martes, 16 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 20





Después de salir del coche de Eleonora, Pedro fue directo a casa y sacó su partida de nacimiento de la caja fuerte. Se sintió aliviado. Era mentira.


No obstante, seguía estando inquieto. Fue a casa de sus padres y le preguntó al ama de llaves dónde estaban guardadas las fotografías de la familia. A su madre le encantaba hacer fotos. Se pasó horas viendo cajas y álbumes, buscando parecidos. Y no llegó a ninguna conclusión. Él era más grande y ancho que su hermano. Sus rasgos faciales eran también más anchos que los de sus padres, mientras que Adrian se parecía muchísimo a su madre. El color de la piel y de los ojos era el mismo para todos, y eso lo tranquilizó.


Pero la paz le duró sólo hasta que encontró un paquete en el que ponía: Embarazo. Había muchas fotografías de su madre embarazada, pero todas de 1979, que era el año en el que había nacido Adrian, no él. No encontró ninguna fotografía de su madre embarazada en 1975.


Luego volvió a su despacho y le pidió a Julieta que no lo molestasen. Se pasó allí el resto del día, dándole vueltas a la cabeza.


¿Lo habían tratado sus padres de manera diferente? Intentó recordar su niñez. Él era el mayor, siempre había sido muy maduro, así que le habían adjudicado la mayoría de las tareas y habían esperado que cuidase de su hermano pequeño. Los hijos mayores siempre pensaban que los pequeños estaban mimados, y él no era una excepción. Pero Adrian siempre había ido detrás de él, «para ayudarte», decía.


Entre ambos había un estrecho vínculo, pero, ¿y sus padres? Siempre habían puesto el trabajo por delante de la familia.


Se miró el reloj por enésima vez. Aquél estaba siendo el día más largo de toda su vida. Por mucho que intentaba convencerse de que no debía sacar conclusiones precipitadas, algo le decía que Eleonora le había dicho la verdad. Entonces pensó que tal vez por eso su madre le hubiese dejado las acciones a Adrian, su hijo biológico. Y que su padre quisiese que Adrian, su hijo biológico, estuviese al frente de la empresa.


En cuanto Rogelio volvió del juicio, Pedro entró en su despacho, tiró su partida de nacimiento encima de la mesa y le exigió que le contase la verdad. Rogelio insistió en que no sabía de qué le estaba hablando, y cuando Pedro se lo dijo, palideció y no lo negó. Entonces, Pedro tuvo que enfrentarse al hecho de que, hasta entonces, toda su vida había sido una farsa.


Dos años después de haberse casado, les habían dicho que no podían tener hijos. La madre de Pedro, a la que, además, después del accidente Saul le había prohibido que viese a su mujer, había caído en una profunda depresión. Rogelio, por miedo a que su negocio sufriese las consecuencias, la había llevado a una casa de campo en Sydney y había viajado desde Wellington todas las semanas para verla.


Deprimida y sola, su madre se había hecho amiga de una criada que estaba embarazada y soltera. Y habían organizado una adopción ilegal a cambio de mucho dinero. 


Melanie había conseguido incluso una falsa partida de nacimiento. Un año después, había vuelto a Nueva Zelanda con Pedro en brazos. Y habían dicho a todo el mundo que era su hijo. Cuatro años más tarde, Melanie se había quedado embarazada de Adrian.


—Tú lo sabías? —le preguntó Pedro a Adrian que había entrado a mitad de la conversación.


—Claro que no —le aseguró él—, pero no cambia nada, Pedro. Sigues siendo mi hermano.


—Y mi hijo —añadió su padre con voz temblorosa.


—Quiero detalles —pidió Pedro—. Nombres, fechas…


—¿Para qué, Pedro? Te criamos como a un Alfonso, te quisimos desde el primer día. ¿Para qué quieres desenterrar el pasado?


—¿Te preocupa que te metan en la cárcel por fraude, y por haber comprado un bebé? —fue la despiadada respuesta de Pedro a su padre, de la que se arrepintió al instante—. Me marcho a Sydney hoy, en vez del miércoles. No sé cuándo volveré. Necesito la dirección de la casa, el nombre de mi madre, de su amante, mi padre, las fechas en las que ella trabajó allí…


Se preguntó si sus padres biológicos se habrían puesto en contacto con los Alfonso a lo largo de los años. Si habían querido verlo o sólo les había importado el dinero.


—Ya veo por qué quieres que sea Adrian quien dirija la empresa, y no yo.


—Eso no es verdad —protestó Rogelio—. No quiero que la dirija Adrian. Ni tú. Quiero que lo hagáis los dos juntos.


Pedro vio mucho miedo en los ojos de Rogelio. ¿Desde cuándo llevaría temiéndose aquello?


No obstante, en esos momentos no podía llamarlo «papá».


Pedro, sigo pensando lo mismo acerca de la empresa, y de ti —comentó Adrian, que estaba tan pálido como su padre.


Pedro se puso en pie bruscamente. Tenía que irse a casa y hacer la maleta.


—Me iré hacia el aeropuerto dentro de dos horas. Llámame para darme los detalles que te he pedido.


—Iré contigo —dijo Adrian enseguida, levantándose también.


Pedro se detuvo y se volvió a mirarlo.


No era su hermano. Ni siquiera su hermano adoptivo.


—Esto es algo en lo que no puedes ayudarme…


—Pero…


Adrian parecía tan sorprendido con la noticia como Pedro


Siempre habían estado muy unidos. Incluso se parecían. 


¿Cambiaría todo aquello su relación?


Pedro le dio una palmadita en el hombro.


—Gracias, pero prefiero hacer esto yo solo.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 19





Pedro se quedó a dormir y la despertó muy temprano para volver a hacerle el amor antes de irse a trabajar. Paula lo abrazó por el cuello y él la besó.


—¿No se te olvida algo?


Pedro sonrió y le dio otro beso.


—¿El contrato de compraventa? —rió ella.


—Ah. Se lo daré a mis abogados para que le echen un vistazo.


—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Paula, volviendo a tumbarse en la cama.


—Todavía no lo he decidido. Tal vez lo convierta en una exclusiva galería de arte y exhiba las obras de una artista brillante, pero con muchas inseguridades acerca de su trabajo.


A ella le brillaron los ojos, divertida.


—La gente vendría desde muy lejos —continuó Pedro—, y se haría famosa en todo el mundo.


—Pero nadie se enteraría, porque la galería sería tan exclusiva que nadie la encontraría.


—Lo que añadiría grandeza a su fama y ella me estaría eternamente agradecida.


Pedro pensó que le gustaba aquello, despertarse al lado de alguien, hacer el amor, charlar y bromear antes de empezar el día. Se le pasó por la mente hacerlo permanente, sólo tenía cosas que ganar. Le gustaba estar con ella, y el sexo juntos era increíble.


—¿Llegaste a planear la reforma del albergue?


—Sí.


—Ya me lo contarás.


Paula lo besó con fervor y le preguntó si se verían el viernes.


—Falta mucho para el viernes —protestó Pedro—. El miércoles tengo una reunión en Sydney, pero estaré de vuelta el jueves por la noche —tomó un mechón de su pelo y lo hizo deslizarse entre sus dedos—. ¿Irás hoy al juicio?


Paula tomó aire, su expresión se volvió cauta.


Pedro


Él supo lo que iba a decirle: que no quería que nadie supiese que estaban juntos.


—No te preocupes —la tranquilizó, dándole un último beso—. Ya hablaremos de ello en otro momento.



****

Luego, condujo hasta su apartamento todavía con la sonrisa en los labios. Había sido un fin de semana perfecto. Todo había salido tal y como había planeado. Paula estaba loca por él, lo veía en su rostro cada vez que lo miraba.


Se duchó, se cambió de ropa y fue a su despacho. Volvería a verla en el juicio una hora más tarde, y estaba deseándolo. 


Se preguntó si alguien adivinaría que habían pasado el fin de semana juntos, si se le notaría algo cuando la mirase.


—Volveré después de la comida, probablemente —le dijo Pedro a Julieta antes de marcharse al juicio.


Adrian y Rogelio se habían ido delante, después de que los llamasen para confirmar que Saul estaba ya en condiciones de asistir.


Al salir del edificio, Pedro se fijó en una limusina azul clara que estaba aparcada fuera. Se fijó en ella porque ya la había visto antes en algún sitio. El conductor estaba apoyado en el capó, pero se irguió cuando lo vio, golpeó el cristal trasero y le hizo un gesto a él para que se acercase.


Pedro frunció el ceño y se aproximó.


La ventanilla trasera descendió.


—Hola, Pedro —dijo Eleonora Chaves de manera amistosa—. ¿Puedes dedicarme un par de minutos de tu tiempo?


Él dudo un segundo antes de subirse a la limusina. Se sentó frente a ella, dándole vueltas a la cabeza.


Era evidente que Paula se parecía a su madre.


El pelo rubio y fino, la piel cremosa y suave, la ropa elegante. Eleonora lo miraba con simpatía. El conductor se quedó fuera y ella cerró la ventanilla.


—¿Qué puedo hacer por usted, señora Chaves?


—Llámame Eleonora. Y quiero que dejes de ver a mi hija.


Pedro supo que no merecía la pena intentar negar la verdad.


—Haría casi cualquier cosa que me pidiese —contestó él con franqueza—, pero eso, no.


Ella lo miró fijamente, se había puesto tensa.


—Esto ya ha ido demasiado lejos —sentenció la madre de Paula.


Pedro se preguntó si estaba haciendo que los siguiesen.


—Siempre me has caído bien, Pedro. Te he visto crecer, he seguido tu carrera. Todo el mundo sabe que eres una persona honesta. Responsable.


Él inclinó la cabeza. La aprobación de Eleonora le sería de ayuda cuando Saul se enterase de todo.


—Mi marido está enfermo del corazón —prosiguió ella—. Es algo bastante serio. Si se entera de vuestra… aventura, es posible que se muera. Y si no se muere, te matará a ti.


Pedro fingió reflexionar al respecto.


—Correré el riesgo, pero gracias por la advertencia.


—No me estás escuchando. Creo que eres un buen hombre. Tu madre fue mi mejor amiga durante muchos años. Retomamos nuestra amistad en secreto unos años antes de que falleciese.


Pedro recordó dónde había visto esa limusina antes. En el cementerio, el día del funeral de su madre. Como las ventanas estaban tintadas, no había podido identificar a su ocupante y el coche se había marchado antes de que terminase el entierro.


—Tu madre estaba muy orgullosa de ti. Decía que eras honrado y justo. Muy fuerte, pero no tan testarudo como tu hermano. Decía que siempre hacías lo correcto.


Él siguió mirándola, esperando que fuese al grano.


Pedro, he visto a mi marido luchar a lo largo de los años para cambiar su personalidad, y no lo ha conseguido. He sido testigo de sus aventuras y me ha parecido bien, porque yo no puedo darle lo que necesita, y siempre vuelve a casa conmigo. Me trata con cariño y es discreto. Me quiere, pero ese amor no es ni la sombra de lo que siente por su hija. Saul quiere a Paula más que a su propia vida.


Pedro pensó que era cierto, que Paula y él jamás deberían haber empezado… Era una irresponsabilidad, pero ya era demasiado tarde.


—Eleonora, siento mucho lo que os hizo mi padre. Él también lo siente. Pero es injusto que esperéis que Paula y yo paguemos por los errores cometidos en el pasado.


—Yo lo perdí todo en ese accidente —dijo ella con los ojos empañados de emoción—. Un hijo al que sólo le faltaban tres semanas para nacer. Mis piernas, cuando mi mayor pasión y mi carrera eran el baile.


Pedro se estremeció e intentó tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta.


—Saul nunca aceptará esta relación, ¿lo entiendes? —insistió Eleonora—. Tu padre se llevó a su hijo. Preferiría morir antes de que un Alfonso se llevase también a su hija.


Pedro palideció, quiso apartar la mirada de ella, pero la mantuvo por educación.


Eleonora no había terminado.


—Lo perderé todo. De nuevo. Y Paula no será capaz de mirarte sin ver en ti la tragedia a la que tendía que enfrentarse con su querido padre, que estará o en prisión, o muerto. Y a tu padre tampoco le gustará.


Él se limitó a mirarla. Por primera vez, estaba empezando a darse cuenta de la batalla que tendría que librar.


—Y todo por un revolcón a la semana. Podías haberlo buscado en otro sitio.


Eso era cierto.


Eleonora esbozó una sonrisa.


—Paula se enamora y se desenamora todas las semanas.


Aquel comentario no era digno de respuesta.


—Te lo ruego, Pedro, por el cariño que tu madre me tenía, haz lo correcto.


Él sabía que su expresión no había cambiado, pero algo se le había removido por dentro. Eran emociones a las que no estaba acostumbrado. Sentía lástima por la mujer que tenía delante. Le parecía una injusticia que Paula y él tuviesen que pagar los pecados cometidos por sus padres. Y le enfadaba que Eleonora siguiese insistiendo. Eso significaba que todo estaba en sus manos. Si accedía a lo que le estaba pidiendo, si accedía a terminar con Paula, él sería el malo.


No podía consentirlo. Al menos, no sin pelear. Su madre le había dicho que desease algo que no debiese desear. Que tomase algo a lo que no tuviese derecho. Levantó la barbilla.


—Hablaré con Paula y tomaremos una decisión.


Fue a abrir la puerta, pero Eleonora le sujetó el brazo.


—En ese caso, no me dejas elección, tendré que contárselo todo a tu padre.


Pedro volvió a sentarse. Rogelio se pondría furioso. Tendría que preparar el terreno antes.


Pedro, has trabajado muy duro para llegar adonde estás, pero tu padre sigue resistiéndose a nombrarte su sucesor —hizo una pausa, aumentó la tensión—. Tu relación con la hija de su mayor enemigo te perjudicara. Tu padre dudará de tu lealtad.


Pedro no dijo nada, pero estaba de acuerdo. La lealtad era muy importante para Rogelio.


—Un golpe, dada tu situación, ya sería malo. Tal vez dos terminarían de inclinar la balanza. 


Pedro frunció el ceño. ¿Qué quería decir?


—¿Cuál es el otro?


—Tú no eres su hijo biológico, Pedro —anunció Eleonora—. Ni siquiera estás adoptado legalmente.







LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 18





Paula se despertó muy despacio, como solía hacerlo siempre. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que no estaba sola, y un par más en recordar lo que había pasado esa noche y en pensar cómo se sentía al despertar al lado de Pedro.


Habían disfrutado de muchos encuentros sexuales en el pasado, pero la noche anterior podía considerarla como la mejor de su vida. Había sido casi como una cita de verdad.


Habían pasado el día juntos, habían cenado juntos, habían charlado. Y luego, habían hecho el amor como nunca. 


¿Cómo iba a contenerse ella? Pedro no la dejaría.


Él se movió a su lado y gimió. Paula suspiró y los eróticos recuerdos de la noche anterior desaparecieron. Poco a poco, fue desplazándose hacia el extremo de la cama, pero él no tardó en abrazarla por la cintura.


—Buenos días —lo oyó murmurar.


Y contestó lo propio.


—¿Adonde crees que vas? —le preguntó Pedro abrazándola.


Ella giró la cabeza para mirarlo.


—Al baño. Necesito lavarme los dientes.


Pedro se apoyó en el codo y la observó. Ella cerró los ojos.


—No quiero que me veas hasta que no me haya arreglado un poco.


Pedro le dio unos golpecitos en la nariz, para que abriese los ojos.


—¿Se te ha olvidado que te vi con la cara verde?


¿Cómo se le iba a haber olvidado?


—Tú, Paula Chaves, no necesitas maquillaje para estar preciosa.


Ella sonrió y pensó que podría acostumbrarse a despertarse al lado de un hombre somnoliento, sin afeitar, despeinado, que le susurrase cosas bonitas al oído, pero en cuestión de segundos, la mirada de Pedro se volvió ardiente. Se puso encima de ella, que sintió su erección. En esos momentos, los mensajes que estaba recibiendo su cerebro no tenían nada que ver con ir al baño.


Mientras le acariciaba la espalda, Paula se preguntó durante cuánto tiempo sería así. Sólo hacía falta que la mirase para sentirse excitada. Su cuerpo respondía al instante, se humedecía. ¿Llegaría un momento en que ambos se mirarían y serían capaces de resistirse a aquel deseo urgente, primitivo?


Pedro le levantó las caderas y luego se inclinó a besarla. Ella le devolvió el beso y decidió disfrutarlo mientras pudiese.


—Mientras ambos podamos andar —murmuró contra su barbilla.


Él se apartó unos centímetros y la miró. Como respuesta, Paula se apretó con más fuerza contra él.


Una hora más tarde, Paula estaba preparando un café cuando oyó un ruido extraño en el exterior. Miró por el ojo de buey y vio a Leticia sentada en el embarcadero, abrazándose las rodillas y sollozando.


—¡Leticia! —exclamó corriendo a su lado.


La pobre chica lloró aliviada, parecía nerviosa y estaba helada. Llevaba unos vaqueros desgastados, zapatillas de deporte sin calcetines y una sudadera fina.


Pedro respondió a sus llamadas y entre los dos ayudaron a la chica a subir al barco y la envolvieron en una manta. Pedro se puso a hacer el desayuno mientras Paula se sentaba con ella e intentaba calentarle las manos frotándoselas.


Leticia se había escondido en un cargamento que llevaba el ferry que salía desde Wellington. Luego había ido andando hasta allí. Había tardado un día entero. Se había comido las galletas y se había hecho un par de tés, pero el frío era su peor enemigo.


—No había nada con qué taparse, ni siquiera unas cortinas viejas.


Se había escondido cuando había visto llegar el barco, pero después de pasar otra noche más sola, no había podido aguantar.


—¿Por qué no respondiste a nuestras llamadas? Tuviste que oírnos —Paula pensó que mientras ellos hacían el amor en el barco, la pobre muchacha debía de haber estado helándose de frío—. Debías haber venido a buscarnos antes.


Leticia engulló los huevos con tostadas como si no hubiese comido nada en una semana. Luego, Paula la acompañó a la cama del segundo camarote y la tapó.


—Pobre chica —le dijo a Pedro mientras se preparaban para volver a Wellington—. Sólo quiere que le presten atención. 
Es la pequeña de seis hermanos. Los chicos se pasan el día entrando y saliendo de la cárcel y su única hermana tiene leucemia. Sus padres están siempre en el hospital, o en la cárcel. Nadie tiene tiempo para Leticia.


Paula, que había sido hija única, no podía entenderlo. 


Decidió prestarle ella misma algo de atención a partir de entonces.


—Te lo dije.


—¿El qué?


—Que esa familia necesita unas vacaciones decente, pasar tiempo de calidad con sus hijos… ir a algún lugar agradable, donde puedan pescar y dar paseos…


Paula se ruborizó. A Pedro le gustaba su idea. Y eso significaba mucho para ella, aunque ya no pudiese llevarla a cabo.


Hacía muy buen día y estuvieron a gusto. Leticia apareció un par de horas más tarde y ayudó a Paula a preparar unos sándwiches con las sobras. Después se sentaron a comerlos al sol mientras Pedro seguía al timón. Luego, se tumbaron en los sofás y Paula no tardó en caer dormida.


Una hora más larde, cuando se despertó, ya se divisaba la ciudad de Wellington. Leticia estaba al timón, supervisada por Pedro. Paula sonrió al ver la imagen de ambos juntos. Era un gesto enternecedor por parte de Pedro, pasar algo de tiempo conectando con la chica.


—Leticia va a hablar con Russ para ver si puedo unirme a vuestro equipo —anunció Pedro, como si fuese algo que hubiese querido hacer siempre.


Paula sonrió, pensando que no sabía dónde se estaba metiendo.


Pedro conoce a gente en la Marina —dijo Leticia con entusiasmo—, y va a hablar con ellos para ver si pueden enseñamos a practicar deportes acuáticos.


—Creo que yo había hablado de normas de seguridad en el agua —la corrigió.


Paula no lo había visto nunca tan relajado y cómodo. Y era tan guapo.


Al verlo sonreír y bromear con Leticia, la invadió una sensación cálida y embriagadora. El muro que había levantado para protegerse se desvaneció. Su corazón empezó a latir, despacio y con fuerza, con tanta fuerza que podía sentirlo en las puntas de los dedos. Se sintió mareada y tuvo que agarrarse al sofá.


Lo amaba. Nunca había tenido nada tan claro. Lo amaba y lo deseaba, a pesar de todos los problemas que eso conllevaría.


Pedro le dijo algo, pero estaba tan distraída que tuvo que pedirle que se lo repitiera. Él se acercó y la despeinó, y Paula siguió sintiendo su mano en la cabeza unos segundos después.


Una vez en tierra, llevaron a Leticia con sus padres y Pedro la acompañó a casa. Cuando abrió la puerta de su apartamento, le rugía el estómago y recordó que sólo habían comido un sándwich.


—¿Te gustaría quedarte a…?


—Pensé que nunca me lo pedirías —dijo Pedro, apoyándola contra la pared del pasillo.


Su bolso cayó al suelo mientras él la devoraba con la boca y empezaba a hacerle el amor allí mismo. Ni siquiera llegaron al dormitorio.