sábado, 9 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 23




Paula odiaba estar al margen de lo que ocurría en el salón de la muestra. Tenía experiencia y podía ser de ayuda. Y odiaba más todavía estar encerrada. Sabía que se volvería loca en la suite, pensando qué podía estar ocurriendo y decidió bajar a la playa. Mientras no se acercara al salón de la muestra, no habría ningún problema.


Se detuvo al borde del agua y dejó que la marea le acariciara los dedos de los pies.


No sabía qué pensar del beso con Pedro. Él la tocaba y ella ardía. La besaba y ella estallaba en llamas. Quizá Teresa tenía razón y él sentía algo por ella. Y estaba dispuesta a admitir que ella también por él. Pero no era real. No podía serlo.


No hacía ni una semana que lo conocía. ¿Cómo podía sentir tanto por él?


–Sabía que eras tú.


Paula se volvió al oír aquella voz familiar. La luz de la luna lo iluminó y ella pensó cómo podía haberlo considerado atractivo. Su pelo rubio era demasiado fino y largo, sus ojos azules demasiado blandos y la mandíbula muy débil. Ni siquiera era tan alto como recordaba.


–Hola, Jean Luc.


Él la miró de arriba abajo.


–¿Qué haces tan lejos de casa? ¿Y por qué estás aquí con Pedro Alfonso?


Ella pensaba mentir, pero él debió captarlo, pues negó con la cabeza.


–No te molestes. Os vi juntos ayer. ¿Por qué, Paula? –preguntó con su espeso acento francés–. ¿Por qué estás aquí con él?


Paula movió sutilmente los pies en la arena para adoptar una postura defensiva, por si acaso.


–¿Lo has usado para buscarme? –él sonrió–. Me siento halagado. ¿Es porque nunca nos acostamos? ¿Te arrepientes de eso? –él extendió el brazo–. Yo también. Pero podemos arreglarlo esta noche.


Antes de que ella pudiera decir nada, la agarró y tiró de ella para besarla. Paula echó atrás el brazo derecho, cerró el puño y se dispuso a golpearlo con él.


Pero él desapareció.


Paula se tambaleó hacia atrás, sorprendida y sin saber lo que pasaba. Oyó la pelea antes de verla. Puños que golpeaban un cuerpo. Alguien que caía en la arena. Un gemido de dolor y luego Pedro apareció ante ella y la estrechó contra sí.


–¿Estás bien?


–Sí –ella le echó los brazos al cuello. Podía haber lidiado sola con Jean Luc, pero que Pedro hubiera acudido en su ayuda había sido… romántico. Y sentir la fuerza de su abrazo volvía aún más valioso aquel momento.


Colocó la cara en la curva del cuello y el hombro de él y respiró hondo. No sabía cómo había llegado allí, pero se alegró de que lo hubiera hecho en cuanto la besó con ansia. 


Paula le devolvió el beso, sabiendo que el momento que estaban viviendo lo cambiaría todo.


Pedro nunca en su vida había estado tan furioso. Ni siquiera sabía que era capaz de sentir tanta furia y pasión. Pero la idea de que otro hombre tocara a Paula le había hecho perder el control.


La miró a los ojos un momento largo y luego la besó en la boca. En ese beso no había seducción gentil, solo había llamas lamiéndolos a los dos. Fuego envolviéndolos y ambos hundiéndose en ese infierno como si fueran astillas.


Ella subió las piernas y le abrazó las caderas con ellas. Él le agarró el trasero. Sentía la impaciencia de ella y la compartía. Solo sabía que la deseaba y que tenía que llevarla al hotel. Pero antes…


Apartó la boca y respiró hondo para tomar aire. La miró a los ojos.


–Vamos a ocuparnos de Jean Luc y luego…


Ella miró más allá de él.


–Se ha ido.


–¿Qué?


Pedro se volvió, todavía con ella en brazos y miró la arena. 


Pero no había nada. Jean Luc había desaparecido.


–¡Maldita sea! Se ha ido.


Ella le puso la mano en la mejilla.


–¿A quién le importa?


Pedro la miró sorprendido. Jean Luc había sido el foco de la atención de ella desde que la conocía. Pero vio el calor en sus ojos, sintió los temblores que le cruzaban el cuerpo y supo que ella sentía lo mismo que él. Lo único que importaba en aquel momento era lo que había entre ellos.


–Tienes razón –dijo. La besó con fuerza en la boca–. Vámonos.


Cuando entraron en la suite, Pedro cerró de un portazo, se volvió y ella se echó en sus brazos, tan impaciente como él. 


Él la abrazó y, cuando ella le rodeó la cintura con las piernas, él le deslizó las manos debajo de la blusa.


Paula suspiró y arqueó la espalda y las manos de él tocaron sus pechos a través del sujetador de encaje. Sintió erguirse los pezones bajo las manos y casi gritó de satisfacción. 


Tenía la sensación de haber esperado años para tocarla.


–Tienes que ser mía –susurró, mordisqueándole el cuello.


–Sí –repuso ella, sin aliento–. Oh, sí.


La dejó de pie en el suelo, le quitó la blusa de seda por la cabeza y le bajó los tirantes del sujetador por los brazos hasta que la prenda cayó al suelo. Ella empezó a desabrocharle la camisa y él la ayudó en la tarea, impaciente por sentir la piel de ella contra la suya. Cuando la ropa de ambos estuvo en el suelo, la empujó sobre el colchón y ella rio sobresaltada.


Pedro sonrió, se tumbó a su lado y empezó a acariciarla de inmediato. Ella lo besó en los labios. La legua de él inició un baile erótico con la de ella, un baile impregnado de necesidad y de deseo.


Ella le rascó la espada con las uñas y él sentía cada contacto como llamaradas pequeñas. Deslizó una mano bajo el cuerpo de ella, hasta la unión de sus muslos, y ella abrió las piernas invitándolo a explorar y a acariciar. Pedro gimió en su boca. Estaban unidos por un fino hilo de deseo que los envolvía de un modo tan apretado que no podrían haberse separado aunque hubieran querido.


Pedro bajó la cabeza y se metió primero un pezón de ella y después el otro en la boca. Lamió y succionó y tiró de cada uno de ellos hasta que Paula empezó a retorcerse debajo de él. Le tocó el pubis y frotó aquel punto sensible con el canto de la mano. Ella gemía y él sintió una necesidad absoluta de estar dentro de ella.


Volvió a tocarla, introduciendo primero un dedo y después dos en sus profundidades, y ella alzó las caderas y se movió instintivamente con las caricias de él. Pedro alzó la cabeza para mirarla y vio un punto salvaje en sus ojos. Ella movía las caderas. Necesitaba más y no tenía miedo de buscar el clímax que andaba cerca. Pedro quería eso. Quería verla estremecerse. Quería ver sus ojos vidriosos por la pasión que solo él podía darle.


Redobló sus caricias, introduciendo cada vez más los dedos y creando una fricción destinada a volverlos a ambos locos de deseo. Ella se movió con él, luchando por respirar, susurrando:
–Sí, Pedro. Sí. Por favor.


–Llega al orgasmo conmigo y déjame verte –dijo él en voz baja y espesa.


Ella abrió los ojos, lo miró y asintió. Se movió en la mano de él, una y otra y otra vez. Sus pies desnudos resbalaban en el edredón de seda debajo de ellos, pero ninguno parecía notarlo. Estaban inmersos en el momento.


–Por favor, Pedro, te necesito. Necesito…


–Lo sé, querida. Veo lo que necesitas –contestó él.


Su pulgar frotó el botón de carne del núcleo de ella y Paula gritó su nombre. Sus caderas se movían salvajemente y jadeaba en su avance hacia el clímax.


Él la observaba y sentía henchido el corazón. Su deseo crecía y crecía con cada jadeo de ella. Sentía el cuerpo de ella tenso y convulsionando alrededor de sus dedos y, antes de que terminaran los últimos temblores, se puso en movimiento.


Paula tenía los ojos cerrados. Su cuerpo temblaba de la cabeza a los pies y su piel vibraba. Sentía tanto calor como si tuviera fiebre, pero el edredón de seda debajo de sus pies estaba fresco. Temblaba todavía por el orgasmo cuando abrió los ojos y vio a Pedro sacar un condón de la mesilla de noche y colocárselo.


Pedro.


Él era muy grande y muy duro. La llenaba por completo y ella estaba todavía tan sensible por el orgasmo anterior que tuvo otro solo con la fricción de su cuerpo estirándose para recibirlo.


Se aferró a los hombros de él, alzó las piernas y le abrazó las caderas. Se agarró así hasta que sus temblores disminuyeron lo suficiente para que respirar resultara menos difícil. Él empujó más hondo y empezó a moverse, entrando y saliendo de sus profundidades con un ritmo cada vez más fuerte, al que ella intentaba frenéticamente corresponder. No habría creído que fuera posible sentir más de lo que ya había sentido, pero miró a Pedro a los ojos y supo que aquello era solo el comienzo.


Él la iluminaba de la cabeza a los pies. Sus caricias electrificaban el cuerpo de ella. Su mirada poderosa retenía la de ella, exigiendo que lo viera y mirara mientras los dos
juntos volvían a crear algo incontrolable y maravilloso. Ella se ahogaba en sus ojos. Ardía por sus caricias y, cuando llegó al orgasmo, este fue tan abrumador, que ella solo pudo abrazarse a él y entregarse a las sensaciones que la transportaban a un mundo donde el final era solo el principio.


Su cuerpo temblaba todavía cuando sintió que él también se rendía a lo inevitable y se dejaba caer sobre ella.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 22





–Papá no irá a la cárcel –Pedro apretaba el móvil con una mano y miraba la noche mientras su hermano le gritaba al oído.


En las tres últimas horas se había mezclado con la multitud en la inauguración de la muestra de joyas. Había observado, escuchado, pendiente en todo momento de posibles problemas y de Jean Luc Baptiste. No había encontrado nada. Si estaba allí, se había convertido en un maestro del disfraz en el último año.


Pedro sentía la tensión que lo acompañaba en los trabajos. 


Y la conversación con su hermano aumentaba aún más esa tensión.


–Teresa me lo ha contado todo –repitió Paulo–. ¿Esa mujer te está chantajeando? ¿Tiene pruebas contra nuestro padre y tú te acuestas con ella?


–Yo no… –Pedro se interrumpió y respiró hondo. No estaba dispuesto a admitir que todavía no se había llevado a Paula a la cama–. A ti no te importa con quién me acuesto yo.


–Si tu amante amenaza a la familia, sí me importa.


Pedro se sonrojó.


–¿Tú crees que yo pondría en peligro la seguridad de nuestro padre? –preguntó en un susurro tenso? Soy yo el que intenta que papá y tú dejéis de robar para que evitéis la cárcel.


–¿Estás cambiando de tema?


–No, solo te recuerdo quién es el hermano mayor –replicó Pedro–. No me sermonees sobre lo que hago por nuestra familia, Paulo.


Hubo un largo momento de silencio y Pedro casi pudo ver a su hermano calmándose.


–Muy bien. Pero papá y yo llegaremos en un par de días y quiero conocer a esa mujer.


Pedro miró la playa. La luz de la luna era lo bastante brillante para distinguir la figura de una mujer que caminaba sola por la orilla. Tardó un segundo en reconocer a Paula. Se suponía que ella se iba a quedar en la suite. ¿Por qué nunca le hacía caso?


–La conocerás –dijo–. Y serás amable o me enfadaré.


–Yo siempre soy amable –protestó Paulo.


Pedro notó otra figura solitaria que paseaba por la playa. Un hombre. E iba directo hacia Paula. Ella miraba el mar y no era consciente de la presencia del hombre. Frunció el ceño y siguió mirando al hombre. Algo en él le preocupó lo suficiente para despedirse rápidamente de Paulo y cerrar el teléfono.


Saltó por la barandilla y echó a correr por la arena.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 21





Rico salió de detrás de Pedro. Este miró a Paula y ella sintió el calor de su mirada por todo el cuerpo. Llevaba un biquini nuevo, comprado en Londres, y sabía que la escasa prenda verde lima le sentaba muy bien.


Pedro la miró unos segundos más, hasta que Teresa soltó una risita. Ese sonido lo sacó del trance en el que parecía estar. Miró a Paula a los ojos.


–Hemos encontrado a Jean Luc –dijo–. Está en la isla.


Media hora después, estaban en su suite.


–Yo tengo que estar allí. Puedo ayudarte a buscarlo –dijo Paula.


Él se pasó una mano por el pelo. Le era muy difícil concentrarse en la discusión con ella allí en biquini.


–Jean Luc se hospeda en el hotel más viejo de la isla. Un hotel propiedad del abuelo de la esposa de Sean, primo de Rico. Pero también ha estado aquí. Los de seguridad lo han visto en los jardines y vamos a intentar pescarlo esta noche.


–Si todavía no ha robado nada, ¿cómo lo vais a capturar?


–Es lo mismo que hacen en los casinos cuando ven a un ladrón conocido. Todavía no ha hecho nada en su local, pero su reputación basta para expulsarlo del sitio.


–Muy bien, pues expulsadlo del hotel y de la isla.


–Exactamente –asintió él–. Es una isla privada, pueden echarlo si quieren.


–Pero antes tendréis que pillarlo y yo puedo ayudar con eso –replicó ella con los brazos en jarras.


Pedro intentó concentrarse en el problema que tenía entre manos en lugar de en el cuerpo de ella. Estaba cazado en su propia trampa. Todo aquello había sido idea suya. Fingir el compromiso y hospedarse juntos, donde la idea de ella durmiendo en un diván a pocos metros de él lo volvía un poco más loco cada día.


Ella suspiraba y él la deseaba. Se reía y él la deseaba. Lo besaba y prendía fuego en todos los rincones vacíos de su interior.


–¿Y si te ve él antes? No es tan estúpido como para creer que tu presencia aquí es una coincidencia. Si te ve aquí, saldrá corriendo sin intentar robar nada. Y si hace eso, tal vez incluso cierre su casa en Mónaco y desaparezca. ¿Y cómo recuperaremos entonces tu collar?


En realidad, Pedro no creía lo que decía.


Las puertas del patio estaban abiertas detrás de ella, dejando entrar el sol y el viento. Ella estaba iluminada desde atrás y había un halo de luz dorada en torno a su cuerpo. 


Pedro pensaba que era una mujer de ensueño. Su piel era suave y sedosa y el pelo le caía alrededor de la cara en una cascada de rizos sueltos y ondas. Todo en ella era tentador. 


Hasta las chispas de furia de sus ojos y el modo en que alzaba desafiante la barbilla.


Ella apretó los dientes, se cruzó de brazos y elevó inconscientemente los pechos hasta que amenazaron con escaparse del pequeño triángulo de tela. Pedro ansiaba tocarla. Apretó los puños a los costados para no ceder a ese anhelo.


–Muy bien. Esta vez ganas tú. No iré contigo a la muestra de joyería. ¿Ahora tengo que interpretar a una damisela en apuros y quedarme encerrada mientras los hombres grandes y fuertes se ocupan de todo?


–Muchas gracias por lo de fuerte.


Ella lo miró un momento. Se echó a reír.


–Eres increíble.


–Eso me han dicho. Más de una vez.


Paula se apartó el pelo de la cara y entró en el cuarto de baño. Cuando salió, llevaba un albornoz grueso blanco y Pedro no supo si darle las gracias o pedirle que se lo quitara.


–Si atrapamos a Jean Luc, podemos obligarlo a darte el collar.


–¿Cómo?


–Yo puedo ser muy persuasivo –le aseguró él–. Sorprenderlo vigilando en los alrededores de una muestra de joyería tan exclusiva no será bueno para él. La amenaza de alertar a la Interpol puede ser suficiente para lograr lo que queremos.


–¿Tú crees?


–Sí. Jean Luc no ha sido tan cauteloso en el pasado como la familia Alfonso. Tiene antecedentes y no querrá que la policía hable con él. Cuando Rico y yo nos hemos reunido con mi hermana y contigo en la piscina, he tenido la impresión de que interrumpíamos algo.


–No –ella se volvió y salió a la terraza.


Pedro no la creyó. La siguió, disfrutando del calor del sol y del beso fresco del viento, por no hablar de la vista de ella apoyada en la barandilla de hierro con el viento creando un halo oscuro con el cabello alrededor de su cabeza.


–Tenías razón, ¿sabes? –dijo él.


Ella lo miró.


–¿En qué?


–Cuando nos conocimos dijiste que no eras buena mentirosa y no lo eres –se reunió con ella en la barandilla–. ¿De qué hablabais Teresa y tú?


–De verdades –repuso ella–. Le he dicho que no estamos prometidos.


–¿Le has dicho que me hiciste chantaje?


–Sí –Paula suspiró–. Tu hermana es tan amable que me sentía odiosa mintiéndole.


Él movió la cabeza.


–Lo comprendo. Pero Teresa se lo dirá a Paulo y a nuestro padre.


–¿Y qué? –preguntó ella–. Ya no importa, ¿verdad? Seguiré siendo tu tapadera para tu trabajo con la Interpol, aunque no sé cómo va a funcionar eso si no me dejas asistir a la muestra.


–Eso cambiará en cuanto atrapemos a Jean Luc.


–Si lo atrapáis.


–Eso déjalo de mi cuenta. Pero no has debido decírselo a Teresa. Yo no quería que la familia supiera que había una amenaza contra papá.


–Tu hermana es bastante implacable. Sabía que había algo raro y no dejaba de preguntar.


Pedro miró el océano que se extendía ante ellos. Barcos de vela surcaban la superficie del agua y cuerpos bronceados tendidos en toallas cubrían la arena.


–La verdad –murmuró, más para sí mismo que para ella– está muy sobrevalorada.


Ella rio un momento.


–Un ladrón tiene que pensar así.


Él la miró. Esperó a que ella le devolviera la mirada.


–Exladrón –susurró.


Ella sonrió.


–Cierto. Se me olvida–se volvió y apoyó la cadera en la barandilla–. Pues ahí va otra verdad. Ahora que tu familia sabe lo nuestro, no tenemos que compartir esta suite. Podemos tener habitaciones separadas.


–Oh, ¿no te lo he dicho? –él tendió la mano y empujó el borde del albornoz por los hombros hasta que la parte superior de los pechos le quedó al descubierto. Ella no se movió. Pedro le pasó las yemas de los dedos por la piel y notó que se estremecía–. El hotel está a rebosar. No hay habitaciones libres.


Ella respiró hondo y contuvo el aliento.


–Me parece que estamos atrapados juntos –siguió él.


–Por el momento.


–El momento es lo único que importa –él se inclinó y la besó.


Su intención era darle un beso breve y rápido. Pero en cuanto sus labios se apoderaron de los de ella, se convirtió en algo más. Se sintió inundado de luz y calor y la agarró y la estrechó contra sí hasta que ella aplastó sus pechos en su torso y él habría jurado que sentía el corazón de ella latiendo al unísono con el suyo.


Ella le echó los brazos al cuello y se aferró a él, devolviéndole el beso y jugando con su lengua. Él saboreó su aliento y notó que el deseo de ella crecía con el suyo.


Pedro aceptó todo lo que ella estaba dispuesta a darle y pidió en silencio más. Su cuerpo ardía en deseo por el de ella. Su mente era una marea de pensamientos, colores y sensaciones y sabía que, si no se apartaba en ese momento, ya no podría hacerlo.


Con ese pensamiento dominando su mente, interrumpió el beso y apoyó la frente en la de ella hasta que pudo controlar la respiración.


–En este caso –susurró ella–, creo que se puede decir mucho en favor del momento






¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 20





Dos días después, Paula tomaba el sol y sentía el viento acariciarle la piel. La vista del océano le calmaba los nervios y la intimidad era como un bálsamo. Era un regalo estar en la piscina privada de Teresa y Rico, encima del hotel. Allí podía bajar un poco la guardia. Seguía teniendo que hacerse pasar por la prometida de Pedro con Teresa, pero al menos sentía un respiro en la continua descarga de sensaciones que tenía que combatir cuando estaba con Pedro.


No había dormido ni una noche completa desde que empezara aquella aventura. Y la situación se había vuelto más difícil desde que habían llegado a Tesoro y empezado a compartir la suite.


Movió la cabeza y se dijo que debía ser fuerte. Podía hacerlo. Esa noche era el primer evento de la muestra de joyería. Diseñadores y clientes se reunirían para tomar cócteles y oír música durante la gran inauguración. Tres días después asistirían al bautizo del niño y, cuando terminara la muestra, Pedro y ella se marcharían a Mónaco a buscar a Jean Luc y el Contessa. Entonces terminaría todo aquello y ella podría volver a su vida aburrida.


–¿Qué es lo que pasa entre Pedro y tú?


Paula miró a Teresa sobresaltada. Estaban sentadas al lado de la piscina, compartiendo canapés y una bebida fría con sabor a melocotón. El bebé dormía dentro y estaban solas en la terraza.


–¿A qué te refieres?


Teresa soltó una risita y se subió las gafas de sol para mirarla.


–Oh, vamos. Sé que ocurre algo. Nunca he visto a Pedro tan nervioso. Para ser un hombre enamorado, parece un alma torturada cuando está a tu lado.


–¿En serio?


Teresa sonrió.


–Y tú también. ¿Qué es lo que ocurre?


Buena pregunta. Saber que Teresa recelaba algo anuló de golpe la presión que sentía Paula de mantener la farsa. Tal vez no debería decir nada, pero no pudo resistir la oportunidad de hablar con alguien de todo aquello.


Pensó en ello diez segundos y tomó la decisión de hablar. 


Mientras lo hacía, miraba las expresiones que cruzaban por el rostro de Teresa. Estas pasaron de la sorpresa al miedo, al regocijo y de nuevo al miedo, pero Paula siguió hablando.


–¿Tienes pruebas contra mi padre? –preguntó Teresa cuando terminó.


Paula se sonrojó.


–Sí. Pero no quiero usarlas.


Al oírse decir eso en voz alta, supo que era cierto. No quería hacer daño a la familia Alfonso. No quería entregar a un hombre mayor a la policía para que pasara el resto de su vida en la cárcel. Ya no era policía, no se lo debía a la sociedad. Pero al mismo tiempo, quería y necesitaba poder devolverle el collar a Abigail Wainwright. Por su sentido del deber y de la justicia.


–¿Pero chantajeaste a Pedro con eso?


–No tenía elección. Él jamás me habría ayudado si no.


–Sí, lo entiendo –Teresa respiró hondo–. Pero papá…


Paula intentó explicárselo.


–El robo en Nueva York fue culpa mía. Bajé la guardia y Jean Luc aprovechó para robarle a una anciana encantadora que no se lo merecía.


Teresa frunció el ceño.


–No, no se lo merecía. Y hasta puedo entender que Jean Luc te engatusara si no lo conocías –frunció el ceño–. No voy a decir que me guste que amenaces a mi padre, pero comprendo el sentido del honor que te impulsa.


–Gracias –musitó Paula, aliviada. Le gustaban aquellas personas. Sentía envidia de la vida de Teresa, no por su dinero, sino por el esposo cariñoso y el adorable bebé. Por
tener bien definido su lugar en el mundo y estar con la gente a la que amaba.


Paula no había tenido eso en mucho tiempo.


–Creo también que no quieres meter a mi padre en la cárcel, sino que has usado eso para conseguir lo que necesitabas.


–Exactamente. Y la verdad es que cuanto más conozco a Pedro y a los demás, menos me interesa ver a tu padre entre rejas. Pero no puedo parar ahora. Tengo que llevar esto hasta el final y, si le entregara las pruebas a Pedro, ¿por qué me iba a ayudar?


–Puede que te sorprendiera –repuso Teresa, pensativa–. ¿Pero qué pasará cuando encontréis a Jean Luc y recuperes la propiedad robada? ¿Qué pasará entre Pedro y tú?


–Volveremos a nuestras vidas –repuso Paula.


–¿Así de fácil? –Teresa movió la cabeza y le tomó una mano entre las suyas–. Me parece que no. Independientemente de cómo empezara esto, ahora hay más entre los dos de lo que ninguno estáis dispuestos a reconocer.


–Te equivocas –insistió Paula, aunque la chispa de deseo y calor seguía palpitando dentro de ella con la misma fuerza que en los últimos días.


–No estoy de acuerdo. Déjame contarte una historia –dijo Teresa, sin soltarle la mano–. Trata de Rico y de mí y de errores cometidos.


Paula la escuchó y le sorprendió que Rico y Teresa hubieran podido aclarar las cosas y construir un matrimonio y una familia fuertes. Su vida juntos había empezado con una mentira, pero habían encontrado el modo de superar eso.


–Sé lo que es tener una opinión tan alta del honor que pierdes de vista todo lo demás –dijo Teresa–. Para proteger a mi padre y a mis hermanos, renuncié a Rico y lo eché de menos durante cinco años. Me moría sin él. Y cuando por fin volvimos a reunirnos, el honor de mi familia estuvo a punto de separarnos una vez más –apretó la mano de Paula.


–La diferencia es que Rico y tú os amabais a pesar de todo –comentó esta.


–Y tú amas a mi hermano.


–¿Qué?


Paula soltó su mano y negó con la cabeza. Las palabras de Teresa fueron como una bofetada, pero ella no podía analizarlas. No podía examinar de cerca lo que llevaba días sintiendo.


–Te equivocas –dijo–. Apenas lo conozco. Y desde luego, no estoy enamorada de él.


–¿Crees que no reconozco los síntomas? –Teresa sonrió comprensiva–. Lo miras siempre que entra en una habitación. Tiemblas cuando te toca y te irrita tan fácilmente que ahí debe haber amor. Solo las personas que queremos pueden afectarnos de ese modo.


–Apreciar es una cosa –comentó Paula–. Y amar es otra. Esto no es amor –musitó–. Lujuria quizá sí, pero amor no.


La otra sonrió y Paula pensó que todos los Alfonso podían ser un poco irritantes.


–Conozco a mi hermano –dijo Teresa–. Es muy protector con nuestra familia. A pesar del chantaje, jamás te habría traído aquí a la isla si no sintiera…


–Estáis ahí –dijo Pedro en aquel momento.


Y Paula se quedó sin oír el resto de la frase. «¿Qué?», gritó para sus adentros. «¿Si no sintiera qué?».