querías hablar conmigo sobre un problema personal? —Preguntó Chantie mientras echaba un vistazo al correo—. Claro, hacía tiempo que me lo figuraba...


—¡Chantie! —exclamó Paula riendo—. Se trata de Pedro Alfonso otra vez —añadió recordando que le había contado el incidente del cartel—. Un par de vecinos y yo lo hemos visto solo, merodeando por ahí a media noche. Eso fue ayer y antes de ayer. Todo el mundo está inquieto esta semana con eso del vandalismo. Y además soy la jefa del equipo de vigilancia nocturna, así que todos vienen a pedirme consejo. Alfonso me está volviendo loca, pero por otro lado no quiero que nadie le ponga una demanda si resulta que lo único que estaba haciendo era ejercicio.


—¿A media noche? Espera un momento, ¿qué clase de vandalismo habéis estado sufriendo?


Paula se sentó en una silla frente al mostrador y desenvolvió un sándwich de atún sin mayonesa.


—Bueno, dos noches después del incidente del cartel desapareció el serrucho del señor Stephens.


—¿Otra, vez sándwich sin mayonesa? —preguntó Chantie.


—Hoy he estado a punto de no poder ponerme este vestido —contestó Paula. Había engordado, pero necesitaba ponerse su vestido azul favorito a pesar de que, en lugar de drapeado, le quedara ajustado—. De todos modos el serrucho volvió a aparecer.


—¿Y dónde estaba? ¿Se había ido él sólito a trabajar? —volvió a preguntar Chantie elevando una ceja y abriendo un paquete de invitaciones de boda.


—Nadie lo sabe —respondió Paula—. El señor Stephens lo ha encontrado esta mañana en el mismo sitio en que lo había dejado —frunció el ceño—. Y mientras tanto, Pedro paseándose por las noches. ¿No es una verdadera coincidencia?


—¿Y sólo por el hecho de que quiera estar solo has pensado que había sido él? —Rió Chantie—. Querida, tú lo que necesitas es divertirte. Tienes demasiado tiempo para pensar, y eso no es bueno.


—Esto es serio —insistió Paula—. También robaron platos del patio de los Wheelers, y todavía no han aparecido. Además alguien ha entrado en el cobertizo de Jeb Tywalls y ha hecho una pintada en las paredes.


—¿Y qué han escrito?


—Píntame.


Chantie se echó a reír y dejó las invitaciones a un lado.


—Se diría que algún joven gamberro tiene ganas de divertirse. Cuando desaparecen cosas pequeñas y hay pintadas en las paredes por lo general se trata de eso, créeme.


—¡Chicos! —Repitió Paula sin creerlo del todo—. Pero eso no explica por qué Alfonso sale a pasear a media noche.


—Quizá padezca insomnio.


—A mí sí que me está quitando el sueño —comentó Paula comiéndose el sándwich mientras Chantie volvía al trabajo.


Aquel cabello ondulado y aquella piel morena habían invadido sus sueños. La soledad vibraba casi constantemente en su corazón como una triste canción, y todo porque la mirada de Pedro le había recordado que ella era una mujer sin amor, se dijo Paula.


Miró las paredes y reflexionó. Aquel negocio, sus flores y sus corazones, eran el regalo que se hacía a sí misma. Ver parejas enamoradas le ayudaba a mantener viva la esperanza de que algún día volvería a encontrar el verdadero amor. Sin embargo, a lo largo de todo un año de trabajo, los corazones habían sido siempre para otros.


Paula maldijo a Pedro Alfonso en silencio. Había sido feliz hasta llegar él al vecindario. ¿Acaso era un criminal, o simplemente necesitaba una excusa para seguir imaginando sus anchos hombros, sus musculosos brazos y sus miradas?, se preguntó.


—Afróntalo, Paula, él te gusta —musitó entre dientes.


Pero eso no importaba, se dijo. No quería sexo sin amor, y Alfonso y ella eran completamente incompatibles. Él era de ese tipo de hombres que establecían límites, y ella de las que organizaba reuniones de vecinos y cocinaba galletas para los chicos.


Y todo porque, tras años de soledad y de sentirse ignorada, había llegado a odiar la idea de estar sola. No obstante, Pedro Alfonso le hacía preguntarse si, a pesar de los amigos, llegaría algún día a sentirse completa sin un hombre que la abrazara. Aquello era ridículo, pensó.


—Supongo que tienes razón, necesito divertirme. Pero primero tengo que averiguar quien es el causante de tanto vandalismo.


—Ésa es tu diversión, ¿pero cómo vas a hacerlo? —preguntó Chantie inclinando los codos sobre el mostrador.


—Ayer mismo convoqué una reunión de emergencia. Hemos hecho un horario de guardias con turnos. A mí me toca esta noche.


—¿La noche del sábado? ¿Y vas a estar sentada en el porche con los binoculares? —Sacudió la cabeza—. Apuesto a que no vas a quitarle el ojo de encima a ese Alfonso, ¿a que no?


—Entre otras cosas —contestó Paula ruborizándose y pensando que en realidad ya lo había hecho.


—¡A ha ha! ¡Lo sabía! Así que el tipo merece la pena, en realidad lo estás deseando.


—Lo que yo estoy deseando es conservar el vecindario. Hay que pararles los pies a los malos elementos, si no se multiplican y es imposible librarse de ellos.


—De modo que Alfonso es un mal elemento — rió Chantie—. Supongo que eso significa que está pero que muy bien. Mi madre solía decir: «Cuanto más pícaro, más divertido».


—¿Y cómo lo sabía ella? —preguntó Paula.


—Que me ahorquen si lo sé. Si la hubieras oído hablar creerías que es una santa y que me encontró en una tienda especial para damas casadas.


Paula se echó a reír sin parar, pero luego preguntó:


—Pero Chantie, ¿cómo de pícaro tiene que ser el tipo para ser divertido?


—Eso depende.


—Se me olvidó decirte que Alfonso quizá haya estado en prisión —Chantie abrió la boca sorprendida—. La verdad es que no estoy segura —añadió Paula confusa.


Paula le contó sus sospechas, y cuando terminó Chantie frunció el ceño.


—Querida, guapo o no, lo mejor será que trates de evitarlo.


—¿Crees que puede ser peligroso?


—Eso no hay manera de saberlo, pero no dejes que tu corazón gobierne sobre tu cabeza, Paula.


—Por supuesto —aseguró Paula—. No tengo ningún interés en volver a enamorarme.


—¿Ah, no? —Preguntó Chantie escéptica—. Nunca en la vida te había visto tan interesada en nadie, Paula. Te guste o no, creo que estás metida hasta el cuello