domingo, 21 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 14

 


La consulta del doctor Greene llevaba treinta años oliendo igual, pensó Pedro mientras se sentaba a esperar y hojeaba una vieja revista de golf. Y la decoración tampoco había cambiado. Dejó la revista. Ni siquiera le gustaba el golf. Sacó su teléfono y miró el correo. Nada interesante.


Odiaba las salas de espera. Odiaba esperar. Miró el reloj del teléfono. Ya llevaba allí quince minutos. Si hubiese sido por él, ni siquiera habría ido al médico. Maldijo a Gabriel. Ya se le curaría la pierna.


Una madre y su hijo salieron de la sala. El niño tosía. En cuanto la puerta se hubo cerrado, la recepcionista, Carola, que también llevaba allí toda la vida, le hizo un gesto a Pedro.


—Ya puedes pasar.


Hector Greene debía de tener casi setenta años. Tenía el pelo, o lo que le quedaba de él, cano, la barba blanca como la de Santa Claus y los ojos azules. El doctor Greene había sido el médico de su abuela desde siempre y el suyo también, si es que se suponía que tenía un médico. Este se levantó al verlo entrar cojeando a la sala y le tendió la mano.


Pedro, ¿cómo estás?


—He estado mejor, doctor.


El médico le hizo un gesto para que se sentase y tomó asiento también.


—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿no?


—Unos cinco años.


El médico asintió.


—Siento lo de tu abuela. Sé que ha sido una gran pérdida para ti.


—Sí.


—¿Qué te ha pasado? Cojeas.


—Me han pegado un tiro.


Si la noticia sorprendió al médico, no se le notó.


—Ajá, ¿y cuándo ha sido eso? ¿Quién te ha tratado?


Sacó un cuaderno y empezó a escribir.


—Hace aproximadamente una semana. En Libia. Gracias a mi jefe pude ir a un hospital militar. Me hicieron una radiografía y, al parecer, no ha quedado ningún fragmento dentro. Me dieron unos puntos y me dijeron que me podía marchar.


El médico militar le había dicho eso y alguna cosa menos agradable. Se encogió de hombros.


—Ya sabes que me curó pronto. Siempre has dicho que tenía la cabeza dura como una piedra.


—Pero no estás hecho a prueba de balas. Deja que eche un vistazo a la herida.


—Voy a necesitar que me hagas un informe diciendo que puedo volver a trabajar.


El doctor Greene se levantó y le dijo:

—Bájate los pantalones y le echaremos un vistazo.


Pedro lo siguió hasta la camilla intentando no cojear, se quitó los pantalones y se sentó en ella.


—Vaya —comentó el médico—. Se está curando bien. ¿Has dicho que es de hace una semana? Te la volveremos a vendar y todo debería ir bien.


Fue a buscar material a un armario.


—Te voy a poner una gasa y una venda limpia —empezó—. Cuando deje de supurar podrás dejar la herida al aire para que se cure antes. Tardará unos días. Seca la herida con pequeños toques después de ducharte.


—Estupendo, gracias —dijo Pedro después de que le hubiese puesto la venda.


Se alegraba de que no le hubiesen echado un sermón


—Ponte los pantalones y siéntate otra vez —le dijo el doctor Greene.


A regañadientes, Pedro volvió a la silla que había delante del escritorio.


El médico apartó su libreta y lo miró fijamente.


—¿Cómo lo llevas?


—Bien.


Se hizo un silencio que Pedro no quiso romper.


—Ha sido una época emocionalmente agotadora. Has perdido a alguien especial y tienes una herida bastante importante, que es lo que te ha traído a casa. Y todo eso te va a pasar factura.


—Estoy bien —repitió él sin convicción. Estaba frente al hombre que había tratado a su abuela hasta el final de sus días. Se humedeció los labios—. Mi abuela… parecía estar bien cuando vine a casa hace seis meses…


El médico tardó unos segundos en responder.


—Aurora Neeson tuvo una vida envidiable. Fue independiente hasta el final —dijo sonriendo—. Y ya sabes lo importante que era eso para ella. No obstante, cada vez estaba más frágil. Tuvo un ataque bastante fuerte y murió en el hospital sin llegar a recuperar la consciencia.


—¿Sufrió?


El médico negó con la cabeza.


—No, no te preocupes.


—Bien —dijo Pedro, aliviado—. Ojalá hubiese estado aquí.


—Lo sé. Tu abuela estaba muy orgullosa de ti.


Pedro notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y eso le horrorizó. Se aclaró la garganta y cambió de tema:

—Una agente inmobiliaria ha estado en la casa —dijo, frotándose la pierna mala—. Ha sacado los muebles de mi abuela y la ha redecorado. Todo está cambiado.


—Sí. Conozco a la joven, es de Dalbello, muy agradable. Lo hará bien.


Pedro no tenía fuerzas para hablar de sus confusos sentimientos, así que dio las gracias y se levantó. Fue cojeando hasta la puerta y se dio cuenta de que el médico tenía razón. No estaba bien aunque fingiese estarlo.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 13

 


Cuando Paula llegó a la reunión semanal en Dalbello and Company, el jefe de personal ya estaba dando su discurso. Ella solía trabajar desde casa porque no le interesaba tener que alquilar un despacho que salía demasiado caro. Se pasaba por allí para utilizar la fotocopiadora y para ver a su mentor y amigo, Horacio Wilson, que llevaba treinta años en el negocio.


Vio a Horacio cerca del dispensador de agua fría y se acercó a él.


—¿Me he perdido algo? —le preguntó en un susurro.


—Teo dice que los precios empiezan a subir.


—Eso es una buena noticia.


Había unos treinta agentes inmobiliarios en el espacio abierto en el que se celebraban las reuniones. Detrás de ella estaban los despachos, vacíos. Y a un lado, debajo de las ventanas, dos impresoras de última tecnología. Al otro, una enorme pizarra.


Teo hizo un par de chistes, les dio su consejo semanal y luego fue a ver el motivo por el que Paula había corrido para no llegar tarde a la reunión.


—Vamos a ver las nuevas casas que hay a la venta.


Las fue presentando como si de un subastador se tratara. Y terminó:

—Y Bellamy, cuya venta lleva Paula Chaves. Su casa más importante por el momento y la principal de esta semana —dijo, girándose hacia ella—. ¡Sigue así, Paula!


Todo el mundo aplaudió y, aunque fuese un poco cursi, eso hizo que se sintiera más segura de sí misma.


Por supuesto, no compartió con el resto, que eran todos unos trepas y estaban deseando vender una casa así, que la operación pendía de un hilo.


Cuando la reunión terminó, una estilosa pelirroja se acercó a Horacio y a ella.


—Enhorabuena otra vez.


Se llamaba Diana y su felicitación fue tan falsa como su sonrisa. Era una agente inmobiliaria de mucho éxito y con fama de despiadada.


—¿Cuándo va a ser el día de puertas abiertas?


—No va a haber ningún día de puertas abiertas. El cliente ha sido tajante con eso. Hay fotografías en mi página web. Llámame si tienes algún cliente al que pueda interesarle y se la enseñaré.


—Por supuesto —respondió Diana.


Luego le hizo un par de preguntas acerca de la cocina, tomó notas y se marchó al darse cuenta de que su teléfono móvil estaba vibrando.


Cuando ya estaba lejos, Horacio comentó:

—He oído que le interesaba la venta. Tiene un contacto en el hospital que la llama cuando fallece alguien, por eso se entera siempre la primera.


—¡No me digas!


Horacio se encogió de hombros.


—Es capaz de eso y más.


Paula se alegró de que el abogado que le había pedido que se ocupase de la venta de Bellamy fuese un amigo de la familia.


—Horacio, tengo un problema. Necesito que me aconsejes.


—Por supuesto.


Le habló de Pedro y le explicó que este le había permitido seguir intentando vender la casa siempre y cuando no lo molestase.


—Estoy segura de que los MacDonald habrían hecho una oferta si no les hubiese dicho que su abuela se había muerto en aquella cama.


Horacio se tomó su tiempo antes de contestar.


—Es una buena oportunidad para ti. No quiero que la pierdas.


—Yo tampoco.


—Algunos clientes no saben ni lo que quieren. Y el tal Pedro parece ser uno de ellos. Vas a tener que manejarlo.


—¿Manejarlo? ¿Cómo?


—Paula, querida. Utiliza tu mejor arma: tu encanto.



UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 12

 


Después de que la atractiva agente inmobiliaria se marchase, Pedro se sirvió el café sobrante y empezó a deambular por la casa.


Ella tenía razón. No tenía sentido vivir allí. Era demasiado grande y tenía demasiados gastos de mantenimiento. Era una casa para una familia y a él, después de la pérdida de su abuela, ya no le quedaba nadie.


Tal vez no hubiese tenido la oportunidad de despedirse bien de ella en el funeral, pero se iba a asegurar de pasar la casa a las personas adecuadas.


Quizás, después, podría dejar marchar todos los recuerdos y recuperar su vida normal.


No sabía lo que iba a hacer durante las siguientes semanas, además de recuperar fuerzas, así que llamó a la clínica del doctor Greene y no le sorprendió que le diesen cita para esa misma tarde.