miércoles, 9 de septiembre de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 55

 


La había atrapado, Paula podía sentir el pulso martilleándole las sienes. Levantó la barbilla en un gesto desafiante. No podía mostrar miedo ante él. Nunca.

—Viniendo de ti, lo tomaré como un cumplido.

—¿Por qué has entrado como una ladrona? Si querías algo sólo tenías que pedirlo.

—No creo que me hubieras enseñado estos archivos por las buenas.

—¿Qué archivos?

—Los de tu consorcio.

—Ya comprendo —dijo Pedro avanzando hacia ella—. ¿Has encontrado lo que buscabas?

—No estoy muy segura.

—¿Qué buscabas, concretamente?

—Pruebas, Pedro. Pruebas para hundirte.

Pedro se echó a reír. Hizo girar las llaves en su dedo y las guardó en el bolsillo con un tintineo.

—Muy dramático, pequeña. ¿Quieres que te ayude?

Paula pensó que era tan escurridizo como el hielo. Si se lo proponía podría patinar sobre él.

—No sé.

—Si me dices lo que buscas quizá pudiera facilitarte el trabajo.

Paula sostuvo un papel ante su cara. Pedro lo cogió y vio que era una lista de su supuesto consorcio. Una sonrisa ácida asomó a sus labios. Lo había averiguado. No sabía cómo se las había arreglado Paula y, en realidad, tampoco importaba. La miró. Su rostro era implacable, sin la menor traza de ensoñación. Sintió un dolor en el pecho. Muchas veces se había preguntado cómo reaccionaría ella si llegaba a averiguarlo.

Ya lo había averiguado.

—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó él devolviéndole la lista.

—Todas esas compañías que van a invertir en Maiden Point, ¿a quién pertenecen?

Pedro se sentó en una silla. Si Paula quería jugar al gato y al ratón con él era mejor que se pusiera cómodo.

—¿Por qué no me lo dices tú, pequeña? Ya pareces haber deducido muchas cosas. ¿A quién crees que pertenecen?

—Por lo que he podido investigar hasta ahora, al menos cuatro son tuyas. Son falsas, ¿me equivoco?

—No.

Paula sintió que el nudo que tenía en la garganta no la dejaba respirar. Había esperado que Pedro se defendiera, que intentara convencerla de su inocencia. Su confesión rotunda la había dejado sin fuerzas.

—¿Lo admites? ¿Admites que todas esas compañías son fachadas de Bienes Inmuebles Alfonso?

—Ya te he dicho que sí, Paula. ¿Qué más quieres de mí?

—Lo que siempre he querido, Pedro. Respuestas a mis preguntas, la verdad.

—Dispara cuando quieras.

Parecía tan despreocupado, tan impasible que Paula tuvo la impresión de que había planeado aquella escena desde el principio. Quizá fuera verdad, quizá todo formara parte de un plan retorcido para acabar con su familia y con todo el pueblo de un solo golpe. No le quedaba otra opción que jugar a su juego, donde todas las cartas estaban marcadas de antemano.

—De todas las compañías que forman el consorcio, ¿cuántas son tuyas?

—Todas.

—¿Todas? —repitió Paula temblando—. Pero, ¿qué pasará cuando haya que efectuar el pago?

—¿Qué pasará?

—¿Vas a presentarte con el dinero?

—No.

—¿No? ¿Sólo eso? Sin más explicaciones. Vas a dejar que el banco se hunda.

—Así de simple.

—¿Y cómo crees que vas a salir de esta, Pedro? No puedes decir que no sabemos dónde vives.

—Puedo irme de aquí en diez minutos. Cinco, si es necesario.

—No puedo creerlo.

Pedro se puso en pie.

—¿Qué es lo que no crees?

—No puedo creer que no intentes negarlo.

—¿Quieres que lo haga? Sabes que puedo.


ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 54

 


Pedro aparcó junto al bordillo. Main Street estaba desierta. El mal tiempo había pasado por agua las celebraciones. Hacía frío y una humedad que se metía hasta los huesos, característica de las zonas de costa. Se quedó un momento sentado, pensando que quizá el tiempo había contribuido a su estado de ánimo melancólico.

Aunque no era dado a creer en fenómenos paranormales, algo le había sucedido mientras se arreglaba para esperar a Paula. Una sensación indescriptible, una especie de premonición de que las cosas no marchaban como era debido. Había acabado haciéndose tan fuerte, tan urgente que le había obligado a actuar.

No le había sorprendido encontrar la casa de Paula vacía. Sabía que lo que ocurría no tenía nada que ver con lo que pasaba entre ellos, era algo más general. Su instinto le había llevado hasta el pueblo. El coche de ella era el único que quedaba en el aparcamiento. ¿Cómo seguía en su despacho cuando hacía más de una hora que tenían que haberse encontrado?

Salió del coche y paseó por la acera con las llaves en la mano tratando de decidir lo que debía hacer. Entró en el edificio. El vestíbulo estaba a oscuras y encendió la luz. Iba a subir las escaleras cuando oyó el ruido de un archivador metálico al cerrarse. El sonido venía de su oficina.

Todo su cuerpo se puso tenso. Se acercó a la puerta, estaba abierta. Comprobó la cerradura. Unos cuantos arañazos pero nada grave. Un trabajo bastante limpio. Cuando encendió la luz Paula se sobresaltó.

—Has podido con una buena cerradura, alcaldesa Wallace.



ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 53

 


Cuando Pedro se fue, Paula subió lentamente las escaleras hasta su oficina. Había veces en las que deseaba ser un poco menos consciente, el tipo de persona que podía despreocuparse. Tenía ganas de hacer novillos e irse a la cama. Sonrió para sí.

Jhoana estaba escribiendo a máquina cuando llegó arriba. Con un suspiro, se armó de valor para trabajar.

—¿Cómo ha ido? —preguntó la secretaria.

—¿El desfile? Bien.

—Ha durado más de lo que me figuraba —dijo Jhoana haciendo un gesto hacia el reloj de la pared.

Pedro y yo hemos ido a comer y luego hemos dado un paseo. ¿Hay algún mensaje?

—Unos cuantos, pero nada urgente.

Bien. No estoy de humor para urgencias. Los pies me están matando.

Paula se dejó caer en su sillón y se quitó los zapatos.

—¿Paula? —dijo Jhoana desde la puerta.

—Dime.

—¿Tienes un minuto para ver una cosa?

—Claro. ¿Es lo de antes?

—Sí. Son cartas —dijo Jhoana dudando—. Del archivo de Maiden Point.

Paula dejó de masajearse los pies y alzó la cabeza vivamente.

—¿Qué cartas?

—Toma. Paula las estudió un momento. Eran cartas comerciales de varias compañías del consorcio de Pedro confirmando la inversión. Todas llevaban membrete y estaban escritas de una manera clara, directa al grano.

—Yo no veo nada.

—Mira aquí —dijo Jhoana señalando el final de las cartas—. ¿No notas algo extraño en las firmas?

—No.

—Fíjate bien. Mira como está puntuada la «i».

—Sí, son círculos pequeños en vez de puntos.

—Son todos iguales, en todas las cartas. Siempre el mismo círculo sobre las íes. Y cada carta viene de una compañía diferente.

Paula notó que se le encogía el estómago.

—Luego, todas las cartas han sido firmadas por la misma persona.

—Parece lo más lógico.

Paula tomó dos cartas y las comparó. Una era de California, La otra de Arizona.

—¿Cómo dos compañías tan distantes pueden tener la misma persona firmándoles las cartas?

—Quizá no estén tan distantes.

—Déjamelas a mí —dijo Paula sintiéndose mareada.

—Pero…

—No, Jhoana. Esto es algo de lo que debo encargarme yo. Ya me has ayudado bastante. Es muy tarde. Vete a casa.

—Puedo echarte una mano.

—Por favor, Jhoana. Te he dicho que no. Cierra la puerta.

Jhoana hizo lo que le pedía, aunque de mala gana. Cuando la puerta se cerró, Paula se dobló sobre sí misma abrazándose el estómago. Sentía náuseas de puro miedo. Todos los buenos sentimientos se esfumaron reemplazados por las viejas dudas y sospechas. No podía ser lo que parecía, no después de lo que había pasado. Tenía que haber alguna explicación.

No supo el tiempo que pasó en aquella postura, pero cuando alzó la cabeza, era de noche y todo estaba en silencio excepto la llovizna que tamborileaba en la ventana.

Tenía que averiguar lo que significaba aquello. Volvió a revisar las cartas. No cabía la menor duda. La misma persona había firmado cuatro. No era algo fácil de descubrir. Comprendía que los empleados de Pablo no se hubieran dado cuenta, sobre todo si había más de uno, como era el caso, trabajando en el proyecto de Maiden Point.

Copió los distintos números de teléfono en el papel. Le temblaban las manos al escribir. Descubrió que dos de las cuatro compañías tenían el mismo número con extensiones diferentes. Los otros dos eran en definitiva el mismo teléfono, un número de California al que se podía llamar gratis y otro de dígitos alfabéticos que al traducirlo era igual que el anterior.

Tenía que asegurarse antes de hacer nada. Paula marcó el número de California. El de las llamadas gratis. Una mujer respondió en nombre de la compañía. Paula se excusó educadamente. Esperó un momento y llamó a la extensión postal. Le contestó la misma voz de mujer. Se sintió enferma. Buscó en su archivo el número de la empresa de Pedro en California. Lo miró mucho tiempo antes de decidirse a marcarlo.

—Bienes Inmuebles Alfonso, diga. ¿Oiga? ¿Quién es?

Era la misma voz.

Lentamente, como si caminara en sueños, fue al baño y abrió el grifo del agua fría. Tenía vértigo y se sentía mareada, débil. Dejó que el agua le refrescara las muñecas antes de lavarse la cara.

Sólo había una cosa que hacer. Tenía que enfrentarse a Pedro, tenía que oír los detalles desagradables de la trampa de sus propios labios. Los mismos labios que…

Paula se contempló en el espejo. La expresión ensoñadora había desaparecido. En su lugar había desesperanza y determinación.

—Ya te lo dije.

Había tenido razón desde el principio, había intuido la verdad. Sintió ganas de ir a echárselo en cara, pero necesitaba más pruebas. Necesitaba algo tangible que enseñarle al concejo para que no pensaran que había vuelto las andadas.

¡Su oficina!

En el piso de abajo estaban los archivos de Pedro, su oficina. Si servía de fachada para cuatro compañías tenía que haber algo allí que lo corroborara.

Bajó rápidamente las escaleras y comprobó la puerta. Estaba cerrada. Era natural. Pedro no quería que nadie husmeara en sus secretos.

Tras volver sobre sus pasos para recoger el bolso, Paula se enfrentó a la cerradura armada de una horquilla. No le gustaba lo que estaba haciendo, pero no había más remedio.

—Todos sabemos jugar a este juego, Pedro.

Para su sorpresa, hubo un clic y el pomo giró con facilidad en su mano. Echó un vistazo por si venía alguien y entró de puntillas en la oficina.