sábado, 2 de enero de 2021

SIN TU AMOR: EPÍLOGO

 


Pedro acarició la hinchada barriga de Paula. Estaba en el segundo trimestre del embarazo, sin náuseas y pletórica de energía. Atardecía y el sol teñía de rojo las aguas del mar.


Aunque no habían llegado a divorciarse, Pedro había insistido en celebrar una ceremonia.


Y así habían pronunciado unos votos en su lugar especial. Le tomó la mano y besó el tatuaje de henna que tenía dibujado en el dorso, y sonrió para sus adentros al pensar en el tatuaje que él mismo se había hecho dibujar en el pecho: dos «P» entrelazadas.


Hamim, siguiendo sus instrucciones, ya debía estar abriendo la cama y colocando las últimas flores. Sólo podía pensar en llevarse a su hermosa mujer a la cama otra vez.


Paula sonrió, le tomó la mano y la deslizó más abajo por su barriga. Estaban bailando el vals y no podía apartar los ojos de su marido, tal era el amor que irradiaba de ellos.


–Aún no me lo puedo creer –susurró él.


Esperaban gemelos. Los vómitos sufridos el día de la migraña habían anulado los efectos de la píldora y poco después habían concebido a sus hijos.


El día anterior habían visitado el orfanato de Dar el Salaam, un lugar al que habían decidido apoyar económicamente con los beneficios generados por el negocio de Paula. A ellos no les hacía falta el dinero.


Los fuegos artificiales estallaron en el cielo.


–Lo he hecho a lo grande –Pedro sonrió tímidamente.


–Me encanta –Paula se volvió hacia su marido–. Y te amo.


Paula se perdió el resto de los fuegos artificiales. Porque Pedro volvía a besarla y, cuando Pedro Alfonso la besaba, sólo existía el amor.




SIN TU AMOR: CAPITULO 48

 


Ella lo miró, incapaz de creer lo que oía.


–¿Me has oído, Paula? Quiero que nos volvamos a casar, como debe ser.


–Pero yo no quiero todo eso –contestó ella espantada–. No quiero toda esa ceremonia.


–No me mientas, Paula –Pedro gritó, perdiendo el control–. Sé lo que quieres. Lo vi en tus ojos. Tu rostro resplandecía en la boda de papá. ¡Te encantó!


–Lo que me encantó –Paula respiraba entrecortadamente, sospechando de repente que sus más íntimos sueños podrían estar al alcance de la mano– fue cómo me mirabas. No fue la ceremonia, fuiste tú. No podías evitar tocarme, querías estar cerca de mí. Me hiciste sentirme hermosa.


–Es que eres hermosa –contestó él con dulzura–. Te amo, Paula, y quiero casarme contigo.


–Sé sincero –a Paula se le quebró la voz–. Tú no quieres casarte. No crees en ello. Vi cómo te estresaba la boda de tu padre. En cuanto lo supiste en Mnemba, te cerraste en banda.


–No era la boda lo que me preocupaba –Pedro dio un paso hacia ella–. Era el momento. Significaba que teníamos que abandonar la isla y no estaba preparado para separarnos. Aquella mañana, en el sofá de Felipe, tuviste razón al decir que no quería ir, pero porque quería quedarme contigo. Estar contigo. Creía que te alegrabas de acabar con todo. ¡Te conformabas con que tu examante no fuera más que un amigo! y sí, estaba enfadado –alzó una mano–. Entonces me fijé en cómo me mirabas mientras me planchaba la camisa, y supe que aún tenía una posibilidad.


Paula sonrió tímidamente y Pedro dio un paso al frente.


–¿Qué quieres que haga, Paula? ¿Cómo conseguiré que creas que te amo?


Paula no podía hablar ni moverse mientras, por segunda vez ese día, Pedro se acercaba paso a paso a ella.


–Escúchame, Paula, y créeme, te amo. Mereces ser amada. Te lo mereces todo. Y vamos a hacerlo, vamos a serlo todo y lo vamos a tener todo… juntos. Con papeles o sin ellos, jamás te abandonaré. ¿Lo has entendido?


–Entonces… –balbuceó ella–. Entonces… quizás… –las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas–. No rompamos ese papel. Guardémoslo.


–¡Sí, sí, sí! –Pedro la rodeó con sus brazos–. ¡Oh, sí! ¡Gracias a Dios!


La apretaba con tal fuerza que Paula tenía el rostro aplastado contra el pecho de Pedro, pero no le importaba. Lo sentía temblar, sentía los besos que le daba en los cabellos.


–Lo siento –murmuró Pedro–. Lo siento mucho.


–No necesitas divorciarte de mí para arreglar las cosas, Pedro. Limítate a quedarte a mi lado. Por favor, quédate conmigo. Te amo.


Pedro aflojó el abrazo lo justo para levantarle el rostro hacia él. Se besaron apasionadamente, aunque con mucha dulzura, hasta que él se apartó con un gruñido.


Paula vio la desesperación que aún latía en los glaciales ojos y se le encogió en corazón.


–¿Seré lo bastante bueno para ti, Paula? ¿Lo seguiré siendo siempre?


–¿A qué te refieres? –preguntó ella perpleja. Pedro lo era todo para ella.


–Desearías haber tenido a nuestro bebé, ¿verdad?


–Sí, pero…


–Yo jamás quise tener hijos, Paula. Tomé la decisión hace años y no había vuelto a pensar en ello hasta el día en que me dijiste que habías perdido al nuestro. Durante años presencié el sufrimiento de mi madre. Ella quería más hijos, pero nunca llegaron. Esterilidad secundaria, ningún motivo que lo explique, ningún remedio. Le destrozó un matrimonio tras otro. No quiero que eso nos suceda.


Pedro, a quien yo quiero es a ti.


–Pero, ¿bastará, Paula? –él sacudió la cabeza–. ¿No llegará un día en que quieras formar una familia? Perder al bebé casi te destroza. ¿Qué pasará si no conseguimos tener otro?


–Yo nunca había pensado en tener familia –Paula lo apartó ligeramente–. No he tenido muy buena experiencia con las familias…


–Lo sé –interrumpió él–. ¿Pero no hay una parte de ti que quiera formar la clase de familia que no tuviste?


–De acuerdo –ella susurró, inquieta ante lo bien que la conocía ese hombre–, pero no tiene por qué ser con hijos biológicos –lo miró a los ojos–. Hay muchos niños que necesitan amor y un hogar. Podríamos adoptar o acoger. Siempre he querido hacerlo. Quiero hacer que la vida de un niño sea mejor, darle lo que yo no tuve.


–¿Estás segura?


–Pues claro.


–Entonces así lo haremos –Pedro tomó el rostro de Paula entre sus manos ahuecadas–. Deseo y espero verte embarazada de un hijo mío, pero pase lo que pase, nos tendremos el uno al otro y de algún modo formaremos una familia. ¿Trato hecho?


–Trato hecho.


De nuevo se besaron, con tal pasión y fuerza que tuvieron que apartarse para juntarse de nuevo con más delicadeza mientras las risas se mezclaban con las lágrimas.


–¿Estás segura de no querer un pedrusco? –preguntó él jadeando.


Paula sacudió la cabeza tímidamente, pues le había visto meterse la mano en el bolsillo.


–Nunca te llegué a comprar un anillo de compromiso. Mejor tarde que nunca, ¿no crees?


Pedro abrió la cajita y Paula contuvo el aliento.


–No es ninguna baratija. Es auténtico –sostuvo el anillo en alto para verlo al trasluz.


–Es precioso –ella lo miraba fijamente.


–Lo encontré esta tarde. Estuve mirando cientos de anillos, pero en cuanto vi éste, lo supe. No es un zafiro, es un diamante azul. O sea que no es lo que parece, como tú. Además, hace juego con tus ojos. ¿Te gusta el platino? Si no te gusta haré que lo cambien.


–Es perfecto –Paula puso una mano sobre la boca de Pedro para acallar el parloteo.


Pero entonces Pedro se arrodilló ante ella y creyó que iba a desmayarse.


–Con este anillo yo te desposo –él le tomó la mano y sonrió–. Prometo amarte y estar siempre junto a ti. Para lo bueno y para lo malo… para siempre. Te amo, Paula.


Pedro ya no sonreía. Lo único que reflejaba su rostro mientras deslizaba el anillo en el dedo de Paula era sinceridad.


–Te amo, Pedro –Paula se agachó, sin preocuparse por las lágrimas que rodaban por sus mejillas mojando a su marido.


Pedro tiró de ella y ambos acabaron rodando por el suelo. Y entonces, lentamente, muy lentamente, le hizo el amor. Y ella gritó de felicidad.




SIN TU AMOR: CAPITULO 47

 


Paula al fin se levantó de la cama. Había pasado horas retozando, durmiendo. De todas las noches que habían pasado juntos, aquélla había sido la más intensa. La conexión entre ambos había sido más que íntima, más que física. Allí había surgido un lazo, invisible e irrompible. No había sido un sueño y al fin se sentía capaz de creer en ello.


Soltó una risita nerviosa mientras se decía que debía vivir el día a día. Pedro pensaba que era hermosa, se lo había dicho, y no podría haberle aguantado la mirada, acariciarla como lo había hecho si sus sentimientos no hubieran sido sinceros. De modo que quizás las cosas podrían salir bien.


Se puso una bata y bajó al estudio, decidida a trabajar un poco. Se sentía fresca y positiva, y entusiasta y más viva de lo que había estado jamás.


Evidentemente Pedro había pasado por ahí antes. Había carpetas desperdigadas sobre el escritorio y las agrupó para poder sentarse al ordenador. Y entonces lo vio. Pedro había escrito algo en una de esas carpetas… su nombre.


Antes de abrir la carpeta, supo que aquello no podía ser bueno, pero eso no le impidió continuar. Le movía una especie de fatalismo. Lo mejor era saberlo. Aun así, la conmoción fue tremenda.


Miró fijamente la firma. La fecha. E intentó comprender el significado de aquello.


Pero falló.


Una furia ciega le nubló los sentidos.


Los había firmado. Tras haberle vuelto loca durante horas, había bajado al despacho para firmar los papeles del divorcio.


Era increíble. Ni siquiera a él le hubiera creído capaz de pasar de la intimidad más tierna a la ruptura más fría. ¿Qué había supuesto para él la noche anterior? ¿Una despedida?


La ira aumentó. Había llegado a creer que la amaba.


Y todo para darse cuenta de que no era más que una perdedora con mayúsculas.


–Paula.


Levantó la vista y sintió la amarga bilis ascender hasta su boca. Pedro estaba en la puerta.


–Una vez me advertiste de que no me acercara a ti –escupió ella en voz baja–. Bueno, pues ahora soy yo la que te lo advierte, Pedro. No te acerques a mí.


Sin embargo él no la escuchó. Siempre hacía lo que quería. Las manos de Paula temblaban y apretó los puños arrugando el papel que aún tenía en la mano mientras él se acercaba.


–Paula.


Paula se lanzó contra él, arrojándole el papel a la cara, deseando que los bordes le hiriesen. Jamás había golpeado a nadie, pero era incapaz de contener la violencia que surgía de su interior. Extendió los dedos a modo de afiladas garras y los lanzó contra él. Quería golpearlo o arañarlo. Cualquier cosa que le permitiera vengarse.


Pedro se agachó evitando el golpe y, con sus grandes manos y su fuerte y rápido cuerpo, le agarró las muñecas, sujetándolas a los lados del cuerpo.


Pero eso no le impidió continuar.


–Los has firmado. Bastardo –le gritó a la cara–. Los has firmado.


–Sí.


–Hoy –siseó ella con la respiración entrecortada.


–Sí.


–¿Sabes lo que eres? –Paula soltó un puntapié–. ¿Sabes lo que eres, Pedro?


–Dímelo tú –contestó Pedro con los dientes apretados y sujetándola con más fuerza.


–Un desalmado. Un tarado. Un mutante emocional. Ni siquiera eres humano –le espetó–. Me da igual lo difícil que te hicieran la vida tus padres, eso no te da derecho a tratar así a la gente. A utilizar a la gente con tanta crueldad. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo? ¿Cómo puedes pasar de la mayor ternura a hacerme pedazos?


–¿Eso hago, Paula? –el rostro de Pedro había palidecido de ira.


–Sabes que sí –ella se retorció en un intento de soltarse.


–No, no lo sé.


–Ahí voy –rugió ella–. No tienes ni idea de cómo me siento, de cómo se siente nadie. O de lo que desean los demás. Eres un amargado, Pedro. Y jamás serás feliz. Vives tu vida con tus pequeños revolcones sin conocer jamás la verdadera satisfacción. El amor verdadero.


–¿Y tú qué, Paula? ¿No eres tan inútil como yo? Eres incapaz de manejar el amor –la apartó de un empujón–. No crees que nadie pueda amarte.


Aquello fue un golpe bajo y ella se sintió vencida. Dando un paso atrás, empezó a llorar.


–No me digas eso. No te atrevas a decir eso.


–¿Por qué no? Es la verdad.


–¿Y vas a decirme quién es esa persona que me ama? –quizás él tuviera razón–. ¿Eres tú?


–¡Sí!


–Claro –Paula soltó una carcajada histérica–. Me amas tanto que vas a divorciarte de mí.


–Eso es.


–Es lo que suele hacer un hombre enamorado –ella se enjugó las lágrimas.


Pedro se quedó a cierta distancia, mirándola.


Paula al fin empezó a calmarse. Pedro bloqueaba la puerta y no podía escapar. Era el golpe de gracia para su corazón.


–Hace un año en Gibraltar, delante de ese funcionario, mentí –Pedro habló con tranquilidad y mucha frialdad–. Dije que te amaba. Dije que me importabas. Que sería tu esposo para siempre. Pero no me creí ni una sola palabra.


–Soy plenamente consciente de ello –contestó ella.


–O sea que ambos estamos de acuerdo en que ese trozo de papel no vale nada, ¿verdad?


Ella cerró los ojos, incapaz de evitar que otra lágrima rodara por su mejilla.


–¿Tengo o no tengo razón, Paula?


¿Por qué la torturaba de ese modo?


–Sí –susurró ella al fin.


–Paula, mírame.


–¿Ya empiezas otra vez con eso, Pedro?


–Por favor, Paula, mírame.


Y ella lo hizo, e incluso a través de su dolor percibió la respiración entrecortada de Pedro, vio los ojos desmesuradamente abiertos, la terrible tensión en el rostro.


–Paula, sé que tengo muchos defectos, pero quiero que comprendas que te amo. Tú te mereces mucho más que una rápida, mugrienta y artificial boda –Pedro respiró hondo–. En cuanto nos divorciemos, quiero que nos casemos, pero quiero hacerlo bien. Y quiero que lo tengas todo. Un enorme pedrusco, el vestido, el vals, la maldita tarta y las flores. Todo aquello con lo que has soñado. Todo aquello que te robé la última vez.



SIN TU AMOR: CAPITULO 46

 


Cuatro horas después, Pedro estaba sentado frente a su madre en un pequeño reservado del exclusivo restaurante. Así, si se derrumbaba, podría recomponerse con cierta dignidad sin que todo el mundo se preguntara por qué lloraba aquella mujer.


–Ayer vi a papá –anunció respirando hondo.


–¿En serio? –su madre miró fijamente la jarra de agua–. Janine está embarazada, ¿verdad?


–¿Cómo lo sabías?


–Me lo he figurado, dado lo precipitado de la boda. Además no bebió nada, ni Eric tampoco –Lily inclinó la cabeza y sonrió–. Te ha enviado para que me lo digas, ¿verdad?


Pedro asintió.


–Pobre Pedro. Siempre tienes que estar en medio.


–Soy la frágil cuerda en el tira y afloja –él se mordió el labio–. No quería disgustarte.


–La cuerda no es frágil, Pedro–ella ignoró el comentario de su hijo–. Eres muy fuerte.


En absoluto. Era un cobarde. Había acusado a Paula de huir cuando él mismo lo hacía.


–Bueno –su madre habló con cierto tono de tristeza–. Es una noticia maravillosa para ellos.


–Qué raro, ¿no? –observó Pedro secamente–. Soy lo bastante mayor para ser su padre.


–Y yo podría ser su abuela.


«Genial, Pedro». No le estaba ayudando nada.


–Fue culpa mía –los ojos se su madre se llenaron de lágrimas–. Lo engañé.


–¿Cómo? ¿A papá?


–Sí –contestó ella–. Lo engañé. Ya llevaba tiempo con Miguel cuando abandoné a tu padre.


–¿Por qué?


–Me sentía sola. Quería tener más hijos y Eric se negaba a considerar otras opciones como la adopción. Me sentía atrapada, resentida, y me refugié en Miguel –miró fijamente a Pedro–. Por eso me separé. No tuvo nada que ver contigo.


–¿Te acostaste con Miguel porque querías quedarte embarazada? –preguntó él.


–¡No! –ella rió aunque con cierta tristeza–. Se había hecho la vasectomía.


Aquello fue como un jarro de agua fría. ¿Esa mujer había abandonado a su padre por un hombre que nunca habría podido darle los hijos que deseaba?


–Pero tú querías más hijos –Pedro se sentía confuso.


–Los habría adoptado, pero Miguel tampoco quiso. Él ya tenía hijos y no quería más.


Eso no fue ninguna sorpresa para Pedro. Miguel no lo había querido ni siquiera a él y se había alegrado de que su exmujer tuviera la custodia de sus hijos.


–¿Por eso te separaste de él?


–No. Miguel me engañó con otra –Lily se encogió de hombros–. Supongo que me lo merecía.


Se había casado otra vez. Lo había intentado de nuevo, pero sin suerte. Pedro era un adolescente por aquél entonces y recordaba cómo se le había roto el corazón a su madre sin poder hacer nada para que se sintiera mejor.


–¿Tú podrías, Pedro? ¿Podrías criar al hijo de otro hombre?


–Por supuesto –contestó Pedro–. Si fuera el hijo de la mujer que amo, también lo amaría.


Las palabras surgieron espontáneas, pero sólo al oírlas comprendió las implicaciones. Pues claro. Por la mujer amada, adoptaría a una tribu entera si se lo pidiera. Si Paula se lo pidiera.


¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Tendría el valor de proponérselo? ¿Podría con esa responsabilidad?


Porque lo que sí le podía prometer era que iba a encontrar el modo de formar la familia que sabía que ella deseaba. Y él también, ¿o no? Deseaba amar, compartir, la seguridad que ninguno de los dos había conocido.


Y eso también podía ofrecérselo. Pues jamás la abandonaría mientras estuviera vivo.


¿Aceptaría ella algo así? ¿Le bastaría con eso?


–¿Estás bien? –alargó una mano y tomó a su madre de la muñeca.


–Claro –Lily le dedicó una sonrisa algo temblorosa–. He ido a muchos consejeros y sé lo duro que debió ser para ti. Lo mucho que te agobié y lo siento muchísimo –apretó la mano de su hijo–. Pero mírate. ¿Qué más podría querer una madre teniendo un hijo como tú?




SIN TU AMOR: CAPITULO 45

 


–Quédate en la cama –se despidió a primera hora de la mañana siguiente.


Durante toda la noche le había hecho el amor en numerosas ocasiones, y permanecido despierto alternando la sensación de ira con la de desánimo. Lo último que deseaba era dejarla, pero no tenía elección. Además, tenía una obligación que cumplir: hablar con su madre. Lo mejor sería que lo supiera por él y no por otra persona, ya había sufrido bastante. Aquello reforzó su decisión de abandonar a Paula. Necesitaba un hombre que le ofreciera todo lo que ella deseaba, y él no podía ser esa persona.


Se duchó con agua fría para intentar activar los músculos, pero tras vestirse se acercó a los pies de la cama y contempló la durmiente figura, y el deseo volvió a despertarse en él. Era tan cálida y dulce que sólo deseaba abrazarla y dormirse con ella. Pero Paula se merecía más, mucho más que lo poco que él le podía garantizar. Tal y como le había dicho la noche anterior, quería que lo tuviera todo.


Aun así no pudo aguantarse las ganas de acercarse una última vez y se sentó en la cama. Paula tenía los ojos cerrados, pero él sintió que había percibido su presencia. La besó, asegurándose de no despertarla. Quería que durmiera. Se puso en pie, apartó la mirada y se obligó a mover las piernas. Lejos de allí.


Entró en el estudio y tomó la carpeta, dudando un instante, reticente. No había otra opción. Sin embargo, una nueva idea empezó a formarse en su cabeza, una tan dulce y embriagadora que le hizo arder de deseo. Deseo de empezar de nuevo, rebobinar y volver a vivirlo todo, pero con sinceridad. ¿Sería ésa la prueba que Paula necesitaba?


Era una estupidez, una idea imposible. Así pues, tomó el bolígrafo y estampó una firma antes de arrojar la carpeta sobre el escritorio. Y entonces salió corriendo.




SIN TU AMOR: CAPITULO 44

 

Condujo hasta su casa sintiéndose miserable, pero tenía que hacerlo. Debía liberarla para que pudiera encontrar a otra persona, alguien que la colmara. Porque él no podía cargar con la responsabilidad de su felicidad, ni suya ni de nadie. Por eso sólo vivía aventuras de corta duración.


Apenas había llegado a la cocina cuando la vio y se paró en seco.


–¿Qué llevas puesto?


–Ya te dije que encontraría un par que me hiciera parecer más alta que tú.


Pedro sólo pudo mirarla boquiabierto.


Paula se acercó con sus tacones de casi trece centímetros, que le daban un aire de ama sadomasoquista. En efecto, le hacían una pizca más alta que él. Pedro la miró directamente a los ojos y… todas sus buenas intenciones se evaporaron.


Había tal belleza, tal fuerza… Ojos, nariz y labios estaban a la misma altura que los suyos y el desafío fue irresistible.


La rodeó con los brazos. Sintió rabia por los errores cometidos, la frustración del año transcurrido y la desesperanza ante el futuro. Se acostaría con ella una vez más.


La llevó prácticamente en vilo los dos pasos que necesitó para aplastarla contra la pared.


–¿Qué haces? –Paula parecía furiosa.


–Hago lo que ambos deseamos. Lo que siempre hemos deseado.


–No quiero desear esto –ella cerró los ojos.


–Pero lo deseas –en tiempo récord, Pedro se desabrochó los pantalones y le levantó la falda.


Sin embargo se detuvo, ignorando el pozo ardiente de su estómago, el instinto que le pedía a gritos que se hundiera dentro de ella rápida y enloquecidamente. También ignoró la súplica en los ojos de Paula, unos ojos que le pedían lo mismo que él deseaba.


Ella lo deseaba también, ¿no? sexo rápido, salvaje, sólo físico. Una rápida satisfacción.


No.


Porque aquélla iba a ser la última vez. Y, al igual que esa mañana, sería un lento tormento. Se apretó contra ella y le sujetó la cabeza entre las manos para, una vez más, ver hasta el fondo de su alma mientras, centímetro a centímetro, se hundía dentro de ella. Estuvo a punto de perderse al oír sus suspiros y sentirla estremecerse. Pero se retiró y repitió la embestida, más lenta, más fuerte. Una y otra vez, volviéndose loco de excitación. Paula suplicaba a gritos y las contracciones de su cuerpo lo sujetaban en el ardiente y dulce hogar.


Unos eternos minutos más tarde, Pedro se enfrentó a los hechos. No iba a ser una vez más sino una noche más. No podía resistirse. La tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama, incapaz de dejarla ir. Aún no.


En aquella ocasión, Paula sí disfrutó como si fuera una liviana damisela. Con el cuerpo relajado, le permitió llevarla en brazos hasta su cama con facilidad.


No debería haber vuelto a suceder. Había pretendido pedirle el divorcio, marcharse. Pero como siempre, el deseo la había dominado.


Pedro… –Paula se sentó en la cama.


–No lo hagas.


Ella enarcó las cejas.


–No quiero pensar, no quiero hablar. Sólo quiero estar contigo. Te deseo.


Cielo santo, no soportaba unos cambios tan bruscos. Aquella mañana se había mostrado frío como el hielo y en esos momentos era más que ardiente. Debería pedirle explicaciones.


Pero había algo nuevo en su expresión, tanto en el rostro como en la voz. Algo parecido al dolor. Sin embargo, Pedro no podía sentirse dolido. Sus sentimientos no eran tan profundos, ¿no? Aquello no era más que otro revolcón para él. ¿No?


Volvió a mirarlo a los ojos. Y lo que vio le hizo dar un respingo.


–Sí –rugió él mientras se acomodaba una vez más sobre ella–. Sí.


No hubo lugar al descanso. Pedro la llevó a la cima una y otra vez, centrado en darle placer. Sus manos temblaban al acariciarla con suma delicadeza. Pero lo que hizo que Paula se estremeciera fue esa mirada.


–¿Pedro?


–Calla –él la besó–. Déjame hacer.


¿Dejarle hacer qué? ¿Dejarle hacerle el amor así?


Pues no había otra manera de definirlo. Aquello no era sexo. No era lujuria. Era algo mucho más profundo, más fuerte, más significativo.


Él hundió las manos entre sus cabellos y la obligó a mirarlo.


–Te lo mereces todo, Paula. Te lo mereces todo. Quiero que lo tengas todo.


Las palabras mitigaron el dolor y, por primera vez en años, Paula se sintió a salvo.


Pedro la besó, acarició y le hizo el amor. Con feroz placer la vio arquearse y estallar.


–Eres tan hermosa… –exclamó con sinceridad.


–Desde luego sabes cómo hacer que una mujer se sienta bien, Pedro –ella suspiró.


Se quedó helado. Si había un momento para olvidar su pasado de playboy, era ése. Y el inocente comentario fulminó su sueño más íntimo.


¿Acaso pensaba que no había sido más que el numerito que le ofrecía a toda mujer que le calentara la cama? ¿No era más que una aventura para ella? De repente se sintió inseguro.


–Si no hubiese hecho ese comentario en Mnemba –Pedro la miró atentamente–. ¿Me lo habrías contado alguna vez?


¿Habría confiado en él alguna vez? ¿Habría compartido su pérdida con él alguna vez? ¿Habría buscado consuelo en él?


El corazón de Pedro se paró en seco cuando ella bajó la mirada. Y supo la respuesta antes de que ella la formulara… No.


–¿Habrías querido que lo hiciera? –de repente Paula levantó los ojos y lo miró de nuevo.


–Sí –contestó él con más sinceridad de la que había manifestado jamás.


Pero ella volvió a bajar la mirada, ocultando su reacción. Y él lo supo. No se lo creía.


¿Qué podía hacer? Había sido entrenado en el arte de la persuasión, la demostración, en ganar los casos con sus argumentos. Sin embargo, con ella no parecía conseguirlo. ¿Cómo iba a convencerla? ¿Cómo podía tranquilizarla? A Paula no le bastaban las palabras, necesitaba acciones, algo para derribar los muros que había levantado en su corazón impidiéndole acercarse.


Deseaba desesperadamente decirle que lo sentía.