viernes, 17 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 49

 

En cuanto entraron, ella se fue a la esquina opuesta y se cruzó de brazos.


–Es injusto –dijo–. ¿Qué mujer estaría dispuesta a pasar por esa humillación si él no fuera culpable?


–No dudo de que le pasara algo –dijo él con calma–. Lo que dudo es que hayan detenido al hombre culpable.


–Hay testigos que lo vieron.


–A él y a media ciudad, Paula. Puede que mi defendido no sea un angelito, pero tiene un historial por robo, no por asalto sexual. Ni siquiera creo que sea lo bastante listo como para planear algo así.


–Sí, ya.


–Las pruebas no son sólidas y el caso no debía haberse abierto. Es verdad que es injusto para la víctima, pero te aseguro que no voy a consentir que un hombre inocente vaya a la cárcel.


–Los abogados sólo pensáis en el dinero. Recuerdo a los alumnos de Derecho, tan sofisticados y arrogantes.


–Vaya, a lo mejor tienes que tratarte ese complejo de inseguridad. A mí el dinero no me interesa.


–¿De verdad? ¿No te paga suficiente?


–No me paga nada.


Paula enmudeció, pero reaccionó al instante.


–Las víctimas no tiene voz. El sistema defiende al acusado, sobre todo si es un hombre frente a una mujer –recorrió la habitación–. ¿Vas a subirla al estrado y a desnudar su vida privada?


–Tenemos que comprobar la credibilidad de su veredicto.


–¿Y el de él? ¿Por qué tiene derecho a ser testigo de la humillación de su víctima?


–Paula, tenemos que tener la certeza de su culpabilidad –dijo Pedro, bajando premeditadamente la voz para que ella tuviera que detenerse a escucharlo, tal y como habría hecho con un testigo alterado.


–¿Y dónde queda la justicia? Si te fijas en las estadísticas, siempre los creen a ellos.


–¿Preferirías un sistema basado en la venganza? El sistema no es perfecto, pero sólo trabajando, podemos mejorarlo.


Aprovechó que Paula daba una patada al suelo, como si estuviera a punto de aceptar su argumentación para abrazarla por la cintura.


–¿Vamos a pelearnos cada vez que acepte un caso que no te gusta? –preguntó, sin saber de dónde salía aquella pregunta.


–No. Mucho más menudo, porque no tenemos nada en común.


–A mí se me ocurre una cosa –dijo él, tirando de las caderas de Paula. Pero al ver que ésta estaba tensa y no se relajaba, añadió, acariciándole la espalda con delicadeza–: ¿Vas a contármelo?


¡Por supuesto que no! Paula jamás hablaba de la noche más espantosa de su vida, la que le había confirmado que no valía nada y que había arruinado su reputación.


Y sin embargo, algo le decía que quería liberarse de ese peso.


Se produjo un prolongado silencio. Pedro no la presionó, pero siguió acariciándola afectuosamente, trasmitiéndole calma. Paula se resistió, pero se dio cuenta de que quería ceder, de que quería apoyarse en su fuerza aunque fuera por un instante.


–Vas a pensar que soy aún más tonta de lo que crees.


–No creo que sea posible –bromeó él, alzando el rostro de Paula tomándola por el mentón.


Ella bajó la cabeza para apoyarla en su pecho.


–Tenía dieciocho años. Me escapé de la residencia de estudiantes para salir de noche. Mi mejor amiga había venido a verme y queríamos bailar.


–¿Qué pasó?


–No lo sé bien. Bebía sólo refrescos. Había un par de tipos bailando a nuestro lado. De pronto no me sentí bien, me mareé y uno de ellos me preguntó si estaba bien y se ofreció a acompañarme para que respirara un poco de aire fresco. Yo… –su voz se quebró–, salí… –tomó aire y tras hacer una pausa, continuó–: Sofia, mi amiga, salió del local y me dijo que había faltado unos veinte minutos. Vio a alguien tirando de mí calle abajo. Gritó, el hombre salió corriendo y yo me caí –hizo una nueva pausa–. Lo cierto es que no recuerdo lo que pasó, Pedro.


Él se había quedado muy quieto y Paula pudo sentir sus músculos en tensión bajo la ropa.


–Sofia me llevó a la residencia. Yo me encontraba fatal y tenía las manos sangrando por haberme caído, y cuando entrábamos, nos pilló la directora. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que era una invención y que había estado bebiendo. Sin embargo, al día siguiente seguía mal y llamaron al médico.


–¿Y?


–Él sí me creyó, y llamó a la policía.


–¿No recuerdas nada?


–Sólo que me aprisionaba y que no podía quitármelo de encima –Paula notó que Pedro intentaba dominar su indignación–. Fue horrible, me interrogaron y el médico me inspeccionó.


–¿Te había…? –preguntó el, crispado.


–No.


Paula recordaba el alivio al recibir la noticia. Pero llegó demasiado tarde: el interrogatorio, las dudas vertidas sobre ella, sentirse juzgada, consiguieron traumatizarla. Y desde ese momento decidió no permitir que nada ni nadie la controlaran.


Había perdido la fe en sí misma, en el sistema, en la gente. Sobre todo en los hombres. Había erigido una muralla a su alrededor y había convertido el sarcasmo en su mejor arma. Hasta que había conocido al hombre que la abrazaba en aquel instante.


–Mis compañeros empezaron a susurrar a mi paso y a mirarme de reojo. Me tachaban de rebelde aunque no lo era. Por eso imagino el valor que hay que reunir para dar testimonio, porque yo no hubiera sido capaz.


–Claro que sí.


–¿Para qué, si luego un abogado como tú me humillaría diciendo que lo había inventado para llamar la atención?


Pedro sonrió.


–Te comprendo. No fue tu culpa, Paula. Podría haberle pasado a cualquiera.


Paula no respondió, sabiendo que tenía razón, pero sin poder dejar de creer que siempre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y que nunca estaba a la altura.


Pedro le sonrió con dulzura y ella olvidó lo furiosa que había estado con él.


–Eres muy valiente y puedes ayudar. Si te molesta tanto, ¿por qué no haces algo al respecto?


–¿Cómo qué? 


Pedro rió.


–No puedo cambiar el mundo.


–Pero puedes contribuir a mejorarlo –Paula lo miró fijamente y él le sostuvo la mirada–. ¿Puedo hacer algo por ti? –preguntó Pedro.


Ella pensó que quería sentirlo físicamente y olvidar todo pensamiento.


–¿Cómo qué? –preguntó, reprimiendo el impulso de besarle el dedo.


–Como llevarte a casa y dormir abrazados.


Paula cerró los ojos, aliviada por la seguridad y el bienestar que le proporcionaba simplemente imaginarlo.





NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 48

 

Crees que la justicia es más importante que la clemencia


Paula leyó una vez más el artículo del periódico de la mañana en el café, y observó la fotografía de Pedro con aspecto de abogado agresivo. Luego volvió al apartamento, vio las noticias en televisión y las escuchó en la radio. La sangre le hirvió al oírle contestar a las preguntas de los periodistas a la salida del juzgado y se reafirmó en la idea de que no debía haberse relacionado con un hombre como aquél.


Pedro subió las escaleras del local con una extrema sensación de alivio, y habiendo olvidado completamente su decisión de romper con Paula. Sólo pensaba en olvidar el caso y sentarse a observar a Paula y relajarse.


La vio en cuanto entró, pero en lugar de la sonrisa con la que ella solía recibirlo, desvió la mirada y dedujo que pasaba algo. En cuanto ocupó su taburete habitual, ella le dejó con brusquedad un vaso delante.


–No pensaba pedir whisky.


–¿Ah, no? –dijo ella con desdén. Y ante los atónitos ojos de Pedro, se lo bebió de un trago.


–No hace faltas ser un genio para adivinar que estás enfadada.


–¿Tú crees? –Paula dejó el vaso con fuerza en la barra.


Pedro suspiró, consciente de que buscaba pelea, pero él no tenía la menor gana.


–Escucha, no tengo fuerzas para jugar a adivinanzas. Así que será mejor que digas qué pasa.


–Mi problema, es su caso, señor abogado.


–Hablas como una serie policial. ¿Qué quieres decir con «mi caso»?


–¿Cómo es posible que defiendas a ese monstruo?


Pedro se puso alerta. Así que se trataba de algo profesional, no personal.


–¿Monstruo?


–Sí, un asqueroso que puso algo en la bebida de una mujer y abusó de ella.


–¿Has oído hablar de la presunción de inocencia?


–Es culpable.


–No sabía que fueras juez.


–¿Por qué lo defiendes? –preguntó ella, airada.


–Porque creo que es inocente. Y aunque no lo fuera, merecería un juicio justo.


–¿Te refieres a encontrar alguna triquiñuela legal para que lo declaren inocente? ¿Y la víctima? Cuestionaste su vida privada para hacerla parecer sospechosa, hasta que se derrumbó.


Pedro fue a decirle que estaba demasiado cansado, pero le bastó observarla para darse cuenta de que no podía dejarlo pasar. Había visto a Paula enfadada y nerviosa, pero nunca tan agotada ni tan… dolida. Algo le indicó que Paula había pasado por una situación personal que le hacía solidarizarse con la víctima.


–Es mejor que sigamos esta conversación en privado –dijo, tomándola del brazo y yendo con ella hacia el despacho.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 47

 

Fue al juzgado aprovechando el paseo para terminar de despejarse. El juicio se reanudaría a las diez y sabía que, una vez entrara en acción, su mente funcionaría perfectamente.


Su única preocupación era aclarar qué le estaba pasando con aquella indómita mujer. Había querido hacerse con el control y lo había conseguido. Se sentía expuesto, vulnerable en sus manos, como si hubiera conseguido desvelar sus más íntimos deseos. Una y otra vez encontraba refugio en su interior. La forma en que ella lo acogía y lo observaba con una intensa honestidad, la manera en que hundía los dedos en su cabello y su cuerpo se entregaba a él, dejándose arrastrar con las oleadas de la plena satisfacción era algo que él no había experimentado antes. La deseaba con una furia que en lugar de verse satisfecha al poseerla no hacía más que incrementarse. Justamente, lo contrario de lo que hubiera esperado y de lo que había pretendido.


Repasó su agenda y vio que tenía dos citas a la misma hora. Abrió su correo y vio que tenía un montón de mensajes sin leer. No tenía tiempo para todo lo que quería hacer y cada vez quería hacer más cosas. Paula había conseguido que tuviera la sensación de estar perdiéndose algo. Pero, ¿el qué? No necesitaba que nadie le calentara la cama por las noches, no podía ni quería depender de nadie, y menos de ella.


Paula se había encargado de dejarle claro que no permanecía en el mismo lugar demasiado tiempo, y él conocía bien la amargura del abandono. Su padre se había convertido en un adicto al trabajo después de que su madre lo abandonara. Él mismo había padecido su desidia, su falta de amor. Por esos se había jurado no caer jamás en la trampa de creer en la familia feliz. Lo que tenía con Paula no era más que un temporal, simplemente. No era una relación.


Pero su presencia en su casa le robaba la paz.


Por eso mismo tenía que librarse de ella.