viernes, 3 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 6




«¿Dónde se ha metido? Toda la noche controlándola y de repente desaparece sin dejar rastro. Niña mala, niña mala, te mereces un castigo y lo tendrás». Salió del club mirando a todas partes. Pensaba que estaba sentada con su amiguito pero cuando miró ya no había nadie. Esos hombres le complicarían su plan, seguro.


Cogió un taxi en la puerta del club y dio la dirección de ella. 


Comprobaría si estaba en casa y se iría a dormir. Si había sido una buena chica y se había marchado la dejaría descansar pese a su enfado, pero si no…


Tocó al timbre pero nadie contestó. Insistió pero nada. Del bolsillo de su pantalón sacó dos llaves y con una de ellas abrió la puerta de abajo. Subió al segundo piso sin encender la luz y con la otra llave abrió su puerta. La muy tonta se había dejado las llaves en el despacho. Fue muy fácil hacer una copia y dejarlas de nuevo en su sitio.


Un susto por su enfado, era justo. Abrió el gas de la cocina al máximo y encendió una vela en el cuarto de baño. Ella siempre se bañaba rodeada de las apestosas velas aromáticas de colores. A nadie le extrañaría que se hubiera dejado una encendida y junto con un escape de gas debido a otro despiste… ¡boom! ¡Fuegos artificiales!



* * * * *


—Siento haber sido tan desagradable, de verdad —se disculpó por tercera vez desde que habían llegado a la cafetería. Se sentía mal por haberla hecho enfadar. Ella solo quería darle conversación y él, sumido en sus pensamientos eróticos imposibles con ella, la había espantado.


—Si vuelves a disculparte me voy —dijo seria. 


Él sonrió y le contagió la sonrisa.


—Bien, es justo. Bueno, ¿y tú qué? ¿A qué te dedicas? Creo que eres abogada ¿no?


—Algo así —dijo removiendo su cuchara dentro de la taza de café.


—¿Algo así? ¿Qué significa eso? —preguntó extrañado por su respuesta.


—Soy ayudante del Fiscal del Distrito.


—Oh, vaya, eso suena importante, ¿no?


—Lo es.


—¿Y qué hace la ayudante del Fiscal del Distrito?


—Precisamente lo que su nombre indica: ayudar al Fiscal del Distrito en sus funciones, pero como Norman está de baja pues ahora mismo sus funciones son las mías y las del equipo de la Fiscalía. Vamos, Pedro, no creo que haga falta explicarte qué hace el Fiscal del Distrito, ¿no? —No sabía si se estaba quedando con ella.


—No, no hace falta que me lo digas, lo sé —se disculpó—. Por cierto, ¿quién es Norman? —preguntó. Llevaba demasiado tiempo fuera de Nueva York.


—Norman Boyle, el Fiscal del Distrito de Nueva York ¿Dónde has estado que no sabes quién es? Salió hace poco en la prensa después de su accidente esquiando en Aspen. Se rompió una pierna, dos costillas y varios dedos. El muy loco se salió de pistas y fue a meterse por una zona virgen que no controlaba. Ya te puedes imaginar el resto. Lo localizaron tres horas más tarde gracias al GPS de su móvil, tuvieron que enviar un helicóptero de rescate y a la opinión pública no le hizo ninguna gracia. Vamos que para las próximas elecciones lo tiene un poco crudo.


—Vaya con tu jefe, viviendo al límite en las montañas de Aspen, ¡guau! —bromeó.


—No te rías, Pedro. Esto es muy serio —exclamó ella dándole una manotada en el brazo. Su contacto le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. A ella debió pasarle algo parecido pues se miró la mano después de aquel espontáneo toque y la retiró a su regazo ruborizada.


—Ya sé que es serio, lo siento. Y, por cierto, no me llames Pedro, es demasiado… serio —dijo sonriendo—. Mi madre me llama así cuando se enfada. Llámame Pepe, ¿de acuerdo? Todo el mundo me llama Pepe. —Ella asintió un poco abochornada y un silencio incómodo se apropió del momento—. Bueno, señora ayudante del Fiscal, dime ¿en qué andas metida ahora? —dijo para romper el hielo de nuevo.


—Es complicado y largo de contar.


—Tengo toda la noche, no me importa mientras no tenga que gritar por encima de la música para hacerme oír o para escucharte. No soporto esos antros.


—Entiendo. Pues… —pensó lo que iba a decir—, el caso principal que tenemos ahora mismo es un poco extraño, la verdad. Se parece mucho al que tuve en mi estreno en la Fiscalía.


—¿Y qué tiene de extraño?


—Pues verás… —dijo acercándose y bajando el tono de voz como el que va a contar algo confidencial—. La policía pilló, hace años, a un tipo que había cometido una serie de chantajes y algunos delitos más. Cuando el tipo declaró dijo que hacía los trabajos por encargo, que él solo era la punta del iceberg, que no conocía a los que estaban detrás pero pagaban bien y tenía que ganarse la vida. Era culpable, estaba claro, además lo reconoció, y por eso le caería una pena mínima y una enorme multa, pero una semana antes de que se supiera la sentencia apareció muerto en un callejón. Le habían roto el cuello.


—¡Joder! —exclamó Pedro.


—Sí, impactante. Imagínate, era mi segundo caso como asistente del Fiscal. —Dio un trago a su café ya frío—. No teníamos nada. El tipo solo nos proporcionó información que no llevaba a ninguna parte, y con su muerte nos quedamos en blanco. La policía hizo un despliegue exhaustivo de medios para averiguar quién había asesinado al tipo, y tirando de aquí y de allí, al final encontraron al culpable, lo juzgaron y lo condenaron a un puñado bien grande de años. Y unos meses más tarde, el muy cabrón, se ahorcó en su celda con la sábana. Dentro de unos meses hará tres años de eso.


—¿Y qué tiene que ver con el presente?


—Estoy en un caso que es similar, lo cual me hace pensar que existe una conexión entre aquel y este. Pillaron a un tío por una serie de chantajes, lo condenaron y antes de hacerse firme la condena, lo encontraron muerto en su apartamento.


—¿Cuello roto?


—Supuestamente no, se colgó con la sábana —dijo ella.


—¿Suicidio? —Ella movió la cabeza de forma negativa mientras sostenía la taza en mitad de la cara—. ¿Entonces?


—Encontraron pruebas de que habían forzado la puerta. Los de laboratorio pusieron en el informe que había partes de la casa que habían sido limpiadas con productos químicos mientras el resto de la casa se sumía en la basura. Los pomos de las puertas, el cabezal de la cama, los sanitarios en el cuarto de baño, las mesillas de noche, interruptores, todo lo que, al parecer, tocó el asesino, estaba limpio. Pero se dejó media huella en el gancho donde colgó la sábana. Más tarde la autopsia determinó que le habían roto el cuello antes de colgarlo.


—¡Joder! —exclamó Pedro francamente impresionado—. ¿Y tenéis algo ya? —Ella volvió a negar con la cabeza. Hasta ese momento Pedro no se dio cuenta de lo cansados que se veían sus ojos.


El teléfono móvil de Paula comenzó a sonar dentro de su pequeño bolso. Miró la pantalla pensando que sería Linda pero no reconoció el número.


Pedro miraba disimuladamente la carta de desayunos que había encima de la mesa cuando oyó que ella exclamaba:
—¡¿Qué?!


Luego se puso blanca como las paredes de aquel sitio y una expresión de horror se apoderó de su semblante. Abrió fuertemente los ojos y se le nublaron enseguida. Las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas y ya no pudo decir nada más a la persona que la llamaba.


Pedro se levantó de su silla de inmediato. Ella había colgado el teléfono pero seguía con esa expresión terrorífica en su cara.


—¿Qué ha pasado? —le preguntó colocándose a su lado cuando ya se levantaba temblando.


—Mi casa está ardiendo… un incendio… una explosión… de gas… —No pudo continuar, las lágrimas le velaron la vista y unos sollozos acompañados de unos fuertes estremecimientos se apoderaron de ella. 


Pedro la abrazó con ansiedad.


—Vamos, cogeremos un taxi. ¿Está muy lejos? —Ella negó con la cabeza. Él dejó un par de billetes encima de la mesa, le cogió el bolso y salieron a la calle en busca de un taxi que les llevara a su casa, o a lo que quedara de ella.


Cuando llegaron, la calle estaba cortada y llena de gente. 


Dos camiones de bomberos, una ambulancia y unas cuantas patrullas de policía con el fuego de fondo, formaban una estampa tan estremecedora que Paula no pudo contener el grito que le salió por la boca.


Corriendo desesperada se acercó a la cinta que cortaba el paso a los curiosos con Pepe pisándole los talones. Pau miraba el fuego con lágrimas que no llegaban a caer pues se secaban con el calor del ambiente. Se llevó las manos a la boca y cerró los ojos a modo de súplica. Cuando los abrió, no lo pensó dos veces, levantó la cinta amarilla y entró corriendo en la zona donde estaban los coches de policía. 


Varios agentes uniformados intentaron cortarle el paso pero no pudieron con ella. Sin embargo sí lograron detener a Pedro y sacarlo de la zona. Ella fue directa a los brazos de uno de los agentes, que no dudó en abrazarla cariñosamente. Le pasaba las manos por la espalda y le daba dulces besos en la cabeza. Después de un momento en esa posición, la cogió de los brazos y la sacudió levemente. Ella siguió llorando y él la volvió a estrechar fuertemente.


Pedro sintió una punzada de rabia. Ella se había olvidado de que él estaba allí esperando. El agente la acompañó a la puerta de la ambulancia y habló algo con el auxiliar médico. 


El joven asintió repetidas veces y cogió del brazo a Paula para que se sentara.


De pronto ella levantó la cabeza y miró a Pedro entre lágrimas. Le dijo algo al policía y, pese a la negativa rotunda de este, finalmente indicó a los agentes que dejaran pasar al hombre rubio.


El incendio ya estaba controlado cuando Mariano y Mateo llegaron al lugar. Pedro les había mandado un mensaje explicándoles dónde estaban. No tardaron mucho tiempo en aparecer, preocupados.


Mariano se quedó hablando con uno de los bomberos al que conocía y Mateo se sentó junto a Pedro y Pau que observaban las volutas de humo que aún salían por las ventanas.


—Ha sido una explosión de gas —dijo Mariano acercándose a ellos.


—Eso ya lo sabíamos —le respondió Pepe sin entonación alguna.


—No lo entiendo —dijo ella con la voz ronca de tanto llorar—. Yo no he encendido la cocina hoy. No he desayunado en casa. —Su tono se iba haciendo más estridente, más histérico. Se puso en pie nerviosa, gesticulando demasiado con las manos—. No he venido a comer, he pasado todo el día en la oficina y en el juzgado. ¡No lo puedo entender! —gritó entre lágrimas.


El agente apareció de nuevo y los miró a los tres con una expresión extraña. La arropó con sus fuertes brazos y le dijo:
—Tranquila, pequeña, no pasa nada. Ya está, ya está —le decía con voz suave y melosa para que se tranquilizara un poco—. Esta noche te puedes quedar en mi casa, y mañana, y todo el tiempo que quieras, ¿vale? —La separó de él y le dio un rápido beso en la comisura de los labios.


Pedro se puso de pie como impulsado por un resorte invisible. No le gustaba aquel tipo que la trataba tan amablemente y no dejaba de tocarla y besarla. ¿Quién coño era ese tío? ¿Y por qué ella se dejaba llevar así?


—¡Eh, Chaves, ven a ver esto! —llamó uno de los bomberos a voz en grito desde la portería del edificio.


—¿Chaves? ¿Simon Chaves? —repitió Pepe en voz alta. El agente se dio la vuelta al oír su nombre y fijó los ojos en Pedro que estaba de pie al lado de ellos.


—¿Sí? ¿Quién eres tú?


Pepe soltó una carcajada y se pasó la mano por el pelo. Lo tenía húmedo, probablemente por las diminutas gotas de agua que la brisa nocturna arrastraba de las mangueras de los bomberos.


—Es Pedro Alfonso, Simon. De Elmora Hills —dijo Pau levantando la cabeza del hombro de su hermano.


Simon alzó una ceja en expresión cómica. ¿Qué hacía su hermana con ese tío? Habían llegado juntos, él los había visto, pero no lo había reconocido.


Lo miró una vez más y volvió la cabeza hacia el edificio ennegrecido. Como hablando al aire, le dijo a su hermana:
—No sabía que aún mantuvieras el contacto con la chusma de Elmora, Pau.


Un músculo en la cara de Pepe comenzó a palpitar. Cerró los puños en actitud defensiva y respiró hondo.


—Y yo ignoraba que le dieran la placa de policía a cualquiera. Hay que ver lo que ha cambiado el Cuerpo. —Simon soltó a su hermana y se encaró con Pedro. Ambos hombres eran de una altura similar, pero el cuerpo de Pepe estaba más desarrollado, su musculatura no tenía nada que ver con el cuerpo fibroso de Simon que, si bien no le sobraba ni un gramo de grasa, no se podía comparar con el aspecto de Pedro.


—¡Basta, los dos! —gritó Paula, colocando una mano en el pecho de cada hombre—. ¿No es suficiente la desgracia que tengo ya esta noche? Lo último que me faltaba es una pelea de gallos. —Eso atrajo la atención de Mariano y de Mateo que se pusieron detrás de Pedro a modo de guardaespaldas, con los brazos cruzados a la altura del pecho.


—¡Vaya! —exclamó Simon—. ¿Qué tenemos aquí? Si ha venido todo el equipo al completo. Mateo, Mariano. —Inclinó la cabeza para hacer una reverencia burlona.


—¡Chaves! ¿Eso que llevas encima de la boca es un bigote o es que te has manchado besándole el culo a un camello? —Mateo siempre había sido el más ingenioso del grupo. 


Mariano y Pedro sonrieron abiertamente. Simon se quedó mirando con furia a los tres hombres.


—Ya basta, chicos. No es gracioso. —Paula estaba abatida. Todas sus cosas, toda su vida estaba en esa casa. Sus libros, sus discos de vinilo que tanto le gustaban, su ropa, había un vestido en especial que aún no había estrenado y lo guardaba para la boda de Simon el mes siguiente. La tele nueva, su oso de peluche… Un gemido se le escapó y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.


—Está bien, está bien. Cerraremos la boca y dejaremos en paz a Simon, ¿de acuerdo? —Pedro la abrazó pero no le hablaba a ella, miraba fijamente a su hermano. Notó cómo ella se relajaba en sus brazos y se sintió muy bien. Ella confiaba en él.


Una hora más tarde, el fuego ya estaba extinguido del todo. 


Los bomberos comenzaron a recoger la mayor parte de las mangueras. El que había saludado a Mariano a su llegada estaba hablando con Simon. Este asentía muy serio mientras recibía lo que parecía una amplia descripción de la situación. Luego se despidieron con un apretón de manos y Simon se encaminó hasta la ambulancia donde seguían sentados los tres con Paula.


—Van a abrir una investigación. Dicen que, por lo que han podido ver, la deflagración fue en el cuarto de baño. Han encontrado un montón de cera por todas partes. Imagino que serían velas, ¿no? —Ella asintió. Simon continuó—: No había ningún aparato encendido en el cuarto de baño, ni luces, ni nada que provocara la explosión allí. El gas estaba abierto en la cocina y fue llenando la casa hasta que llegó al aseo al final del pasillo. Allí algo provocó que estallase, pero no saben qué pudo ser. No era una fuga pequeña como cuando no cierras bien en regulador, no. Estaba abierto al máximo.


Paula abrió los ojos desmesuradamente. Una vaga idea había comenzado a formarse en su cabeza tras las palabras de su hermano. Si no había sido ella… Tragó saliva varias veces y pestañeó para salir de su estupor.


—¿Alguien ha intentado... —Se le quebró la voz, sin embargo acabó la frase en un susurro— …matarme?


Pedro la cogió de los hombros y se los masajeó para que se relajara un poco. Esa idea ya había pasado por su cabeza en cuanto ella dijo que no había estado allí en todo el día. La experiencia de Pedro le hacía ver cosas donde los demás no veían más que normalidad y su sexto sentido se había alterado conforme iba recibiendo información de los diferentes frentes: Simon, Mariano, el bombero.


—Mira, pequeña. La noche va a ser larga y no quiero que estés sola. Llama a Linda y quédate en su casa ¿de acuerdo? Yo iré a buscarte por la mañana y…


—¡No! —dijo Pedro cortante y con un semblante de granito—. Vendrá conmigo a mi casa. Allí estará segura.


—Al menos estará cómoda. Menuda casa tiene el Largo. —Mateo hablaba con Mariano pero su comentario lo oyeron todos.


Simon apartó a Pau y le pasó un brazo protector por los hombros, ignorando la expresión feroz de Pedro. Hablaron un momento en susurros mientras los seguía con la mirada furiosa.


Oyó que Simon preguntaba a su hermana si estaba segura de lo que iba a hacer, y vio que ella asentía. Sonrió un poco al darse cuenta de que ella había preferido ir con él en lugar de marcharse a casa de Linda.


—¿Y la otra chica, Linda? ¿No estaba con vosotros? —les preguntó a sus amigos.


—Se marchó una media hora después que vosotros. Dijo que estaba cansada y debía madrugar. —Pedro asintió y volvió la vista a los hermanos que ya se acercaban al grupo.


—Está bien, Alfonso. Pau prefiere quedarse contigo esta noche. Pero, escúchame bien, pedazo de gilipollas. —Pedro levantó una ceja al escuchar el insulto. Era valiente, no todo el mundo se atrevía a insultarle de esa manera y en público. Prosiguió—: Si le tocas un solo pelo a mi hermana o le pasa cualquier cosa, no habrá misión en el mundo que te libre o te esconda de la bomba que yo mismo te meteré por el culo, ¿me has entendido? —Pedro pensó que no era un buen momento para reírse, aunque lo deseaba. La expresión de Simon era tan cómica que cualquiera hubiera estallado en carcajadas. Antes de contestar miró por encima de su hombro a Mariano y a Mateo. Ambos se tapaban la boca disimuladamente para ocultar su sonrisa. Paula miraba a su hermano enojada por sus palabras, pero agradecida por su preocupación. Pedro volvió su vista a Simon que lo miraba fijamente esperando una réplica que le diera la oportunidad de romperle la nariz. Eso no sucedería. Podría dar la réplica perfecta que lo humillara y no le tocaría ni un pelo. Pero eso solo complicaría las cosas y haría enfurecer más a Pau. Se mordió la lengua y únicamente asintió contundentemente. 


Como para afianzar su asentimiento dijo:
—Puedes estar tranquilo, Chaves.


—¡Ja! No me fío un pelo de ti, recuérdalo.


—Ya basta, Simon. Ha quedado claro. —Paula volvió la mirada a Chris y le dijo—: ¿Nos vamos, por favor?



LO QUE SOY: CAPITULO 5





Los tres amigos estaban sentados en enormes sillones de cuero blanco con una mesa baja entre ellos. La popularidad de Mateo en esos sitios y sus negocios les había facilitado el acceso al local. Además, uno de los socios era cliente suyo y en cuanto lo vio entrar les llevó a uno de los reservados VIP con vistas a la pista. Les dio manga ancha para que bebieran todo lo que pudieran asimilar sus cuerpos y se marchó.


El lugar era bastante impresionante, con sus pistas en diferentes alturas, la cabina del DJ en una plataforma de cristal en el centro del local, elevada por varias columnas transparentes y a la que se accedía por unas escaleras de caracol que parecían de hielo. Los mostradores de bebidas eran también de ese material iluminado por luces de neón, lo que daba a las barras un aspecto futurista muy adecuado al nombre del sitio: Future.


Una camarera vestida de blanco y purpurina, con los labios azules, les trajo las bebidas que habían pedido y una botella de champagne francés en una cubitera con hielo. Se sirvieron una copa cada uno y brindaron por ellos.


Pedro casi se atragantó cuando vio quién se dirigía hacia ellos con una media sonrisa en los labios.


—¿Nos hacéis un hueco con vosotros o nos sentamos en la mesa de al lado y nos ignoramos? —preguntó Pau con un aire de suficiencia digno de una persona ganadora. Nada que ver con la imagen de chica desamparada que había mostrado en el bar.


—Pau… —le advirtió Linda propinándole un codazo al mismo tiempo.


—Ah, sí. Disculpad, que maleducada soy. Chicos, esta es mi amiga Linda Trent. Linda, estos son Mateo, Mariano y Pedro —dijo, y se sentó al lado de Mariano empujándole un poco con su cadera para hacer sitio para las dos. Pedro y Mariano miraron a Mateo. Él se encogió de hombros y sonrió a sus amigos. Luego, los tres miraron a las dos chicas que estaban hablando entre ellas en susurros.


—¡Señorita Chaves! ¡Qué placer verla! —Todos levantaron la cabeza ante aquel despliegue de cordialidad. El cliente de Mateo, al parecer, conocía a Pau muy bien. Ella se levantó y le dio un breve abrazo—. Me alegro que haya decidido aceptar mi invitación. Ya sé que es una mujer muy ocupada pero seguro que un ratito en mi club le vendrá de perlas, querida.


—Estoy segura de que sí, señor Archivald.


—Llámame Melvin, querida. Dejemos lo de señor Archivald para cuando estamos en los juzgados, d’accord? —Ella asintió—. Por lo que veo ya conoce a mis amigos, ¿no? Mejor, así estarán las dos en buena compañía. Son hombres fuertes y potentes… —El señor Archivald les dirigió una mirada sensual y provocadora a ellos que los dejó con la boca abierta. Las chicas ocultaron sus sonrisas al verles las caras. Al parecer desconocían la naturaleza homosexual del señor Archivald.


—Seguro que estaremos bien, Melvin. Eres muy amable. —Él hizo un gesto con la mano para restar importancia a sus palabras y se despidió con un ademán cuando oyó que lo llamaban de otra mesa de la zona VIP.


Paula cogió su copa de champagne y se la bebió de un trago.


—¿Alguien necesita bailar tanto como yo? —preguntó poniéndose en pie y dirigiéndose sin espera a la pista de baile.


Al ver la cara de estupefacción de los tres amigos, Linda dijo:
—Ella fue su abogada. —Se levantó y fue tras su amiga. Mateo y Mariano imitaron a Linda. Se pusieron en pie y fueron tras ellas, dejando a Pedro solo en la mesa. No iba mucho con él lo de bailar en una pista repleta de gente sudorosa. Además, el ruido y las luces le habían dado de nuevo dolor de cabeza.


Dirigió su mirada hacia el lugar donde habían ido a parar sus amigos. La canción que sonaba era un clásico convertido en algo imposible de identificar con algún estilo de música. Lo único que se podía hacer con aquella canción era moverse sin importar el compás.


Miró a Paula. Se reía de las cosas que Mariano le decía al oído, y cuando lo hacía sus ojos brillaban con una luz que cegaba más que el sol. Su sonrisa era perfecta. Pedro se imaginó cómo sería ver esa sonrisa por las mañanas después de hacer el amor con ella a plena luz del día. «Vaya pensamientos, joder», se dijo a sí mismo sacudiendo la cabeza. O empezaba a relajarse o acabaría complicándose la vida con esa mujer. Nada más lejos de sus intenciones.


—No eres mucho de moverte, ¿eh, Alfonso? —dijo Pau sentándose a su lado y llenando la copa de nuevo. Pedro se sorprendió. Estaba mirándola en la pista y un segundo después estaba allí a su lado. ¿Cuánto tiempo se había perdido en sus pensamientos?


—No, ya lo hacéis los demás por mí. Yo me sentiría fuera de lugar ahí en medio.


—¿A qué te dedicas ahora? Lo último que supe era que te habías metido en el ejército, y eso fue antes de irme de Elizabeth.


Pedro se sorprendió por el cambio de tema pero lo agradeció. Aquel era territorio seguro para sus pensamientos.


—De alguna forma, sigo en él. Unidades Especiales. —Su voz sonó agradable.


—Vaya, ¿eres de esos que van por ahí con la cara pintada, arrastrándose por el suelo y llevando a cabo misiones en las que si te pillan se desentenderán de ti?


—Básicamente, sí.


Paula levantó una ceja. Estaba sorprendida y sentía crecer la curiosidad. Quería saber más.


—¿Y cuál es la última misión en la que has estado?


—Afganistán —dijo sin mayor emotividad.


—¡Vaya! ¿Y cuál era la misión? ¿Destruir un arsenal de armamento enemigo? ¿Rescatar rehenes de guerra? ¿Desactivar bombas? —preguntó ella algo achispada y más envalentonada que nunca. En situaciones normales no se atrevería ni a sentarse al lado de aquel hombre.


—No puedo contártela…


—Sí, claro, tendrías que matarme después y todo eso —interrumpió ella—. Bueno, pues cuéntame qué tipo de misiones desempeñas, a grandes rasgos.


Pedro no quería hablar de su trabajo. Estaba impacientándose y se sentía acorralado por aquellos ojos verdes. Soltó lentamente el aire que estaba reteniendo y, con un tono que esperaba fuera bastante tranquilo, le dijo:
—Mira, no me apetece esta cháchara, ¿vale? —Se puso de pie rápidamente—. Di a los demás que me he ido a casa. —Pasó por delante de ella y enfiló hacia la puerta. No se dio cuenta de que lo había seguido fuera.


Cuando no había dado ni tres pasos en la acera, ella le gritó:
—¿Se puede saber qué te he hecho? —Pedro se volvió con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. ¿Eres así de gilipollas siempre o solo a ratos?


Pedro murmuró algo por lo bajo y se pasó las manos por el pelo visiblemente indeciso. La cabeza le iba a estallar en segundos. No sabía si contestar a la primera pregunta o a la segunda. Tenía respuesta para ambas, ella lo estaba llevando a tal grado de excitación que le dolía la entrepierna de lo dura que la tenía y era la primera vez que se comportaba como un idiota. Cuando fue consciente de este segundo hecho, sonrió abiertamente.


—¿Ahora, encima, te ríes de mí? Ahhh… —Se dio media vuelta y comenzó a andar en dirección contraria a él pero no volvió al club.


—¡Espera! ¿Dónde vas? —preguntó Pedro cuando la alcanzó.


—¿Dónde crees? A mi casa. —Estaba enfadada, muy enfadada, pero no con él, sino consigo misma, por ser tan tonta y montar esa escena sin motivo alguno. Hacía casi veinticinco años que no se veían, no conocía a ese tío de nada en absoluto.


—Espera, no. No quería ser tan grosero. Lo siento, Paula —dijo sinceramente.


—Pau —dijo ella—. Mis amigos me llaman Pau —dijo disgustada.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro de pronto.


Negó con la cabeza. Seguía mirando a la carretera, de espaldas a él, esperando que pasara un taxi para irse a casa.


—¿Un café? —Ella volvió a negar. Él sonrió tontamente—. ¿Una última copa en mi casa?


Cuando se volvió sorprendida por el ofrecimiento lo vio sonriendo. No pudo dejar de admirar lo guapo que era aquel hombre, pero no estaba dispuesta a ceder ni un ápice.


—No, no y no ¿está claro? —Se giró de nuevo.


—Vamos, señorita Chaves, sea un poco más distendida. No te estoy proponiendo una noche de sexo salvaje. Solo es un café. —Ella pensó que quizás la noche de sexo salvaje era lo que más se ajustaría a sus necesidades en ese momento, pero desechó la idea con un ligero movimiento de cabeza.


—Un café, y luego me marcho —dijo firmemente.


—¡Sí, señora! —Pedro se cuadró e hizo el saludo militar. Ella esbozó una amplia sonrisa.


LO QUE SOY: CAPITULO 4




A las ocho de la tarde Pedro llegó al bar en el que habían quedado. Era un antro grande, algo sucio y maloliente, pero, según Mateo, hacían las mejores hamburguesas de todo Manhattan. Como solía pasar en muchos de los bares de aquella zona, las paredes estaban repletas de fotos de gente famosa que había pasado por el lugar en uno u otro momento desde que se abrieron las puertas. Ese sitio, en concreto, contaba con una amplia colección de fotos de jugadores de béisbol y baloncesto, algún personaje del cine y de la política, y otros desconocidos que habrían alcanzado su minuto de fama en algún instante entre 1956 y la actualidad.


Se sentó en un taburete en la barra y pidió una cerveza. 


Estuvo tentado de acompañarla con un golpe de tequila, como en los viejos tiempos, pero pensó que debía comenzar con algo moderado si no quería acabar la noche como aquellas de entonces.


Mateo se retrasaba, como siempre. Había cosas que nunca cambiaban por mucho que pasaran los años.


Oyó el tintineo de la puerta al abrirse y giró la cabeza para mirar por encima del hombro. Una chica vestida con traje de chaqueta azul marino y camisa blanca entró en el bar hablando por teléfono. Llevaba el pelo castaño recogido en una apretada cola baja con la raya al lado. Unas diminutas gafas de pasta negra le daban a su cara un aire agresivo. 


Iba maquillada pero no demasiado. Pedro no logró ver el color de sus ojos por culpa el reflejo de las lentes pero apostó a que eran verdes.


La chica se acercó a la barra con el teléfono aún pegado a la oreja.


—¡Barri! Una cerveza, por favor —le dijo al camarero tapando el auricular del móvil y esbozando una fugaz sonrisa.


Este le correspondió risueño y le puso delante un botellín bien frío que comenzó a tirar espuma lentamente cuando lo abrió. Ella no se inmutó, continuó hablando, exaltada, y con una especie de bufido final colgó el teléfono y lo dejó encima de la barra. Luego apoyó los brazos a los lados de la cerveza y bajó la cabeza como si rezara o se mirara los zapatos. Se apretó el puente de la nariz con fruición y se quitó las gafas, que fueron a parar al lado del móvil. Cuando levantó la cabeza, cogió la cerveza y entonces se fijó en que, al otro lado de la barra, había alguien que la observaba detenidamente.


Pedro no se dio cuenta de que la miraba hasta que ella no le hizo un gesto con la cerveza a modo de saludo. Reaccionó como si le hubieran dado una patada en el culo y apartó la vista de la muchacha.


No había mucha gente en el local, era pronto, pero se oía un ligero murmullo que provenía de las mesas del fondo. Le empezó a doler la cabeza. Se estaba pasando una mano por la nuca cuando la puerta del bar se abrió de nuevo. Era Mateo.


—¿Llevas mucho tiempo esperando? —preguntó haciéndole una seña al camarero para que le trajera una cerveza como la de Pedro.


—Quince minutos —contestó sin mucho humor.


—Lo siento, perdí el tren —dijo restándole importancia al asunto—. Bueno, espero que tengas hambre, Largo, las hamburguesas de aquí no te dejarán indiferente. —Le dio una fuerte palmada en la espalda. Mateo le hizo una seña para que se moviera hacia el final del local donde estaban las mesas. Pedro pensó que el dolor de cabeza aumentaría pero no dijo nada.


Antes de perder de vista la barra dirigió una mirada hacia el lugar donde estaba la chica del móvil. Ella los miraba con el ceño fruncido. Al coincidir sus ojos, la chica se ruborizó y Pedro levantó la cerveza a modo de brindis tal y como hiciera ella antes.


—¿Y tú? ¿Qué es de tu vida? —le preguntó Mateo a Pedro cuando estaban acabando las hamburguesas. Aunque le pareciera mentira por su aspecto, estaban tan buenas como había dicho Mateo y, de alguna forma, habían eliminado su dolor de cabeza.


—Pues ya sabes, nada que pueda contar sin tener que matarte luego —contestó con un tono sombrío fingido. 


Sonrió con malicia.


—¿Qué tal por Afganistán? ¿Duro?


—Pfff… ni te lo imaginas, tío. Había momentos en los que pensaba que me volvería loco de remate. Perdí a dos de mis hombres. Uno nunca se acostumbra a estas cosas —dijo en voz baja mirando las migas que quedaban en el plato. Esta vez su tono era sombrío de verdad.


Levantó la vista y vio que Mateo tenía los ojos clavados en algo a su espalda. Una sonrisa se fue dibujando en su cara hasta dejar ver dos filas de perfectos dientes blancos.


No le dio tiempo a volverse. Unos brazos lo cogieron por detrás aprisionándolo y su instinto depredador se despertó de inmediato. Se zafó de esa presión y se puso en pie volcando la silla y armando un estruendo en el bar. Las dos botellas de cerveza que había en la mesa también cayeron al suelo pero no se rompieron.


Pedro se quedó mirando a la persona que tenía delante un segundo más. Si hubiera peligro, Mateo no estaría sonriendo como lo hacía. Cuando reaccionó, una sonrisa se instaló en toda su cara y abrazó al hombre de pelo largo que había delante de él.


—¡Mariano! ¡Mariano!


—Joder, Largo, pensé que me ibas a pegar una paliza —dijo abrazando a su amigo.


—He estado a punto, no creas.


—Ya, tío, lo tendré en cuenta para la próxima.


—Llegas dos horas tarde. Pensé que no vendrías ya —le reprochó Mateo.


—Perdí el tren —dijo sin más. Mateo y Pedro soltaron una carcajada. Mariano se rascó la cabeza sonriente—. No sabía si aún estaríais aquí. Te llamé al móvil Mateo, pero imagino que no lo llevas, ¿no?


—Imaginas bien.


Los tres amigos estuvieron charlando durante largo rato. 


Hacía tanto tiempo que no se veían y se tenían que contar tantas cosas que el tiempo volaba cuando estaban juntos. 


No se dieron cuenta de que la música en el bar había subido el volumen y la parte delantera del recinto se había convertido en una masa de gente que bailaba y bebía sin moderación.


—Mariano Pie, Pedro Alfonso y Mateo Roddson, no me lo puedo creer —dijo una voz apagada que provenía de un lado de la mesa. Los tres amigos, absortos como estaban en su conversación, no se dieron cuenta de la chica que se había parado delante de ellos hasta que pronunció sus nombres.



Ninguno de los tres parecía saber quién era ella. Pedro sintió una leve punzada en el pecho cuando se dio cuenta de que era la mujer de la barra, pero se había quitado la chaqueta, iba con la camisa blanca abierta hasta mostrar el nacimiento de sus pechos y se había soltado el pelo que ahora le caía alborotado sobre los hombros y la espalda. Parecía diferente, más desenvuelta, más peligrosa, nada que ver con la mojigata que entró hablando por teléfono unas horas antes.


—¿Nos conocemos? —preguntó Mateo intrigado.


—Vaya que sí, claro que nos conocemos.


—¿Y podríamos saber de qué? Te aseguro que me acordaría —dijo Mariano con una voz seductora.


—De Elmora, sois de Elmora Hills, ¿verdad?


Los tres se miraron y volvieron a mirar a la chica. Se acordarían de tal monumento si la hubieran conocido en Elmora Hills.


—¿Y tú eres? —preguntó Mateo. Ella dudó un instante, era lógico que no la hubieran reconocido, no se veían desde pequeños.


—La pequeña Chaves —dijo Pedro con una voz sombría mirándola a los ojos fijamente. Ella pareció sorprendida. Abrió mucho sus ojos verdes y los fijó en la mirada oscura de Pedro—. No recuerdo tu nombre —dijo dando un trago largo a su cerveza.


—¿Chaves? ¿Cómo… Simon Chaves? —preguntó Mariano confundido.


Ella les dirigió una mirada furiosa a los tres.


—¡Simon Chaves! ¡De los Demonios Negros, ja! ¡Vaya tipo, aquel! —exclamó Mateo con guasa—. ¿Tenía una hermana?


Pau compuso lentamente las facciones de su cara y recuperó la serenidad con que se había acercado a la mesa. 


Le había desilusionado que no la reconocieran y cuando Pedro lo hizo se sintió como si la hubieran pillado robando chucherías en la tienda de la esquina.


—Sí, tiene una hermana —hizo una pausa y continuó—: Hay cosas que nunca cambian, por lo que veo. —Se giró para marcharse tras ese comentario, pero una mano la cogió fuertemente por la muñeca y le impidió la huida.


—Espera —dijo Pedro con tono serio y pausado—. No nos has dicho tu nombre. —Ella le miró la mano que aún la sujetaba y luego lo miró a él. Como si se hubiera quemado, Pedro la soltó de inmediato. Pau se frotó la muñeca varias veces para hacer desaparecer el escozor que sentía.


—No, no lo ha dicho ¿verdad? —les preguntó Mateo a sus amigos sin mejorar la situación. Ella lo miró despidiendo chispas por los ojos.


—Disculpe a mis amigos, señorita Chaves. No son más que dos idiotas sin modales —dijo Mariano ofreciéndole un respiro—. Es curioso que hoy precisamente que nos reunimos los tres después de tanto tiempo aparezca usted que, de alguna manera, también forma parte de nuestra infancia. Que causalidad, ¿no?


Paula se quedó mirando fijamente a aquel hombre. 


Mariano Pie había cambiado tanto que le había costado reconocerlo. Tenía el pelo negro y largo, por encima de los hombros. Su rostro era de facciones duras pero sus ojos azul grisáceo lo suavizaban y le daban el aspecto de un cachorrito de husky siberiano. Debajo de su ojo se apreciaba la sombra de una cicatriz. Pau pensó que debió ser un feo corte pues se encontraba muy cerca del párpado inferior. Era alto, pero no tanto como los otros dos. Tenía las espaldas anchas y aparentemente musculosas, unos brazos fuertes, una cintura estrecha y unas piernas duras y resistentes. Era un hombre muy atractivo.


Mateo, sin embargo, no le agradaba tanto. Era presumido y vanidoso, se veía a la legua. Su pelo perfectamente cortado en capas ladeadas, su piel bronceada y su aspecto de
chico malo con esos vaqueros y esa camiseta de los Rolling hablaba por sí solo. Tenía esa mirada de superioridad que tienen aquellos que creen saberlo todo. Se hacía el gracioso para ocultar, sospechaba ella, su falta de sensibilidad con las mujeres. Lo que más molestaba a Pau es que, a fin de cuentas, era guapo, y él lo sabía y lo explotaba al máximo.


Al mirar a Pedro, una corriente eléctrica la recorrió de pies a cabeza. Ya le había sucedido cuando lo vio en la barra, antes de caer en la cuenta de quiénes eran aquellos hombres. Rubio, con el pelo despeinado casualmente, piel morena, ojos negros, alto, era el más alto de todos, y con un cuerpo para pecar una vez tras otra. Pau se ruborizó con ese pensamiento. Pedro Alfonso era peligroso, se veía a la legua. Su mirada era capaz de atravesar la mente más difícil, parecía saber en cada momento qué decir o qué hacer para salvar una situación o para exprimirle el jugo al momento. Su voz, varonil, fuerte y contundente, le hacía sentir como una niña pequeña que está siendo reprendida por su padre tras una travesura.


«Paula Chaves, ¿qué demonios estás haciendo?», se preguntó enfadada consigo misma. Debería estar con su amiga Linda, a la que había dejado sola en la barra. Le había dicho que iba al cuarto de baño como excusa para poder acercarse a ellos sin que la acompañara.


Giró la cabeza hacia donde estaba Linda y recuperó un poco de su dignidad después del escrutinio al que había sometido a los tres hombres que parpadeaban delante de ella.


—Debo regresar con mi amiga. Si me disculpáis…


—Eras Paula, ¿verdad? —preguntó Pedro antes de que se mezclara con el bullicio de la gente. Ella le lanzó una fulminante mirada que podría haberlo matado en el acto, y regresó junto a su amiga.


Pau volvió a la parte del bar donde la esperaba Linda con dos hombres más. Mateo, Mariano y Pedro continuaron su charla tan animadamente como al principio. Sin embargo, Pedro no se sentía a gusto como antes. No dejaba de mirar hacia atrás. La veía reír en ocasiones y beber pequeños tragos de su copa. Se movía muy bien cuando bailaba, sus caderas tenían un balanceo hipnotizante y su cuello esbelto iba en consonancia con sus movimientos, dejando la cabeza suelta en esa danza rítmica y sensual.


Pedro notó un tirón en su entrepierna y desvió la vista. Había bebido demasiado y se empezaba a imaginar cosas que no eran.


—Han abierto un club cerca de aquí y tengo unos pases. Si aún estáis lo suficientemente sobrios para una copa más…


—Vamos —cortó tajante Pedro, sabiendo que no aguantaría mucho allí sin acercarse de nuevo a aquella mujer que lo tentaba con su baile. Mateo y Mariano hicieron una mueca burlona y salieron detrás de Pedro, que ni siquiera los esperó.


Paula lo vio salir. Paró en seco su movimiento, reconociendo, en parte, que se estaba contorneando para él, pues lo había visto un par de veces mirándola como si ella fuera la hamburguesa de esa noche. No sabía por qué motivo quería provocarlo, no era esa su actitud. Había tenido un duro día de trabajo en los tribunales y necesitaba desfogarse. Mañana se arrepentiría pero hoy lo necesitaba.


Se sobresaltó cuando alguien le puso una tarjeta delante de los ojos. Giró en redondo y vio a Mateo, con su sonrisa perfecta, sujetando la tarjetita negra con los dedos índice y corazón de su mano. Ella levantó una ceja de modo interrogante.


—Han abierto un nuevo club cerca de aquí. La dirección está en la tarjeta. Vamos a movernos como es debido. Trae a tu amiga si quieres. —Y dando media vuelta, siguió a sus amigos. Paula se quedó mirando la tarjeta que tenía en la mano sin recordar en qué momento la había cogido.


—¿Quién era? —preguntó Linda al instante, dirigiendo una mirada a la puerta.


—Un tipo que he conocido camino al baño —dijo pensativa—. ¿Quieres ir a bailar algo decente? —le preguntó a su amiga con renovada vitalidad. No esperó respuesta. 


Cogieron sus respectivos bolsos y salieron del bar.