viernes, 23 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 35




Lucas llegó con Sol unos días después y se quedó todo el fin de semana. A Paula le sorprendió lo feliz que parecía. Sus ojos, casi negros, relucían como magnetitas y estaba más locuaz que de costumbre. Un día que se fueron todos de pesca a una charca cercana que servía de bebedero para los animales, Paula aprovechó que Pedro estaba muy ocupado desenganchando el anzuelo de la boca del pez que Sol acababa de pescar y le preguntó, curiosa:
—Te veo muy contento, Lucas. ¿Acabas de cerrar alguna de esas expediciones al quinto pino que tanto te gustan?


Lucas echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Si no fuera porque sabía que su amigo no hacía esas cosas, Paula hubiera jurado que la piel de su rostro moreno se había sonrojado un poco.


—Frío, frío —respondió, misterioso.


Lo miró con el ceño fruncido.


—Venga, no me dejes con la intriga. Sé que ha ocurrido algo. Nunca te había visto charlar por los codos como estos días. —Aquello era una pequeña exageración, pero era cierto que Lucas estaba distinto.


Él enarcó una de sus cejas oscuras en un gesto que tenía algo de diabólico.


—Digamos que he decidido echar toda la carne en el asador.


—¿Qué carne? —Arrugó la nariz, perpleja.


—La carne blanca y apetitosa de tu amiga.


—¡¿Candela?!


—Sí, la misma zanahoria putrefacta que viste y calza —dijo con una expresión de ternura que Paula no le había visto jamás.


—¡Cuéntame ahora mismo qué ha pasado entre vosotros! —exigió muerta de curiosidad.


Le lanzó una mirada calculadora bajo sus gruesos párpados.


—¿Ella no te ha contado nada?


Paula sacudió la cabeza en una firme negativa.


—La verdad es que, ahora que lo pienso, no hemos hablado en toda la semana.


En los ojos oscuros centellearon, de nuevo, unos destellos malignos.


—Será mejor que te lo cuente ella. De una cosa estoy seguro… —frunció los labios, como si algo le pareciera muy divertido—. Tu amiga no debe estar muy contenta.


Y, sin más, puso fin al interrogatorio por el método expeditivo de darse media vuelta y alejarse hacia donde Pedro y Sol seguían luchando por desenganchar del anzuelo al pobre pez —que boqueaba de manera angustiosa—, dejándola profundamente intrigada.




TE QUIERO: CAPITULO 34





El resto de la semana transcurrió de forma muy parecida. En un momento dado, Pedro le preguntó si no hubiera preferido pasar su luna de miel en una de esas playas paradisíacas, con palmeras, arena blanca y agua transparente; sin embargo, Paula lo negó muy segura. Según le dijo, quedaban pocos de aquellos paraísos que ella no hubiera visitado en alguna ocasión, pero nunca, añadió, había sentido una paz y un bienestar semejantes a los que había experimentado durante esos últimos días y — aunque eso no se lo confesó— tampoco había hecho jamás el amor con semejante abandono.


Casi no quedaba un rincón de la casa ni una acogedora sombra en los alrededores bajo la que Pedro no la hubiera hecho suya. Aquel hombre tenía un apetito insaciable y, aunque ella misma estaba muy sorprendida, parecía habérselo contagiado. No recordaba haberse sentido tan desinhibida en toda su vida. Era imaginar su pecho fibroso bajo la camisa o el polo que llevara en ese momento y se le contraía el estómago; ver su atractiva sonrisa llena de dientes blancos y regulares, y apenas podía controlarse para no abalanzarse sobre aquellos labios firmes y besarlo hasta dejarlo sin aliento; observar sus grandes manos sobre el volante de la camioneta cuando recorrían los pedregosos caminos y experimentar un deseo casi irresistible de cogerlas entre las suyas y hundir su rostro en ellas; mirar la línea bien recortada de su pelo sobre la nuca y sentir unas ganas insoportables de lamer aquella piel morena…


De la noche a la mañana, se había convertido en una especie de ninfómana enloquecida que lo tocaba y lo provocaba a la menor oportunidad y, aunque a menudo se decía que debería avergonzarse de sí misma, en realidad estaba encantada con aquel estado de cosas.


Unos días llenos de risas y ternura, paseos y sexo desenfrenado no podían hacerle mal a nadie.


No, a nadie.



TE QUIERO: CAPITULO 33





Dos horas más tarde, después de un delicioso desayuno en el patio a base de cruasanes recién hechos, café y zumo de naranja natural que la sobrina de Encarni había preparado, estaban listos para explorar. Pedro llevaba unas bermudas y un polo, y ella unos shorts y una camiseta; apenas eran las once, pero el día prometía ser muy caluroso.


Paula colocó en el asiento trasero de la camioneta pick up que Pedro había encontrado en una de las naves de labor la enorme cesta llena de bocadillos, fruta fresca y bebidas que ella misma había preparado mientras tanto, y en seguida estuvieron rodando por los abruptos caminos de la finca.


La Dehesa del Molino tenía una considerable extensión, mezcla de interminables dehesas y alcornocales, y escarpados riscos que formaban parte de una sierra cercana. En otros tiempos había sido una explotación dedicada a la caza mayor. Paula aún recordaba las legendarias monterías que organizaba su padre, en las que se daban cita los personajes más destacados de la alta sociedad y las finanzas españolas. Ahora apenas avistaron dos corzos y un jabalí durante todo el paseo.


Paula disfrutó mostrándole a Pedro el lugar en el que había pasado los mejores veranos de su vida y notó, sorprendida, que él parecía entender bastante de los asuntos relacionados con el campo.


—Pensaba que habías sido un urbanita convencido toda tu vida.


Pedro le lanzó una sonrisa perezosa y se encogió de hombros sin soltar el volante.


—Hace tiempo que soñaba con tener un lugar como este y, cuando me interesa algo, suelo informarme a fondo sobre el asunto.


Ella aspiró con deleite el intenso aroma de las jaras y comentó:
—Creo que ya lo has visto casi todo. Ahora te llevaré a mi lugar favorito. Lucas, Cande y yo pasábamos allí la mayor parte del verano.


Con seguridad, le guio por un laberinto de intrincados caminos casi borrados por la maleza y, por fin, le ordenó detener la camioneta junto a una enorme mole de piedra.


—A partir de aquí tendremos que caminar un rato. —Paula abrió la puerta y, una vez fuera del vehículo, alzó el rostro hacia el cielo azul con una intensa sensación de felicidad.


Pedro observó su expresión de deleite y sonrió con ternura. 


Cogió la pesada cesta de la parte trasera y le dijo:
—Guíame, esposa mía.


Ella le dirigió una cálida sonrisa que le cortó el aliento y echó a andar con viveza por un sendero estrecho que discurría a través de una zona de tupida vegetación en la que los enebros, los madroños, los brezos y los mirtos formaban una selva casi impenetrable.


Al cabo de poco más de un kilómetro, Paula se detuvo, se apartó un poco para que su marido pudiera contemplar el escenario y preguntó:
—¿Qué te parece?


—¡Wow! —fue lo único que pudo contestar el americano.


La belleza de aquella profunda poza de aguas límpidas y la pequeña cascada que fluía por la pared rocosa en medio de un fragor envolvente le había robado el aliento. Después del calor que habían pasado durante su recorrido, aquel lugar, umbrío y fresco, era el paraíso. Sin decir nada más, Pedro se apresuró a dejar la cesta sobre una piedra plana de buen tamaño, se volvió hacia ella y, con un rápido movimiento, le sacó la camiseta por la cabeza.


—¡Pedro! —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que aquellos dedos habilidosos desabrocharan también el botón de sus shorts.


—Vamos a bañarnos, Paula, baby. Hace mucho calor.


Pocos segundos después, los dos estaban riendo y salpicándose dentro del agua, completamente desnudos. A Paula le sorprendía su propia actitud; siempre había sido una persona muy pudorosa, incluso cuando estaba casada con Álvaro. Jamás se había bañado desnuda al aire libre, pero con Pedro, no sabía por qué, era muy diferente y, a su lado, palabras como vergüenza o timidez perdían su significado. Quizá era el modo en que la acariciaba con sus atrevidos ojos azules, haciéndole sentirse la mujer más deseable y bella del planeta Tierra, lo que hacía que olvidara todas sus inseguridades.


Siguieron jugando un buen rato, hasta que, de pronto, él la tomó entre sus brazos y su mirada risueña se transformó en una expresión de deseo animal que la dejó jadeante. Sin salir del agua, Pedro apoyó su espalda contra una roca y, con las pupilas clavadas en las suyas, la alzó un poco sobre él y, de un solo movimiento, se introdujo en su interior con destreza. Paula, incapaz de apartar la mirada de aquellos iris magnéticos, vio reflejadas, una por una, las mismas emociones que ella experimentaba: tensión, hambre, delirio, pasión y, por fin, un éxtasis final tan intenso que se desplomó sin fuerzas contra aquel pecho poderoso y hundió la cara en su cuello moreno con un suspiro de agotamiento.


Permanecieron un buen rato abrazados en silencio, sin salir de la charca, hasta que los labios de Paula se movieron contra la áspera piel de su garganta:
—Gracias, Pedro. Por todo.


El americano enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo, sin que se le escaparan las lágrimas que se confundían con gotas de agua en sus mejillas empapadas.


—Paula, baby, si vuelves a darme las gracias te daré una paliza, y te recuerdo que soy mucho más fuerte que tú. —Puso su mejor cara de matón de barrio y alzó una de sus cejas con fingida amenaza, lo que provocó que Paula lanzara una carcajada temblorosa.


Salieron de la poza y se tendieron sobre la piedra sobre la que Pedro había dejado la cesta. Después devoraron toda la comida que tenían, bien acompañada por una botella de vino tinto que habían puesto a enfriar dentro del agua sin dejar de charlar y de reír. Cuando no quedó ni siquiera una miserable cereza en el interior de la cesta, se tendieron sobre la inmensa toalla de algodón que Paula había llevado, previsora, y a pesar del escándalo que armaban las chicharras a su alrededor se quedaron dormidos al instante, estrechamente abrazados.


Mucho más tarde, la boca ansiosa de Pedro la sacó de un sueño profundo y, una vez más, hicieron el amor. Después se dieron otro baño y, felices y llenos de un agradable cansancio, recogieron todo y caminaron en dirección a la camioneta mientras el sol comenzaba a ponerse.