lunes, 22 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 17

 


Al llegar a la puerta de Beananza, Paula cerró el paraguas y se adelantó Pedro para abrírsela.


—Lo hago solo porque eres mi cliente —le dijo.


Y él le agradeció que le evitarse el esfuerzo. Le gustaba la manera que tenía de ayudarlo, sin darle importancia.


—Gracias. Un café americano.


—Hola, Paula —la saludó una voz que le era muy familiar.


—Julia —respondió ella, mirándose el reloj—. Tenía que haber imaginado que estarías aquí.


Se quitó el abrigo y se sentó a la mesa de su amiga. Después, separó una silla para que Pedro pudiese sentarse también sin tener que hacer muchas maniobras.


—¿Quieres otro café? —le preguntó a su amiga.


—No, gracias. Estoy contando las calorías.


Mientras Paula se acercaba a la barra, Pedro miró a su alrededor. Había mucha gente.


—Es moderno, ¿verdad?


Pedro miró a Julia.


—Sí. Tiene mucha personalidad. Me gusta.


—Pues ya verás cuando pruebes el café.


—¿Estabas trabajando?


—No. Había hecho un descanso para mirar el correo —admitió Julia ruborizándose—. Soy como una adolescente. Es ridículo. Me llama «cariño». ¿No te parece romántico?


Él pensó que los hombres utilizaban aquel truco cuando les costaba trabajo recordar nombres, pero no se lo dijo.


—¿Has conocido a muchos hombres a través de Internet?


—No. Este es el primero. No puedo creer que haya tenido tanta suerte.


Paula llegó con dos tazas humeantes y dejó una delante de él.


—Gracias.


La suya tenía mucha espuma.


—Me ha tocado un paraguas —le dijo a Julia.


Pedro no dejaba de sorprenderse cada vez que volvía a los Estados Unidos, siempre había alguna loca innovación en las cafeterías. El camarero había decorado la espuma con el dibujo de un paraguas. Miró la superficie de su café y vio, aliviado, que era toda negra.


Bebió y descubrió que era gratificantemente fuerte.


—Le estaba contando a Pedro que mi ingeniero me llama «cariño».


—Oh, qué mono.


Julia se echó hacia delante.


—Ya he perdido casi un kilo. Yo creo que me dará tiempo a perder otro medio antes de que nos veamos. ¿Crees que debería ponerme unos vaqueros y un jersey o un vestido? Creo que entro en el rojo que me puse en tu cumpleaños el año pasado.


Paula se quedó pensativa y luego preguntó:

—¿Adónde vais a ir?


—No lo sé. Me ha preguntado cuál es mi restaurante favorito, así que supongo que iremos a cenar. Me ha dicho que está poniendo a punto el Mercedes para pasar a recogerme.


—Así que tiene un Mercedes —comentó Paula impresionada.


—O eso dice —murmuró Pedro.


Paula movió su silla y él volvió a aspirar su aroma.


—Quiero estar lo más guapa posible, pero que no se note que me he esforzado —dijo Julia mirándolo a él—. ¿Tú qué opinas? ¿Vaqueros o vestido?


Él lo que quería era cambiarse de mesa e ir a hablar de política con unos señores mayores que tenían cerca. En su lugar, intentó recordar la última cita que había tenido. Había ido a cenar con Ramona, después del trabajo, pero antes de la cama. A Ramona le sentaban bien los vaqueros y los vestidos, pero, sobre todo, le gustaba desnuda.


Sin embargo, no podía compartir esa información con dos mujeres a las que acababa de conocer.


—Supongo que depende de adónde vayáis, pero me gustan las mujeres con un vestido bonito.


Ambas lo escucharon como si tuviese la respuesta a las mayores incógnitas de la vida.


—Es más importante la química que la ropa. Si conectáis, conectáis. Es impredecible. Unas veces no hay chispa y, otras, la atracción es enorme.


Instintivamente, miró a Paula. Entre ambos había una inconveniente atracción incluso allí, en una cafetería llena de gente. Todo en ella lo excitaba: la manera de sentarse, la manera de agarrar la taza de café, el modo en que inclinaba la cabeza mientras lo escuchaba, el sonido de su risa, el contorno de sus piernas.


—Es algo que no se puede controlar, aunque sea la última persona por la que quieres sentirte atraído.


Sus miradas se cruzaron y ella separó los labios, dejándole ver unos dientes blancos y una lengua rosada.


Julia se mordisqueó el labio inferior.


—Me siento muy atraída por este tipo y eso que todavía no lo he conocido. No puedo imaginar qué va a pasar cuando nos veamos en persona.


—Yo tampoco —murmuró Pedro.


Paula tocó la mano de su amiga al tiempo que le daba a él una patada por debajo de la mesa. Por suerte, en la pierna buena.


—Espero que salga bien. Parece el hombre perfecto.


Todo lo contrario que la atracción que él sentía por Paula.


Lo más sensato era mantener las distancias.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 16

 


Pedro salió de la consulta con la pierna dolorida. No le gustaban los médicos porque no le gustaba sentirse enfermo o discapacitado.


Iba cojeando por la acera cuando empezó a llover. Le encantaba la lluvia.


Después del calor y el polvo del desierto, tenía que haberse sentido feliz al ver llover, pero lo que sintió fue que el cielo lloraba por él. De repente, estaba de mal humor, dolorido y sin saber qué hacer.


No quería volver a casa, con todos esos muebles que no reconocía, y tampoco le apetecía ir a visitar a los pocos amigos que le quedaban allí. No lo haría hasta que no pudiese correr otra vez. Apretó la mandíbula y vio a lo lejos el cartel de una cafetería. Ese podía ser su destino. Esa mañana andaría un par de manzanas, al día siguiente un par más y en dos semanas podría correr.


Solo había andado una manzana a duras penas y ya estaba empapado y le ardía el muslo. La cafetería estaba mucho más lejos de lo que le había parecido, pero siguió avanzando con la vista clavada en el cartel. Le gustó el nombre: Beananza. Había pasado por delante la última vez que había estado en casa, pero no había entrado.


Se imaginó lo bien que le iba a saber el café cuando llegase, si la cafetería no cerraba antes. Solo tenía que seguir andando. Era solo dolor, podía soportarlo.


Un coche se detuvo a su lado y alguien le dijo:

Pedro, por fin te encuentro.


Se giró y vio a Paula sentada detrás del volante de un pequeño todoterreno gris, tan alegre como siempre, con un chubasquero azul.


—¿Por qué me estabas buscando?


Ella aparcó, salió del coche y abrió un paraguas azul. Luego sacó del maletero el bastón de su abuela.


Por un instante, Pedro sintió una punzada de dolor tan fuerte que se olvidó del de la pierna. Su abuela se había apoyado en aquel bastón durante años.


Paula se acercó a él y le ofreció el mango.


—Toma.


Él lo agarró y lo probó. Le quedaba un poco corto, pero no se iba a quejar.


Aunque fuese extraño, se sintió mejor al tocarlo, como conectado con su abuela.


—¿Cómo lo sabías?


—Me llamó el doctor. Me dijo que te vendría bien el bastón de tu abuela —le dijo ella en tono cariñoso, como si de verdad le importase aquello.


—¿Qué te ha llamado mi médico? —preguntó él sorprendido.


Paula se echó a reír.


—Tu abuela conocía a muchas personas y los amigos de sus amigos son ahora tus amigos.


—Me dijo que fuese a comprarme unas muletas.


—Lo sé, pero a mí me dijo que sabía que no lo harías. Y que tienes que utilizar el bastón en la mano contraria a la de tu pierna mala.


Él se lo cambió de mano.


—Ah.


—¿Adónde vas? —le preguntó Paula—. ¿Quieres que te acerque?


Él negó con la cabeza, con el reflejo del paraguas sus ojos parecían tan azules como el cielo.


—Solo los turistas llevan paraguas —comentó Pedro.


—Los turistas y las personas preocupadas por su apariencia.


—Iba a esa cafetería —le dijo él con naturalidad, como si no fuese a costarle ningún esfuerzo llegar.


—¿A la de Bruno?


—A Beananza —respondió Pedro, que no tenía ni idea de quién era el tal Bruno.


—De acuerdo. Esa es la cafetería de Bruno. Iré contigo —le dijo Paula. Luego frunció el ceño—. Mejor dicho, te llevaré.


—Está aquí al lado.


—Te han pegado un tiro en la pierna.


—No hace falta.


Ella suspiró con frustración.


—Como quieras.


Echaron a andar y Pedro pensó que parecía un hombre bastante respetable gracias al bastón. Esperaba que su acompañante no se diese cuenta de lo mucho que se estaba apoyando en él. Hacían una pareja un tanto rara, ella con el paraguas y él con el bastón, dirigiéndose lentamente hacia el cartel amarillo.


Para olvidarse de lo mucho que le dolía la pierna se centró en las de ella, esbeltas y muy sexis con aquellos tacones.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 15

 


Julia entró corriendo en Beananza, su cafetería favorita.


—Hola, Julia, ¿como estás? —le preguntó Bruno, su camarero preferido desde la máquina de café.


—Hace un día precioso —respondió ella.


Bruno la miró con incredulidad.


—Si está lloviendo —le dijo, sirviendo un chocolate a un cliente y poniéndose después a preparar el café de Julia.


No necesitaba que le preguntasen lo que quería. Julia tomaba lo mismo todos los días. Un café largo con leche desnatada. Como si bebiéndolo fuese a volverse más alta y delgada.


La esperanza era lo último que se perdía.


—Los brownies acaban de salir del horno —añadió Bruno.


—No puedo comerlos —respondió ella—. Estoy a régimen.


—¿De verdad? ¿Y quién es él?


—¿Piensas que estoy a régimen solo por un hombre?


—Llevas tres años viniendo a Beananza casi todos los días. Y eso hace casi mil días seguidos. Cada vez que te pones a régimen es porque has conocido a alguien.


—De acuerdo, es verdad.


Bruno sonrió y le dio su café.


Julia fue a sentarse a una mesa, le dio un sorbo a su café y sacó la tablet para saborear el último correo de su nuevo amor.


Hola cariño:

Hace calor y el ambiente es pegajoso en este país. Tengo que tomar un avión en unos minutos. Te echo de menos. Nunca me había sentido tan unido a nadie. Estoy deseando verte la semana que viene.

Te quiere, Gaston.


Mientras volvía a leer el mensaje, Julia pensó que no solo el café estaba hecho para saborearse. El amor, también. Y solo esperaba que Gaston no se llevase una decepción al verla en persona.


Miró su café con preocupación. Tal vez debería haber pedido un té verde.