martes, 10 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 7






–¿Hemos llegado ya? –murmuró Hannah estirándose todo lo que pudo en el estrecho espacio del ridículo coche deportivo que Sebastian había alquilado para que su jefe se paseara con él a toda velocidad. ¡Ya hablaría con él cuando volviera a casa!


–Gire a la izquierda a ochocientos metros –indicó la profunda voz australiana del GPS.


–Ken –dijo ella–, mi héroe.


–¿Quién demonios es Ken? –preguntó Pedro pronunciando sus primeras palabras en casi dos horas.


Su mente estaba centrada en la cantidad de impresionantes paisajes por los que habían pasado desde Launceston hasta la montaña.


–Ken es el chico del GPS.


–¿Le has puesto nombre?


–Su madre le puso nombre. Yo simplemente he elegido su voz cuando estabas ocupado fingiendo comprobar si el coche tenía desperfectos cuando en realidad estabas babeando y embelesado contemplándolo. Seguro que habrías preferido a la sueca Una o a la británica Catherine, pero me ha parecido lo más justo ya que mi madre y tú no habéis dejado de avasallarme en todo el día y me merecía salirme con la mía en esto.


–¿Elegir a Ken es salirte con la tuya?


–No emplees ese tono cuando hables de Ken. Que sepas que tengo que darle las gracias por haberme sacado de muchos desastres cuando me mudé a Melbourne.


Él la miró y ella pudo verse reflejada en sus gafas de sol.


–Entonces, ¿tu idea de un hombre perfecto es uno con un buen sentido de la dirección?


–No tengo ni idea de cuál es mi idea de hombre perfecto. Aún no he encontrado uno que se acerque remotamente a la perfección.


Miró a Pedro por el rabillo del ojo esperando una reacción por su parte, aunque él se limitó a levantar la mano de la ventanilla y pasársela por la boca.


–En Ken puedo confiar. Es inteligente, siempre está disponible y se preocupa por lo que quiero.


–«Gire a la izquierda y llegará a su destino» –apuntó Ken demostrando una vez más su valía.


–Y, ¡tiene la voz más sexy del planeta!


La mano de Pedro se detuvo en seco mientras se rascaba la barbilla y, lentamente, se posó sobre el volante.


–Y a mí que me parecía que tenía la voz parecida a la mía… 


–¡Qué va!


Pero lo cierto era que el australiano, intenso y sexy acento de Ken sí que le recordaba mucho a la voz de Pedro; tanto que en ocasiones lo había conectado cuando volvía a casa desde el trabajo en los días lluviosos en los que iba en coche en lugar de en tren. Se había dicho que lo hacía por sentir que no estaba sola en el coche mientras conducía por calles oscuras en la noche, pero había mentido.


Y entonces, saliendo de entre una masa de vegetación verde grisácea salpicada por una brillante nieve estaba el Gatehouse: una gran fachada moteada con cientos de ventanas, decenas de chimeneas y torretas. Era como algo sacado de un cuento de hadas que se alzaba magníficamente y fantásticamente sobre la tierra australiana.


Y tras el hotel se podían ver los impresionantes, poderosos y recortados picos de Cradle Mountain.


Pedro se quitó las gafas y enarcó tanto las cejas que prácticamente desaparecieron bajo el nacimiento de su pelo.


–Dios debió de ser un cinematógrafo de corazón para idear un lugar así.


–¡Lo sé! –dijo Paula saltando prácticamente en su asiento. 


Cuando se dio cuenta de que estaba tirándole de la manga, le soltó y se echó atrás, conteniéndose.


Los ojos de Pedro se posaron en el edificio que se alzaba ante ellos.


–¿Cuántas habitaciones tiene?


–Suficientes para todo el equipo.


Finalmente apartó los ojos de esa perfecta visión para mirarla; resplandecían ante la emoción de semejante descubrimiento, ante la emoción de la aventura. Era lo más que se acercaba a dar muestras de alguna emoción humana. Momentos como ese eran la razón por la que su imposible enamoramiento a veces parecía virar hacia algo un poco más intenso.


Le tembló la mano ligeramente mientras se colocaba un mechón detrás de la oreja.


–Es perfecto, ¿verdad? Escarpado, pero aun así accesible. Y espera a ver la montaña de cerca. ¡No querrás irte jamás! Yo cuando no querré irme será, sin duda, cuando pise el jacuzzi de mi habitación.


Pedro arrancó el coche de nuevo y rodeó el camino de entrada circular hasta llegar frente a los amplios escalones de madera. ¡Por fin empezarían sus vacaciones!


Cuando salió del coche al mismo tiempo que ella, se quedó sorprendida al ver que Pedro no dejaba de mirar las puertas del hotel.


–¡No, no, no! Primero te presentas en mi apartamento y prácticamente me sacas a rastras hasta tu avión y después me obligas a meterme en ese coche. ¿Y ahora esto?


Él se giró hacia ella, como si no comprendiera lo que le decía.


–¡Y yo que creía que había sido generoso al proporcionarte un avión privado y un coche de alquiler gratis como forma de agradecimiento por todo el trabajo duro que has hecho!


Durante medio segundo ella se sintió culpable, pero después recordó que Pedro nunca hacía nada que no le supusiera un beneficio.


–Bien, vale, pero no vas a reservar una habitación.


Por primera vez ese día vio un atisbo de duda.


–El invierno es temporada alta en esta parte del mundo, así que el Gatehouse lleva reservado meses. Y, aparte de una fiesta de reunión de antiguos alumnos, también está la boda de mi hermana, con muchos invitados. Mi madre conoce a todo el mundo, Elisa es demasiado dulce como para no invitar a toda la gente que conoce y la madre de Tim es italiana. La mitad del territorio estará aquí. Si tienen un cuarto de la limpieza, ganarían cientos de dólares por alquilarlo una noche.


Él miró al hotel y las escarpadas cumbres de la montaña, y tensó la mandíbula de ese modo que ella sabía que quería decir que no se echaría atrás.


Su voz fue dulce como la miel cuando dijo:
–Está claro que conoces al director. Emplea tu magia y consígueme un sitio para dormir. Una noche solo para ver esta montaña que tanto has alabado y después no me verás el pelo.


–Estoy de vacaciones. ¿Quieres una habitación? Pues entra ahí y consigue una.


–¿Estás sugiriendo que ni siquiera sé reservar una habitación de hotel sin que tú me estés dando la mano?


Paula intentó sacarse de la cabeza la imagen de estar agarrando cualquier cosa que perteneciera a Pedro.


–No estoy sugiriendo nada, te lo estoy diciendo directamente. Por aquí anochece pronto en esta época del año y hace mucho frío. Estás a dos horas de Queenstown y allí hay un par de moteles de carretera donde podrías probar suerte.


Abrió la puerta del maletero y sacó su equipaje.


–Aquí no vas a conseguir habitación.


–¿Quieres apostar?


Paula no era una jugadora por naturaleza y le tenía aversión a las sorpresas desagradables, pero las circunstancias jugaban a su favor. Cuando Elisa la había informado de la ausencia de la tía abuela Maude, había llamado al hotel y a punto habían estado de llorar de alivio por poder darle su habitación a alguien que aparecía en la lista de los desesperados por entrar.


–Claro –dijo ella con una irónica sonrisa.


–Excelente. Ahora tenemos que hablar de los términos de la apuesta. ¿Qué nos jugamos? Las damas primero.


–Si haces un programa aquí, tendrás que darme el puesto de coproductora.


Pedro frunció el ceño y de pronto todo quedó en silencio. 


Ella pudo oír su propia respiración, sus frenéticos latidos, y se preguntó si lo habría estropeado todo soberanamente.


Entonces pensó de nuevo. Se merecía un puesto como productora teniendo en cuenta todo lo que había aportado a las producciones de Pedro hasta el momento. Y si eso era lo que hacía falta para que él se diera cuenta de lo mucho que ella suponía para su empresa… –Trato hecho.


–¿En serio? –gritó ella saltando como si bajo sus pies estuvieran estallando fuegos artificiales–. Puedo verlo: «coproducido por Paula Chaves». «¡Y el premio es para Paula Chaves y Pedro Alfonso!».


–¿No querrás decir «Pedro Alfonso y Paula Chaves»?


–Estas cosas siempre van en orden alfabético.


–Mmm –enarcó una ceja–. ¿Y si consigo una habitación?


–No la conseguirás.


Agarró su bolsa de piel y la pesada maleta de ella y echó a andar hacia la puerta. Paula lo seguía apresuradamente.


–¿Pedro? ¿Las condiciones?


–¿Qué más da? Estás muy segura de que no voy a ganar.


Le lanzó una sonrisa e inmediatamente ella sintió mariposas en el estómago. Unas mariposas gigantes y de amplias alas.


No ganaría. No podía ser. Pero se trataba de Pedro Alfonso y él siempre se salía con la suya.


Paula subía las escaleras resoplando, mientras que él las subía de dos en dos como si nada. Se detuvo al llegar arriba, abrió la puerta y le indicó que pasara. Ella le lanzó una sarcástica sonrisa y entró con la cabeza bien alta.


Tras dar dos pasos, se detuvieron a la vez. Paula soltó aire al darse cuenta, con inmenso alivio, de que el Gatehouse era tan precioso como se había esperado. Suelos de mármol, vigas expuestas y chimeneas del tamaño de elefantes. Era un lugar hecho para reyes.


–Impresionante –dijo él.


–Y totalmente ocupado –añadió Paula.


Pedro se rio y el intenso sonido reverberó en el gran espacio abierto.


–Eres una criatura de lo más obstinada, señorita Chaves. Creo que me convendría recordarlo.


Ella no pudo evitar devolverle una sonrisa… hasta que él dijo:
–Voy a ir a la boda de tu hermana.


–¿Cómo dices? ¿Qué?


–Si consigo una habitación esta noche, sería un desperdicio no visitar al completo esta parte del mundo. Y si estoy aquí, sería muy grosero por mi parte no aceptar la invitación de tu hermana.


–¡La cosa se pone cada vez mejor!


–¿Estamos de acuerdo?


Las mariposas de su estómago quedaron apartadas bruscamente por una oleada de calor líquido que invadió todo su interior.


–Estamos de acuerdo.


Él estrechó la mirada con determinación, miró a su alrededor y la agarró por los hombros para llevarla hacia el bar.


–Dame cinco minutos.


–¿Qué demonios? Te daré veinte.


Mientras Paula se dirigía al bar, la risa de él la siguió como una oleada de calor que hizo que se le pusiera la carne de gallina.


Se dejó caer sobre un taburete; en veinte minutos sabría si había logrado un ascenso o si su imposible jefe asistiría a la boda de su hermana.


De un modo u otro, necesitaba una copa.







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 6




Paula estaba en la puerta del avión Gulfstream.


¿Lugar? Launceston, Tasmania.


¿Hora de llegada? Media mañana.


¿Temperatura? Glacial.


Inhaló el frío e invernal aire. ¡Qué bien olía allí! A bosque, a pureza. Hasta podía oír los pájaros cantar, y el cielo era tan claro y azul que hacía daño a los ojos. Una pequeña sonrisa rozó las comisuras de sus labios.


Había dudado cómo se sentiría al poner pie en Tasmania después de tanto tiempo en Melbourne y no sabía si le resultaría un lugar provinciano en comparación con su ocupada vida cosmopolita allí. Pero fue como volver a casa.


Una profunda voz dijo tras ella:


–¿Qué? ¿Nadie te espera con una pancarta que diga «Bienvenida a casa»? ¿Ni te recibe una banda de música?


–¡Por favor! –dijo sobresaltada–. Ya me voy, ya me voy. Puedes seguir tu camino. Vuelve al avión, está helando.


–Soy un chico grande, puedo soportar el frío –vació dentro de su boca los restos de una bolsa de nueces de macadamia y miró a su alrededor–. Así que esto es Tasmania.


Ella miró también. El Aeropuerto Internacional de Launceston. Un sencillo edificio de tejado plano situado sobre kilómetros de gris asfalto. Una suave llovizna espesaba el frío aire. Montoncitos de nieve se esparcían por puntos donde daba la sombra mientras que el resto del suelo estaba cubierto de pequeños charcos.


En lo que respectaba a las primeras impresiones, dudaba que ese lugar fuera a despertar la atención de Pedro.


–No, esto es un aeropuerto. Tasmania es un conjunto de maravillas ocultas.


–Venga, muévete, que no tengo todo el día.


Ella sacudió la cabeza.


–Lo siento. Claro. Gracias… por el viaje. Pero, por favor, no necesito que vengas a recogerme para volver. Nos vemos el martes.


Y con eso bajó las escaleras corriendo… para ver que el piloto acababa de dejar sus maletas sobre el asfalto junto a unas que se parecían demasiado a las de Pedro.


–¿Qué está haciendo? –preguntó justo antes de volverse y ver que lo tenía detrás.


Instintivamente, apoyó las manos sobre el pecho de Pedro para no caerse hacia atrás, y sus caderas rozaron sus muslos… y su rodilla derecha quedó encajada entre las suyas.


Unos fuertes músculos se tensaron de inmediato cuando se agarró a él. Unos músculos ardientes… Los bien formados músculos de Pedro.


Lo único en lo que podía pensar era en ¡lo agradable que resultaba tocarlo! Grande. Fuerte. Sólido. Cálido. Demasiado real. Lo miró fijamente a los ojos, impactada, y vio unos resplandecientes círculos de un intenso gris mirándola.


–Estás temblando –le dijo él con mala cara, como si le hubiera herido la sensibilidad.


Ella cerró los puños y ocultó las manos detrás de su poncho mientras daba un paso atrás.


–Claro que estoy temblando. Estamos prácticamente bajo cero.


Él miró a su alrededor, como si por un momento hubiera olvidado dónde estaban. Después, se llevó una mano al punto donde un instante antes habían estado las de ella y rozó su pecho.


–¿En serio? No me había fijado.


Lo cierto era que ella tampoco, porque a pesar de esas gélidas temperaturas, seguía sintiendo una especie de fiebre después de haber estado tan cerca de un horno humano.


Dio otro paso atrás.


–¿Por qué ha puesto James tu equipaje junto al mío?


–Estoy haciendo una investigación.


–¿Cuál es? ¿La diferencia entre el asfalto de los aeropuertos de Tasmania y los aeropuertos de Nueva Zelanda?


En los ojos de Pedro se veía humor, diversión y ella, al captarlo, comenzó a sentir un calor puramente femenino. Después él se puso las gafas de sol y Paula ya no pudo seguir estudiando su expresión.


–Algo menos específico –dijo secamente–. Probaré con Tasmania.


–¡Espera! –gritó ella–. Espera un minuto. ¿Qué me estoy perdiendo?


–Te subestimas en lo que se refiere a tus habilidades como relaciones públicas. Me lo has vendido.


–¿Qué te he vendido?


–Extensiones de una belleza salvaje y virgen. Acantilados escarpados. Bosques exuberantes. Impresionantes cascadas. Lagos tan calmados que no sabes distinguirlos del cielo. ¿Te resulta familiar?


Claro que sí. Ese había sido uno de sus muchos y efusivos discursos sobre su maravilloso lugar natal.


–Me ha hecho pensar y ya lo tengo decidido. El equipo sabe qué hacer en Nueva Zelanda y lo hará mientras yo hago un reconocimiento de esta zona durante el fin de semana.


Así que eso era lo que habían estado tramando en el avión mientras ella había estado jugando a estar de vacaciones e intentando no dejarse atrapar por conversaciones laborales: tomándose un cóctel, leyendo una revista de cotilleos y escuchando música en su iPod, evadiéndose de todo.


Debió de quedarse literalmente con la boca abierta porque él añadió:
–No te asustes. No tengo ninguna intención de invadir tus vacaciones. Sebastian me ha alquilado un coche y me ha trazado una ruta.


Paula cerró la boca bruscamente. No entendía que él fuera a quedarse, pero por encima de todo estaba intentando controlar la intensa sensación de desazón que le producía ver que el único momento en que se había desvinculado del trabajo era el momento en que podría haber demostrado su valía como productora. Sí, sin duda, Sebastian era genial con un mapa online, pero nadie en el círculo de Pedro conocía más que ella la isla, los detalles y los lugares más apropiados para mostrar por televisión.


No podía haber sido un momento menos oportuno.


Una insistente voz resonó en la parte trasera de su cerebro. 


«Olvídalo. Date este tan necesitado descanso y el próximo martes dile exactamente por qué tiene que ponerte al cargo de ese proyecto».


–De acuerdo –dijo exageradamente animada–. Bueno, es… excelente. De verdad. No lo lamentarás.


Se dio la vuelta, fue hacia su equipaje y lo oyó: una penetrante voz femenina en la distancia.


–¡Yuuuuuhu! ¡Paula! ¡Aquíííííí!


¿Por qué? ¿Cómo? ¡El mensaje! Le había enviado un mensaje a Elisa diciéndole que llegaría pronto. ¡Maldita sea!


–¡Paula!


Desesperadamente, miró hacia el grupo de personas que aguardaban a sus seres queridos desde el otro lado de una verja de alambre. Con sus castañas melenas largas y lisas, piel clara, sus brillantes piezas de bisutería y ataviadas de rosa de pies a cabeza, la madre y la hermana de Paula destacaban de entre la pequeña y alegre multitud como flamencos en un grupo de palomas.


En unos cinco segundos se sintió como si pasara de ser la respetada ayudante de un joven prodigio de la televisión a una esquelética chicazo que iba por el jardín de casa dándole patadas a un balón de fútbol mientras su madre y su hermana iban de compras, se acicalaban y se reían hablando de chicos.


Su madre se abrió paso a empujones entre la multitud, empujó el portón de la verja, probablemente rompiendo así una media docena de leyes de seguridad de aviación, y fue hacia ella.Paula sabía que lo más maduro que podía hacer era acercarse y saludarla con alegría, pero estaba tan sumida en su debacle personal que comenzó a retroceder. Y fue entonces cuando sintió un brazo colarse bajo su poncho y posarse firmemente en la parte baja de su espalda.


El muro de calidez que acompañó a ese gesto la detuvo más de lo que pudiera haberlo hecho cualquier otra cosa.


Debía de haber dado tantas muestras de angustia y aflicción que hasta su contenido y frío jefe se había dado cuenta y había salido en su defensa. Lo cierto era que la galantería se estaba convirtiendo en un patrón de actuación en ese hombre; ojalá sentirlo tan cerca no hiciera que sus rodillas olvidaran cómo mantener derechas sus piernas. Y lo peor de todo era que necesitaba toda la fuerza del mundo para lo que estaba a punto de pasar: enfrentarse a su madre sin estar previamente preparada y someter a su jefe a ese culebrón en directo que era su familia.


Pedro y su madre… ¡Oh, no! Como si tuviera un sexto sentido, se acercó a él y le dijo:
–Gira a la izquierda, dirígete a esos arbustos que hay al este y te toparás con la carretera principal en unos tres minutos. Cuando llegues, llama a un taxi. ¡Vete!


Él enarcó las cejas y soltó una suave carcajada.


–¿Y por qué demonios iba a querer hacer eso?


–¿Ves esa visión rosa que se dirige hacia nosotros? Es mi madre. Y si no sales corriendo ahora, te sentirás como si te hubiera azotado un huracán.


Pero ya era demasiado tarde.


Sintió a Pedro tensarse tras ella y cómo sus dedos se hundieron en su piel. Si su cerebro no hubiera estado trabajando a toda máquina para encontrar el modo de evitar que su jefe cayera junto a ella en una debacle, habría gritado de placer.


Los ojos de Virginia se habían clavado en Pedro con ganas, y no era de extrañar. Un hombre guapo de más de metro ochenta bajo la sombra de su propio avión privado no era algo que una mujer pudiera ignorar fácilmente. Y, mucho menos, una mujer como ella.


Paula sintió a Pedro acercarse unos centímetros y respirar hondo antes de que él rompiera el silencio diciendo:
–Bueno, para reducir al huracán a categoría de llovizna, ¿qué tengo que saber?


–Número uno: llámala Virginia, nada de «señora lo que sea». Nunca le ha gustado que la vean como madre o esposa porque si la gente cree que es ambas cosas, eso es una prueba de que tiene una cierta edad. Hazlo y verás…


Pedro enarcó las cejas en exceso, pero relajó el modo en que estaba agarrándola.


–¿Y qué creía que pensaba la gente que erais tu hermana y tú? ¿Su club de fans?


Paula se rio y, al girarse, vio que él estaba mucho más relajado de lo que jamás habría podido esperar; la mano de Pedro se deslizó más alrededor de su cintura.


–Relájate –le murmuró–. Estás tan nerviosa que estás empezando a asustarme un poco. Que no te entre el pánico. A las madres les encanto.


Paula le lanzó una mirada de desesperación.


–Ese no es el problema. Quiero decir, mírate. No tengo la más mínima duda de que mi madre te va a adorar.


Él esbozó una sexy media sonrisa.


–¿Te parezco adorable?


–Hasta la punta de tus calcetines de diseño –respondió ella con la voz más inexpresiva que pudo adoptar–. Y, que conste, además de hombres altos con aviones privados, mi madre también adora las circonitas, las chaquetas rosas ajustadas y los cócteles de fruta con sombrillitas en el vaso.


En cuanto esas palabras salieron de su boca, lamentó haber hecho semejante comparación. Sin embargo, no era la primera vez que le tomaba el pelo a ese tipo. Para poder trabajar sesenta horas a la semana, una chica tenía que tener sentido del humor y él era lo suficientemente duro como para soportarlo. Pero… ¿compararlo con las circonitas?


Tal vez su cerebro había entrado en una especie de estado de cierre por vacaciones. Fuera como fuera, se le había soltado la lengua peligrosamente.


Y así de peligrosamente la mano de Pedro se deslizó más aún hasta terminar posada sobre su cadera, hasta que su dedo meñique se coló entre su camiseta y sus vaqueros y encontró su piel. Una indicación de que si iba un paso más allá, estaría a su merced. Y una indicación muy efectiva, por cierto. Estaba tan tensa que, prácticamente, estaba vibrando.


No tuvo tiempo de pensar antes de que Virginia estuviera sobre ellos, con su larga melena sacudiéndose como en un anuncio de champú y sus tacones tintineando sobre el asfalto.


–¡Paula! ¡Querida! –los ojos de Virginia estaban vidriosos, tenía los brazos extendidos y estaba mirando a Pedro de arriba abajo como si fuera una langosta de doscientos dólares mientras le tendía un abrazo a la hija a la que llevaba tres años sin ver.


Virginia la rodeó con su brazo de un modo nada delicado justo cuando Pedro apartó su mano y Paula se entregó a la una a la vez que echaba de menos al otro.


–Virginia, qué alegría que hayas venido a recibirme, pero no era necesario. Y menos este fin de semana en concreto.


Por encima de los hombros de su madre vio a Elisa acercándose y se le encogió el corazón al ver lágrimas en los verdes ojos de su hermana pequeña.


–Es muy guapo.


Ni siquiera fue un susurro; fue una obvia declaración por parte de su madre que seguro que hasta James el piloto había oído.


–Es mi jefe, lo que significa que está fuera de los límites. Déjame tranquila.


Elisa ocultó una carcajada detrás de un bostezo fingido. Su madre se apartó y la miró directamente a los ojos con lo que pareció un atisbo de respeto. ¡Guau! Eso era algo que no había pasado nunca.


Virginia dio un paso atrás y, señalando el atuendo de Paula, dijo:
–¿Vaqueros,Paula? ¿Es que siempre tienes que parecer un chicazo?


«Aquí la tenéis, chicos. Mi madre».


–Mi trabajo implica que tengo que viajar mucho, por todo el mundo, de hecho y he aprendido que esto es lo más cómodo – mentalmente, le sacó la lengua a su madre y le hizo una pedorreta, sin importarle mucho que esa actitud le hiciera sentirse como una niña de cinco años.


Tras haber dicho todo lo que, al parecer, quería decir, Virginia volvió a mirar a Pedro que parecía muy cómodo con sus vaqueros, su camisa ceñida y su cazadora de cuero. 


Estaba para comérselo. Y el aroma a macadamia que emanaba de él no hacía más que reforzar ese pensamiento y expandirlo. Tuvo que ignorar la sensación que la recorrió y que terminaba en su espalda, como si tuviera grabada en ella la forma de su mano. –Parece que mi hija no tiene modales para presentarnos…


–Perdóname –dijo Paula–. Virginia, te presento a Pedro Alfonso, mi jefe. Pedro, ella es Virginia Millar Chaves McClure, mi madre.


–Querida, te has olvidado de «Smythe». Aunque me temo que Derek era una persona de la que era fácil olvidarse.


Pedro se quitó las gafas de sol y se las enganchó en el cuello de la camisa antes de estrechar la mano de la mujer; una mano con una manicura perfecta. Paula contuvo el aliento. La roca estaba a punto de chocar contra el huracán y se preparó para esquivar las piedras que podían salir volando.


–Un placer, Virginia –dijo Pedro con esa sexy voz tan profunda y suave como la seda–. Y, teniendo en cuenta que nunca he visto a nadie con un color de ojos tan impresionante como el de Paula, ella debe de ser Elisa.


Virginia, de ojos marrones, parpadeó lentamente mientras apartaba la mano de la de Pedro y se hacía a un lado para dejar paso a su hija. No acostumbrada a quedar en segundo plano, permaneció en silencio un momento.


Paula se llevó una mano a la boca para ocultar su sonrisa. Si bien antes no había sentido debilidad por su jefe, ahora eso había cambiado.


Los ojos verde claro de Elisa, muy parecidos a los de su padre, prácticamente se le salieron de las órbitas mientras parecía gravitar hacia Pedro.


–Vaya, es un placer conocerlo, señor Alfonso. Me encantan sus programas. Muchísimo. Los adoro, y no solo porque Paula trabaje en ellos. ¡Son buenísimos!


Pedro se rio.


–Gracias. Creo.


Paula se mordisqueó el dedo pulgar. Increíble. Para ser un tipo que solía convertirse en piedra ante el primer signo de semejantes declaraciones de adoración, estaba tomándoselo muy bien. Lo observó cuidadosamente en busca de alguna señal que le indicara que estaba a punto de echar a correr, pero su sonrisa parecía auténtica.


Y con esa misma sonrisa, fue girándose lentamente hacia ella y la miró, asombrado por un instante, como diciéndole que era consciente de cómo había reaccionado, pero que a pesar de ello era capaz de mantener esa actitud un rato más.


La única razón que se le ocurrió por la que él estuviera comportándose así era ella misma. Sabía que su viaje a casa sería breve, pero importante, y por eso la había ayudado a llegar allí lo antes posible. Se había dado cuenta de que reencontrarse con su madre no era algo que hubiera estado deseando, y por eso la había protegido.


De pronto, el suelo bajo sus pies le pareció menos asfalto y más gelatina, y fue entonces cuando se dio cuenta de que Elisa aún estaba hablando.


–Paula no nos había dicho que vendría acompañada, pero sin duda haremos sitio para ti, ¿verdad, Virginia? Paula es tan discreta con su vida en Melbourne que no cuenta nada sobre los guapos famosos a los que conoce en todas esas fiestas de la televisión ni sobre los chicos con los que sale. ¡Pero tú puedes contarnos todos los cotilleos!


–No, no, no –se apresuró a decir Paula–. Elisa, Pedro no ha venido a tu…


–Vendrás a la boda –insistió Virginia situándose entre Paula y su jefe–. El hotel es de seis estrellas, la comida una delicia y Cradle Mountain es el lugar más hermoso del planeta. Sin duda. No puedes venir a Tasmania y no experimentar su salvaje belleza. Es más, es uno de los lugares que serían perfectos para uno de tus programas.


Paula sacudió la cabeza tan enérgicamente que se fustigó el ojo con un mechón de pelo. Agarró a Pedro del hombro y prácticamente tiró para liberarlo de las garras de su taimada familia.


Pedro no ha venido para ir a la boda y ni siquiera le sobra un minuto para quedarse aquí de cháchara, ¿verdad, Pedro?


–Sería de lo más improvisado –fue su única respuesta.


Paula lo miró a los ojos, pero vio que él estaba evitando mirarla. Después, Pedro la agarró con fuerza del codo y ella comenzó a sentir un intenso calor recorriéndole el brazo.
Intentó apartarse, pero él la apretó con más fuerza y le sonrió.


Paula sintió como si se le fuera a salir el corazón, aunque finalmente se soltó. Jamás debería haberlo comparado con circonitas, ni con chaquetas rosas ajustadas, ni con cócteles de frutas con sombrillitas. No estaba protegiéndola. ¡Estaba castigándola!


–No seas ridículo –dijo Virginia enganchándolo del otro brazo–. La tía abuela Maude dijo anoche que estaba segurísima de que tenía tuberculosis.


Elisa volteó los ojos.


–Para la fiesta de compromiso era malaria. Aunque, dejando de lado su hipocondría, es la tía abuela perfecta. ¡Siempre manda los regalos por adelantado!


Virginia se giró hacia el edificio de la terminal y comenzó a tirar de Pedro. Paula, como de costumbre, no tuvo más opción que seguirlos.


–Así que hay una comida que ya está pagada y que nos sobra.


Elisa, que ahora se había agarrado al otro brazo de Pedro, dijo:
–¡Y también está pagado el regalo! Escribiremos tu nombre junto al de la tía abuela Maude en la tarjeta. Ella jamás lo sabrá. No te sentarás con Paula, porque ella estará toda la noche con Roberto, pero pareces un hombre que sabe cuidar de sí mismo.


Paula giró los ojos y vio que Pedro estaba mirándola.


–¿Roberto? –le preguntó con un tono extrañamente acusatorio.


–El padrino –explicó Elisa–. Es un gurú del fitness. Ella, como dama de honor, tendrá que estar pegada a él, pero te prometo que te buscaremos una mesa divertida.


–Además –dijo Virginia–, eres la razón por la que nuestra chica no ha podido venir aquí hasta ahora. Nos lo debes, así que no aceptaremos un «no» por respuesta. Ahora iré a buscar a alguien para que se ocupe de vuestro equipaje y os alquile un coche. El nuestro está hasta arriba de cosas para la boda; si no, con mucho gusto iría de copiloto mientras tú conducías el mío – le dio una palmadita en la mejilla antes de marcharse seguida por Elisa.


Pedro esperó a que Paula estuviera a su lado.


–Te he dicho que salieras corriendo.


–Sí, me lo has dicho –sacudió el cabeza como asombrado y esbozó una media sonrisa que aceleró el corazón de Paula.


–No puedes venir.


Él se quedó en silencio un instante… dos… y cuando ella estaba segura de que iba a darle la razón, le respondió:
–¿Y por qué no?


–Porque serías un estorbo para mí.


–¿Lo sería ahora? –le preguntó con una pícara sonrisa.


–Nunca se sabe.


–Mmm… Bueno, ¿y cómo lleva tu padre tanta energía femenina a su alrededor?


La sonrisa de Paula se desvaneció y ella comenzó a juguetear con el viejo reloj de su padre.


–Murió cuando yo tenía catorce años.


Y desde el momento en que aquello había pasado ella se había sentido como Cenicienta, abandonada con su familia adoptiva… con la diferencia de que a ella la habían abandonado con la suya propia.


Sintió los ojos de Pedro posados en ella mientras se lo explicaba.


–Adoraba a Virginia. A Elisa y a mí nos parecía asqueroso cuando los pillábamos besándose en la cocina. Y entonces murió y ella se casó a los seis meses. Desde entonces, nuestra relación ha sido bastante fría.


Pedro tardó un rato en contestar.


–Lamento oírlo.


–Gracias.


En la tranquilidad de ese gran espacio abierto, Paula se preguntó si había llegado el momento adecuado, por primera vez, de preguntarle por su familia. No sabía si sus padres vivían o estaban muertos, si almorzaba todos los domingos con ellos, si eran misioneros, cazadores de ovnis o los reyes de algún pequeño país europeo poblado únicamente por gente guapa.


Sin embargo, en el último segundo se echó atrás y le dijo:
–Mi madre ha vuelto a casarse. Dos por ahora. 


Y lo había hecho prometiendo amarlos y honrarlos igual que había amado y honrado a su querido padre. Todo ello no era nada más que una bonita mentira y esa era la razón por la que Paula jamás le haría a alguien una promesa así a menos que de verdad lo sintiera. A menos que supiera que tendría asegurado el mismo nivel de compromiso. La idea de hacer algo opuesto a eso le daba ganas de vomitar.


–Tu madre…


Paula se preparó para oír lo que había oído millones de veces. «Tu madre tiene mucho glamour. Y Elisa parece una muñequita. Aunque tú eres… distinta ».


–Es… –Pedro se detuvo otra vez–. Creo que ese vestido que lleva es…


Paula soltó una inesperada y efusiva carcajada, tan efusiva que pasó a convertirse en un golpe de tos. Una vez que hubo recuperado el aliento, dijo:
–A Virginia le encantan los volantes, además de las chaquetas rosas y los cócteles con sombrillitas.


En esa ocasión no hizo mención de las circonitas, pero el gesto de diversión que vio en el rostro de Pedro le dijo que eso él ya lo sabía.


Sonrió. No pudo evitarlo.


Y después, como si él también estuviera sintiendo una extraña familiaridad creciendo entre los dos, frunció el ceño y miró a otro lado, hacia el cielo. Tomó una bocanada de aire helado y se metió las manos en los bolsillos. Al verlo, ella no supo qué decir y ahí estaba, sintiéndose como un satélite de su luna. Si esa no era razón suficiente para ponerle fin al enamoramiento que tenía por su jefe, no sabía qué lo sería.


–El día está pasando y nosotros seguimos aquí. Ha llegado el momento de moverse. Te dejaré en tu hotel.


–¿Hotel? –Paula casi pudo oír su pregunta resonar por las nubes que se cernían sobre las colinas a lo lejos.


Pedro ni se inmutó.


–El itinerario de Sebastian empieza en Cradle Mountain. He estudiado su ruta y tiene sentido. Al igual que tiene sentido que te lleve en mi coche porque está claro que necesitas uno.


Paula cerró la boca de golpe. Si a ella le hubieran encargado trazar el itinerario, habría hecho lo mismo, pero estaba de vacaciones. Y sí, necesitaba un coche.


Alzó las manos al aire y fue hacia el edificio de la terminal.


Él la siguió y la alcanzó en dos pasos.


–Más vale que ese coche que ha alquilado Sebastian sea bueno y resistente. Las carreteras de esta isla pueden ser muy sinuosas.


–Es un Black roadster –y con las manos dibujó su silueta.


–¿Estás de broma?


Oyó una agradable y suave carcajada y, aunque caminó deprisa, él pudo alcanzarla sin esforzarse demasiado.