viernes, 8 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 29




Sus tacones resonaban en el pasillo mientras se alejaba de la sala de juntas y le hacían daño a cada paso que daba. Le dolían los pies. Le dolía la cabeza. Le dolía la espalda. Le daba lo mismo su imagen; ¡no pensaba volver a ponerse aquellos zapatos hasta que hubiera nacido el bebé!


Era viernes por la tarde, diez días antes de Navidad. La reunión había terminado tarde. 


Tenía que asistir a una cena de negocios en hora y media y Pedro aún seguía merodeando por el edificio como... como... bueno, como un hombre que hubiera sido contratado para protegerla y que estuviera dispuesto a llevar adelante su trabajo aunque lo matara.


Sin embargo, daba toda la sensación de no querer estar allí en aquellos momentos. Estaba lanzando continuas miradas a su reloj y tomándose la barbilla entre el pulgar y el índice, un gesto al que Paula ya se había acostumbrado.


—¿Qué te sucede? —preguntó directamente al reunirse con él. No estaba de humor para malgastar palabras.


—Teóricamente ya no debería estar aquí. Me iba a sustituir Lisa a las cinco, pero han surgido algunos problemas donde estaba trabajando y ha tenido que quedarse.


—¿Adonde tienes que ir?


¿Tendría alguna reunión? ¿O tenía que ir a recoger a sus hijos a casa de su madre? Sí, eran los niños. Lo pudo leer en su expresión.


—Se supone que voy a llevar a Martin y a Leonel a dar un paseo para ver las luces de las navidades —contestó Pedro, confirmando lo que imaginaba Paula—. Se lo había prometido. Supongo que como solo tienen dos años podría distraerlos y se olvidarían —de pronto rió—. El fin de semana pasado compré sus regalos de navidad delante de ellos y ni siquiera se dieron cuenta.


—¿En serio? —a Paula le habría gustado saber más sobre los niños de dos años. Sobre los adorables niños de Pedro.


—Sí, fue muy divertido. Pero no quiero sentar un precedente haciéndoles trampas. Mamá lleva todo el día diciéndoles que hoy van a ver las luces. ¡Odio cuando pasa esto! En circunstancias como estas, estar solo es lo peor que hay.


—Tu madre...


—Acaba de llamar para recordarme que este fin de semana va a ver a mi hermana en Virginia. Suele hacer ese trayecto a menudo, pero no le gusta salir tarde.


—Lo siento, Pedro, podrías haberte ido.


El no contestó. No tenía que hacerlo. Habían pasado tres semanas desde que había intensificado el nivel de protección de Paula. Ella ya lo conocía lo suficiente como para saber que haría falta una emergencia más importante para que dejara su trabajo.


—Podemos ir a recogerlos ahora —sugirió—. Así tu madre podrá irse y nosotros enseñaremos las luces a los niños. Puedes dejarme luego en el restaurante, asegurarte de que todo está en orden y enviar luego a alguien a recogerme.


—Pero querías ir a casa a cambiarte.


Pedro sabía aquello porque estaba programado en la agenda. Paula odiaba la agenda.


—Estoy bien —dijo. A fin de cuentas, ¿quién necesitaba unos pies que funcionaran? Las ampollas se curarían.


Pedro la miró con el ceño aún fruncido. De pronto, ella deseó acariciarlo para que se relajara.


—No discutas, por favor —dijo, y su tono pareció bastar para convencerlo.


—De acuerdo. Tu plan puede funcionar. Mamá ya les ha dado de comer, y en su calle hay bastante gente que hace un trabajo magnífico con las luces de navidad —Pedro avanzaba con paso firme hacia el ascensor mientras hablaba. A pesar de las protestas de sus ampollas, cabeza, espalda y vientre, Paula se mantuvo a su altura—. No nos llevará mucho tiempo. Puede que incluso sobre un rato para que puedas ir a...


—No necesito cambiarme.





SU HÉROE. CAPÍTULO 28





Pedro decidió preparar unos filetes al ver que Paula no parecía especialmente animada ante la sugerencia de encargar la comida fuera.


—Ahora mismo, la idea de que venga un extraño a la casa, aunque sea para traer comida, no me hace ninguna gracia —confesó ella mientras preparaba la ensalada—. ¡Tengo que superar esto! ¡Voy a superarlo!


—¿No podrías quedarte con tu padre?


Paula negó con decisión.


—Se preocupa demasiado por mí y ambos acabaríamos neuróticos.


—¿Y en casa de alguna amiga?


—Pretendo ser más independiente, no menos. No me hizo ninguna gracia tener que recurrir a Connie la otra noche. Me sentí débil; me mimó como si estuviera enferma.


—Supongo que exageró un poco su reacción.


—Tiene buena intención. Nuestra amistad ha tenido sus más y sus menos, pero nos conocemos desde que íbamos juntas al colegio.


—¿Estuvisteis juntas todo el rato?


—Bueno, comimos, vimos una... —Paula se interrumpió al comprender a qué se refería Pedro—. Si estás sugiriendo que Connie es la que ha abierto mi armario archivador...


—¿Quién se acostó primero?


—Yo. Pero...


—¿Quién más ha venido aquí desde entonces?


—Papá vino el domingo por la noche. Patricio y Catrina Callahan, unos amigos, pasaron a devolverme unos vídeos. Tengo una asistenta que viene los lunes, Bianca O'Meara, pero es una viuda irlandesa de cincuenta y siete años y no resulta muy sospechosa.


—Pero esas son las posibilidades, Paula. A menos que haya una ventana o alguna cerradura forzada en la que no te hayas fijado.


—Compruebo cada puerta y cada ventana cada vez que entro en la casa.


—Bien hecho.


—Lo odio.


—Ya lo habías mencionado.


—¿No lo odiarías tú?


—Sí, pero trataría de reaccionar racionalmente, no emocionalmente.


Paula dedicó a Pedro una mirada gélida, pero el sonrió.


—Sigue luchando. Eso está bien.


Ella lo ignoró.


—«Racionalmente», he recordado que vino alguien más el lunes cuando estaba en el trabajo. Me trajeron una silla nueva —Paula se llevó una mano a la espalda, que le estaba dando más problemas según aumentaba el tamaño de su bebé. Se suponía que la nueva silla iba a ayudar algo—. Según Bianca, el tipo estuvo aquí un rato montándola mientras ella limpiaba.


—Es otra posibilidad. Después de comer será mejor que compruebes si falta algo. Supongo que Bianca tiene su propia llave, ¿no?


—Si no fuera así sería muy difícil que viniera a limpiar, porque yo no suelo estar.


—Debes recordarle que la tenga siempre controlada. Mañana me ocuparé de que cambien las cerraduras.


Paula asintió y fue a poner la mesa. Cuando se volvió vio que Pedro la observaba.


—Comparada con lo ordenada que está tu casa, la mía debió parecerte un auténtico caos —dijo.


Ella se dejó caer en la silla más cercana y suspiró.


—La verdad es que suelo ponerme a limpiar y ordenar como terapia cada vez que siento que estoy perdiendo el control.


—Ya lo había supuesto —dijo Pedro con delicadeza.


—Oh.


Sus miradas se encontraron y una sonrisa curvó levemente los labios de Pedro antes de que se encogiera de hombros.


—Lo siento. Suele ser una reacción bastante normal cuando alguien está amenazado.


—Oh, me encanta ser clasificada como un estereotipo.


—Por otro lado, tu sarcasmo es único —la mirada de Pedro fue más burlona que sus palabras. Paula trató de enfadarse, pero no pudo—. Mantenlo vivo si hace que te sientas más fuerte. Y tienes razón, por supuesto. El control es importante.


—A veces pienso que el control me está matando —confesó Paula, que se sentía especialmente vulnerable ante la mirada de Pedro—. Cuando logro olvidarlo me siento mucho mejor. Me gustó tu casa, Pedro. Me gustó que estuviera un poco «descontrolada».


—En ese caso, ¿qué te parece si me cedes parte de ese control que no deseas de manera que te quede algo de energía para cuando nazca tu bebé?


El microondas sonó en aquel momento. El aroma de los filetes invadió la nariz de Paula, que empezó a salivar de anticipación. Sentía un hambre casi feroz. El bebé crecía deprisa y necesitaba calorías.


«Tiene razón», pensó. «No puedo enfrentarme a esto sola».


—De acuerdo. Tú ganas. Haremos las cosas de la forma que te parezca más conveniente, pero tendrás que atenerte a una regla.


—¿Qué regla?


—Cuando quiera que los guardaespaldas esperen fuera, eso harán.


—Eso es aceptable —respondió Pedro —. Y has tomado la decisión correcta. Me alegro.


Pero Paula no pudo evitar notar que, a pesar de sus palabras, no parecía nada contento.


—Nunca voy a acostumbrarme a esto —murmuró Paula.





SU HÉROE. CAPÍTULO 27





Pedro la besó una, dos, tres veces. A la tercera dejó de pensar y de decirse que aquello estaba mal.


No podía estar mal. ¿Cómo iba a sentirse tan bien si estuviera mal? Paula entreabrió los labios y echó la cabeza atrás a la vez que lo sujetaba con fuerza por el jersey justo por encima de los pantalones, como si le estuviera pidiendo más.


Y él le dio lo que quería. Deslizó los labios por sus mejillas y su mandíbula hasta su cuello. El escote del jersey que llevaba era suelto y abierto, pero no lo suficiente. Pedro no podía llegar con la boca más allá de su clavícula, pero estaba deseando alcanzar sus pechos, tocarlos, sentir su calidez, su peso, su plenitud...


Paula llevaba una segunda prenda bajo el jersey, algo sedoso y elástico que ceñía su cuerpo y descansaba en sus hombros con dos finas tiras. Pedro deslizó las manos sobre la prenda y encontró lo que buscaba.


Paula se estremeció cuando la tocó y gimió de nuevo cuando acarició con los pulgares a través de la tela sus sensibles pezones, que se endurecieron al instante.


Maravillado ante la evidencia de su deseo, Pedro mantuvo las manos donde las tenía, explorando, palpando, acariciando. Se inclinó hacia delante, tomó en los labios una tira del sujetador y la de la otra prenda y tiró de ellas hasta que se deslizaron por los hombros de Paula. Entonces, la plenitud de sus firmes pechos se derramó sobre las manos de Pedro.


—Quiero protegerte, Paula —susurró mientras la acariciaba—. Quiero cuidarte.


—Solo bésame.


Pedro la besó apasionadamente durante lo que parecieron minutos. Cuando su necesidad empezó a exigirle más, acercó los labios a su oreja y susurró:
—Quítate el jersey. Y la otra prenda de seda. Por favor. Quiero verte. Quiero tocarte y saborearte sin que nada se interponga entre nosotros.


Sus palabras rompieron el embrujo para ambos. 


Paula ya había dado un paso atrás y estaba a punto de quitarse el jersey, pero, de pronto, se quedó paralizada, movió la cabeza y apoyó las manos protectoramente sobre su vientre.


Cuando Pedro alargó una mano hacia ella fue para subir el jersey que se había deslizado de su hombro, no para seguir acariciándola. Sin duda alguna, Paula tenía razón.


—No necesitamos esto, Pedro —dijo ella con la respiración aún agitada—. Lo sabes tan bien como yo. Por algún motivo, nuestros cuerpos creen que sí, pero están equivocados.


—¿Por qué están equivocados? —Pedro necesitaba oírlo de labios de Paula. Tal vez así se convenciera.


—Porque construir entre ambos algo real, algo que importe, sería como construir un edificio de cincuenta plantas sobre un pantano. Aún no sé cómo quiere relacionarse Benjamin con su hijo, si es que llega a relacionarse de alguna manera. Además, está el tipo de los anónimos, sea quien sea. Y tú... tú también tienes bastantes complicaciones personales en estos momentos. Ninguno de los dos está preparado ahora mismo para nada más que una aventura fugaz, y no pienso hacerme eso ni a mí misma ni al bebé.


—Paula... —empezó Pedro.


—Si vas a discutir lo que he dicho —interrumpió ella—, contesta antes a algunas preguntas.


—¿Qué preguntas?


—¿Hasta qué punto te fías de mis emociones? ¿Y de las tuyas?


—No me fio nada ni de las tuyas ni de las mías. Pero no iba a discutir contigo, Paula. Tienes razón. No sé si seré capaz de encontrar con otra mujer la confianza que debería haber sentido con Barby, si podré ofrecerle lo que debería haberle ofrecido a ella. El mero pensamiento de tener que generar todo eso me agota.


—Te entiendo —dijo Paula—. Cuando lo has intentado con alguien y no ha funcionado te sientes cansado. A mí me sucede lo mismo.


—A veces pienso que todo sería más fácil si fuéramos como algunos animales, si hubiéramos podido estar juntos la noche del accidente, si hubiéramos podido unir realmente nuestros cuerpos para luego seguir cada uno su camino. En lugar de ello sentimos este absurdo anhelo porque lo sucedido signifique algo. Pero tienes razón. No significa nada. No puede significar nada. Pero no podemos aceptarlo, lo cual resulta incómodo, ya que vamos a tener que pasar bastante tiempo juntos. Lo siento. No debería haberte besado ahora.


—No —dijo Paula—. Cuando no debiste besarme fue hace seis meses.


—Tienes razón —asintió Pedro—. No volveré a hacerlo.


—Me parece bien —contestó ella.


También le parecía bien la crudeza con que Pedro había analizado la necesidad que manifestaba el uno por el otro, aunque de la misma manera que le habría parecido bien que le dieran una ducha de agua fría o le pusieran una inyección. Eran cosas que se agradecían a la larga.


—Antes te has puesto pálida —continuó Pedro—. Me preocupa el efecto que esté teniendo todo esto sobre ti —señaló el cajón del archivador, que seguía abierto—. Son más de las seis y luego tengo una reunión, de manera que mamá se quedará esta noche en casa con los niños. ¿Qué te parece si pedimos algo de comer y luego nos ponemos de acuerdo respecto al nivel de protección que necesitas?


Paula asintió en silencio, demasiado agotada como para protestar por nada.