domingo, 13 de septiembre de 2015

MARCADOS: CAPITULO 18





Paula apenas podía apartar los ojos de Pedro mientras conducían hacia San Jose.


–Cuéntame por qué no quieres que nadie sepa que estás en San Jose conmigo –preguntó Pedro.


–Marisa y Catalina lo saben –tras darle a Catalina las instrucciones de última hora, le había pedido discreción sobre el viaje.


–Y mi padre también –añadió Pedro–. Pero no entiendo por qué debe ser un secreto para el resto.


–Con la entrevista publicándose el lunes, no quiero fomentar más chismorreos.


–¿No quieres que nadie se entere de nuestra aventura?


Todavía no tenían ninguna aventura.


–Te expliqué que la suite tiene dos dormitorios –añadió él ante la falta de respuesta de Paula–. Este fin de semana pasará lo que tú quieras que pase.


Paula sabía muy bien lo que quería, pero iba a necesitar coraje para volver a arriesgar su corazón.


¿Sería capaz de mantener una aventura sin más con Pedro


Lo dudaba.


Si hacía el amor con él, estaría dándole una oportunidad al amor.


–Mientras preparaba el equipaje, recibí una llamada de la secretaria del señor Kiplinger.


–¿Ha tomado la compañía de seguros una decisión? –Pedro la miró sorprendido.


–No lo sé, no me lo quiso decir, solo llamaba para darme una cita con el señor Kiplinger. Está fuera de la ciudad y hemos quedado para el viernes.


–¿No tienes ni idea de cuál será la decisión?


–No, pero creo que intentaré llamarlo el lunes por la mañana.


–No va a contarte nada antes de tiempo.


–Lo sé, pero no me pasará nada por llamar.


–Eres insistente ¿verdad?


–¿Qué otra elección tengo?


–Muchas personas se rinden.


–Tú no lo hiciste.


–No, y fue gracias a ti –Pedro le tomó una mano.


A Paula le gustó la sensación de la fuerte mano sobre la suya.


Dos horas más tarde, el botones les hizo pasar a la suite. El hotel estaba anexo al centro de convenciones donde se iba a desarrollar la exposición. La suite era muy lujosa, pero lo que más llamó la atención de Paula fueron las vistas panorámicas.


–¿Qué te parece? –preguntó Pedro cuando el botones se hubo marchado tras recibir una propina.


–Esto no tiene nada que ver con el viñedo –respondió ella, todavía absorta en las vistas.


–Es verdad –él se acercó al ventanal que cubría la pared del suelo al techo.


Estaba tan cerca que Paula sentía su calor y se recostó contra él. Volvió a pensar en la noche que se avecinaba. 


¿Dormitorios separados? ¿Debía dejar volar sus sentimientos y deseos y sobreponerse a sus temores? Él la rodeó con sus brazos y juntos contemplaron la ciudad.


Se volvió, dispuesta a dejarse besar, cuando el móvil de Pedro sonó.


–Dejaré que salte el buzón de voz –murmuró él.


–Dijiste que esperabas llamadas de otros viticultores –para Pedro, el viaje era de negocios.


–¿Siempre tienes que ser tan práctica?


–Soy madre, debo ser práctica.


Él la besó antes de sacar el móvil de la funda. Al consultar la pantalla, frunció el ceño.


–¿Necesitas intimidad? –preguntó ella.


–Es mi editor –murmuró él casi en un susurro–. Bueno, más bien lo era hace años. Hola, Mateo –saludó al descolgar–. Ha pasado mucho tiempo.


Tras unos segundos, miró a Paula.


–De modo que has oído hablar del artículo.


Inquieta, Paula se imaginó lo que seguiría. Si el editor de Pedro se había enterado de que había vuelto a escribir y a hacer fotos, sin duda le propondría un trabajo en alguna parte del mundo.


Claramente nerviosa, se dirigió al otro lado de la habitación y fingió consultar el menú del servicio de habitaciones.


Para cuando Pedro por fin colgó, se había leído el menú y toda la oferta de servicios del hotel.


–¿Algo importante? –le preguntó.


–Posiblemente –respondió él con gesto severo.


–¿Te apetece hablar de ello?


–Me lo tengo que pensar. En septiembre, Mateo quiere que vaya a África con un grupo de médicos que están montando una clínica allí.


–¿Es una zona peligrosa?


–Cualquier zona de allí es peligrosa. En una escala del uno al diez, en torno a cinco. Necesitan médicos y que el mundo sepa en qué condiciones viven. Yo podría documentar el viaje con fotos y comentarios en el blog.


–Como solías hacer antes.


–Sí, pero solo será una semana, hasta que la clínica esté montada. Tiene otro proyecto para noviembre, pero en Alabama. De nuevo algo sobre niños, condiciones en las escuelas, campaña de alfabetización. Las dos son grandes oportunidades para ayudar.


–Harías mucho bien –asintió ella, aunque no se sentía contenta. Si Pedro recuperaba su antigua vida ¿dónde quedarían Emma y ella?


–Tengo muchas cosas en que pensar –contestó él mirándola fijamente.


–Sí. ¿Podrá Hector prescindir de ti durante tanto tiempo?


–No estoy seguro. Leonardo y Tony podrían encargarse durante un par de semanas.


La atmósfera de romanticismo había desaparecido por completo y todas las dudas de Paula acerca de mantener una relación con Pedro regresaron.


–¿Cuándo tienes que darle una respuesta?


–El quince de julio.


A Paula no le cabía la menor duda de que aceptaría. Pedro llevaba el fotoperiodismo, y las buenas causas, en la sangre. Sintió un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse por contener las lágrimas tragando con dificultad.


–Será mejor que saque la ropa de la maleta para que no se arrugue demasiado.


–¿Te gustaría acompañarme a la exposición de vino después?


Era el motivo por el que Pedro estaba allí. Y ella lo había acompañado en el viaje para estar con él. Distraerse un rato probando vinos les proporcionaría el espacio que necesitaban para reflexionar sobre las decisiones que ambos debían tomar.



****


Pedro conocía a casi todas las personas participantes en la exposición. Entre él y Paula se evidenciaba cierta tensión, sin duda provocada por la llamada telefónica. Paula no sabía qué sentía realmente ese hombre por ella, ni cómo encajaba en su futuro, suponiendo que encajara. Y Pedro no sabía lo que ella sentía realmente por él, no sabía que se había enamorado perdidamente. ¿Estaría pensando seriamente en regresar a una vida de viajes, artículos y fotografías? ¿Sería capaz de abandonar el viñedo?


Cada vez que los ojos grises se posaban en ella, Paula sabía que estaba leyendo esas preguntas en su mirada. Sin duda había percibido la ansiedad que se reflejaba en su rostro. Era evidente que Pedro ya estaba tomando una decisión, pues para él, las decisiones no podían esperar.


Mientras probaban un Chardonnay, un hombre de pelo cano se acercó a Pedro y lo saludó.


–Travis Goodman, te presento a Paula Chavess. Travis fabrica los mejores vinos de las bodegas Valley.


–¿Hablarás en el simposio de enero? –tras saludar a Paula, Travis se volvió hacia Pedro.


–Todavía no lo sé.


–Tienes mucho que ofrecer.


–Leonardo hablará sobre los procesos orgánicos.


–Lo sé, al igual que otros vinicultores. Pero la gestión es una parte del negocio que cambia cada año. A todos nos gustaría saber cómo afrontáis esos cambios.


–Lo que quieres es que revele nuestros secretos –Pedro soltó una carcajada


–Todos no, solo algunos. Vuestros vinos tienen fama de ser de los mejores.


–Eso es fácil. Repartimos cheques regalo.


–Sí, pero los patrocinadores tienen que querer comprar vuestros vinos. Y lo hacen.


–Raintree es más que una marca. Es una forma de vida. Tenemos mucha historia.


–Es verdad. Tu padre lleva muchos años en esto y aprendió de su padre. Me alegra que tú continúes la tradición. Para Hector es muy importante –Travis sonrió a Paula–. Os dejaré disfrutar del Chardonnay, pero no os olvidéis de pasar luego por la mesa de Valley.


–No lo olvidaremos –le aseguró Pedro–. Tengo que controlar a nuestros competidores.


Aunque Pedro bromeaba, su gesto había cambiado desde que Travis mencionara a Hector.


–¿De qué simposio hablaba Travis?


–Es un evento que reúne a viticultores, etiquetadores, distribuidores, incluso fabricantes de botellas… cualquiera que esté implicado en la industria del vino en el mundo entero.


–¿Y en qué se diferencia de esto?


–No tiene nada que ver. El ambiente es más académico. Se celebra en Sacramento, en enero.


–¿Impartirías un taller?


–Si decido hacerlo, sí. Ocuparía el puesto de papá.


–¿Y él quiere que lo hagas?


–Desde luego. Odia estos eventos.


–Tú serías capaz de hablar de cualquier cosa ante cualquier público.


–¿Esto nos está conduciendo a alguna parte?


Sí, pensó Paula, aunque habían llegado a la parte de la que quizás no querría hablar Pedro.


–¿Cómo afectará a Hector tu marcha a África?


–Lo he estado pensando –Pedro estudió atentamente la copa de vino–, pero no tengo la respuesta. Para él, Raintree es lo único que importa en el mundo, pero para mí no es así.


–Entonces ya has tomado una decisión –Paula había interpretado la seguridad en la voz de Pedro.


–He tomado una decisión sobre el artículo de la clínica, y sobre el proyecto de Alabama. Mi padre y yo tendremos que buscar a alguien que se encargue del trabajo en mi ausencia.


–¿Y si no quiere que te vayas? –en realidad la pregunta era «¿Y si no quiero que te vayas?».


–No querrá que me vaya, pero debo hacer lo que crea correcto, no lo que él cree más seguro.



Esa respuesta también iba para ella, se notaba en la mirada gris, en el lenguaje corporal.


Paula se fijó en la mano, grande y fuerte, que sujetaba la copa de vino. Y recordó el placer que era capaz de proporcionar. Hacer el amor con Pedro sería el mayor riesgo que tomaría en su vida. Estaría empezando una aventura, y ella nunca había tenido una aventura. Quizás a algunas mujeres podía parecerles emocionante, pero ella siempre había soñado con una familia, un marido con quien pudiera contar, una vida llena de promesas y compromisos. Si Pedro se marchaba cada dos por tres ¿cómo encajaría eso con promesas y compromisos? Si no paraba de entrar y salir de su vida ¿cómo afectaría a Emma?


–Piensas demasiado –Pedro la abrazó por sorpresa–. Disfrutemos del tiempo que estemos aquí.


Hasta ese momento, Paula no había vivido gran cosa. 


¿Sería Pedro capaz de enseñarle a vivir? Y como madre ¿podía permitírselo?


–Vamos a arreglarnos para cenar –insistió él–. Conozco un restaurante de cocina internacional.


Pero lo único en lo que ella podía pensar era en que Pedro se marchaba. Había recorrido todo el mundo, probando toda clase de comidas, y deseaba volver a hacerlo.


En el vestíbulo del hotel se cruzaron con muchos participantes en la exposición. Hombres bien trajeados con portátiles bajo el brazo. Ese era el mundo de Pedro


Seguramente su traje también estaba hecho a medida. 


Aunque Pedro había estado en hoteles como ese por todo el mundo, también había experimentado las peores condiciones. Le habían disparado y casi había muerto.


Ella, sin embargo, nunca había salido de California. Antes de conocer a Claudio, no había tenido el dinero. Y después, se había centrado en el matrimonio y su hija que era su vida.


Tenía que decidir cómo encajaría Pedro en esa vida. Decidir si era mejor persona con él o sin él.


Al llegar a la suite, cada uno se dirigió a su habitación. Paula se preguntó de qué hablarían durante la cena. Hasta qué punto podrían sincerarse el uno con el otro.


Paula contempló los dos vestidos que se había llevado, el Carzanne y el negro. Se había olvidado de preguntarle a Pedro si el restaurante era muy elegante o no. Quizás debería hacerlo.


Decidida a obtener una respuesta, golpeó con los nudillos la puerta de la habitación de Pedro. En escasos segundos lo vio ante ella, sin camisa y con los pantalones desabrochados. 


Los recuerdos de la poza termal regresaron vívidos a su mente y el deseo ardió en su estómago.


–Ya me has visto sin apenas ropa más de una vez –él sonrió.


Era verdad, pero de repente no le parecía lo mismo. Estaban solos en una habitación de hotel. Había accedido a acompañarlo allí porque…


Porque se había enamorado de él.


–¿Paula?


–Yo… –ella se humedeció los labios–. No sé qué ponerme, el Carzanne o algo más sencillo.


–Cualquiera de los dos. Tú decides.


Al parecer, era ella la que iba a decidirlo todo.


–¿Paula? –Pedro la miraba como si deseara tomarla en sus brazos.


Ella se sentía estúpida, ingenua, paleta, como si nunca hubiera estado en ninguna parte, mientras que él había estado en todas. Tenía miedo de haber complicado sus sentimientos hacia Pedro, la felicidad de Emma.


–Estaré lista en unos veinte minutos –le aseguró dándose media vuelta.


Sin embargo, Pedro la agarró por los hombros, impidiéndole marchar.


–Sé que estás disgustada por mi decisión de aceptar el trabajo en África –la voz de Pedro era gutural y ronca, como si él también estuviera alterado.


–No estoy disgustada –ella sacudió la cabeza–. Tan solo me siento insegura sobre nosotros.


–No tiene que girar todo siempre en torno al futuro –él la atrajo hacia sí–. A lo mejor deberíamos ir paso a paso. Ahora estás aquí conmigo. Y yo quiero estar contigo. ¿No basta con eso?


Ella cerró los ojos un instante. Pedro tenía razón. Su vida podía ser algo más que mirar hacia el futuro, más que ser simplemente una madre, más que temer constantemente estar tomando las decisiones equivocadas. Su vida podría ser sencillamente amar a Pedro.


Estaba tan pegada a él que sus pechos le tocaban el torso. 


Y Paula supo que era el momento. No iba a desperdiciar esa noche con dudas y preocupaciones.


–Por una vez en mi vida quiero vivir el momento –asintió ella casi sin aliento.


Una sonrisa se extendió lentamente por el rostro de Pedro. La tomó en sus brazos y, sin dejar de besarla, la llevó hasta la cama.


Al interrumpir el beso la miró con tal deseo que ella temió que fuera a desvanecerse.


–Esto es lo que quiero –insistió ella para que no hubiera lugar a dudas.


–Cuando me preguntaste qué debías ponerte esta noche, quise contestar «nada».


–Eso podría haber provocado alguna que otra mirada de sorpresa.


–¡Más que miradas de sorpresa!


Tras besarla de nuevo, la dejó a los pies de la cama y apartó la colcha y las sábanas. Iban a hacer el amor sobre esa cama. En un rato sabría lo que sentía Pedro. Y quizás, después, sus vidas serían diferentes, encontrarían el modo de hacerlas coincidir.


Pedro empezó a desabrocharle los botones de la blusa, uno a uno, acariciándole la piel al mismo tiempo. Estaba creando un estado de excitación y necesidad, y de deseo por algo que ella no había tenido jamás, un hombre que la deseara tanto como ella lo deseaba a él.


Los dedos se trabaron ligeramente y Paula comprendió que Pedro no estaba tan tranquilo como intentaba aparentar.


Sonriendo tímidamente, él se encogió de hombros.


Ella le acarició el velludo torso, deslizando las manos hasta el ombligo. El respingo de Pedro le indicó que iba por el buen camino.


–No me llevaría más de un minuto desnudarte del todo y hacerte mía sobre esta cama.


–Tenemos toda la noche –susurró ella. Toda una promesa.


Las palabras de Paula parecieron abrir las compuertas, pues Pedro le desabrochó el sujetador y los pantalones.


–¿Voy demasiado deprisa? –preguntó mientras deslizaba las manos por dentro de las braguitas, le agarraba el trasero y la atraía más hacia sí.


–Ni demasiado deprisa, ni demasiado despacio –ella intentó flirtear, bromear para ocultar la intensidad del amor y la pasión que se había desatado en su interior.


Pedro soltó una carcajada y la tomó de nuevo en brazos para tumbarla sobre la cama. Rápidamente se desnudó y se unió a ella, como si temiera que fuera a irse si tardaba demasiado.


–Quiero hacer de todo contigo –gruñó él con voz ronca y profunda.


La vida sexual con Claudio había sido muy tradicional y Paula no estaba muy segura de a qué se refería Pedro por «todo». Sin embargo, estaba ansiosa por experimentarlo.


–¿Qué tienes pensado? –preguntó. Flirtear con él le resultaba muy sencillo.


–¿Por qué no empiezo por besarte entera?


Pedro empezó por la frente mientras le acariciaba dulcemente los cabellos, y a Paula le entró un ridículo deseo de llorar. Los besos continuaron por la mejilla hasta alcanzar la boca que tomó con un profundo y erótico beso sin que ella hubiera tenido la oportunidad de tocarlo. Jugueteó con la lengua sobre la oreja hasta que ella empezó a retorcerse sobre el colchón.


Paula alargó las manos hacia él, pero Pedro se las sujetó por encima de la cabeza.


–La próxima vez te dejaré divertirte. Ahora me toca a mí.


¿Divertirse? ¿A eso lo llamaba divertirse? Pedro la estaba torturando con sensualidad. A Paula le encantaba cada beso, cada caricia de la lengua, de los dedos. Desde luego ese hombre sí sabía darle placer a una mujer. 


Rápidamente desechó esa idea de su cabeza. No quería pensar en su pasado amoroso, esa noche no. Esa noche era para ellos dos.


Sin dejar de sujetarle las manos, él se agachó hasta los pechos y ella se sintió más excitada de lo que jamás hubiera pensado que podría estar.


–Voy a tocarte –le advirtió Pedro–. Por todo el cuerpo.


Por fin le soltó las manos para poder descender más y más.


Pedro, no vas a…


–He dicho por todo el cuerpo.


Era verdad, lo había dicho, y ella sabía muy bien que lo que estaba a punto de hacer le haría sentir más vulnerable de lo que se hubiera sentido jamás. ¿Hasta qué punto podía confiar en ese hombre? ¿Hasta qué punto podía confiar en sí misma para creer en un futuro con él?


Pedro le separó los muslos con las manos, unas manos rugosas que resultaban muy excitantes. Y la lengua inició una serie de movimientos circulares allí donde ella jamás habría esperado ser besada, allí donde más sensaciones experimentaba.


Pedro, vas a hacerme llegar de nuevo –ella recordó la última vez–. Esta noche no puedes encerrarte en ti mismo. No puedes decirme que solo buscas mi placer. Esta vez no.


–Esta vez no –asintió él tras unos tensos segundos de total silencio.


Las tres palabras le volvieron loca de deseo mientras la lengua de Pedro seguía describiendo círculos en su núcleo y deslizaba un dedo en su interior, luego dos, hasta encontrar el punto que la haría deshacerse entera.


–No quiero alcanzar el clímax sin ti –insistió ella entre jadeos.


Las palabras surgieron de sus labios antes de poder retenerlas. Había sido de lo más explícita.


–Puedes alcanzar uno y luego otro más. Te lo demostraré.


Pedro parecía estar mucho más seguro de su cuerpo que ella misma. Debía tener una fórmula mágica, una caricia mágica. Y así fue. Era la primera vez en su vida que se sentía el centro del universo de alguien. Y mientras le permitía el íntimo placer de llevarla al clímax con su boca, ella se aferró a él, hundió las uñas en su espalda, lo llamó a gritos mientras pensaba si las paredes de la suite estarían insonorizadas.


El amor que sentía por Pedro seguía acumulándose, abrumándola y, finalmente, haciendo rodar todas esas lágrimas por sus mejillas.


Pedro las enjugó con dulzura, pero no le dio tiempo para recrearse. Tomó un preservativo de la mesilla de noche y se lo colocó. Alzándose sobre ella, de nuevo le sujetó las manos sobre la cabeza y entró con una suave y rápida embestida al mismo tiempo que entrelazaba los dedos de las manos con los suyos en un conmovedor acto simbólico.


Paula nunca había tenido un doble orgasmo. ¿Por qué iba a tenerlo aquella noche? Sin embargo, Pedro tenía otra idea y ni siquiera se cuestionó la posibilidad. Entró y salió, lentamente al principio para que ella se acostumbrara a él, para que se acostumbrara a que la llenara. Pero las embestidas se hicieron más bruscas y ella tuvo que agarrarse con más fuerza mientras el mundo se tambaleaba y parecía hacerse mil pedazos. Paula no dejó de alentarlo en ningún momento, basculando el cuerpo contra él, arqueando la espalda para recibirlo más profundamente, aceptando todo lo que él estuviera dispuesto a darle.


Y en ese preciso momento Paula se liberó de todos sus miedos y se aferró a la única esperanza. La liberación de Pedro llegó tras el segundo orgasmo de Paula. El gutural suspiro de placer le hizo sentirse orgullosa y satisfecha. Y se imaginó que él habría sentido lo mismo en la poza termal.


Pero el hecho de haberle hecho el amor no significaba que Pedro le hubiera abierto el corazón y el alma. Cierto que tenían toda la noche, pero no sabía si él lo desearía también. 


Temía depender del deseo carnal, cuando lo que en realidad necesitaba era confianza, amor, compromiso.


Pedro se derrumbó sobre ella. Ninguno de los dos habló durante varios minutos mientras su respiración regresaba a la normalidad.


Y al fin Pedro alzó la cabeza.


–No te muevas si no quieres –susurró ella mientras lo abrazaba con fuerza.


–Peso demasiado para ti.


–No es verdad.


Lo sintió moverse en su interior y sonrió.


–¡Ah, Paula! Qué cosas me haces.


–¿Físicamente?


–Y de otras maneras también.


–Se suponía que debíamos vestirnos para cenar –musitó ella.


–Existen otras opciones –Pedro enarcó una ceja–. Podemos cenar más tarde. O podemos pedir algo al servicio de habitaciones, aunque me apetecía llevarte al restaurante internacional…


–Esta es una balanza –Paula le sujetó una mano a la derecha y otra a la izquierda–. Cocina global –bajó ligeramente la mano izquierda–, o quedarnos en la cama –la mano derecha bajó mucho más–. ¿Adivinas cuál gana?


–Con qué facilidad tomas las decisiones –Pedro sonaba casi petulante.


–No te diré que no. Claro que si prefieres comer sushi o pollo cordon bleu…


Pedro volvió a besarla, confirmándole que para él también era preferible quedarse en la cama.









MARCADOS: CAPITULO 17




Al día siguiente, Pedro repasó la entrevista con Paula. Había sido un buen trabajo y, sin duda, atraparía a los lectores. 


Leonardo entró en el despacho para recordarle que tenían una reunión.


–¿Más publicidad para llevar a la exposición de vinos de San Jose?


–No, es un artículo para el periódico.


–¿Para el Club de las Mamás?


Pedro asintió.


–¿Te ha dado Paula el visto bueno para publicar la entrevista?


–¿Te habló sobre ello? –Pedro ocultó lo que le había sorprendido que Leonardo estuviera al corriente.


–No estaba segura de querer seguir adelante. Yo solo sugerí que sería mejor sacar a la luz la verdad en lugar de permitir que la gente se hiciera sus ideas. Creo que logré convencerla.


–¿Y exactamente qué consejo le diste? –el que Paula hubiera hablado con Leonardo le preocupaba.


–Le dije que la gente va a pensar lo que quiera, pero que debería ofrecerles la verdad.


–¿Os estáis haciendo amigos Paula y tú?


–Poco a poco –Leonardo se encogió de hombros.


Aunque Pedro se moría de ganas de saber qué significaba eso, su orgullo le impidió preguntar. No le daría a Leonardo la satisfacción de saber que le preocupaba.


Se preguntó si Paula le había pedido consejo porque le gustaba Leonardo, porque confiaba en su juicio. A lo mejor se sentía atraída hacia él por el mismo motivo por el que se había sentido atraída por Claudio. Porque era mayor..


Pasada una hora, la conversación con Leonardo seguía dando vueltas en la cabeza de Pedro. El teléfono sonó y contestó a la primera, pues sabía que Marisa ya se había marchado.


–Me alegra que sigas ahí –lo saludó Paula.


–Tienes mi número de móvil.


–Y te llamé, pero saltó el buzón de voz.


–Lo apagué durante la reunión –Pedro lo había olvidado–. ¿Qué pasa? –algo en la voz de Paula lo había puesto en alerta. ¿Nervios? ¿Miedo? Algo.


–Es Emma. No sé qué hacer. No está.


–¿Qué quieres decir con que no está? ¿Qué ha pasado?


–Me llamaron por teléfono y cuando me di la vuelta ya no estaba. Creo que salió fuera.


–No puede haber ido muy lejos. Daré el aviso y empezaremos a buscarla. Tú quédate ahí. En cuanto llame a Leonardo y a papá iré a la cabaña. Si queda alguien más, que se una a la búsqueda.


–No puedo quedarme aquí, Pedro, tengo que buscarla.


Pedro comprendía el pánico de Paula y su necesidad de hacer algo, pero…


–¿Y si Emma vuelve a casa mientras estás fuera? Quédate ahí, Paula. Echa un vistazo alrededor de la cabaña, pero no te alejes de allí. Llegaré en cuanto pueda.


Con el corazón acelerado, Pedro hizo las llamadas pertinentes. Algunos trabajadores del viñedo seguían en sus puestos y Leonardo propuso que el equipo de limpieza se sumara a la búsqueda.


Todos los participantes en la búsqueda se agruparon frente a la cabaña. Pedro vio a Leonardo acercarse a Paula y darle un apretón en el brazo. Si esos dos estaban más unidos de lo que él pensaba, ella nunca se lo había mencionado.


Pedro repartió a los voluntarios en grupos y les indicó cómo realizar la búsqueda.


–Me voy al viñedo Merlot –se volvió a Paula–. Tú quédate aquí y espera. Todo el mundo tiene tu número de móvil. En cuanto la encontremos, te llamaremos.


–Pero, Pedro ¿y si…?


–Si no la encontramos en media hora, llamaré al sheriff –el sol descendía rápidamente por el horizonte–. Te lo prometo.


En lugar de darle un apretón en el brazo, se fundió con ella en un sentido abrazo.


–No puede haberse ido muy lejos –insistió antes de besarle la cabeza.


Tras dar unas cuantas instrucciones más, Pedro se alejó de Paula. No había visto tanto dolor reflejado en el bonito rostro desde la noche del incendio cuando había aparecido en las noticias. Lo que había perdido en esos momentos era a su hija, no un álbum de fotos. Él mismo tenía el estómago encogido. Emma significaba mucho para él también.


Siguiendo las indicaciones de Pedro, Hector se dirigió al viñedo de Cabernet Sauvignon, detrás de la cabaña, mientras que Pedro se dirigió al oeste y Leonardo al sur. 


Buscaban algo rojo, el color de la camiseta que llevaba la niña. También debían buscar por el suelo, por si Emma se hubiera acurrucado para inspeccionar una piedra o un insecto. Esa niña sentía curiosidad por todo.


Pedro escuchó atentamente para captar una risa, un llanto. 


Caminó y buscó. Pensó en llamar al sheriff. La opresión en el pecho se hacía cada vez más grande. No podía ni imaginarse lo que debía sentir Paula. El teléfono sonó y se quedó helado. Era Leonardo.


–¿La has encontrado?


Pedro, aquí fuera no hay nadie. No sabemos qué debemos buscar. Habría que llamar a la policía.


–Debes buscar una camiseta roja, unos cabellos rojizos. 
Debes buscar a una niña que no puede haberse ido muy lejos.


–Puede que te apetezca hacerte el héroe, pero hay que ser prácticos.


¿De verdad quería ser el héroe de Paula? Por supuesto. 


Pero, sobre todo, lo que quería era encontrar a esa niña que se había hecho un hueco en su corazón.


–Diez minutos más, Leonardo. Dentro de diez minutos llamaré.


A medida que pasaban los segundos, el optimismo de Pedro disminuía. ¿Qué sabía él de búsquedas? ¿Qué sabía él de relaciones? ¿Qué sabía él de encontrar a una niña perdida?


El teléfono volvió a sonar. Era su padre. Pedro temía que Hector fuera a darle el mismo consejo que le había dado Leonardo, pero la voz que oyó al otro lado de la línea estaba cargada de alegría.


–¡La he encontrado! Vio un gato y se fue tras él.


–¿Has llamado a Paula? –preguntó Pedro.


–Pensé que te gustaría hacerlo a ti. Te veo en su casa.
 Vamos, te llevaré con tu mamá –la voz de Hector se dulcificó antes de colgar el teléfono mientras al fondo se oía la voz de Emma.


Se repente, Pedro se encontró preguntándose qué clase de abuelo sería su padre.


Corrió de regreso a la cabaña de Paula mientras llamaba por teléfono para darle la noticia y al resto de los voluntarios para que dejaran de buscar.



****


Paula corrió al encuentro de Hector y Emma. Al recibir la llamada de Pedro, las piernas le habían flaqueado. Pero al verlos llegar corrió hacia ellos, ansiosa por tomar a su hija en brazos y asegurarse de que estuviera bien. Sin embargo, la escena que tenía ante ella le hizo pararse en seco. Hector llevaba a su hija de la mano y parecía el perfecto abuelo.


–¡No te encontraba! –Paula abrazó a Emma con fuerza–. ¿Dónde estabas?


–Kitty se escapó y yo lo seguí.


–Cariño, mírame –Paula se agachó frente a ella–. No vuelvas a salir de casa sin mi permiso. El mundo es muy grande y no quiero que te pierdas. Si el señor Alfonso no te hubiera encontrado, se habría hecho de noche y estarías ahí fuera tú sola. Prométeme que no volverás a hacerlo.


–¿Estás enfadada? –Emma abrió los ojos desmesuradamente y sus labios empezaron a temblar.


–No, no lo estoy –Paula le obsequió con otro abrazo–. Pero estaba muy preocupada. ¿Me prometes que no volverás a marcharte sin mí?


–Te lo prometo –contestó la niña muy seria.


–Gracias, Hector–Paula se levantó–. No tengo palabras para agradecerte lo que has hecho.


–Entiendo cómo se siente una madre cuando se pierde su hijo –la expresión de Hector era amable–. Cuando Pedro tenía trece años desapareció y no lo encontrábamos.


–Yo no me acuerdo de eso –la voz de Pedro surgió detrás de Paula.


–Te encontramos leyendo un libro en la fresquera.


–No intentaba escaparme –el rostro de Pedro se ensombreció al recordarlo de repente.


–Puede que no, pero intentabas encontrar un lugar al que sintieras que pertenecías.


–Menuda aventura, jovencita –tras la inicial sorpresa ante la interpretación de su padre, Pedro se volvió hacia Emma–. Creo que en casa quedan algunos bollitos. ¿Te traigo uno?
Emma consultó a su madre con la mirada.


–Qué buena idea –asintió ella–. Primero un baño y luego un tentempié.


Una hora más tarde, al entrar en la cabaña con los bollitos, 


Pedro percibió el delicioso aroma a champú de fresa en los cabellos de Emma. La niña sonrió alegre mientras se pringaba los dedos con la cobertura y la mermelada de uva, ignorante del jaleo que había organizado.


–Vas a necesitar otro baño –bromeó él antes de dirigirse a Paula–. Sin duda ver cómo se come uno de estos bollitos será uno de tus mejores recuerdos. Debería haber traído la cámara. 


–Hablando de recuerdos. No te imagino  escapándote para encerrarte en la fresquera con un libro.


–Me había olvidado por completo de aquello. Me sorprende que mi padre lo recuerde.


–Apuesto a que se acuerda de más cosas de las que te imaginas.


–En aquella época yo estaba muy a la defensiva, y también muy huraño.


–Es comprensible.


–Pues no creo que mi padre lo comprendiera. Esperaba que me mostrara agradecido por haber sido adoptado y que hiciera un esfuerzo por encajar. Ojalá hubiera sido así de sencillo.


–Pero al final sí encajaste.


–Sí, pero para entonces ya se había creado una enorme brecha entre nosotros.


–Espero que eso nunca nos suceda a Emma y a mí.


–No os pasará. Tú te encargarás de que no suceda.


–¿Ni siquiera durante la subida de las hormonas adolescentes?


–Necesitarás un vigilante para mantener alejados a los chicos.


Paula se imaginaba perfectamente a Pedro como ese vigilante.


–Vamos a lavarte y a la cama –anunció Paula cuando Emma hubo terminado el bollito.


–¿Puede Pedro rezar conmigo?


Rezar no era lo mismo que leer un cuento y Paula no sabía qué opinaría Pedro al respecto.


–No tienes que hacerlo –lo tranquilizó ella.


–Espero que se te den bien las oraciones –Pedro contestó directamente a Emma–, porque a mí no. Quizás puedas enseñarme.


–De acuerdo –asintió la niña.


Diez minutos más tarde, se encontraban todos en la habitación de Emma, Pedro sentado en la cama.


–¿Cómo funciona esto? –preguntó él.


–Le cuento a Dios las cosas por las que estoy agradecida.


–¿Y de qué cosas estás agradecida?


–Te doy las gracias –la pequeña cerró los ojos y juntó las manitas–, por la nueva casa y por mamá y Julian y Marisa y por ti –abrió los ojos y miró a Pedro–. Y luego le pido a Dios que bendiga a todos.


–De acuerdo –asintió Pedro.


–Bendice, Dios, a mamá y a Julian y a Marisa y a Pedro y al señor Alfonso. Él me encontró. Y bendice al gatito –la niña despegó las manos y abrió los ojos–. Ya está.


–Lo has hecho muy bien –sonrió él.


–Eso dice mamá.


–Y ahora mamá dice que es hora de dormir. Buenas noches, cielo –Paula se inclinó sobre la cama y, tras tapar a Emma, le dio un beso en la frente–. Que tengas dulces sueños.


Pedro se acercó a la cama y acarició la cabeza de la niña antes de apartarse mientras Paula se preguntaba en qué estaría pensando. Regresaron al salón.


–Espero que se tome su tiempo para crecer –Pedro le contestó la pregunta sin formular.


–Te entiendo –asintió ella–. Creo que Emma y tu padre conectaron.


–No me pareció que la hubiera regañado por escaparse – asintió Pedro.


–¿Te regañó a ti cuando te escapaste?


–No –contestó él tras reflexionar unos segundos–, lo cierto es que no lo hizo. Me preguntó sobre el libro que había estado leyendo. Era La isla del tesoro, y me dijo que él también lo había leído de pequeño. Me había olvidado por completo de aquella conversación.


–A veces es bueno rememorar el pasado.


–Pero a veces no lo es –Pedro la tomó en sus brazos y la besó lenta y prolongadamente hasta que ambos desearon arrancarse la ropa mutuamente.


Cuando levantó la vista, la expresión en los ojos grises indicaba que deseaba más.


–Voy el fin de semana a una exposición de vinos en San Jose. Me iré el sábado por la mañana y volveré el domingo por la noche. Me preguntaba si te apetecería acompañarme.



****


El miércoles por la tarde a última hora, Paula estaba con Ramona en el rancho Four Oaks observando cómo Connie Russo guiaba a dos niños montados sobre sendos caballos. 


Paula había decidido presentar a ambas mujeres, pues tenía la sensación de que podría ayudar a su paciente.


–Parecen divertirse mucho –observó Ramona.


–Y así es. Connie dice que la equitación les proporciona confianza, equilibrio e independencia.


Una joven de treinta y tantos años bajó de un SUV que acababa de llegar. La mujer se acercó a Paula y a Ramona e hizo un gesto con la mano. –Esos son los míos.


–Lo están haciendo fenomenal –opinó Ramona–. Tienen buen estilo.


–¿Trabajas aquí? –preguntó la recién llegada.


–No.


Paula tenía la esperanza de que Ramona se animara a hacerlo. Pronto estaría preparada para volver a montar. 


Quizás no por el campo, pero sí en un recinto cerrado. 


Además, a Connie le iría bien su ayuda.


Los niños desmontaron y su madre se reunió con ellos.


 Todos se subieron al SUV y se fueron.


Connie se acercó a las dos mujeres y estrechó la mano de Ramona.


–Encantada de conocerte. Paula me contó que antes solías montar mucho a caballo


–Solía trabajar de guía para turistas y hacíamos rutas a caballo por las montañas. Pero tuve un accidente de bicicleta y todo cambió. Hace seis meses que no me subo a un caballo.


–¿Crees que estarías bien para intentarlo ahora?


–Supongo que eso lo decidirá Paula –Ramona miró a su terapeuta–. Me siento más fuerte desde que trabajo con ella, pero los músculos de las piernas siguen demasiado flojos.


–Montar a caballo te ayudará a fortalecerlos, pero eso ya lo sabías –le indicó Connie.


–Es verdad. Supongo que tengo miedo.


–Todos tenemos miedo de lo que pueda hacernos daño.


La frase de Connie alcanzó a Paula en lo más profundo. No había contestado al ofrecimiento de Pedro sobre el fin de semana.


Le había asegurado que se lo pensaría, que tendría que buscar a alguien para que cuidara de Emma. Había admitido que temía que separarse de su hija no fuera buena idea. 


Pero el verdadero motivo para tantas dudas era el miedo.


De momento, sin embargo, su obligación era su paciente.


–Creo que te vendría bien pasar tiempo al aire libre, estar cerca de los caballos. Estás lo bastante fuerte para volver a subirte a un caballo, pero eres tú la que tienes que sentirlo así.


–Tengo un par de caballos muy mansos –le aseguró Connie– . Te sentirás como en una mecedora al montarlos. Pero, como bien ha dicho Paula, tienes que sentirte preparada. Podrías empezar por venir a ver las clases, darme tu opinión sobre los progresos de los niños.


–¿Con qué frecuencia te gustaría que viniera a echarte una mano? –preguntó Ramona.


–¿Qué te parece un par de mañanas por semana? Durante la comida, podríamos hablar de cómo te sientes y qué impresión te han causado los críos.


–Creo que para empezar estaría muy bien –contestó la mujer volviéndose a Paula–. Gracias.


–No hay de qué. Por nuestra parte, seguiremos trabajando tus músculos, y tu ánimo. La cinta andadora y los peldaños te esperan.


Ramona soltó una carcajada, la primera desde que Paula había empezado a tratarla. La mejor manera de enfrentarse a la vida era, sin duda, enfrentándose al miedo.


¿Sería ella capaz de enfrentarse a sus dudas y miedos para acompañar a Jase a San Jose?


Primero tenía que hablar con Catalina para saber si podía quedarse con Emma la noche del sábado. Solucionado ese tema, llamaría a Pedro y le confirmaría que iba a acompañarlo a la exposición de vinos. La pregunta era si iba a reservar una habitación o dos…