sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 20

 


El hombre hizo una mueca y volvió a reunirse con ella en el sofá.


—No hay nada que decir.


—Todo el mundo tiene familia.


—Yo no. Mi madre me dejó cuando era demasiado joven para enterarme de nada. Mi padre, bueno, ¿quién sabe quién es? Mi madre desde luego, no.


Paula lo miró horrorizada.


—No es una historia bonita, ¿verdad?


—No, no lo es —repuso ella, compasiva.


—Pero aprendí del modo más duro a cambiar las cosas que pueden cambiarse y dejar estar las que no.


—¿Cómo te heriste la pierna?


El hombre se lo contó.


—Siento mucho lo de tu amigo.


—Sí. Yo también.


—Pero también hay una mujer en tu historia, ¿verdad?


—¿Cómo lo sabes? —musitó él, con voz ronca.


Paula se encogió de hombros.


—Intuición, creo.


—Cuando resulté herido, me dejó —se rió sin ganas—. La idea de estar atada a un tullido que no pudiera darle lo que deseaba la asustaba demasiado.


—No puedes juzgar a todas las mujeres por ella.


—¿No?


De pronto, pareció que no quedara nada por decir. Sus ojos se encontraron durante largo rato. La joven se ruborizó. Su modo de mirarla le provocaba un extraño dolor en su interior y se pasó la lengua por los labios resecos.


—Paula.


—¿Qué?


—No hagas eso —dijo él, con rudeza.


La mujer tragó saliva.


—¿El qué?


—Ya lo sabes.


—No, no lo sé.


—Tu lengua, el modo en que la pasas por tus labios.


—¡Oh!


Siguieron mirándose. Ninguno de los dos se movió ni dijo nada. El reloj antiguo de la pared dio la hora y el viento sonó contra las persianas. Ellos ni siquiera parpadearon.


—¿Paula?


A ella le latía el corazón con tanta fuerza y el dolor que sentía entre sus piernas era tan intenso, que no fue capaz de responder. Lo deseaba tanto que sufría por ello. Sin embargo, si se entregaba a aquel sentimiento, sabía lo que la esperaría y deseaba desesperadamente alejar la catástrofe, impedir que él la destruyera. Pero no podía. Lo único que podía hacer era mirarlo con ojos llenos de lágrimas y labios temblorosos.


Con un gemido, él se acercó a ella y la estrechó contra su pecho. Luego la besó posesivamente en los labios.


Ella le pasó las manos por el pelo y se apretó contra él. Él se apartó y la miró suplicante.


—Quiero más.


—Yo también.


—Te quiero entera.


Se pusieron en pie y se quitaron la ropa, echándola a un lado.


Pedro miró el cuerpo de ella y, por una vez, no había ni rastro de frialdad en sus ojos. El calor que emanaba de ellos parecía quemarle la piel a Paula, pero carecía de fuerza de voluntad para moverse. Ya no pensaba en las consecuencias; ya no le importaban. Sólo sabía que necesitaba poseerlo.


—Eres hermosa —susurró él—. Tus pechos son perfectos.


La joven se ruborizó y él sonrió y luego le tocó un pezón.


—¿Dónde? —preguntó él.


—Por ahí —musitó ella.


Sin apartar la vista de ella, Pedro la cogió de la mano y la condujo al dormitorio. Dejó la puerta abierta. La luz que entraba desde el cuarto de estar lo iluminaba de sobra.


Se sentó a los pies de la cama y la atrajo hacia él. Levantó la cabeza y separó las piernas para poder colocar el cuerpo de la joven entre ellas, dejando sus labios al nivel de sus senos. Se metió un pezón en la boca y se lo acarició con la lengua.


—¡Oh, Pedro! —susurró ella, estrechándose contra él.


Sólo después de que sus pechos brillaran por la humedad, le suplicó él:

—Tócame.


—¡Oh, sí!


Pasó su mano en torno al sexo de él y se lo acarició. El hombre gimió y sus ojos brillaron. Después de un rato, le cogió la mano.


—No puedo aguantar más.


Pero, en lugar de moverse para poder penetrarla, le acarició el pubis con la mano, presionándolo ligeramente.


Paula se movió bajo su mano y no tardó en perder el sentido de la realidad. Empezó a gritar, pero él le tapó la boca con la suya.


Al final, la apartó y cayó sobre la cama, colocándola sobre él.


—Eres como una flor suave y fragante —musitó.


Paula se movió un poco para colocarse mejor. El hombre se puso tenso y luego gimió y le apretó las nalgas mientras la penetraba. Con un grito, ella le acarició el cuello y guió su boca hasta uno de sus pezones.


Levantó las caderas y respondió a los movimientos de él en su interior con una ansiedad idéntica a la del hombre. Sólo después de que se apagaran sus gritos, volvieron ambos a respirar con normalidad.




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