domingo, 27 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 11




Ambos entraron en una extraña dinámica. Pedro acudía a casa de Paula cada mañana, lo suficientemente temprano como para tomar café con ella, y se quedaba allí hasta que regresaba del trabajo. Todas las tardes preparaba una cena deliciosa, cenaban juntos y, después de acostar a Juliana, se marchaba despidiéndose con un: «Nos vemos».


Paula deseaba que él se quedara más rato, pero sabía que eso solo podía causarle problemas. Él no volvió a besarla, pero cada vez que se acercaba, ella sentía que algo se revolvía en su interior. Actuaba como si no pasara nada, pero por la noche, cuando se quedaba sola, el deseo la atormentaba. Lo pasaba mal cuando descubría que Pedro se estaba convirtiendo en algo indispensable. Se marcharía pronto. Lo enviarían a alguna misión secreta y eso la asustaba.


Sabía que en una de esas misiones, Juliana podría perder a su padre. Y ella perdería un amigo. «Amigos», pensó. Nunca imaginó que podrían llegar a tener una relación tan equilibrada, pero lo habían conseguido. Solo que ella esperaba que Pedro estuviera siempre cerca y su trabajo no se lo permitiría.


Entró en la casa y gritó:
—¡Hola! —al ver que no obtenía respuesta, dejó el maletín y fue a buscar a Pedro. En el patio trasero, Juliana estaba dentro del parque a la sombra de un árbol y su padre estaba construyendo algo muy grande.


Pedro —dijo Paula. El levantó la vista y la miró de arriba abajo.


—Hola, ¿has tenido un día duro?


—No tanto como el tuyo —Paula señaló la pila de maderas y tornillos que tenía a su lado—. Tiene seis meses. No necesita un gimnasio como ese.


—Todos los niños lo necesitan. Además, ya crecerá.


Pedro continuó trabajando. Paula tomó a la niña en brazos y miró el gimnasio de madera que comenzaba a construirse en su patio trasero.


—Tienes que dejar de comprar cosas así como así —dijo ella.


—No lo he comprado. Lo he hecho —apretó un tornillo y se puso en pie.


—¿Lo has hecho? Es increíble, Pedro. ¿De dónde has sacado tiempo para hacerlo?


—Por las noches, en casa de mi hermana.


—Pero has estado aquí casi todas las noches. 


Pedro se encogió de hombros.


—Es un diseño sencillo. Además, Brian, el marido de Lisa, tiene muchas herramientas. Corté la madera en el garaje. Ahora lo único que tengo que hacer es montarlo. El columpio y el balancín fueron lo más difícil de encontrar. Juliana y yo fuimos a buscarlos el otro día. El columpio rojo lo ha elegido ella.


Paula lo miró con una amplia sonrisa.


—Eres un pillín, ¿lo sabías?


—Sí —dijo sonrojándose—. Además, un padre tiene derecho a mimar a su hija.


—¿Pero con un poni de peluche? —señaló el muñeco de tamaño natural que estaba junto al parque.


—Algún día le compraré uno de verdad —dijo él.


—Eres un cabezota. Y no tendrá un poni, a menos que pienses encargarte tú de él y enseñes a Juliana a montar, porque yo no tengo ni idea.


—Yo tampoco.


—La paternidad ha destrozado tus neuronas —dijo ella.


—Quizá podríamos aprender a montar todos juntos.


—No pienso caer en tus trampas verbales.


—No intento atraparte.


—Claro que no —admitió ella—. Solo jugueteas.


—No jugueteo —dijo él, y la miró ofendido. Ella se rió y Pedro se dio por vencido. Deseaba estar cerca de ella, tanto física como mentalmente. Se preguntaba si podría contenerse para no besarla otra vez. Miró el reloj—. Has venido pronto.


—El horario de la banca —lo miró con una sonrisa.


Se fijó en su piel bronceada y en la musculatura de sus hombros y recordó el tacto de esos músculos bajo las palmas de su mono. Bajo sus labios. Junto a su cuerpo desnudo.


«Oh, no», pensó ella, «no puedo pensar en ello». Necesitaba separarse de él para poder controlar los recuerdos de la noche que hicieron el amor.


—Voy a cambiarme —le dijo, y se marchó.


Paula entró en la casa. Cambió el pañal a su hija y se tomó algo de beber. Después se dirigió a su dormitorio y se puso un pantalón corto y una camiseta de algodón.


—Vamos, preciosa —tomó a su hija en brazos y se dirigió a la cocina. Dejó a Juliana en el andador y abrió la nevera.


Pedro entró una hora más tarde, inhalando el delicioso aroma que salía de la cocina y pasándose la mano por la nuca.


—¿Estás cocinando?


—No te sorprendas, Alfonso. Pensé que debía darte un descanso, aunque no soy tan buena cocinera como tú.


El sonrió. Estaba adorable con el delantal y la cara llena de harina.


—¿Te importa si me ducho aquí?


—Por supuesto que no —le sirvió un vaso de agua fría—. Toma, tienes que reemplazar todo el líquido que has perdido.


—Gracias —se lo bebió de un trago y suspiró de satisfacción.


Juliana lo imitó, y sonrió.


—Cielos, ya está adquiriendo tus costumbres —dijo Paula entre risas.


—Al menos no son las malas costumbres.


Pedro le guiñó un ojo a la pequeña y se dirigió al baño. Al menos Paula parecía más tranquila cuando estaba con él. 


Durante los últimos días había estado un poco distante, desde que la besó en la puerta del banco. Pedro se había sentido tentado de hacerlo otra vez, pero sabía que ella dejaría de confiar en él.


Se estaba poniendo los vaqueros cuando se percató de que su camiseta estaba muy sucia. No podía ir sin camiseta el resto de la tarde. Tendría que regresar a casa de Lisa para recoger ropa limpia.


Llamaron a la puerta y él abrió.


Paula se quedó boquiabierta al ver su torso desnudo.


—Es tuya —dijo sujetando una camiseta—. Debiste de dejártela aquí y se mezcló con… Está limpia. Pensé que como la otra está sucia… bueno, toma —se la dio, enfadada consigo misma por reaccionar de esa manera.


Él la agarró y salió al pasillo.


Paula no se volvió. No se movió. No solo era su torso musculoso lo que la tenía cautivada, sino también su mirada. 


En dos semanas había descubierto muchas cosas sobre Pedro. Y le gustaba.


—Me gusta cuando me miras así —murmuró él.


—¿Cómo?


—Como me miraste en el ascensor cuando metí la mano debajo de tu falda.


—Solo te he dado una camiseta, Pedro.


—Ajá —dio un paso adelante y se acercó más a ella.


—Para ser un hombre que trabaja en misiones muy precisas, esta vez estás interpretando más de lo que hay en realidad.


—¿Ah, sí?


—Bueno, como tú quieras. La cena está preparada.


—Bien. Me muero de hambre —dijo él, mirándole los labios.


Paula deseaba probar el sabor de su boca.


—Está caliente —le dijo.


Comenzó a alejarse pero Pedro la agarró y la rodeó por la cintura.


—Yo también.


Paula apoyó las manos sobre su pecho y sintió cómo se le aceleraba el corazón.


—Esto no es muy sensato.


—No puedo ir con tanto cuidado, Paula —dijo sin soltarla.


—Soy mayor. No hace falta que vayas con cuidado —dijo ella.


—Me alegra oír eso, cariño —inclinó la cabeza y la besó.


El roce de sus labios hizo que ambos se estremecieran.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y se dejó llevar.



CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 10




Paula recogió el bolso que tenía sobre el escritorio y se disponía a salir de su despacho cuando la secretaria asomó la cabeza por la puerta.


—La persona que esperaba a la una ya está aquí, señorita Chaves.


Paula miró el reloj y frunció el ceño.


—Ha llegado muy temprano.


—He intentado decírselo, pero parece impaciente.


Paula trató de disimular la decepción que sentía por no poder irse a casa un momento para ver a su hija. Además, ir a casa significaba ver a Pedro. A Pedro sentado en el sofá con Juliana dormida entre los brazos. Pedro en su cocina preparando un plato delicioso.


—De acuerdo, hazlo pasar, Laura —metió el bolso en el cajón y se colocó detrás del escritorio.


Su sonrisa de bienvenida se desvaneció cuando Pedro entró en el despacho con Juliana en brazos.


—¿Qué estás haciendo aquí? —se acercó a él y le quitó a la niña de los brazos—. Hola, bonita —murmuró, y la niña le dio un abrazo.


—Hay que reconocer que a las mujeres os queda bien el traje —comentó Pedro mirándola de arriba abajo. Ella lo miró a los ojos y, de pronto, se sintió preciosa—. Tienes las piernas más sexys de este hemisferio.


Ella sonrió.


—¿Y quién las tiene en el hemisferio sur?


—No lo sé, ni me importa. ¿Qué te parece si te tomas un descanso conmigo?


—Tengo un cliente que debe de estar esperándome en el recibidor.


—El de la cita soy yo —Paula parpadeó asombrada—. Le pedí a Laura que me hiciera una cita, confiando en que vendrías a comer con nosotros.


Pedro, no puedes robar mi tiempo a los clientes que me necesitan.


—He abierto una cuenta para Juliana. Así que ahora también soy cliente.


—¿Por qué has hecho eso?


—Para crear un fondo para cuando vaya a la universidad.


—Soy bancaria, Pedro. Ya he creado uno. Es más, antes de que naciera.


—Ahh, pero para entonces, la universidad será mucho más cara —dijo en voz baja—. Ayudé a crearla, Paula. Estoy aquí para compartir la responsabilidad —Paula no podía protestar. Era por su hija y quería lo mejor para ella—. ¿Qué has decidido? —Paula besó a su hija en la cabeza, y miró a Pedro. La idea de sentarse con él en un restaurante no le parecía muy atractiva—. Vamos —dijo él con una sonrisa conmovedora.


Paula se preguntaba si podría permanecer firme en su decisión, porque cuando estaba cerca de Pedro sentía una mezcla de rechazo ante lo que le apetecía y el peligro de que se le volviera a romper el corazón. Al ver que ella no contestaba, Pedro preguntó:
—¿Tienes miedo de estar a solas conmigo, Paula?


—Guía el camino, marinero —lo hacía porque así podía pasar más tiempo con Juliana, y si Pedro no hubiera estado allí, no habría tenido la oportunidad.


—Hmm, no lo dices muy convencida. Noto cierto temor en tu voz.


—Déjalo, Pedro.


«Ni loco», pensó él, y salió tras ella fijándose en su bonito trasero. Tuvo que contenerse para no meterla de nuevo en el despacho y averiguar de qué color era su ropa interior. 


Descartó la idea en cuanto todo el personal se acercó para ver al bebé.


Algunos miraban a Pedro con curiosidad, pero él permaneció en silencio mientras Paula mostraba a su hija. Pedro no tenía ni idea de qué era lo que ella había contado a esa gente, y no estaba dispuesto a dejarla en ridículo. Paula se acercó a Pedro, y no pareció importarle que él pusiera la mano en su espalda. Después de decirle a la secretaria que estaría fuera un par de horas, los tres se dirigieron a la puerta.


Una mujer les interceptó el paso y dijo:
—Tengo que decirle que tiene una familia maravillosa.


—Gracias —dijo Paula, y miró a su hija.


—Tiene los mismos ojos que su padre. Su marido y usted deben de sentirse muy orgullosos.


Paula estuvo a punto de decirle a esa mujer que Pedro no era su marido, pero lo pensó mejor.


—Lo estamos —intervino Pedro—. Muchas gracias.


Salieron del edificio y se dirigieron al coche. Durante el trayecto, Paula permaneció callada.


—¿Te molesta? —preguntó Pedro—. ¿Te ha molestado lo que dijo esa mujer?


—No, es un comentario lógico. Juliana se parece a ti.


—Puede que en los ojos y en el pelo, pero a mí me recuerda a ti.


—¿Yo también lloro para que me den de cenar?


Pedro se rió.


—Es cabezota, se contenta con lo que tiene y no quiere darse cuenta de lo que pasa ante sus ojos.


—Entonces, será que tengo seis meses y debo continuar explorando otras posibilidades.


—Mentirosa. Ni siquiera las tienes en cuenta. Pedro, ya hemos hablado de esto.


—Nunca pensé que terminaría suplicándole a una mujer que se casara conmigo, pero solo dame una buena razón por la que no quieres hacerlo.


—Te daré más de una. No tienes que casarte conmigo para ser padre… Eso está más que demostrado. No es necesario casarse solo para darle a la niña el nombre de su padre.


—Sí, lo es, sobre todo por la niña.


Ella lo miró y después se volvió para mirar a su hija, que estaba feliz comiéndose una galleta y llenando de migas el coche de Pedro.


—Necesito más razones que esa.


Pedro, esto no es un concurso de «¿hasta dónde puedes soportar?».


—Tú haces que sea así —dijo él, y aparcó junto a un parque. 


Salió del coche y se dirigió al maletero. Paula tomó a su hija en brazos y permaneció sentada hasta que él regresó. En menos de dos minutos había preparado un picnic bajo un árbol.


Paula se sentó en el suelo y puso a Juliana en la manta. Pedro sacó algunos juguetes, y después unas bebidas de la neverita. Le dio una a Paula, abrió una para él y bebió un trago largo.


—Estás enfadado.


—Sí, maldita sea. ¿Sabes?, nunca le había propuesto matrimonio a nadie. No es algo que haga a ciegas.


Parecía que estaba más dolido que enfadado, y Paula sintió que se le agrietaba una pizca el corazón. Merecía saberlo todo, así que le dijo:
—Ya he aceptado una propuesta de matrimonio con anterioridad, así que ahora tengo los ojos bien abiertos.


—¿Has estado comprometida? ¿Cuándo?


—Antes de conocerte. Una vez, fue unos meses antes.


Pedro trató de permanecer tranquilo, pero la imagen de Paula casándose con otro hombre hizo que se sintiera celoso y traicionado.


—¿Qué ocurrió?


Paula aceptó el sándwich que él le ofrecía.


—Amaba a Craig, pero él decidió que su secretaria era una elección mejor.


—¿Cuánto tiempo estuvisteis comprometidos?


—Lo suficiente como para que yo ya hubiera elegido la vajilla.


—Ese hombre era un imbécil.


—Sí, bueno, me alegró saber que su matrimonio con ella no duró mucho más que nuestro compromiso, pero dos años después cometí la misma estupidez.


—Enamorarse no es una estupidez.


—No, no lo es. Casarse con la persona equivocada por motivos equivocados sí lo es.


—¿Qué te hizo el segundo?


—¿No crees que podía haber sido mi culpa?


—No, no lo creo, Tú eres una mujer atractiva e inteligente, Paula.


Ella lo miró a los ojos y se preguntó si él habría regresado de no haber sido por la criatura que habían creado juntos. 


Siempre se había preguntado lo mismo, y era una buena razón para no casarse con él.


—Lo encontré en la cama con una rubia explosiva.


—Cretino.


—Dijo que yo siempre estaba tensa y que no cumplía con el programa. No sé qué quería decir. Era jugador de fútbol profesional.


A pesar de que Paula trataba de ocultar el dolor que sentía, Pedro pudo percibirlo en su tono de voz.


—Ya sabes. Animadoras, viajes, un ambiente perfecto para hacer de las suyas —dijo él.


—¿Y ese es un buen motivo para que me propusiera matrimonio y luego me traicionara?


—No, no lo es. Pero no era culpa tuya. El fallo estaba en él.


—Ninguno de los dos me amó lo suficiente como para serme fiel, Pedro. Ese es un error que no volveré a cometer.


Paula desenvolvió el sándwich con cuidado. Pedro la observó y tuvo que contenerse para no tomarla entre sus brazos y tratar de calmarle el dolor que sentía.


Al cabo de un instante, Paula suspiró y dio un mordisco al sándwich.


—Mmm, está buenísimo. ¿De qué es?


—Una receta que presentó Emeril en televisión.


—Te estás convirtiendo en algo que no reconozco —dijo Paula con una sonrisa.


—No he cambiado —dijo Pedro, y miró a la pequeña—. Bueno, quizá un poco.


—¿Cómo ha sido todo para ti? —le preguntó ella.


—He sentido miedo, alegría, orgullo y miedo.


—Has dicho miedo dos veces.


—Asusta el doble saber que soy el responsable de la felicidad de otra persona. Al menos hasta que cumpla los dieciocho años, y para entonces la tendré encerrada en una torre.


—¿En la que solo podrán entrar caballeros con armadura?


—Sí —dijo él—. A veces pienso en cómo será todo dentro de unos años, en qué pensará de mí.


—Sí, yo también —dijo Paula, y ambos acariciaron al bebé al mismo tiempo. Pedro agarró la mano de Paula en cuanto sus dedos se rozaron.


Ella lo miró a los ojos.


—Esos chicos eran idiotas. Y estoy seguro de que están arrepentidos.


—Lo dudo.


—Yo no soy como ellos, Paula.


—Oh, Pedro, lo sé —dijo ella, y retiró la mano—. Pero si tú y yo nos casamos, tendremos varias cosas en contra nuestra.


—Me estás ofendiendo. Yo nunca te haré daño.


—No me quieres. Esa es la clave, Pedro. Yo amaba a esos hombres y pasaba por alto sus fallos solo por estar con ellos. No me digas que el matrimonio hará que todo salga bien, como si fuera mágico. Sé por experiencia que no es así.


—Esos hombres no eran lo suficientemente buenos para ti, eran una mala elección.


—Y no voy a cometer el mismo error casándome solo por un nombre.


—Es más que un nombre —dijo Pedro.


Deseaba decirle que él era hijo ilegítimo y que necesitaba darle su nombre a su hija, pero sabía que así no haría cambiar de opinión a Paula. Era consciente de que ella trataba de proteger su corazón. De pronto, recordó la noche en que engendraron a su hija.


«No prometas nada que no puedas cumplir», le había dicho ella. «No puedo poner mis esperanzas en un hombre…».


La habían traicionado dos veces y ni siquiera confiaba en sus sentimientos. Para Pedro era muy duro saber que ella no se fiaba de que él no fuera a abandonarla, pero lo más difícil era tratar con una mujer que consideraba que no tenía cualidades como para merecer la fidelidad de un hombre.


Pedro deseaba vengarse de aquellos dos hombres por lo que le habían hecho a Paula. Pero ella estaba en lo cierto en un par de cosas. Él no la amaba. Era lo bastante sincero consigo mismo como para admitirlo. Pero lo que sentía por Paula era más que solo deseo, alimentado por el recuerdo de la noche en que hicieron el amor. Aunque Juliana no hubiera existido, él habría ido a buscarla. Lo habría hecho para comprobar que ella no lo había olvidado y que los sueños que lo habían atormentado no eran más que eso… sueños. Al ritmo que sucedían las cosas, ella no le iba a dejar oportunidad de comprobarlo.


Pero el bebé lo cambiaba todo, y Pedro no sabía qué hacer.


—¿Paula? —ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas y él sintió que se le encogía el corazón—. Cariño, háblame.


—No puedo estropearte la vida por un simple nombre. Por favor, no me pidas que lo haga. Sé que sería lo mejor para Juliana, pero tú y yo tendríamos que vivir con ello.


Pedro se acercó a Paula un poco más.


—Siento que te hayan ido mal las cosas con esos chicos, pero no olvides que yo no soy como ellos —cuando Paula se disponía a hablar, él le cubrió los labios con el dedo—. Sss, no digas nada. Comprendo cómo te sientes. No significa que me guste, pero lo acepto. Por el momento.


Paula se sintió un poco aliviada al ver que él no abandonaba del todo. Pensó que era idiota por no desear al hombre perfecto cuando lo tenía delante. Pero no era cierto. El año anterior lo había echado muchísimo de menos y, sin embargo, una vez que lo tenía delante quería que desapareciera de su vida.


—Primero, podemos ser amigos. Sin ataduras.


Paula arqueó las cejas y miró a su hija.


—Bueno, solo con una pequeña.


—Piensa que soy una niñera a jornada completa durante las próximas semanas, ¿vale? Aunque uno no sea el que cuide de sus hijos, es quien los educa.


—De acuerdo, somos amigos.


Una hora y media más tarde, Pedro detuvo el coche frente a la puerta del banco. Paula miró el reloj y suspiró.


—Parece que estás más relajada —dijo él.


—Lo estoy. Gracias, Pedro. La comida ha sido estupenda.


Él sonrió y se contuvo para no tocarla. Paula miró hacia el asiento de atrás y dijo con una sonrisa:
—Se ha quedado dormida.


Pedro se volvió para mirar a la pequeña. Juliana tenía el vestido arrugado y las rodillas sucias de gatear por el parque.


—Es encantadora.


Ambos estaban muy cerca y, si Pedro movía la cabeza una pizca, sus labios se rozarían. Era algo muy tentador.


—Paula, muchas gracias por traerla al mundo.


—Tú también has contribuido.


—Sí, pero yo no la llevé nueve meses en mi vientre, a solas. No sufrí para traerla al mundo y poder amarla —acarició un mechón de la melena de Paula—. ¿Algún día me lo contarás todo? Odio haberme perdido tantas cosas.


«No haber sido el primero en enterarme de que iba a tener una hija. No haber visto cómo te crecía el vientre y no haber estado allí para ayudarte», pensó Pedro.


—Sí, algún día —«algún día te daré el vídeo que mi padre grabó durante mi embarazo y el parto», pensó Paula. No era algo que en esos momentos pudiera compartir. Abrió la puerta del coche y él se bajó para ayudarla a salir—. ¿Te veré en casa?


—Sí. Allí estaremos.


Se había prometido que no lo haría, pero no pudo resistir la tentación y se agachó para besarla suavemente en los labios.


Pedro —susurró ella. Se dejó llevar por el placer y pensó que podría llegar a convertirse en una adicción.


El se retiró, la miró a los ojos y esbozó una sonrisa, como si hubiera descubierto algo que ya sabía. Le acarició el labio inferior y le dijo:
—Nos vemos más tarde —retrocedió y se metió en el coche.


Paula se quedó quieta, mirándolo. Tenía el corazón acelerado. Finalmente, se volvió y se dirigió al banco. «Oh, cielos», pensó. Ignorando las miradas de los empleados, se metió en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer sobre la silla.


«Oh, cielos. Oh, cielos», apoyó la frente en la mesa y suspiró profundamente.