jueves, 4 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 12




Regresó al chalet muy cansado. Nada más entrar, se dio cuenta de que Marcelo le había dejado una luz encendida en el piso de arriba. Subió los escalones que llevaban a la zona del salón—comedor y, al mirar hacia la cocina, se detuvo, asombrado.


Paula estaba frente al fogón, cocinando algo. Parecía más menuda que de costumbre. Tal vez fuera porque Pedro había pasado las horas anteriores con una mujer del tamaño de una amazona, o porque Paula estaba descalza y llevaba un albornoz que le quedaba grande. El pelo largo le caía alrededor de los hombros y por la espalda.


Pareció oírlo entrar, porque miró despreocupadamente a su alrededor y dijo:
— ¿Tienes hambre? —Él sacudió la cabeza—. Pues yo estoy hambrienta. Me despertó el ruido de mis propias tripas, así que subí a hacerme una tortilla. También he hecho café. ¿Quieres un poco?


Cuando había entrado al chalet, Pedro solo deseaba irse a la cama. Sin embargo, el café recién hecho olía demasiado bien como para rehusar una taza.


— Sí. Aunque no creo que ni toda la cafeína del mundo pueda mantenerme despierto mucho tiempo.


Ella lo miró de arriba abajo, notando sin duda que ya había alterado su apariencia. Se había desabrochado los dos botones superiores de la camisa y se había quitado la corbata en cuanto dejó a Katherine Crossland en su casa. 


Había entrado en el chalet con la americana colgada del hombro. La tiró sobre el respaldo de una silla y se sentó a la barra de la cocina, enrollándose las mangas de la camisa.


Paula llenó de café dos tazas y las puso sobre la barra.


— ¿Qué tal ha ido la cena? ¿Conseguiste apaciguarla? —preguntó, colocando la tortilla humeante en un plato.


Él la vio rodear la barra y sentarse a su lado. Se pasó las manos por la cara, preguntándose qué respondería. La pregunta era bastante directa; la respuesta, mucho más complicada. Decidió que estaba demasiado cansado para ser diplomático.


—Escuché sus quejas, le expliqué los términos del contrato que firmó su marido y quedamos en vernos mañana, en la obra — dijo llanamente—. El único problema fue convencerla de que no me interesaba quedarme en su casa después de la cena.


Paula se quedó con el tenedor en vilo y miró a Pedro fijamente.


— ¿Quieres decir que se te insinuó?


Pedro su incredulidad le hizo gracia.


—Bueno, podría decirte que la mayoría de las mujeres reaccionan así cuando las llevo a cenar... —su bufido de indignación era la respuesta que Pedro esperaba. Se relajó y tomó su taza antes de añadir—. Pero la verdad es que no creo que a la señora Crossland le importara quién fuera yo, con tal de que le siguiera el juego.


—Vaya, vaya —dijo Paula bajando la cabeza, y se comió rápidamente el pedazo de tortilla que tenía en la punta del tenedor.


— No te molestes en disimular la risa. Supongo que a mí también me haría mucha gracia si no fuera porque por su culpa he tenido que marcharme de Texas, descuidando asuntos más importantes.


— ¿Y qué es lo que le preocupa tanto?


— ¿De la obra? No me ha contado los detalles. Lo único que parecía importarle era saber si había conseguido excitarme.


— ¿Y lo ha conseguido?


Los ojos de Paula brillaron, divertidos, y Pedro se sorprendió mirándola con todo el deseo que no había sentido estando con Katherine Crossland. Sacudió rápidamente la cabeza. Cielos, estaba más cansado de lo que creía. Debía de tener alguna conexión cerebral suelta cuando le dijo a Katherine que tenía ciertos compromisos con Paula que no rompería por nada del mundo.


—Adelante, ríete —dijo—. Que mañana te tocará a ti.


— ¿Qué quieres decir?


—No sé de dónde ha sacado la idea, pero la señora Crossland está convencida de que tú y yo estamos comprometidos. Yo no hice nada por sacarla de su error, por supuesto. Le dije que mañana te llevaría a la obra y os presentaría. Va a explicarme los cambios que quiere hacer para que le diga si podemos hacerlos sin el consentimiento escrito de su marido.


Paula se concentró en la parte que él había intentado hacer pasar de rondón.


— Así que no sabes de dónde sacó esa idea, ¿en? —repitió enarcando las cejas.


—Bueno, de acuerdo, la verdad es que me estoy escondiendo detrás de ti. Puedes demandarme si quieres.


Ella sonrió.


— Debías estar realmente desesperado. Recuérdame que mañana me compre algo provocativo.


Pedro no necesitaba verla con algo provocativo. En ese momento, lo último que necesitaba era fantasear con su asistente. La situación ya era bastante precaria. Aquella era la primera vez que compartían casa; la primera vez que la veía en albornoz, descalza y con el pelo suelto.


— Creo que nunca te había visto con el pelo suelto.


Ella parpadeó, sorprendida.


— Claro, siempre me lo recojo para ir a trabajar.


Él se vio a sí mismo extender la mano.


—Tienes un pelo precioso —murmuró, pasando ligeramente la mano por su nuca antes de deslizar sus dedos alrededor de un largo rizo.


Ella lo miró con incredulidad.


— ¿Cuántas copas has bebido?


Él apartó la mano.


—Lo siento. No sé en qué estaba pensando—suspiró sintiéndose muy fatigado —. Perdona —alzó la taza y la apuró —. Me voy a la cama —la miró. Envuelta en aquel enorme albornoz, parecía una hermosa niña vestida con la ropa de un adulto—. Mañana a primera hora iremos de compras a la ciudad. Podríamos habernos parado antes de salir de Asheville, pero olvidé por completo decírselo a Marcelo. Parece que esta noche no hago más que pedirte disculpas. 


Paula se deslizó elegantemente del taburete y lo miró fijamente.


Pedro, ¿estás bien?


Su tono preocupado tocó algo muy profundo en el interior de Pedro, algo cuya existencia este ignoraba hasta ese momento. Frunció el ceño, incómodo a causa de la sensación de debilidad que se había apoderado de él repentinamente.


—Sí, claro. Y no, no he bebido nada. Es solo que estoy cansado, nada más. Hablaremos mañana — se dirigió a las escaleras que llevaban a las habitaciones del piso inferior.


—¿Pedro?


Él se dio la vuelta de mala gana.


—¿Qué?


— ¿Volveremos a Dallas mañana?


Él miró la escalera como si buscara la respuesta en la trama de la alfombra.


—Espero que sí, Paula. Todo depende de cómo vaya la reunión con la señora Crossland. Si no es mañana, nos iremos el viernes, como muy tarde. Si no resuelvo el asunto mañana mismo, me pondré en contacto con Tom para averiguar qué quiere que haga.


— ¿Crees que Marcelo sabía lo que ocurriría cuando te encontraras con ella?


Él sacudió la cabeza con fastidio,


—No tengo ni idea —continuó bajando las escaleras y añadió —. Hasta mañana, Paula.


Pedro tenía la sensación de que debía escapar antes de que dijera o hiciera algo completamente fuera de lugar. ¿Qué le pasaba? Una mujer muy bella había usado sus considerables encantos para seducirlo y él había escapado sin echar siquiera una mirada atrás. Sin embargo, al ver a Paula sin maquillaje, descalza y vestida con un albornoz que le quedaba grande, había sentido tal arrebato de deseo que todavía temblaba por miedo a que ella se diera cuenta.


Entró en su habitación y cerró la puerta. Solo necesitaba dormir a pierna suelta. Se desvistió, molesto porque aún estaba excitado por su inesperado encuentro con Paula.


No podía complicarse la vida obsesionándose con una mujer. Obsesionarse con Paula solo podía conducirlo al más completo desastre









BAJO AMENAZA: CAPITULO 11





Pedro encontró sin contratiempos la casa alquilada de la señora Crossland. Estaba algo apartada de la carretera, al final de un sinuoso camino flanqueado de árboles majestuosos. Una galería de aspecto confortable rodeaba la casa por su parte delantera y por ambos lados. La luz de la galería brillaba con fuerza, iluminando unas cuantas sillas y un sofá informal cubierto de cojines y almohadones de colores.


No estaba mal, pensó Pedro mientras subía los escalones que llevaban a la puerta principal. Pulsó el timbre y aguardó. 


Vio la sombra de la mujer a través del cristal esmerilado de la sólida puerta de roble, pero a pesar de la descripción de Marcelo, la figura que abrió la puerta lo dejó impresionado.


La señora Crossland debía de tener veintitantos años y parecía salida de las páginas centrales de una revista para hombres. A Marcelo se le había olvidado mencionar que era asombrosamente bella. Pedro imaginó que, descalza, debía de medir un metro setenta y cinco. Con los tacones de aguja que llevaba esa noche, era casi tan alta como él. Se había recogido el pelo rubio platino en una especie de moño alto, dejando sueltos algunos rizos que le caían alrededor de las orejas y el cuello. Pedro no sabía cómo lo había hecho, pero iba maquillada tan magistralmente que su tez parecía tersa como la de una niña. Sin embargo, sus grandes ojos azules oscuros no eran los de una niña. Aquellos ojos parecían pregonar la sensualidad de su dueña.


Su vestido estaba confeccionado con una tela brillante que Pedro no reconoció, pero que sin duda era muy cara. El color champán del tejido acentuaba el profundo bronceado de su piel. El vestido era, sin embargo, sorprendentemente pudoroso teniendo en cuenta lo que Marcelo le había contado sobre la provocativa indumentaria que aquella mujer se ponía para ir a la obra. Tenía un escote alto y mangas largas, aunque el tejido elástico lograba llamar la atención sobre sus grandes pechos, su breve cintura y sus voluptuosas caderas. La falda recta acababa en las rodillas, dejando entrever unas piernas largas y esbeltas.


Ella le tendió la mano.


—Usted debe ser Pedro Alfonso —dijo en voz baja e íntima—. Mi marido no me había dicho que era usted tan joven, para ser el dueño de una empresa tan grande — el regocijo resonaba en su voz ronca—. No sabe cuánto le agradezco que haya encontrado un hueco en su apretada agenda para reunirse conmigo —señaló hacia el interior de la casa—. ¿Quiere pasar a tomar una copa antes de la cena?


Pedro le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Aquella mujer era una tentación para cualquier hombre con una pizca de sangre en las venas. Marcelo debía de estar partiéndose de risa a su costa.


Pedro sonrió amablemente.


—He hecho una reserva. Creo que los restaurantes de por aquí cierran antes que en Dallas. Quizá deberíamos irnos ya.


Ella sacó el labio inferior en un mohín provocador, como si la hubieran privado de algo más que de una copa antes de la cena.


— Bueno, si insiste —dijo, dándose la vuelta para recoger un bolso de noche de satén. Miró seductoramente hacia atrás y añadió—: Tomaremos esa copa después de la cena, cuando volvamos.


Pedro no estaba prestando atención a sus palabras, porque tenía los ojos fijos en sus hombros desnudos, en su larga espalda desnuda y en la leve curva de su trasero que dejaba entrever el vestido antes de ocultar pudorosamente el resto de su cuerpo. Pedro respiró hondo.


—Eh, sí, claro —dijo distraídamente. Sin embargo, no tenía intención de entrar en aquella casa ni en ese momento ni nunca. La mirada de aquella mujer transmitía un mensaje clarísimo, al igual su ropa. Si algún hombre cruzaba aquel umbral, se encontraría de pronto rodeado por la señora Crossland como si esta fuera una sinuosa serpiente dispuesta a zamparse a su presa. Y Pedro tenía la clara impresión de que ya estaba en su punto de mira.


La acompañó al Jeep y le abrió la puerta del pasajero. Ella apoyó delicadamente la mano sobre la de él, como si necesitara ayuda. A aquella distancia, Pedro notó el aroma provocativo de su perfume. «Cielo santo», pensó, «esta mujer es un peligro para la tranquilidad de cualquier hombre». Resultaba fácil entender que Thomas Crossland pudiera considerarla un trofeo.


De pronto, Pedro sintió compasión por su cliente. Si la señora Crossland actuaba así con él, ¿cómo se comportaría con otros hombres? La energía sexual que irradiaba lo hacía sentirse ligeramente mareado.


Se recordó que la señora Crossland ya le había causado bastantes inconvenientes y que por su culpa seguramente se retrasaría el final de la obra. Cuando se sentó tras el volante, la cabeza se le había despejado un poco. Se concentró en el motivo de aquella reunión y en su necesidad de apaciguar a aquella mujer sin aceptar los costes extra que sus sugerencias suponían y que su marido tal vez se negara a pagar.


Arrancó y dio la vuelta por el camino. Ella apoyó ligeramente la mano, cuyas uñas llevaba pintadas de gris, sobre la manga de su americana.


—Me alegro mucho de conocerlo al fin. Thomas siempre está cantando sus alabanzas. Tengo entendido que ha construido varios de sus proyectos, ¿no es así?


— Sí —Pedro condujo el coche hacia la carretera de doble sentido y se dirigió al club privado reservado a los inquilinos de los chalets de la urbanización.


—Me dijo que le costó mucho convencerlo de que construyera nuestra residencia de verano aquí, en Carolina.


— Siempre trabajo en Texas.


La cálida risa de ella le acarició los sentidos.


—Entonces somos muy afortunados por haberlo persuadido para que hiciera una excepción en nuestro caso.


Él mantuvo la boca cerrada, a pesar de que se le ocurrieron varias respuestas. Se recordó que Thomas Crossland era un buen cliente. No había razón para enemistarse con él ofendiendo a su mujer.


Cuando aparcaron frente al restaurante, ella dijo:
—Uy, qué maravilla. Tenía muchas ganas de venir a este sitio, pero la verdad es que no he tenido tiempo. Parece que me ha leído el pensamiento.


Si su lenguaje corporal, su tono de voz y su atuendo no proclamaran su disponibilidad de manera tan rotunda, Pedro podría haber pensado que, en efecto, podía leerle el pensamiento. Por las miradas que ella le lanzaba a cada rato, adivinaba que lo que rondaba su cabeza para después de la cena probablemente iba contra las leyes de más de un Estado.


Era ya demasiado tarde, pero Pedro deseó haber esperado hasta el día siguiente para encontrarse con la señora Crossland. La presencia de Paula habría enfatizado el carácter profesional de aquel encuentro.


Entraron en un salón apacible y poco iluminado. El local parecía estar lleno. En cuanto Pedro le dio su nombre al maítre, fueron conducidos a una mesa para dos desde la que sin duda se contemplaba una vista encantadora. Por desgracia, a aquella hora estaba demasiado oscuro para apreciar el paisaje. Pedro sonrió e inclinó la cabeza mirando al hombre en señal de agradecimiento.


Una vez sentados, mientras estudiaba la carta, de pronto, se sintió agotado. Envidiaba a Paula, que dormía apaciblemente en el chalet. Debería haber seguido su ejemplo. Miró a su invitada y preguntó:
¿Ha decidido ya qué va a tomar, señora Crossland?


Ella le sonrió: una sonrisa lenta e íntima que parecía más apropiada para un encuentro en una alcoba.


— Por favor, nadie me llama señora Crossland. Ese título pertenece a la madre de Tommy. Me llamo Katherine, pero le ruego que me llame Kat. Espero que, dado que Tommy lo llama Pedro, me permitirá el mismo privilegio.


Su voz se había convertido en un suave ronroneo. El cuerpo de Pedro respondió a aquella voz, pero su mente y sus emociones siguieron observando la escena con frialdad. 


¿Era así como se abría paso aquella mujer? ¿A través de la seducción?


Una vez más, agradeció a sus padres la temprana y dolorosa lección que le habían enseñado acerca de las mujeres.


—Me sentiría más a gusto llamándola Katherine —contestó amablemente.


Ella arrugó la nariz y se encogió de hombros ligeramente.


—Bueno, yo naturalmente deseo que se sienta a gusto... —le dio a la palabra un énfasis particularmente seductor— en todos los sentidos.


Pedro se preguntó si lo estaba provocando para ver cómo reaccionaba. Si así era, el bueno de Tommy se enteraría de cualquier conducta poco profesional por su parte antes de que acabara la noche. Katherine disfrutaba provocando a los hombres que se cruzaban en su camino. Estaba claro que le divertían las miradas de reojo que le lanzaban los hombres de las otras mesas.


Pedro pronto consiguió que su indisciplinado cuerpo lo obedeciera. Era cierto que, como le había dicho a Marcelo, conocía a muchas mujeres semejantes a Katherine Crossland. Sabía que debía actuar con suma prudencia si no quería perder a Thomas como cliente. Era evidente que a Katherine no le importaba que, de resultas de su conducta, se produjera una ruptura entre ellos. Una vez encaró aquel hecho, las miradas y el comportamiento de la señora Crossland dejaron de afectarlo.


Ella se pasó varios minutos releyendo la lista de los entrantes, pero al fin Pedro logró que eligiera uno. Un adusto camarero se acercó para tomarles nota. Cuando se marchó, Pedro dijo:
— ¿Por qué no me cuenta qué es lo que le preocupa respecto a la obra?


Varios comensales cercanos giraron la cabeza al oír la risa estridente de aquella Mujer.


—El principal problema es que Tommy y yo no nos ponemos de acuerdo sobre cómo debe ser una residencia de verano. Él quería algo rústico e informal, distinto a nuestra casa de Dallas. Por supuesto, yo le dije que, vivamos donde vivamos, hemos de mantener unos ciertos niveles de confort. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso, pero una vez aquí, y tras ver la obra, me he dado cuenta de que quiero modificar algunas de las ideas, un tanto rancias, de mi marido. Y la verdad es que no entiendo por qué sus hombres se empeñan en no seguir mis indicaciones.


Pedro buscó en su cabeza algo diplomático para decirle. Su dolor de cabeza había ido en aumento a medida que transcurría aquel encuentro de pesadilla.


— Señora Crossland... —ella levantó la mano y él se corrigió—. Katherine, según me ha dicho el jefe de obra, los cambios que sugiere supondrían un aumento de varios miles de dólares sobre el presupuesto que aprobó su marido. No podemos hacer esos cambios sin que Tom lo autorice por escrito.


— ¿Ni siquiera si yo les doy permiso?


—Ni siquiera así. Sin embargo, si le dice a Tom que se ponga en contacto conmigo, podemos discutir sus sugerencias y seguir adelante con la obra.


Ella sacudió la cabeza con fastidio.


—Todo esto es absurdo. Tenemos dinero de sobra para pagar cualquier cambio que quiera hacer en el proyecto original.


Él asintió.


— Por supuesto que sí. Pero, si le hubiera sugerido esos cambios al arquitecto cuando hizo los planos, ahora no habría ningún problema para ponerlos en práctica.


Ella se quedó mirándolo unos segundos, antes de hablar:
—No va hacerme este favor, ¿verdad? Se va a ceñir a sus normas y no a va hacer caso de lo que le diga.


— ¿Y si nos vemos mañana en la obra y pensamos qué podemos hacer sin pasarnos mucho del presupuesto? ¿Qué le parece?


El camarero les llevó los platos, y Pedro se quedó mirando fijamente el suyo, deseando haberse conformado con un sandwich. El dolor de cabeza hacía que aquella deliciosa comida le pareciera desagradable. Mientras cenaban charlaron de otras cuestiones.


Katherine aguardó hasta que les sirvieron el café para contestar a su pregunta anterior.


— Gracias por haberme escuchado, al menos. A veces, me siento como si fuera invisible. Tom hace lo que se le antoja sin tener en cuenta mi opinión —le sonrió —. ¿Está casado, Pedro? —preguntó.


Aquella era una pregunta cargada. Pedro intentó encontrar una respuesta conveniente, y empezaba a desesperarse cuando de pronto pensó en Paula, quien al fin y al cabo había viajado hasta Carolina del Norte por motivos de trabajo. Decididamente, la necesitaba como amortiguador en aquel trabajo en particular.


—No exactamente —contestó, confiando en que ella adivinara toda clase de segundas intenciones tras sus palabras. Tal vez así dejaría correr el tema. Pero no tuvo tanta suerte.


— ¿Qué quiere decir? —preguntó ella, con voz ligeramente crispada.


« ¿Y ahora qué?» No quería mentirle. Él nunca mentía. 


Había acabado tan harto de engaños y mentiras durante su niñez, que para él la verdad era cosa sagrada.


Pero ¿cuál era la verdad acerca de su relación con Paula?


—Hay alguien muy especial para mí. No podría pasar sin ella —lo cual era cierto, pensó.


—Ya veo —respondió Katherine, pensativa—. Me encantaría conocerla alguna vez.


—Eso es fácil. Mañana la llevaré a la obra y se la presentaré.


— Ah —dijo ella débilmente—. ¿Viaja con usted?


—A veces —contestó él, lo cual también era cierto.


El camarero volvió a aparecer y dejó discretamente la cuenta junto al codo de Pedro. Este puso inmediatamente una tarjeta de crédito dentro de la carpetilla. Estaba ansioso porque acabara aquel encuentro.


Katherine permaneció en silencio durante el trayecto hacia su casa. Cuando llegaron, Pedro la ayudó a salir del coche y la acompañó hasta la puerta. Ella abrió y se giró hacia él.


—No va a pasar a tomar una copa, ¿verdad? —preguntó, resignada.


—No.


—Espero que su amiga no se enfade porque hayamos cenado juntos —dijo, pero su tono traslucía todo lo contrario.


Pedro sonrió.


—Ella sabe que se trataba de una reunión de negocios. La habría traído conmigo, pero prefirió quedarse descansando.


Katherine lo miró en silencio, como si intentara memorizar su cara.


—Es una mujer muy afortunada —dijo finalmente, con suavidad, y luego se dio la vuelta y entró, cerrando la puerta a su espalda.


«Se acabó», pensó Pedro, sintiéndose incómodo. Le había dicho la verdad, pero había dado a entender muchas cosas que no eran ciertas. Tal vez porque había permitido que sus deseos guiaran su imaginación.






BAJO AMENAZA: CAPITULO 10





Pedro había desarrollado consumadas habilidades de negociador desde que estaba en el negocio. ¿Qué podía costarle convencer a aquella mujer de que todo estaba bajo control?


Se detuvo al pie de la escalera y miró las puertas cerradas. 


Se preguntó qué habitación habría elegido Paula. Si se había acostado, no quería molestarla. Pero, por otro lado, tampoco quería entrar sin previo aviso. Finalmente, llamó suavemente a una de las puertas. No hubo respuesta.


Seguramente Paula estaba en la otra. Pedro abrió la puerta y entró en la habitación en penumbra. Se dirigió al cuarto de baño sin molestarse en encender la luz. Quería darse una ducha antes de la cena. Abrió la puerta y al instante comprendió que se había equivocado de cuarto.


El suave olor a champú y a jabón perfumaba todavía el aire del cuarto de baño. No le hizo falta encender la luz para darse cuenta de que aquella era la habitación de Paula.


Retrocedió sigilosamente y se dio la vuelta, mirando hacia la cama. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio a Paula tapada con las mantas hasta la barbilla, su pálido rostro rodeado por una mata de pelo suavemente rizado.


Parecía tan vulnerable allí tumbada... Pedro sabía que debía irse a la otra habitación. Pero, en vez de hacerlo, siguió mirándola. Por alguna razón, parecía más pequeña que de costumbre. No es que fuera una mujer grande, pero a Pedro siempre le parecía que su presencia resultaba imponente. 


En ese momento, sin embargo, parecía una niña inocente y dormida.


Salió de la habitación y cerró la puerta suavemente tras él. 


¿Quién le iba a decir a él que una mujer le parecería inocente? Siempre había creído que hasta las recién nacidas iban equipadas con todas las armas de la manipulación y el engaño.


Su madre le había enseñado una amarga lección acerca de lo que una mujer podía hacerle al corazón de un hombre. Sí, a su madre podían llamarla muchas cosas sin caer en la maledicencia o la calumnia, pero para él había sido una maestra: le había enseñado muy pronto a no confiar en las mujeres, fuera cual fuera su edad y la relación que tuvieran con él.


Aquella lección no se le había olvidado. Sin embargo, Paula le había demostrado que era distinta a otras mujeres. Era honesta y digna de confianza. Poseía integridad. Lo había convencido de que al menos había una mujer en el mundo distinta a la que le había dado la vida.


Pedro cruzó el pasillo, entró en la otra habitación y encendió la luz. El dormitorio parecía idéntico al de Paula. Entró en el cuarto de baño para darse una ducha rápida. Cuanto antes se reuniera con la señora Crossland y calmara a Marcelo, antes podría anotar aquella tarea en su haber.